El “otro yo” del capitalismo y el “deber ser” del socialismo[1]

 

Alberto J. Pla

 


El pensamiento histórico permite recuperar el pasado, no para repetirlo simplemente, sino para comprender el presente y replantear el futuro.

La historia actual, o reciente, es el primer testimonio o fuente de lo que pasó antes. Pero la historia no es conocer lo que pasó antes solamente, sino que ese primer paso deber servir para profundizar el conocimiento de la sociedad humana a través de la comprensión de los procesos de cambio, especialmente sociales.

En la actualidad, reflexionar sobre el capitalismo como sistema y el capital como instrumento, por ejemplo, han sido dejados de lado y sustituidos por ambiguas expresiones que hablan de globalizaciones y mundializaciones que actúan como determinantes inamovibles para caracterizar el mundo en que vivimos. Ello nos lleva a pensar que “otro mundo es posible”, lo cuál a pesar de las buenas intenciones, necesita más especificaciones para saber qué “otro mundo” es al que nos referimos. Porque la ideología de la dominación también usa esta expresión para crear la ilusión de un mundo capitalista “con rostro humano” y cuyo contenido ayuda a que la imprecisión sea funcional a la defensa del sistema actual, con ajustes y crisis permanentes. Pero también existe la creencia por parte de algunos bien intencionados, pero imprecisos, de que ese “otro mundo” será un nuevo orden mundial, que no afecta ni afectará al sistema capitalista, sino que es en cierta manera un “progreso”; cuando en realidad se trata de una justificación. La añoranza de un supuesto y benigno “estado de bienestar” es la ilusión reformista de cambiar algo para que nada cambie, como dice la expresión popular.

Las implicancias para América Latina en la actualidad reciente son muy fuertes ya que, de la Modernidad que significó “progreso-desarrollo rectilíneo-aceptación del orden vigente” como ideología de la burguesía triunfante en el siglo XIX, se llegó a que no se puede pensar la economía ni la sociedad fuera del mercado. Y su heredera, la Posmodernidad, se desentiende de la Historia, ya que para ellos discutir el futuro es inoperante o a lo sumo un engendro de una novela. Si para ellos la historia es estática o no interesa ya que no es “conocimiento verdadero”, para nosotros ubicarnos en el antípoda es una necesidad intelectual tanto como social.

Armand Mattelart escribiendo sobre el tiempo histórico y el progreso señalaba que “del primer calculador analógico completo (1931) a los instrumentos utilizados durante la segunda guerra mundial para codificar o decodificar mensajes, hasta las actuales super-computadoras, la búsqueda científica por recoger, utilizar, acomodar y trasmitir información recorrió un camino dramático”. El poder y el dinero se interpusieron para transformar la perspectiva humanista de los precursores de la cibernética en un instrumento de manipulación de la comunicación. De allí la estupidización programada por el sistema que lleva a la pasividad social y personal y a la sustitución de la acción, por la virtualidad.

Hoy la ciencia es manipulada como nunca antes en la historia, la aberrante actitud hegemónica de la Tecnología la ha puesto a su servicio (lo que llamamos tecnocratismo para diferenciarlo de una sana actitud de respeto por el avance tecnológico racional). El tecnocratismo lleva a la saturación del Capital, a la desocupación y la crisis social profundizada, propia del sistema. Las contradicciones insolubles del capitalismo son siempre transitorias y a costa de la sociedad en su conjunto.

En nuestro caso, es necesario destacar que cada historiador hace Historia desde el punto de vista que ha elaborado, o aceptado, en lo que concierne a la teoría y la metodología. Así, la selección de la información y la elección es un proceso largo de formación intelectual. Sea esto asumido concientemente o no, dejándose llevar a veces, por teorías que pasajeramente se ponen en boga.

Decía Lucien Seve que el supuesto “objetivismo” era la “ideología de una burguesía triunfante: y el subjetivismo es la ideología cínica de una burguesía que se pudre”. Por mi parte, ni una ni otra cosa están presentes en mi actividad historiográfica. Asumo mi pertenencia a una escuela de pensamiento a la cuál simplificadamente mencionaré como el materialismo histórico, con todas las consecuencias intelectuales que la constituyen.

Pero el conocimiento es complejo y amerita por lo menos una aclaración de mi parte. Entiendo que el pensamiento vulgar es el conocimiento que tenemos cuando estudiamos. Y estudiar no es investigar. El conocimiento científico como contrapartida del conocimiento vulgar implica un nivel de pensamiento abstracto; o sea, una reflexión y una toma de posición frente a lo fáctico, condicionada teórica y metodológicamente. Y es allí donde se construyen las categorías analíticas. En este sentido podemos decir que “la teoría es la realidad generalizada” (L. Trotski, 1938).

Y esa sociedad humana es la que nos toca vivir, en todos los niveles en que ella se expresa. El concepto de totalidad es inherente al conocimiento de la historia. La misma ha sido comparada con el cuerpo humano: tenemos muchos órganos y huesos, carne y otros componentes, pero el ser humano es una totalidad en si mismo. La sociedad es también una totalidad y como se puede apreciar todas las totalidades son relativas. Diría que dialécticamente relativas. No se puede analizar o hacer un estudio a nivel micro y pensar que con eso se hizo o se comprendió la historia. De la misma manera no se pueden juntar datos y más datos, juntar fuentes y más fuentes y reflexionar al modo de los positivistas, para creer que entonces sabemos lo que ha sido la historia anterior en relación a la historia de hoy. Porque hoy, que estamos inmersos en la historia, no podemos apartarnos de ella. Y ello es así porque la alienación social producto de toda sociedad de clase, impide la auténtica posibilidad de una expresión creadora y libre.

Y esto es una relación dialéctica. Somos libres, pero condicionados. Podemos pensar y actuar, pero acotados a la realidad real. Y esa realidad real es una sociedad represiva, como lo es toda sociedad de clase, aunque en nuestra época, hasta me atrevería a decir que tenemos el privilegio de vivir los peligrosos períodos de agonía de una civilización en crisis, que no puede solucionar sus propias contradicciones; mientras que por el otro lado algo nuevo aparece ahora en el horizonte, con más fuerza que la mera llamada utopía del socialismo que caracterizó al siglo XIX y parte del XX. La pregunta es: ¿y para el siglo XXI?

Aquí cabría preguntarse, como pensando en voz alta, si la crisis, con el neoliberalismo decrépito inclusive, es una crisis de hegemonía o de civilización. Personalmente creo que se puede pensar que hay una crisis de hegemonía, en vías de transición a una crisis de civilización burguesa y capitalista. Pero ello aparece fundamentalmente por las contradicciones internas al sistema más que por agentes que actúan desde afuera en una relación contra-sistema y por ello hablo más bien de “transición”. De todos modos esta crisis se expresa en todos los niveles y enseguida haré una sucinta mención a ello.

El sistema capitalista, empujado por la revolución tecnológica y el aumento fantástico de la productividad genera esta contradicción: por un lado resulta en un aumento de la productividad por el empuje tecnológico, mientras que por el otro su consecuencia es tendencialmente la menor necesidad de trabajadores. Se llegó a un punto tal en que alrededor del 40 por ciento de la población del planeta está viviendo o muriendo mejor dicho, ya que se encuentra por debajo del nivel de subsistencia. Las Naciones Unidas (PNUD) en agosto de 2005 lo calculan oficialmente de esa manera, y en cifras significa que hay más de 2500 millones de seres humanos por debajo del nivel de subsistencia.

En ese sentido el capitalismo es el arma más eficaz de destrucción masiva de la humanidad, más grande y de mayor efecto que cualquier bomba atómica por si misma. Y dentro de la lógica del sistema esto no tiene solución, como ya lo demostrara Carlos Marx hace más de 150 años. Y que hasta ahora nadie ha podido demostrar lo contrario, ni siquiera el mejor pensamiento burgués que sólo se atreve a dar explicaciones justificativas que ya suenan aberrantes. El capitalismo como arma de destrucción masiva no se refiere sólo a las guerras de exterminio en el llamado tercer mundo (Irak) sino también a su propio interior como en New Orleans.

Por ello es que se hace una necesidad el comprender la coherencia del sistema en el cual vivimos, dado que es el único camino para repensarlo, desmontarlo pieza por pieza y encaminarnos a la superación dialéctica del sistema capitalista. Porque como dice Jean Ziegler (ex-diputado suizo al Parlamento Europeo y asesor de Naciones Unidas) “…el hambre y la destrucción crónica son obra del ser humano. Son debidas al orden asesino del mundo. Quién muere de hambre es víctima de un asesinato”.

Hoy, el capitalismo se siente acosado, aunque los pueblos que lo acosan todavía no saquen las conclusiones prácticas y organizativas necesarias. Así, se hace perentorio como condición de vida, extraer de la Historia conclusiones que no son solamente conocer el pasado, sino reflexionar sobre este pasado, y más particularmente del pasado reciente, para perder el miedo al cambio con el que nos aterrorizan cotidianamente manejando todos los medios a su disposición. El sistema capitalista abarca no sólo la economía o la explotación del trabajo humano, sino también a los sectores no-monopolizados del mismo sistema, cuya tasa media de ganancia hacen descender. Asimismo, controla los medios de comunicación, la cultura, los deportes, y todas las expresiones de la vida humana; produce la destrucción de los recursos vitales como el aire, el suelo, el agua y la tierra alimentando la crisis energética mundial que se expresa, por ejemplo, en el agotamiento cercano de las fuentes petrolíferas como factor determinante en el mundo de hoy.

Hay que terminar con el complejo que nos instilan constantemente de “que no es posible” salirse del sistema. Es más, se trata de una necesidad de vida o muerte el salirse del mismo. Esta es una tarea histórica que no puede percibirse de un día para el otro. Pero la lucha cotidiana, que sigue siendo expresada por la contradicción entre Capital y Trabajo, con la carga de las reivindicaciones mínimas, es el material con el que se construye la perspectiva de futuro. Y nuevamente entra en juego la dialéctica: lo cotidiano aun mediatizado por el capital construye el futuro, y el futuro será expresión de ese resultado, para a su vez convertirse en materia para volver a construir otro futuro, ya que el infinito nos está esperando, aunque nunca lleguemos a él. No hay ningún supuesto “final de la historia”, sino que podríamos decir que la misma existe hoy, solamente en sus comienzos.

Con motivo de la Comuna de París de 1871, se le hizo un reportaje a Marx por el apoyo que brindó a la misma de manera amplia, completa y sin atenuantes. En esos momentos (1875) los ataques a los socialistas, como Marx, hacían referencia a que eran violentos y planteaban consignas revolucionarias y la prueba era que habían apoyado y se habían comprometido con la Comuna de París. Entonces ante la pregunta del periodista Marx contesta: “Una insurrección sería una locura allá donde la agitación pacífica pueda lograr los mismos objetivos, más rápido y seguramente”. Y agrega “En Francia, las leyes represivas y el antagonismo hacen necesaria la solución violenta de una guerra social”.

En realidad la insurrección se prepara y si en la historia, hacer es también deshacer, llega un momento en que no apelar a la fuerza social es perder una oportunidad histórica que no volverá a repetirse en décadas, seguramente. Hacer y deshacer es una constante. La democracia pretende incluir a los seres humanos y lo hace a través de las elecciones y el voto, pero el mercado y la economía capitalista los excluyen, a través de la desocupación y la miseria para garantizar su tasa de beneficio, y todo esto genera una contradicción constante y sustancialmente imposible de resolver dentro del sistema como tal.

La clase trabajadora aprende, lucha y actúa y puede triunfar o ser derrotada. No hay ninguna previsión aritmética para saber cuándo y cómo el sistema lleva a la sociedad a un cruce de caminos. Y esto ya es política. Quien diga que no le interesa la política o que está por el statu-quo, se ubica en la supuesta comodidad del sistema. Tomar partido es un problema tanto de conciencia como de acción concreta, y aquí no hay posibilidad de separar dos cosas que son interdependientes.

En la medida que la ideología es saber (o sea no sólo conocer) y la política es hacer, o sea también deshacer, no hay otro medio para juzgar una práctica política o un pensamiento aislado, sino a través de sus resultados.

Saber vivir sumergido en medio de todas estas contradicciones, es empezar a entenderlas, para poder separar la paja del trigo. Y comenzar a entenderlas es comenzar a rebelarse ante el desorden existente. Hoy la resistencia de los pueblos del mundo, en sus cuatro puntos cardinales, hacen tambalear la hegemonía imperialista norteamericana y no hay en el horizonte perspectivas de nuevas hegemonías como las conocidas en la historia pasada.

La nueva fórmula mágica que se quiso imponer con el llamado ajuste neoliberal es que vamos “hacia un capitalismo sin trabajo mas un capitalismo sin impuestos”. Lo que es un absurdo en la contradicción de sus propios límites y definiciones estructurales. Se trata de una contradicción básica e imposible de cumplir en los límites del sistema del capital (o sea que tendríamos que empezar a hablar de socialismo). Y esto es así pues si bien el capitalismo destruye al trabajo (y al trabajador) todo tiene un límite en la lógica del capital ya que del trabajo humano surge la plusvalía y sin ella no hay posibilidades de recomposición capitalista. La abolición del trabajo es una reivindicación socialista en la perspectiva de una sociedad sin clases sociales, lo que implica también la desaparición de la relación Capital/Trabajo, esencial y fundacional del sistema, históricamente considerado.

La Universidad, debe asumir plenamente su doble papel de trasmitir y crear ciencia y proyectarse a la sociedad. El papel del intelectual en la sociedad es comprometido y la crítica situación financiera y académica es también un compromiso con la sociedad, que no sólo se supera con voluntarismo. La Universidad no puede vivir en el tranquilo transcurrir burocrático, pero existen ya los núcleos críticos y creadores para un mayor avance y compromiso. Es ya un rico material para activar pasiones y voluntades.

Tecnología, electrónica, hardware, software, biotecnología, clonación, toyotismo, flexibilización…, y al fin globalización. Nos abruman con una demostración de capacidad destructiva de apariencia invulnerable. La historia corre con el tiempo acelerado. El software y el hardware, dicen los entendidos en tecnologías modernas llevan a que el “saber” pierde en 12 o 14 meses su valor, y el plazo es cada vez más corto. El saber se hace obsoleto más rápidamente que nunca antes en el pasado, y aumenta la elitización y la marginación social.

Entonces se busca atomizar el saber. La inteligencia humana es puesta a prueba nuevamente, porque conocer es equivalente a estudiar lo que ya se conoce y en cambio el saber es reflexionar sobre lo que se conoce. Y ese saber es una reflexión de segundo nivel, posterior al conocer. Este saber es innovador y la justificación de lo que denominamos “investigar”. La velocidad del tiempo histórico apenas da tiempo para conocer, que ya se pasa a otro nivel en el que unos pocos privilegiados están en condiciones de “saber”. Esta urgencia del capitalismo, que tiene al mundo por escenario para invertir capitales y comerciar productos, no tiene interés en que las mayorías “sepan” sino que a lo sumo conozcan, así la educación tiende a convertirse en un privilegio; pero entonces capacitan técnicos. Si a ello le agregamos el aumento de la productividad como producto de la incorporación tecnológica, el mundo del trabajo está en crisis permanente. Sin embargo, el del capital, ahora mundializado también, porque se compite no sólo por mercados sino por supervivencia para saber: las guerras por el petróleo que son algo muy concreto y material juegan aquí un rol muy prosaico.

Dice Jean-Marie Vincent que los posmodernos se convierten en un espejo que permite a los neo-conservadores observarse a si mismos por encima de la chatarra intelectual de justificación del sistema. Y entonces lo único “verdadero” es la realidad real. Desaparece la aspiración por la superación de una sociedad, que en definitiva, para decir lo menos, es injusta, y se justifica la vigencia del statu-quo. Por eso plantea Patrick Tort que “… la proliferación de lo insólito engendra la indiferencia, la banalización del horror hace que el individuo encuentre un refugio individualista que multiplica la impotencia; que entonces subyace feliz y tranquila”. Y para completar la cita de autores, mencionemos a Jean Ziegler cuando dice que “el espectáculo permanente de la disfuncionalidad crea el ardiente deseo de la ignorancia”. Y entonces la primera maniobra es la desinformación de lo sustancial, sustituida por lo trivial. Pero los medios de comunicación masiva están en manos del capital mundializado que nos ofrece en píldoras retaceadas la mera información de los hechos, por no mencionar la tendencia a la mentira, la justificación del orden establecido y el elogio del “terrorismo” cuando es ejercido por la potencia imperialista hegemónica.

Pero si esto sucede en la sociedad considerada como totalidad, nosotros pretendemos reflexionar y asumir, y superar, los obstáculos que no ingenuamente colocan en nuestro camino las clases dominantes. Porque cuando prima el mercado y la competencia es ley, se acabó la solidaridad social.

El viaje a la esperanza que menciona Raymond Williams, es una respuesta a la desazón y a la desesperación social propia del sistema. Y esa esperanza para nosotros es el socialismo, que imaginamos en el horizonte futuro, aunque la imagen sea borrosa y siempre sujeta a nuevos enfoques.

Pero la sociedad clasista no desaparece ni porque la neguemos intelectualmente, ni porque veamos un futuro sin líneas perfectamente definidas a priori, sino por la transformación social y la abolición del capitalismo. Y estos son objetivos irrenunciables.

Me dirán que quizá me estoy escapando de la historia, pero no es así, y para ello recuerdo las enseñanzas de los maestros de los mejores tiempos de los Annales de París, cuando sostenían que si la historia está llena de datos, de fechas, de acontecimientos, los mismos están siempre llenos de pasión, y no se puede escribir sobre ese pasado dejando de lado la pasión del historiador que es un reflejo de la pasión con que ha transcurrido lo que llamamos historia. Afirmación que cobra más vigencia ahora que en épocas anteriores ya que cuanto mayor es la injusticia relativa, más se justifica la pasión por abolirla.

Hemos mencionado la situación del capitalismo de hoy y hemos planteado una perspectiva socialista a la sociedad de clases. No se trata aquí de hacer un recuento sistemático de situaciones tan diferentes que vive el mundo. Pero no podemos dejar de plantearnos: ¿hacia donde vamos? Descarto considerar la autodestrucción del sistema, lo mismo que no voy a referirme a las supuestas bondades de un capitalismo ahora con fachada humana. Ya hay demasiados posibilismos en la vida actual y defensores de un cambio de maquillaje para que nada cambie. El sistema es cada vez más un aparato de destrucción masiva de la sociedad, del ambiente y de la vida. Hago mi apuesta a una sociedad en transición al socialismo donde vayan desapareciendo la explotación, el hambre, la acumulación del capital y la destrucción “asesina” de la vida misma en el planeta.

 

Rosario, setiembre de 2005

 

Notas



[1] Este texto reproduce la clase magistral que dictara Alberto J. Pla en teatro La Comedia de Rosario en ocasión que se le otorgara el Doctorado Honoris Causa por la Universidad Nacional de Rosario, el 20 de septiembre de 2005.

La clase estuvo precedida de unas breves palabras de agradecimiento que nos pareció justo reproducir también en esta nota:

 

“Para empezar, quiero agradecer a quienes han hecho posible el otorgamiento de esta distinción por parte de la Universidad Nacional de Rosario.

En especial a la Escuela de Historia, que promovió hace ya varios años esta resolución, y también a los amigos que han acompañado esta actividad en forma notable. Los corporizo en el agradecimiento a Gabriela Águila, Directora actual de la Escuela y a Elvira Escalona, Secretaria Técnica de la misma, y en Iván Hernández Larguía, que nunca aminoraron su ánimo.

Gracias.

Asimismo quiero relevar la importancia que tiene para mi que esta Universidad y esta Facultad de Humanidades, en la cual ingresé por primera vez en el lejano año de 1962 me haya distinguido con tal honor. Solamente he estado ausente cuando las dictaduras militares hicieron imposible mi estadía en el país, y aun así esperé hasta el último minuto para viajar al exterior, lo que me permitió hacer experiencias nuevas, especialmente en Universidades de Venezuela y de México, que nos acogieron con todo afecto.

Por fin, quiero dedicar esta distinción a mi compañera de toda la vida, mi esposa Guillermina, que siempre estuvo conmigo en los vaivenes de persecuciones y también en las alegrías de la vida. Asimismo a mi hija Laura Elisa, que cada día que pasa aumenta mi admiración y cariño hacia ella.

En otro nivel no puedo dejar de mencionar mi gratitud a los colegas especialmente de las cátedras de Historia de América Contemporánea, tanto de la Universidad de Buenos Aires como de la de Rosario, que han sido muchos y con los cuales hemos tendido lazos prolongados de reconocimiento mutuo y de afecto. También a los estudiantes, que siempre han sido considerados de mi parte como compañeros de sueños, ilusiones y luchas; como también de persecuciones y derrotas, pero que en un balance objetivo, les debo infinitas gratificaciones: por su juventud, su compromiso, su hacer y su militancia por una mejor sociedad y una mejor Universidad.

A Todos, mil gracias, repetidas en mis sentimientos, hasta el infinito.”

 

Este artículo fue editado originalmente en: Cuadernos de Filosofía y Política. Escuela de Filosofía. Facultad de Humanidades y Artes. UNR. N 7, Otoño de 2006.