María Inés Laboranti(*)
Resumen
El propósito de este trabajo es realizar
un recorrido, sobre las variadas articulaciones entre Historia y Literatura.
Dichos contactos pueden rastrearse desde el pasado más remoto de ambas
disciplinas, sin embargo, decidimos comenzar aquí con los vínculos establecidos
partir de los siglos XVIII y XIX, para luego profundizar con la
problematización en torno a algunos conceptos como ficción, ciencia, narración,
memoria; dentro de la relación – y la tensión- entre ambas disciplinas. En su
desarrollo, el artículo se ocupa especialmente de la renovación teórica que, en
las últimas décadas, conmovió tanto a la Historiografía como a la Literatura y
modificó sustancialmente los límites entre ambas.
Palabras Clave: historia; literatura; narración;
ficción; ciencia.
History and Literature. Articulations, tensions,
disorder
Abstract
The purpose of this work is to realize a
walk-trough the varied articulations between History and Literature.
The contracts already said can ascertain from the
most remote past of both disciplines, nevertheless, we decided to start here
with an established link from 18th and 19th centuries; to go in depth then with
problem identification around some concepts as fiction, science, narration,
memory; into a relation –and the tension- between both disciplines. On its
development, the article occupies of the theoretical renovation specially that,
in the last decades, touched the historiography and the literature, and modified
substantially the limits between both.
Keywords: history; literature; narration; fiction; science.
Historia y literatura. Articulaciones, tensiones,
casos
Introducción
En la primera mitad de los
años 70, Jacques le Goff y Pierre Nora compilaron el volumen Hacer la historia (Faire l’histoire), un
texto que aún resulta paradigmático para el oficio del historiador, ya que
reunió en sus páginas las producciones que luego se denominarían de la “nueva
historia”. En realidad, el texto intentó reflejar el conjunto de intervenciones
sobre el programa de Annales. Los
“nuevos objetos”, los “nuevos problemas” y los “nuevos enfoques” eran
anunciados por los compiladores en la introducción. El texto colectivo mantuvo
fidelidad con los objetivos propuestos: todo lo “nuevo” había sido consignado
en sus páginas. En la Argentina, en cambio, la dictadura cívico militar
instalada en 1976, y que se mantuvo en el poder hasta pasados los 80, retardó
no sólo la lectura sino las implicancias de los colectivos sociales que se
asomaban ahora a las tareas en la Universidad y en la práctica misma de la
historiografía.
Desde mediados de los 80
entonces, se difundieron en el país los giros tan controvertidos como
fructíferos que la historiografía había vivido: el lingüístico, el semiótico,
el discursivo, el deconstruccionista, etc. y la nueva
historia social, que va sumando a los giros ya mencionados en forma sostenida y
creciente durante las últimas dos décadas, los propios avatares del giro afectivo o emocional. Incluso en este
caso particular, se van trazando nuevos campos fronterizos con aquellos propios
de la literatura, ya que es innegable que, en forma privilegiada, ésta siempre
se ha ocupado de las emociones humanas.
Indudablemente, la expansión
del debate tanto nacional como internacional sobre la relación
modernidad/posmodernidad durante la década del 90, introdujo otras perspectivas
en el campo de las ciencias sociales: un cierto tono en torno al fin de las
certezas, el agotamiento de los meta-relatos, la inclusión de las minorías en
el tratamiento histórico y a su vez, la inserción de éstas en la vida política.
Si en la mitad del siglo XX, la historia había sido interpelada por la
sociología, la antropología, o la crítica literaria; ahora era el momento en
que la seducción provenía de lo que Paul Ricoeur, explicitaba como un nuevo
campo re-articulador de disciplinas: la narración. La operación histórica,
parafraseando a Michael de Certau, cada vez más sofisticada, fue dando saltos
cualitativos relevantes y problemáticos en torno a la definición misma del
campo disciplinar y, sobre todo, relativos al concepto de narratividad.
Una frontera que a su vez
modificó los límites precisos entre la historia y la literatura y que
complejizó a ambas disciplinas. En palabras del historiador inglés John
Brannigan, hay un abordaje de la literatura en la historia- la función del
objeto literario para el historiador, comprender su complejidad y su
funcionalidad para el análisis histórico- que se tensa con el abordaje de la
historia- o de la temporalidad- en la literatura, el que conlleva una
reformulación de una cronología lineal y que pretende explicaciones
totalizantes. Diferencias tensas y que manifiestan una accidentada relación tan
transgresora como cautivante, cuyos efectos redundan en enriquecimientos
recíprocos.
Historia y literatura (novela)
Al mirar en retrospectiva
los vínculos entre la historia y la novela, como un epítome de toda la
literatura, éstos son tan estrechos que, por momentos, los modos de
configuración de una se confunden con las modulaciones de la otra. Para los
novelistas de los siglos XVIII y XIX, en general, leer “mucha” historia
constituía un hábito que facilitaba y enriquecía la comprensión de su propia
profesión. Conocer la “historia (universal)” era una actividad que incluía un
bagaje de conocimientos que hacían al prestigio de la persona (culta). Del otro
lado, los historiadores no sólo nutrían las formas de expresar sus ideas por
escrito en la literatura, sino que leer “(buena) literatura” (en particular
acentuando la lectura de novelas) era síntoma de una “educación esmerada”.
Debemos reconocer que entre
los profesionales de la historia existió (existe aún hoy) un respeto especial
por el género novela, por sobre otras producciones literarias. Las grandes
novelas del siglo XIX, la novela rusa, las novelas del realismo francés clásico
despertaban admiración y tenían entre los historiadores a sus lectores
privilegiados, ya que éstas siempre condensaron en forma anticipada rasgos de
futuros acontecimientos históricos, lo que las hacía centro de un particular
interés.
En este juego de espejos, si
a partir del siglo XVIII, por lo menos en Francia, la historia es, por una
parte, la representación oficial de la memoria pública atada ideológicamente al
Estado; al mismo tiempo, la lectura- y en especial la lectura de literatura- se
impregna progresivamente de la atmósfera del placer de lo privado. Pero no sólo
la satisfacción de la lectura por uno y
para uno, sino que los contornos de una sociabilidad de lo privado van
cobrando mayor nitidez al ingresar al salón
literario, a la rueda en el café o en el club, incluso, circular entre las herramientas contestatarias de
una oposición: libelos, “literatura libertina” o folletines disidentes para con
el poder absolutista del Antiguo Régimen. Poco a poco se diseñaron los espacios
en que se desplazará una manera nueva y ambigua forma de expresión: la opinión
personal expresada en público. En definitiva, apenas unos pocos años más tarde,
ya a comienzos del siglo XIX, la lectura se erige con eficacia en uno de los
vasos comunicantes más influyentes entre lo público (el Estado) y lo particular
(la sociedad civil).
En otros términos, la
lectura ata en un haz a la memoria, a la práctica política y ese universo
privado que no participa en el poder estatal pero que está alerta a sus
manifestaciones, es decir, el mundo de la lectura independiente; la lectura
burguesa[1]
que se declama o penetra en formas sutiles en los intersticios de ámbitos
colectivos. Esta expansión también es producto de este tiempo: al cortar las
últimas marras con el poder que el clero había ejercido sobre el saber, se
terminan de consolidar los procesos de laicización experimentados por la
historiografía y por la literatura. El uso crítico de la razón desarrollará un
poder diferente: “la opinión pública” receptora de lo escrito.
Historia/Ciencia/Ficción
Asimismo, reconocemos que en
la formulación de un sintagma historia/literatura no debe ignorarse la acción
de un tercer término elidido, aunque siempre eficaz: la ciencia. Ya en la
segunda mitad del XIX, la postulación de un modelo de historiografía científico
buscó los correlatos de la ciencia positiva, y distanciarse de su compañera del
romanticismo. La historia se divorcia de lo literario para acercarse al
comportamiento científico de las ciencias naturales. Como lo señalara Cristina
Godoy[2]
“Clío se empeña en sacarse el vestido de la retórica para colocarse la toga de
la episteme”.
En la primera mitad del
siglo XX, la historia provocada por las tendencias intelectuales- artísticas
vanguardistas y el complejo contexto internacional, buscó de la mano de los
fundadores de Annales, su propio
terreno conceptual. Así es que, en los bordes de los centros hegemónicos,
entabló un diálogo fructífero con la sociología, la economía, la etnología y la
psicología, en definitiva, alimentando una competencia conflictiva con las
formas esclerosadas del positivismo sorbonista. En ese momento, las rutas de la
historia y de la literatura se bifurcaron no sólo por el desarrollo vivido por
las ciencias sociales, por un lado, y por las corrientes filosófico-literarias
vanguardistas, por el otro. Sino que, en esta separación, tuvo decisiva
importancia el afianzamiento de las formas particulares que adquirieron sus
respectivos lineamientos profesionales e institucionales en la conquista de
determinados ámbitos universitarios, garantes para el saber de la expansión y
dominación de sus espacios de poder.
En los años 70, la historia
comenzó a vivir sucesivas crisis producidas por rupturas epistemológicas al
compás de quiebres en la certeza de discursos totalizantes o unívocos.[3]
El campo de los estudios literarios también sufrió cortes y desplazamientos:
apenas para hacer una enumeración sucinta desde la aclamada “muerte del autor”,
pasando por la noción barthesiana de escritura
que reemplazó como categoría de análisis, al interés por construir una historia
de la literatura. En la deriva intelectual del estructuralismo y el
postestructuralismo, la tarea en el campo de la crítica y la teoría literaria
se ha desplazado en torno al concepto de ficción.
El mismo Freud, en sus escritos de los últimos años, anunciaba que su métier, el psicoanálisis, poesía una
estructura ficcional. En este sentido atender a la estructura ficcional de los
relatos –no sólo los literarios- ha cobrado un valor hegemónico en las últimas
tres décadas tanto en el campo de las ciencias sociales como de las
humanísticas.
Antes de comenzar el
trayecto, creemos oportuno prevenir sobre tres asuntos teóricos que, aun cuando
en la práctica profesional suelen superponerse, deben ser puntualmente
precisados por su incidencia en el debate. En primera instancia, consideramos a
la historia un determinado tipo de
narración porque, de una manera u otra[4]
su métier siempre ha sido relatar
acontecimientos del pasado. Lo segundo, es definir qué entendemos por ficción para evitar malentendidos
teóricos que lleven a concluir que la construcción narrativa de lo histórico es
mímesis de una arquitectura literaria narrativo-ficcional. El último aspecto
que aquí nos importa, se refiere al lugar preciso que ocupa el estilo en la urdimbre del escrito
histórico, cuestión que pone sobre el tapete la correspondencia entre “ficción”
y “verdad” o entre “arte” y “verdad”; en la que “el historiador es un escritor
profesional y un lector profesional. Como escritor, está bajo la presión de
convertirse en un estilista mientras que permanece siendo un científico; debe
dar placer sin comprometer la verdad…Como lector, aprecia la excelencia literaria,
absorbe acontecimientos e interpretaciones y explora las palabras que tiene
delante para encontrar el trabajo de la verdad debajo de su superficie; el
estilo puede ser para él, un objeto de gratificación, un vehículo de
conocimiento, o un instrumento de diagnóstico”.[5]
La literatura en la historia
La coyuntura estructuralista
de los años 60 y 70 produjo innegables cambios. Como experiencia de crisis,
posibilitó a la teoría literaria salir a la palestra, al intentar formalizar
los relatos y describirlos en términos de modelos lógicos, en un movimiento de
rechazo de lo histórico, concebido como absoluta exterioridad. El análisis
estructural del relato (Roland Barthes, Claude Bremond, Argildas Greimas) ha
tendido a la construcción de modelos acrónicos emplazando al método deductivo
como el adecuado para esta descripción. En 1928, el folklorista Vladimir Propp[6],
en su estudio del cuento maravilloso ruso, establece el esquema épico de la
búsqueda como paradigma: la proyección de sus episodios en la línea del tiempo,
desde el desafío inicial del héroe hasta su victoria o fracaso, se organizaría
en verdaderas matrices llamadas “funciones”.
Las funciones, cuya lista es
limitada, llevan por la vía de la segmentación de lo cronológico a lo lógico.
El cuento maravilloso, para Propp, deviene máquina interpretativa cuya función
estructural es relatar cómo se repone una falta
inicial o una fechoría por medio
de una serie de peripecias que
restauran al final el orden alterado. Si tenemos en cuenta que la historia
tiene al tiempo por objeto, estaríamos entonces en el plano de las resistencias
al cambio histórico. El modelo formal de Propp es la herramienta que permite
analizar corpus extensos, ya que recordemos este antropólogo y lingüista ruso
se abocó al estudio de más de cinco mil relatos maravillosos o cuentos de hadas
orales. Una de sus principales dificultades residía en definir el carácter
“original” del relato y cuáles eran sus “copias” derivadas. Es decir,
establecer el principio de originalidad o de origen. Propp renuncia a este
orden de la causa-efecto en la historia y propone, con un salto cualitativo, la
aceptación de todas las variantes, en tanto versiones posibles y, sobre todo,
en tanto actualizaciones todas valederas de un conjunto finito de treinta y un funciones.
Los condicionamientos que este esquema recibió se refieren a la alternancia
siempre interna de las series. No habría novedad como ruptura, sino que en
realidad sólo cabe la posibilidad de una combinatoria o alternancia entre las
mismas funciones reguladas, pero siempre endogámicas: en el relato maravilloso
las combinatorias prescinden de vincular el material de ficción a cualquier
incidencia externa a él, es decir a cualquier proceso histórico en el que se
haya inserto ese mismo relato.
Al mismo tiempo el clima
intelectual francés de los 60 y 70 es el que abre el debate a la historiografía
al considerarla en su entidad lingüística. Y aquí debemos detenernos en la obra
de Michel Foucault.
Para Foucault, buscar una ley
capaz de mostrar los rasgos de una época - el estilo, la obra, o una red
homogénea - sería empobrecer la perspectiva. Improcedente en lo ideológico es
concebir una historia en amplias unidades que tuvieran entre sí una férrea
cohesión. Contrariamente, en sus análisis, la lectura foucaultiana se propone
considerar los límites, las desviaciones, las formas singulares fuera de la norma
(la sexualidad o la locura), pero ¿qué se puede esperar de una “historia de los
desvíos”?
Enfrentada a una narración
global que agrupa a la totalidad de los fenómenos alrededor de un solo eje -el Significado, el Espíritu, el Sentido, la
Concepción del mundo, el Principio- “la historia general tiene la
obligación de mostrar la escena de una dispersión”. Lo importante no es describir
el acontecimiento en sí, sino establecer las relaciones alternativas con otros
episodios de la misma serie, con los discursos precedentes o con las
condiciones de posibilidad de su emergencia. Si la historia, a pesar de sí
misma, permaneciera como unión, en lugar de “continuidades” aludiríamos a “secuencias
de rupturas”, sustituyendo el orden de la continuidad cronológica por el de las
interrupciones. Por ende, no se verían los procesos
inconscientes, los gestos apagados
en el silencio de las instituciones, los condicionantes
materiales que cobran para el historiador un interés insospechado y que
suelen ser la materia prima que capta la literatura. “La historia continua es
el correlato indispensable de la función fundadora del sujeto: la garantía de
que todo cuanto se le ha escapado le será devuelto, la promesa de que el sujeto
podrá un día - bajo la forma de la conciencia histórica- apropiarse nuevamente
de todas esas cosas mantenidas lejanas por la diferencia, restaurará su poderío
sobre ellas y encontrará lo que puede ser llamado su morada”.[7]
En El orden del discurso (1973), se nos plantean tres vías por las
cuales encarrilar la teoría de la historia (y en cierto sentido abren el camino
a la fragmentación actual de los estudios culturales en el ámbito académico de
la crítica literaria): el azar, lo discontinuo y la materialidad. La
apuesta por la discontinuidad implica una instancia inicial en la que se deben
abandonar categorías como tradición,
influencia, concepción del mundo, progreso, evolución. Fundamentalmente, se
trata de soslayar la diferencia de clases de discurso en “historia”,
“literatura”, “religión”, “ciencia”, ya que estas clasificaciones son
consideradas normativas. Es necesario liberarse de ideas fuerzas, en especial
en el ámbito de la crítica literaria: autor,
libro y obra. Poner en suspenso estas nociones ligadas a la temporalidad
con atisbos de unilinealidad, hacer emerger un espacio conformado por todos los
enunciados efectivos. “Antes que enfrentarnos con una ciencia, con novelas, en
discursos políticos, con la obra de un autor, inclusive con un libro, el
material se tratará en su neutralidad primera como una población de
acontecimientos en el espacio del discurso general”.[8]
Esta es la idea que Foucault
denomina “positividad”, como unidad de discurso en el tiempo de larga duración.
Es decir, que todas esas presencias comunican por la positividad de su discurso
y no por el parentesco con los temas tratados. La positividad goza de la virtud
de otorgar poder teórico a la mirada cotidiana y define las condiciones en que
puede sustentarse sobre las cosas, un discurso reconocido verdadero. En Las palabras y las cosas, el discurso
sobre la producción sustituyó ahora como discurso “más auténtico” a una
economía de la riqueza y del valor. Foucault funda así un nuevo a priori histórico. Pero nos aclara que
no se trata de la repetición de los mismos problemas permanentes ni de una
mentalidad determinada detrás de los hechos. Más bien se trata de facilitar,
dentro de la experiencia de una época, un recorte posible del saber que define
a los objetos que aparecen en él (por ejemplo, el desplazamiento del cuerpo
como soporte de castigo y tortura hacia una instancia interna a la conciencia
del sujeto del control y la vigilancia social).
“Archivo” es otro concepto
problemático. Los archivos son sistemas que intentan mostrar el campo de
posibilidades que, en un momento dado, y en una sociedad dada, condicionan la
aparición de los enunciados: el modo en que aparecen en las conductas, su
permanencia, sus agrupamientos, la escala de valores que manifiestan. Una
arqueología buscará la descripción del archivo que permite comprender las
formas de lo decible, de lo que debe conservarse, de lo actualizado y las
formas de apropiación. La descripción arqueológica foucaultiana lleva como
propósito dejar de lado la historia de las ideas y los conceptos de nacimiento, continuidad y totalidad. O
sea, que se muestra a favor de una descripción de los discursos en calidad de
prácticas que siguen reglas y no como signos de lo que yace en la profundidad:
la arqueología no avanza buscando un último lugar sistemático y científico,
sino permite ver los modos de discurso, el ejercicio de ciertas condiciones
irreductibles, que operan desde su interior. En este mismo sentido, categorías
y nociones renovadas afectan a los estudios sobre la literatura. Esta ya no
será la expresión individual originalísima que traduce las profundidades de un
sujeto-genio -el autor-, sino un conjunto de haces de significación a
interpretar en los cruces transversales con otros discursos. En síntesis, al
diseñar los amplios sistemas de las modificaciones y el concepto de cambio -noción vacía a la que sólo
conocemos por sus efectos-, adquirirá una dimensión nueva.
La arqueología de los
discursos no busca semejanzas entre el pasado y el presente. Constituye la
tarea del historiador no pretender ocuparse de la historia pasada, buscando en
ella significaciones tácitas o leyes inexorables. Foucault inserta la escritura
de la historia en una trama de saber y poder. ¿Qué clase de espacio histórico
se delinea con esta vuelta de tuerca? Por cierto, uno no homogéneo, que se
tensiona con sus opuestos en vez de expulsarlos, que considera siempre el polemos entre el sentido y su contrario,
lo otro, lo diferente, el desvío, lo
excepcional, lo irregular. Al jerarquizar el pasado en ciertos períodos o
épocas -Renacimiento, Reforma, Romanticismo- implicamos simultáneamente un
futuro de trascendencia que deja al descubierto lo que la denominación misma
calla, es decir, la propia jerarquía que utilizamos para analizar ese pasado.
La historia, en su papel de
policía de los otros discursos sociales, tradujo categorías a su propio
discurso a través de relaciones analógicas que entabla con otros: período, generaciones, siglos, pero
también clase social, mentalidad, modos
de producción. Desmontarlas críticamente será tarea entre una “arqueología”
y una “genealogía” del poder que las utilizó. Plantearlo como tarea del futuro
historiador, le significa a Foucault que Paul Veyne[9]
lo reconozca como el responsable de una “revolución de la historia”.
Estos giros y las
controversias promovidos desde el campo disciplinar de la Historia nos permiten
desplegar algunos recorridos tentativos en torno a los cambios que se
produjeron en el campo literario, teniendo en cuenta las transformaciones
fundamentales de los últimos veinte años, muchas de las cuales han sido
paralelas a los procesos que consignamos más arriba:
• La
valorización/desvalorización del objeto literario, y del objeto artístico en
general.
• La
expansión de la cultura universitaria y la transmisión pedagógica de la
literatura.
• La
pregunta por la finalidad de la literatura, y al mismo tiempo su producción y
circulación en nuevos soportes técnicos. En la opinión de muchos investigadores,
nos aproximamos a una desmaterialización del texto, como bien simbólico
cultural.
• Los
sistemas de recepción y los sistemas de expectativas que modifican los
paradigmas establecidos, y simultáneamente, se remuevan los contratos de
lectura en el público de lectores y lectoras contemporáneos.
Estas mutaciones en torno a
la materia literaria y sus abordajes desde la crítica y la teoría, comenzaron a
cobrar cuerpo a partir de la segunda posguerra: el desarrollo prestigioso y
contundente de los estudios semióticos internacionales en los años 60
propusieron la revisión de todos los estatutos epistemológicos de la
disciplina. La semiosis del espacio, del cuerpo, los procesos significativos
simples y complejos, la expansión matemática, como la teoría de las
catástrofes, o de los fractales; ofrecieron atractivos modelos teóricos,
políticos, discursivos, hasta bordear el conflicto institucional dentro de las
universidades. En sus divisiones del conocimiento en escuelas, departamento,
áreas, la enseñanza de la literatura y el tradicional modelo de las historias
entraron en su crisis definitiva.[10]
“Frecuentemente se dice que Macbeth es sobre la “maldad”, pero es
necesario trazar una distinción más cuidadosa: entre la violencia que el Estado
considera legítima y aquella a la que no. Podemos coincidir en que Macbeth es
un asesino temible cuando mata a Duncan. Pero cuando mata a Mac Donwald -“un
rebelde”- tiene la aprobación de Duncan”.[11]
Este pasaje bien puede
servirnos de introducción al tópico de las postulaciones del nuevo historicismo
y del materialismo cultural que durante las tres últimas décadas han sido dos
de los movimientos teóricos nutricios del proceso de crecimiento, consolidación
y expansión de los estudios literarios bajo el amplio paraguas de los estudios
culturales. Se trata desde esta perspectiva anglosajona de situar la literatura en la historia con el propósito de facilitar el análisis
crítico del pasado en que la obra literaria fue creada, el desarrollo
u olvido que ésta vivió a través de los siglos y las maneras en que y en los
ámbitos donde, el presente las reproduce porque, básicamente, “el contexto
histórico debilita la significatividad trascendental tradicionalmente
adjudicada al texto literario y nos permite recobrar sus relatos”.[12]
Ambos instancias críticas- el nuevo historicismo y el materialismo cultural- en
los años 80 fueron parte de los programas académicos de centros universitarios
británicos y americanos; y han alcanzado, a esta altura del debate, una
expansión notable en determinados círculos: la etapa de despegue de los
estudios culturales en las comunidades intelectuales anglosajonas se produjo a
lo largo de los años 50, investigaciones que se revigorizaron en la década del 70
para definir, a finales de la guerra fría, una amplia gama de perspectivas
poseedoras de mayor rigor ideológico. La colisión entre enfoques tradicionales
-y no por eso menos dinámicos- y giros transgresores han engrosado una polémica
ciertamente efervescente.
Tal vez la contribución
reciente más significativa es que el nuevo historicismo en Estados Unidos y el
materialismo cultural en Gran Bretaña marcan para la crítica literaria el
“regreso a la historia”.[13]
Esta perspectiva alimenta notablemente el terreno de la investigación de lo
histórico porque para ambas corrientes de pensamiento, el objeto de estudio ya
no es el texto y su contexto, tampoco
la literatura y su historia, sino más
bien “la literatura en la historia”, ecuación que hace que la primera aparezca como
parte “constitutiva” e “inseparable” de la segunda.
Con la intención de situar
brevemente al lector, precisamos sucintamente que el nuevo historicismo es una
forma de interpretación crítica que privilegia el análisis de las relaciones de
poder en cualquier clase de texto del pasado, mostrando especial interés en el
estudio del período renacentista. Dicho de otro modo, estos críticos ven al
texto literario como artefacto que rompe con las viejas divisiones entre la
literatura y su pasado, tanto en la forma de texto como en la de contexto.
En esta perspectiva, el texto literario deviene en la cara visible de los
comportamientos entre el poder ejercido por el Estado y las formas culturales
operantes en el pasado y cómo se han replegado en el presente. Por esta razón,
el nuevo historicismo sienta su base de análisis en el teatro, especialmente en
el teatro isabelino, particularmente en Shakespeare. Parafraseando a Stephen
Greenblatt[14] cuando este observa y
destaca que Richard II (1597) fue
representada “40 veces fuera de la corte” -lo que provocó irritación y malestar
en la reina Elizabeth I- el autor explica la ansiedad real con una hipótesis:
la obra era representada “al aire libre”, en lugares públicos, fuera del ámbito
circunscripto del teatro. Este ejemplo da cuenta de que estas representaciones “populares”
dejan al descubierto para el gran público “la injusticia de la monarquía”
porque, en esta retrospectiva, teniendo en cuenta la popularidad de lo
shakespeareano en la ideología de la sociedad inglesa, la pieza literaria saltó
por sobre la privacidad cortesana. La preocupación de la reina parte primero,
de la “repetición de la representación y, por ende, la multiplicación de la cantidad
de personas que la vieron, y segundo, por el lugar de estas representaciones: “calles
y casas abiertas”. En tales condiciones reside un gran peligro: la distinción
entre ilusión y realidad se esfuma”. Para Greenblatt, el quid de la cuestión
está en si las “casas” a las que Elizabeth se refiere son “teatros públicos” o
“residencias privadas”, reductos donde “sus enemigos complotaban para
derrocarla”.[15] Es decir que, en este
acto en exteriores, la pieza se constituye en un espacio (público/privado) reproductor de contrapoder como lo sería
cualquier otro tipo de “producción subversiva”. Retomando a Foucault como
referente fuerte, las formas del poder en la perspectiva del nuevo
historicismo, cambian según las circunstancias históricas en las que actúa.
En términos semejantes, pero
en otro plano de la temporalidad, el materialismo cultural también privilegia
las relaciones de poder, concibiéndolas como el contexto más apropiado para la
interpretación de los textos. La diferencia estriba en que mientras el nuevo
historicismo se concentra en el estudio de las relaciones de poder en
sociedades del pasado, el materialismo cultural explora el texto literario en
el interior del contexto de las relaciones de poder actuales. Los textos tienen
siempre “una función material” en la configuración de las estructuras del poder
contemporáneas porque la “ideología” se materializa a través de las
instituciones: la escuela, la iglesia, el teatro, la universidad y el museo.
En otro orden de cosas, los “materialistas
culturales”, interesados en las operaciones del poder dentro de “ideologías
autoreguladas”, guardan un contacto muy estrecho con los vaivenes de la
política contemporánea. A diferencia del nuevo historicismo que analiza, por
caso, a Shakespeare en el contexto del pasado, el materialismo cultural lo hace
para destrabar los modos en que la política (por ejemplo, el tatcherismo) y la
cultura contemporánea “preservan, re-presentan y rehacen el pasado” de este
ícono de la literatura. Así es como Political
Shakespeare: Essays in Cultural Materialism[16] fija la atención
en figuras de sodomía, prostitución y travestismo presentes en los trabajos del
dramaturgo. Reconstruye además, su magnetismo intelectual y político en el
sistema educativo contemporáneo, mientras ausculta las dimensiones que el cine
y la televisión le otorgan al imaginario shakespeareano.[17]
El tratamiento de la
ideología puede encuadrarse en un materialismo cultural a partir de rastrear
las conexiones culturales entre significación y legitimación: los modos en que
las creencias, prácticas e instituciones legitiman el orden social dominante o statu quo -las relaciones existentes
entre dominación y subordinación-. En los tiempos de Shakespeare se fortalece
en la sociedad isabelina la concepción de la sociedad como “reflejo” de un
orden natural frente a la otredad o lo disidente, ahora entendido como
demoníaco.
Ahora bien, resulta obvio
que ambas tendencias han privilegiado un análisis de textos canónicos y, en
todo caso, de qué manera éstos repercuten en el imaginario cultural del colectivo
social. Es precisamente la literatura paradigmática del Renacimiento la que
concentra la atención y el conocimiento de gran parte de las sociedades
británica y norteamericana, por su presencia indispensable en todos los niveles
curriculares. Para mencionar sólo un caso, el estudio del rostro de Shakespeare
en los plásticos de las tarjetas de crédito, no sólo es un recurso
publicitario; en el público general, cualquier anglosajón -no importa su grado
de instrucción- que ve una ilustración del dramaturgo, lo identifica
inmediatamente, transfiriendo esa imagen a su propia identidad como sujeto
histórico. Aun cuando en los últimos tramos de esta década, esta historiografía
se ha ido desplazando hacia una ‘literatura menor’; de todas maneras, el
esfuerzo en torno a las obras paradigmáticas del teatro isabelino ha colaborado
en edificar un universo más vasto en la relación
literatura-historia-cultura-política.
La historia en la literatura
En Estados Unidos de la
década del 80, se publicaron varios libros relevantes, la compilación Modern Intellectual History de
Dominick LaCapra y Stephen Kaplan, también de LaCapra, History & Criticism; a los que se suman, Tropics of Discourse y The
Content of the Form, de Hayden White. Por su parte, la aparición de The Great Cat Massacre and Other Episodes in
French Cultural History (1984), de Robert Darnton[18],
generó una de las controversias teórico-metodológicas más enriquecedoras de los
últimos tiempos, adentrándose en los intersticios de la historia cultural.
En la perspectiva que brinda
el paso de los años, esta combinación de relato histórico y “linguistic turn” presente en los dos
primeros capítulos[19]
del ya clásico libro La gran matanza de
gatos…, aparece como uno de los detonadores pioneros de la disolución del
programa de la totalidad histórica. A partir de este hito, cuyo representante
más conocido es el historiador americano -pero de ninguna manera el único ni el
primero-, la historia ha prolongado los intercambios y préstamos con la
antropología, la lingüística y la crítica literaria.
Así es que, el “best-seller” de Darnton, pero en
particular los dos primeros capítulos, convocó a historiadores y antropólogos,
provenientes de distintas comunidades intelectuales, quienes discutieron en
torno a la aplicación que el autor hace de la antropología simbólica y de la
lingüística.
Roger Chartier (1985), le
recriminó mantener la noción de símbolo entre márgenes demasiados estrechos,
cristalizando el concepto en representaciones ajenas a lo que gente percibía en
el siglo XVIII francés. James Fernández (1988), lo acusó de “esencialista”,
basándose en el controvertido término “frenchness”. Giovanni Levi (1985),
advirtió que Darnton cae en los peligros del geertzismo, excediéndose en el uso
de una “hermenéutica” que no explica. Philiph Benedict (1985) se mostró remiso
a aceptar la crítica a una “historia cuantitativa”, para terminar en una
“hermeneútica”. LaCapra (1988), le endilgó una aplicación no adecuada de la
“intertextualidad”, aduciendo que la concepción darntoniana no logra entablar
un “diálogo” con la “extrañeza”.[20]
Ahora bien, ¿de qué se trata
la historia cultural que practica Darnton que, por momentos, en opinión de
muchos historiadores, acerca peligrosamente la historia a la ficción? Robert
Darnton hace una historia cultural combinada con el objetivo de comprender
mejor las prácticas y comportamientos de la gente del Antiguo Régimen. En este
sentido, le preocupa que la perspectiva de la historia intelectual se plasme
desde “arriba hacia abajo”, dando forma a un espectro vertical en el cual
figuran cuatro categorías principales: la historia
de las ideas, (estudio del pensamiento sistemático, generalmente en
tratados filosóficos); la historia
intelectual propiamente dicha (estudio del pensamiento informal, clima de
opinión y movimientos literarios); la
historia social de las ideas (estudio de las ideologías y la difusión de
ideas) y la historia de la cultura
(estudio de la cultura en sentido antropológico, incluyendo visiones del mundo
y mentalidades colectivas).[21]
“Decididamente, Darnton opta por una historia cultural “desde abajo”, por
tratarse, justamente, del terreno de lo específicamente histórico, en el que la
expresión cultura no se refiere a la perspectiva de una elite, sino que se
dirige a la interpretación de los comportamientos y de las prácticas de hombres
y mujeres en su vida cotidiana. A diferencia de los filósofos, la gente común
ejercita la “astucia callejera”, utilizando las “ritualidades” que la cultura le
ofrece: “cuentos y ceremonias”. En este registro argumental, historiar la
cultura es “descubrir” la “estrategia” del vivir cotidiano”.[22]
¿Cómo logra Darnton esta
operación histórica? Para saldar los límites que imponen el propio discurso
analizado, el estudioso debe extender el asunto más allá de la palabra impresa,
internándose en la trama de la comunicación de la vida cotidiana: el mercado,
las sociedades de pensamiento y los libros. Aquí, Darnton rompe con el concepto
de difusión unilineal, para encontrar significados y sentidos de distinto tipo,
en la vida y en la tradición. Tanto Carlo Ginzburg con “Menocchio”, como los
“lectores de Rousseau” de Darnton, se encauzan en este rumbo, descifrando
indicios que se insertan en un marco cultural preexistente, de ahí la
relevancia que proporciona el circuito “autor-lector-autor”.
Queda claro que tanto la
lectura como la atribución de cierto significado son prácticas sociales
configuradas en “campos simbólicos y convenciones culturales”. Darnton no
concibe tomar a la cultura de manera homogénea: distintos lectores de un texto
pueden deducir significados diferentes. Así es que la lectura está doblemente
determinada: por la “naturaleza del libro” y por los “códigos generales que el
lector ha internalizado”.[23]
El fundamento de la tarea
historiográfica es reconocer las connotaciones adjudicadas a la noción de
cultura, buscando todos sus significados en la historia de la lectura, ya que
es esta una gran niveladora social. Es decir, configurar el universo de una
práctica desde su interior. Quién lee, en qué época y en qué condiciones,
resultan los interrogantes más sencillos de responder. Por qué y cómo, en
cambio, son mucho más complicados de explorar.[24]
Sigamos con la perspectiva
de otro controvertido historiador norteamericano: Hayden White[25]
para quien los procedimientos de construcción y la trama de una historia se
investigan como escritura. Antes que nada, White establece la relación entre
historia y ficción considerando que el problema de objetividad y de la prueba
no es lo que condiciona la norma esencial de toda clasificación de los modos
del discurso. Para fundamentar una poética
del discurso histórico sostiene que ficción e historia corresponden a una misma
clase en lo que hace a la estructura narrativa.
En opinión de White, la
historia es nada más y nada menos que un sedimento de lo que ya fue un carácter arquetípico de lo social. En
otros términos, esta línea de razonamiento, de marcado rechazo por la
historicidad de los productos estéticos, se puede emparentar con una vertiente
alemana que concibe a la literatura como una función conservadora de lo social.[26]
La literatura preservaría en su interior los segmentos discursivos que caen de
otros discursos, especialmente desde el discurso científico. En ello reside su
verdadera naturaleza. Un artefacto tras-histórico. Filosofías de la historia y
textos literarios deben ser analizados, en cambio, como artefactos literarios.
Al parentesco entre historia y literatura,
agrega el de historia y ficción, en
la medida en que considera a la historia estrictamente como escritura. El
historiador tradicional había considerado el trabajo de escritura como algo
ajeno a sus configuraciones teóricas, para White es al revés: la historiografía
es antes que nada un acto de escritura
que conforma un artefacto literario. En su libro más polémico, Metahistoria, señala que mientras se
insista en la cientificidad de la historia se pierde de vista su carácter
lingüístico-literario, en cambio, un enfoque tal puede dar cuenta de las
narraciones históricas como ficciones verbales, en el contenido y en la forma,
apelando a categorías reconocidas de la lingüística.
El desplazamiento de
categorías canónicas de la crítica literaria como tragedia o comedia hacia la
historiografía, trae aparejado el problema de lo ficcional que se ocupa de lo
posible, y el de la historia que se ocupa de lo real. White, siguiendo al crítico Northrop Frye[27],
considera que la diferencia puede mantenerse porque el poeta se mueve a partir de una forma unificadora que
reconoce como tal, mientras el historiador lo hace hacia ella en carácter preformadora de su relato.
La metahistoria debe resistir dos ideas: la de los historiadores que
sostienen que la diferencia entre historia, narración y mito se mantiene en la
medida que la primera no se acerque a la ficción; y la de los críticos
literarios que no cuestionan el corte epistemológico entre imaginario y real.
En Metahistoria, la story (historia como trama, como
argumento) es vista como un modo organizador según motivos y temas que
delimitan conjuntos menores, por lo cual la historia narrada ya hace posible un efecto explicativo.
La crónica ya es una selección
deliberada y sugiere una valoración en el tiempo y la selección de episodios.
Es decir, que la historia no procede de la no-historia,
no tiene sus antecedentes en el hecho en sí. Para ser más brutal, no procede de
lo real, no hay tensión entre la historia y la no-historia, en la medida en que
toda historia, en calidad de entidad original, es siempre un relato que se
expande o corrige a partir de otros relatos precedentes. La naturaleza
discursiva del relato histórico nos obliga a permanecer en el registro de lo ya
contado o de la experiencia narrativa de una comunidad.
No prevalece el interrogante
¿qué es la historia?, sino que ahora,
es desplazado por la pregunta ¿qué es una
historia? Una sucesión de acciones y experiencias hechas por personajes, reales
o imaginarios, que engendran nueva experiencia. Comprender una historia es
seguir esas acciones, los pensamientos y sentimientos de los personajes que se
presentan en una dirección particular. Se produce una expectación que sólo en
el final del relato adquirirá su total sentido, al mismo tiempo que los
episodios anteriores cobran un nuevo significado a la luz de su punto de
cierre, de su conclusión. Para comprender definitivamente una historia se
requiere esa mirada retrospectiva que Paul Ricoeur llama competencia narrativa, una competencia que se adquiere en la
frecuentación con la literatura.
El arte de contar instala al
relato en el tiempo, sea un historiador o un narrador quien realiza la
operación. Así, el arte de contar, y su contraparte, el arte de seguir una
historia, requieren la combinación de una dimensión episódica (en la sucesión, en el sintagma) y una dimensión configuracional (la función explicativa);
es el final del relato, el que organiza toda la sucesión hacia atrás. La intriga, en el sentido aristotélico,
proporciona su marca histórica a la noción de acontecimiento. Para que un
acontecimiento sea histórico debe ser más que una ocurrencia singular, debe
poder contribuir al desarrollo de una intriga. Ella instala en la memoria la
secuencia al aceptar si una conclusión es posible y derivada de los episodios
que conducen a ella. De tal modo, la idea de repetición estaría en el centro
mismo del concepto de historicidad.
La originalidad de Hayden
White hace conjugar de manera combinatoria un análisis de la historia en
términos de protocolos lingüísticos y apela a los cuatro tropos más importantes
de la retórica: metáfora, metonimia,
sinécdoque e ironía. En otras palabras, el historiador se enfrenta al campo
histórico como el lingüista se enfrenta a una nueva lengua. Su primer problema
será separar las unidades de análisis según sean léxicas, gramaticales o
sintácticas. La metáfora es al discurso esencialmente representativa; la
metonimia, reduccionista; la sinécdoque, favorece todo elemento integrador al
texto, mientras que la ironía, mecanismo negativo, es propio de historias de
tono escéptico. Se fija una tipología básica a la que se agregan los niveles
del argumento, de la trama y de la implicación ideológica.
Asimismo, para explicar cómo se organiza una trama, White usa una tipología
basada en cuatro paradigmas: formista,
mecanicista, organicista y
contextualista. El modo de implicación ideológica tiene su propia
taxonomía: anarquía, radicalismo,
conservadurismo y liberalismo. Este complejo sistema combinado se pone a
prueba en el análisis de las principales obras de la filosofía de la historia
en el siglo XIX: Marx, Michelet, Ranke, Tocqueville, Hegel y Croce. La
construcción de la trama es el eje fundamental y el lector las distingue de las
que le ofrece su cultura. Es una guía de formas que White retoma de cuatro
tipos literarios: romance o novela,
tragedia, comedia y sátira.
En definitiva, White niega
la táctica habitual de los historiadores cuando establecen una oposición
excluyente entre lo histórico y lo mítico como substrato de lo verdadero frente
a lo inventado o ficcional. Cuando a la historia se la analiza desde su
carácter artístico se debe invertir la pregunta tradicional: no es pertinente interrogarse por la verdad
histórica de los textos literarios, sino por el valor poético de la
historiografía realista.
En 1980, otro
norteamericano, Dominick LaCapra convocó a especialistas en historia
intelectual a participar en el coloquio que tuvo lugar en Cornell University.
El producto de este evento fue la edición de Modern European Intellectual History. Reappraisals and New Perspectives (1982), editado por LaCapra y Steven L. Kaplan. En esta compilación intervinieron Roger Chartier,
Martin Jay, Keith Michael Baker, David James Fisher, Hayden White, el mismo
LaCapra y otros. En términos generales, el texto es considerado la síntesis
fundacional del debate en torno al controvertido “giro lingüístico” que se
desarrolló con cierta intensidad en la década del 80. Desde entonces, Dominick
LaCapra ha publicado Rethinking
Intellectual History: Texts. Contexts. Language (1982). Mientras que History & Criticism es de 1985, en
1996, produjo Representing the Holocaust:
History, Theory, Trauma.
Desde su lugar de
historiador, Dominick LaCapra es un incansable estudioso de los problemas que
ligan el campo de la historia con el de la literatura, de ahí su insistencia en
que el historiador, aun respetando las reglas de su profesión, gire hacia la
combinación historia-novela-poética, trazándose la meta de sustraer a la
historia de los rígidos parámetros metodológicos y explicativos de cierto
academicismo. La operación que LaCapra propone es el “método dialógico”
planteándose un doble objetivo: romper la fascinación de un acercamiento
tradicional al documento y enriquecer la relación del presente con el pasado,
apoyándose en la perspectiva de que el dialogismo genera una multiplicidad de
sentidos polisémicos y de direcciones multilineales entre el texto y los
contextos. Si bien reprocha a los métodos tradicionales -deudores del
documento- de abrir preguntas convencionales, el profesionalismo del
historiador indica guardar también una actitud ética para con el documento. Va
de suyo, que el método dialógico tiene la virtud de ser inter e intra crítico;
en otros términos, LaCapra impulsa la búsqueda de lo “significativo” y le
preocupa cómo pudo haberse perdido ese valor entre los abordajes tradicionales
del documento.
Apelar al contexto no
soluciona los interrogantes respecto a la lectura y a la interpretación; por
otra parte, los textos complejos requieren una mayor cantidad de contextos, el
historiador propone una variedad de intercambios entre el texto y el contexto
en la perspectiva de “formas múltiples”: 1. Las relaciones entre las
intenciones del autor y el texto. 2. Las relaciones entre la vida del autor y
el texto. 3. La relación de la sociedad para con los textos. 4. La relación de
la cultura con el texto. 5. La relación de un texto con el corpus de un
escritor. 6. La relación entre los modos de discurso y los textos.[28]
Por ende, la pregunta central es cómo un texto se vincula con sus contextos
putativos. En este sentido, es imprescindible que el texto “disuelva” sus
códigos y contextos pertinentes, apartándose de la inclinación de los
historiadores hacia cierta “sobrecontextualización” que acentúa al predominio
de los textos canónicos provocando el regreso a un “neo-positivismo”, terreno
epistemológico en el que “la erudición reemplaza a la reflexión”. En palabras
del propio LaCapra, “textos que han sido utilizados como refugios deben quedar
a la intemperie”.
El problema que LaCapra
enfrenta es cómo relacionar -en la teoría y en la práctica discursiva- el uso de
los textos-documentos, en la reconstrucción de la “realidad” -o el contexto más
amplio-. Realizar una lectura contrastada entre los documentos y la lectura
crítica de los textos, de manera que ésta incida de manera operativa en la
concepción de la “realidad” del pasado y la dinámica del presente, ya que la
opción binaria “objetivismo”-“relativismo”, es considerada una falacia.
La solución que propone es
el intercambio entre una historia intelectual, que desarrolle modos de
interpretación crítica, y una historia social, que elabore métodos para
investigar los “contextos de interpretación”. Por último, el historiador
concibe a la literatura no como documento sino como trabajo de la crítica
literaria, disciplina que estudia los textos como “usos variados del lenguaje”.
Provocativo e incisivo, Dominick LaCapra bien puede ser caracterizado un
exponente fuerte de la historiografía crítica y un amante de la imaginación en
la historia.
Dominick LaCapra ocupa el
lugar de un deconstruccionista a
ultranza en el campo de la historiografía del norte. Desde los años 80, este historiador
vinculó las temáticas contemporáneas de la crítica literaria: un fuerte impulso
lingüístico, basado en una crítica del signo saussuriano, la diseminación del
sujeto en los “juegos del lenguaje”, las determinaciones entre la naturaleza
verbal del texto y los contextos o realidades no-verbales, con la condición de posibilidad
para efectuar historia intelectual.
A partir de las ideas
directrices del crítico literario ruso Mijail Bajtín, LaCapra traspone al
ámbito de las ciencias sociales, el ejercicio del método dialógico. Ello supone
ejercer un vínculo histórico en la dimensión conjunta, la intersubjetividad, del sujeto y del otro. Un diálogo en torno al
conjunto de los discursos con sus jerarquizaciones previas y a la circulación
de los mismos implica enfrentar el problema de la voz.[29]
Si la organización
discursiva es múltiple, los lazos entre texto
y contexto se verán recíprocamente
alimentados. Los textos devendrán en esta línea no ya conjuntos estables,
homogéneos para su interpretación -el sentido clásico, positivista, de
documento-, sino espacio fragmentado, desgarrado por conflictos - “voces”
internas.
En razón de este sesgo,
LaCapra desplaza el “giro lingüístico” hacia la productividad misma del
lenguaje. Llama así la atención sobre la complejidad de los textos, los
procesos de transformaciones internas que sufren y que les permiten ir cobrando
nuevos significados, lo que la lingüística pragmática denomina, su fuerza
performativa, su capacidad de acción.
La inserción conflictiva del
historiador, como sujeto no escindible de los procesos del pasado que contestan
tendencias prominentes del presente, marca esta crítica al concepto de mentalidad[30].
Así es que establece el carácter conflictivo de las relaciones entre el
concepto laxo de cultura, más o menos homogéneo que utilizan los historiadores,
y el movimiento de transferencia -en su uso psicoanalítico- en la que se
inscriben. Semejante sujeción pone el acento en la dimensión propia del sujeto
y del otro, “que está tanto dentro como fuera de nosotros”. Si aceptáramos que
el Otro -con mayúscula-, es decir en su dimensión simbólica, es, precisamente,
lo que englobamos bajo el rótulo cultura.
Sintetizando, el
“dialoguismo” como método es una propuesta que persigue romper con los
opuestos. Presente-pasado, texto-contexto, son nociones que bien pueden ubicare
en distintos niveles para configurar un diálogo entre puntos que exalten la
diferencia, la extrañeza. La cuestión está en sobreponer categorías, entramarlas,
con el propósito de sumergirse en el acontecimiento, extrayendo la mayor
riqueza que éste esconde. Por ende, el “dialogismo” de LaCapra, coloca el
acento en lo lingüístico de los contextos. “No hay contexto significativo sin
el lenguaje, o sea el texto que lo define y le da forma”.
Entonces, tanto White como
LaCapra insisten en el valor de lo literario y de la imaginación como
herramientas indispensables en la tarea de historiar. La literatura permite
utilizar el lenguaje con imaginación, para “representar las ambiguas y
sobrepuestas categorías de vida, pensamiento, palabra y experiencia… Los historiadores,
no menos que los poetas, ganan un efecto explicativo mediante la construcción
de significados, provistos por el arte literario de las culturas a las que
pertenecen”.[31]
La alteridad, no es aquello
inscripto en el pasado, también está sellado en nosotros. “El problema de la
comprensión en el inquirir, es a la vez, comprender y negociar grados varios de
proximidad y distancia en la relación con el “otro”, que se encuentra tanto
fuera como dentro de nosotros”.[32]
De ahí que, LaCapra caracterice el texto de R. Darnton de “trascendentalista”
que transluce una concepción de “denominador común”. Y a pesar que Darnton se
ha preocupado en hacer hincapié en la “extrañeza”, LaCapra no lo ve así. Por el
contrario, afirma que el autor de La gran
matanza..., ha prestado poca atención a “rarezas” o “diferencias”
significativas insertas en la propia cultura. “Todo el complejo problema de la
interacción de la proximidad y la distancia entre (y dentro) del pasado y el
presente, se reduce a una idea básicamente simple de la diferencia en el pasado
que es recuperada y familiarizada, en el aquí y ahora”.[33]
La teoría literaria y la
literatura coadyuvan en expandir la búsqueda de la realidad histórica, en forma
de pensamientos subyacentes. Estos, muchas veces, desafían las jerarquías,
relaciones sociales y categorías intelectuales, controladas por la sociedad e
historiografía modernas.[34]
En otros términos, estamos ante la búsqueda de las voces perdidas. Claro está
que, es responsabilidad del historiador, evitar convertir el historiar en otro
tipo de literatura creativa, sino que debe seguir desarrollando su perspectiva
de la realidad, autorreflexión que no excluye la alternativa de una poética,
como punto de partida en el estudio del fenómeno.[35]
“La historia misma puede ser entendida en términos de una interacción agonal
entre fuerzas unificantes y descentrantes”.[36]
Finalmente, LaCapra
interpela como material, al conjunto de las relaciones literarias tanto como a
las “grandes novelas”, en las que reconoce un modo más profundo de ligazón con
la época que retratan, fundamentalmente porque la forma literaria es un
lenguaje libre, con una dinámica interna exclusiva que desafía las categorías
que reinan más allá de la cultura.
Para terminar, H. White y D.
LaCapra comparten impresiones con respecto a la actitud historiadora. Por una
parte, coinciden en que el historiador se resiste a elegir entre el
acontecimiento y la ficción. Habiéndose situado entre los límites del
acontecimiento, considera superada la etapa narrativa. Siguiendo la opinión de
ambos, al historiador también le cuesta admitir que el acontecimiento adquiere
condición de tal, en tanto parte de la trama de una narración, con toda la
carga de temporalidad que implica bucear en la diferencia. Finalmente, el
profesional de la historia se muestra cauteloso frente a las innovaciones
provenientes de otros campos del saber.
Se han hecho escuchar desde
distintos sectores de la profesión voces críticas para con las concepciones y
operaciones de una historiografía inclinada a la imaginación histórica. Algunos
profesionales cuestionan a una hermenéutica exegética, la posibilidad concreta
de explicación de los fenómenos históricos. El cuestionamiento que queremos
resaltar, es el peligro ideológico de la ligazón de ciertas tendencias
históricas seudo-literarias con el “revisionismo histórico” cuando se trata de
cuestiones muy graves ligadas a los derechos humanos. Porque este revisionismo
insiste en hacer aparecer las masacres lesa
humanidad en calidad de construcciones retóricas. El riesgo de las
derivaciones del “negativismo”[37]
es que la memoria colectiva creyera que acontecimientos como las brutales
dictaduras latinoamericanas o la Shoah, no tuvieron lugar en la realidad.[38]
Historia/Literatura: el campo de la Narratología
En el clima de otra arista
del problema que implica el desarrollo epistemológico-institucional
disciplinario, entendemos que sólo hace poco tiempo que la historia y la narración
organizan un nuevo espacio discursivo en nuestra modernidad, aunque sus alteraciones
se originaron hace ya más de un siglo, en un campo teórico complejo dentro de
la discursividad social: la zona que entrecruzan historia y literatura. Así, el
objeto inicial de investigación delimita, por un lado, con las concepciones que
se atribuyeron lo histórico, en una coyuntura determinada, y por el otro, con
las reservas estéticas propias de lo literario. Actualmente, historia y
literatura mantienen una tensión inseparable de identidad, pero al tiempo que
exhiben sus diferencias, juntas se inscriben en el dominio de los problemas
discursivos. Tanto la narración, categoría que engloba a la ficción y la
no-ficción, como la representación, son objeto de interés de otras esferas del
saber como el psicoanálisis, la filosofía o la antropología. Narración y
representación serán los ejes dominantes, categorías de análisis que superan
los estrictos límites de una teoría literaria o una teoría de la historia.
Narración y temporalidad
también están ligadas como juegos del lenguaje. Si partimos de esta hipótesis
no habría diferencias absolutas en cuanto a la pretensión de verdad entre historia verdadera y relato de ficción. La función narrativa sería lo que las reúne
y relaciona, aunque de manera diferente ya se busque una dimensión de la
existencia que interroga al tiempo, o que varíen las expectativas cuando se
busca un orden del relato que se interroga en el tiempo. Los intereses del
historiador y del crítico literario son divergentes, pero ambos defienden una
hostilidad común hacia el tiempo, al que, simplificándolo, identifican con el
instante matemático lineal, homogéneo y continuo; sin embargo, el relato más
simple, como los populares cuentos de hadas, configura una temporalidad
compleja.
El problema de la tensión
objetividad-subjetividad, dicho de otro modo, “la tensa relación que ronda en
historiografía entre memoria e historia, verdad e ideología, relato y
acontecimiento”[39], ha cruzado el siglo sin
resolverse y quizás nunca lo haga porque justamente en la “otredad”, en la
“extrañeza”, en la “discontinuidad” reside la seducción de lo histórico que lo
acerca al magnetismo de lo literario. De ahí que, a fines del siglo XX, Roger
Chartier recomienda que hasta tanto se construya una “nueva teoría de la
objetividad”, sería más prudente que el historiador retomara el camino del
“archivo al texto, del texto a la escritura y de la escritura al conocimiento”[40]
en un nuevo comienzo.
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Recepción: 10/10/2017
Evaluado: 20/11/2017
Versión Final: 10/12/2017
(*) Licenciada en Letras, Universidad Nacional de Rosario (UNR). Profesora en Teoría Literaria e Historia de la Literatura en la Facultad de Humanidades y Artes (UNR). Docente en Literatura Argentina I en la Facultad de Humanidades, Artes y Ciencias Sociales (UADER). Dirige el Centro Universitario Problemática de la Escritura (UNR). E-mail: milaboranti@hotmail.com.
[1] Roger Chartier habla de “sociabilidad democrática” aunque reconoce que no se extiende a todo un pueblo. CHARTIER, Roger; Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII. Los orígenes culturales de la Revolución Francesa, Gedisa, Barcelona, 1995. Para el tema de la sociabilidad política ver, AGHULON, Maurice, Historia vagabunda, Instituto Mora, 1994, [1988]. También, CHARTIER, Anne Marie y HÉBRARD, Jean; Discursos sobre la lectura (1880-1989), Gedisa, Barcelona, 1994.
[2] GODOY, Cristina (comp); Historiografía y memoria colectiva. Tiempos y territorios. Miño y Dávila, Bs As, 2002. Prefacio de Hayden White.
[3] Una panorámica completa de las sucesivas crisis vividas por la historia se encuentra en DOSSÉ, François; La historia en migajas, Edicions Alfons el Magnànim, Valencia, 1988. NOIRIEL, Gerard; Sobre la crisis de la historia, Ediciones Cátedra, Madrid, 1997 y puntualmente el editorial “Tentons l’experience”, en: A.E.S.C., novembre-decembre, 1989.
[4] GODOY, Cristina; HOURCADE, Eduardo; “¿La verdad o la memoria? El discurso histórico entre “lo que exactamente sucedió” y lo que “verdaderamente somos”, en BARROS, Carlos (comp.), Historia a Debate. América Latina, Santiago de Compostela, 1996.
[5] Peter Gay insiste en la ambigüedad del concepto debido a que debe ser capaz de brindar tanto “información como placer”, GAY, Peter; Style in History, W.W. Norton & Company, London, 1988, [1977].
[6] PROPP, Vladimir Morfología del cuento. Editorial Fundamentos, 1981.
[7] FOUCAULT, Michael Tecnologías del yo. Paidós, Buenos Aires, 1991, p. 6.
[8] Ídem, p. 12.
[9] GODOY, Cristina y LABORANTI, María Inés; Historia &Ficción UNR Editora,
Rosario, 2005, p. 26.
[10] ROCHE, Anne y DELFAU, Gerard; Histoire/Littérature. Histoire et interprétation du fait litteraire. Editions Du Seuil, Paris 1977. Vease publicación para circulación interna de cátedra Análisis y Crítica II, 1991, Historia/ Literatura. Historia e interpretación del hecho literario.
[11] SINFIELD, Alan; Faultline. Cultural Materialism and the Politics of Dissident Reading, University of California press, Berkeley, 1992.
[12] SINFIELD, Alan; “Foreword to the first edition: Cultural materialism” en DOLLIMORE, Jonathan and SINFIELD, Alan (ed.), Political Shakespeare. Essays in Cultural Materialism, Cornell University Press, Ithaca, 1994, [1988].
[13] BRANNIGAN, John; New historicism and Cultural Materialism, Macmillan Press, London, 1998. La “Introducción” a este texto se encuentra traducida en GODOY, Cristina y LABORANTI, María Inés (Dir.), Trama 8. Cuadernos de historia y crítica, Facultad de Humanidades y Artes, Rosario, 1999. Para circulación interna.
[14] GREENBLATT, Stephen; Shakespearean Negotiations University of California Press, Berkeley, Los Angeles.1988, pp. 40-41.
[15] Ídem, pp.15-17.
[16] DOLLIMORE, Jonathan and SINFIELD, Alan (ed.), op. cit..
[17] SINFIELD, Alan; “Foreword to the first edition: Cultural materialism…”, op. cit..
[18] DARNTON, Robert; The Great Cat Massacre and Other Episodes in French Cultural History, Basic Books, USA, 1984. En el mismo año lo editó Allen Lane, Great Britain. En español, fue publicado como DARNTON, Robert; La gran matanza de gatos y otros episodios de la cultura francesa, F.C.E., México 1987.
[19] “Los campesinos cuentan cuentos: el significado de Mamá Oca” y “La rebelión de los obreros: la gran matanza de gatos en la calle Saint-Séverin”.
[20] Las intervenciones en el debate y en “History and Anthropology” que R. Darnton vuelve a editar en DARNTON, Robert; The Kiss of Lamourette. Reflections on Cultural History, W.W. Norton & Co., NY, 1991, han sido traducidas en su totalidad para ser publicadas junto con artículos específicos de los compiladores en HOURCADE, Eduardo; GODOY, Cristina y BOTALLA, Horacio (compiladores); Luz y Contraluz de una Historia Antropológica, Biblos, Bs. As., 1995. CHARTIER, R.; “Textos, símbolos y frenchness”. FERNÁNDEZ, J. “Los historiadores cuentan cuentos de gatos cartesianos y de riñas de gallos gálicas”. LEVI, G. “Los peligros del geertzismo”. BENEDICT, Ph., “Robert Darnton y la masacre de los gatos: ¿historia interpretativa o historia cuatitativa?”. LACAPRA D., “Chartier, Darnton y la gran matanza del símbolo”, MAH, H. “La supresión del texto: metafísica de la historia etnográfica en La gran matanza de gatos de Darnton” completan la lista de respuestas a las que Darnton contesta tangencialmente en el artículo mencionado más arriba porque los editores de The Journal of Modern History no permiten debates. Su artículo, apareció en el número 58 (1986).
[21] DARNTON, Robert; The Kiss of Lamourette. Reflections on Cultural History, W.W. Norton & Co., NY, 1991.
[22] DARNTON, Robert; “Robert Darnton conversa con la Historia Cultural”, en Estudios Sociales, 10, U.N.L., Santa Fe, 1996. Entrevista realizada por Cristina Godoy, en Princeton, abril, ’95.
[23] DARNTON, Robert; “Diffusion vs. discourse: conceptual shifts in intellectual history and the historiography of the French Revolution”, en BARROS, Carlos (comp.); Historia a Debate, Santiago de Compostela, 1995. DARNTON, The Kiss..., op. cit.
[24] GODOY, Cristina. Refiguraciones y controversias de la historia fin de siglo: el debate Darnton en torno a la historia cultural y después. Ponencia presentada en VII Jornada nacional sobre investigación y docencia en la ciencia de la historia In memoriam Marc Bloch. Barquisimeto (Venezuela), Julio 23-26/1997.
[25] WHITE, Hayden; Metahistoria, La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, FCE, México, 1992[1973]; WHITE, Hyden, El contenido de la forma, narrativa, discurso y representación histórica Paidós, Buenos Aires,1992, [1987], WHITE, Hyden, La ficción de la narrativa. Ensayos sobre historia, literatura y teoría 1957-2007. Eterna Cadencia editora, Buenos Aires, 2011. WITHE, Hyden; “Respuesta a las cuatro preguntas del profesor Chartier” en: Historia y Grafía, UIA, N° 4, 1995, pp. 317-329; WITHE, Hyden; “Prólogo a Ranciere”, en: Historia y Grafía, UIA, N° 6, 1996, pp. 183-198. Para aproximarnos en parte a las polémicas promovidas por White consultar CHARTIER, Roger, “Cuatro preguntas a Hayden White” en: Historia y Grafía, UIA, N° 3, 1994 pp. 231-246; DOMANSKA, Ewa, “Alternative History”: its authors, caracters and critics” en: Res Historica, vol 6, Poland, 1998; pp. 145-165; también “Hayden White: beyond irony” en: History and Theory. Studies in the Philosophy of History Wesleyan University, volumen 37, number 1 1998 pp. 173-181; DOMANSKA, Eva, “Universal History and Posmodernism” en: Storia della Storiografia, 35 (1999) pp. 129-139 y MENDIOLA, Alfonso “Hayden White: la lógica figurativa en el discurso histórico moderno” en: Historia y Grafía, UIA, num 12, 1999 219-246; DOMANSKA, Ewa; Introduction to historiographical criticism. Ponencia presentada en el Congreso Internacional de Filosofía, Montevideo, 1999.
[26] LEPENIES, Wolf; Las tres culturas La sociología entre la literatura y la ciencia FCE. México, 1994, p. 164.
[27] FREY, Northrop, Anatomy of Criticism, Four Essays. Princeton University Press, 1957. En español: FREY, Northrop. Anatomía de la crítica, Caracas, Monte Avila, 1991. Véase también del mismo autor FREY, Northrop, La escritura profana, Caracas, Monte Ávila, 1992, Cap. 2 “El contexto del romance”, pp. 45-76.
[28] LACAPRA, Dominick; “Rethinking Intellectual History and Reading Texts”, en LACAPRA, Dominick and KAPLAN, Steven; (ed.), Modern European Intellectual History. Reappraisals and New Perspectives, Cornell University Press, Ithaca, 1982.
[29] Jacques Derrida desde el movimiento filosófico contemporáneo nos propone una crítica de la razón a partir de la articulación entre voz- phoné - y letra- grama.
[30] LACAPRA, D., “Is Everyone a Mentalité Case? Transference and the “Culture” Concept”, en: LACAPRA, Dominic; History & Criticism, Cornell University Press, Ithaca, 1985.
[31] WHITE, Hayden; Tropics of Discourse. Essays in Cultural Criticismo, The John Hopkins University Press, Baltimore, 1985.
[32] LACAPRA, D. History &…, op. cit.
[33] LACAPRA, D. “Chartier, Darnton y la gran matanza del símbolo”, en HOURCADE, Eduardo; GODOY, Cristina, BOTALLA, Horacio; Luz…, op. cit.
[34] KRAMER, Lloyd; “Literature, Criticism, and Historical Imagination: The Literaty Challange of Hayden White and Dominick LaCapra”, en HUNT, Lynn (ed.), The New Cultural History, University of California Press, Berkerley, 1989.
[35] LACAPRA, D. “Chartier, Darnton y la gran matanza del símbolo…”, op. cit.
[36] LACAPRA, Domininick; Rethinking Intellectual History: Tests. Contexts. Language, Cornell University Press, Ithaca, 1983.
[37] Denominación que Chartier le adjudica a este tipo particular de revisionismo, CHARTIER, Roger; “Four Questions for Hayden White”, en CHARTIER, Roger, The Edge of the Cliff. History. Language and Practices, The John Hopkins University Press, Baltimore, 1997. [Este capítulo está traducido en GODOY, Cristina y LABORANTI, María Inés (ed.), Trama 7. Cuadernos de Historia y Crítica, Facultad de Humanidades y Artes, U.N.R., [DE CIRCULACION INTERNA]. También esta problemática historiográfica-ideológica está detalladamente planteada en VIDAL-NAQUET, Pierre; Los judíos, la memoria y el presente, FCE, México, 1996. Asimismo, consultar LACAPRA, Dominick; Representing the Holocaust: History. Theory. Trauma, Cornell University Press, Ithaca, 1996.
[38] Esta posición revisionista mezclada con premisas que apoyan la “ficcionalización” de la historia han sido sintetizadas por Vidal-Naquet: “(1) las cámaras de gas nunca existieron y los alemanes no perpetraron genocidio alguno; (2) la “solución final” se trató de la mera expulsión de los judíos hacia Europa Oriental; (3) el número total de judíos víctimas del nazismo es mucho menor de lo que se ha proclamado; (4) el genocidio es una invención de la propaganda aliada, principalmente judía, más particularmente propaganda sionista; (5) la Alemania de Hitler no acarreó la responsabilidad más grande por la Segunda Guerra Mundial; y (6) durante los ’30 y los ’40 la amenaza principal para con la humanidad fue el régimen soviético”.
[39] SCHMUCLER, Héctor “Prólogo”, en VIDAL-NAQUET, Los judíos…, op. cit.
[40] Chartier en The Edge…, op. cit., acopla la sugerencia de APPLEBY, Joyce; HUNT, Lynn; JACOB, Margaret; Telling the Truth about History, W.W. Norton & Co., NY, 1995. en cuanto a la re-fundación de la disciplina en base a una nueva teoría de la objetividad.