Cocineras en plural. La cocina en ámbitos rurales del
sur de la provincia de Santa Fe, primeras décadas del siglo XX
Paula Caldo[1]
El presente trabajo deriva de un ejercicio de investigación mayor sobre
la cocina, las cocineras, las recetas y recetarios argentinos en la intersección
de los siglos XIX y XX[2]. Dicha investigación fue
buscando puntos de focalización y es así como llegó a quedar anclada en la
experiencia de las cocineras en ámbitos rurales del sur de la provincia de
Santa Fe durante las primeras décadas del siglo XX. Al expresar “sur de la
provincia…”, estamos aludiendo menos a un espacio cerrado y delimitado geopolíticamente
que a una territorialidad con fronteras permeables y móviles, en permanente
diálogo con realidades mayores[3]. En consecuencia, las
cocineras seleccionadas jugaron con sabores y recetas oscilantes entre lo
micro, fruto del terruño y de la memoria familiar - local; y lo macro,
caracterizado por las costumbres, tradiciones y modas arraigadas en el ambiente
nacional e internacional. El desafío consiste en interpretar la textura de la
experiencia de las mujeres cocineras que, además de cocinar para los propios,
lo hicieron para otros, como empleadas del servicio doméstico.
Dentro del repertorio de temas que comprende la agenda historiadora, la
cocina y la alimentación han ido encontrando, en los últimos años, un espacio
propio. Aníbal Arcondo, en su “Historia de la Alimentación en la Argentina”,
propone la edificación de una Historia Social de la Alimentación que posibilite
la reconstrucción “del hecho alimentario en su totalidad”, asegurando que “no
se trata de un capítulo de la historia de la vida cotidiana. Se trata, sí, de
estudiar los cambios producidos en un hecho presente en todas las sociedades
humanas –el de comer- partiendo de la base de que ese hecho evoluciona a través
del tiempo”[4].
En su trabajo, Arcondo, más que cerrar, abre interrogantes persiguiendo el
objeto de motivar futuros análisis que constituyan afluentes de su pretendida y
joven área historiográfica. Nuestro escrito es deudor del citado estudio, el
cual, en una acometida de tipo macro, se propone bosquejar líneas de
problemas que hacen a las prácticas, tradiciones, hábitos y costumbres de la
cocina argentina. Aquí, pretendemos hablar no ya de una historia de la
alimentación y de la cocina en general, sino limitarnos a la reflexión sobre
las prácticas culinarias ejercidas por actores particulares en contextos
específicos a partir de la interpretación de casos concretos. En este punto,
también recogemos los aportes teóricos provenientes de la Antropología de la Alimentación.
Ésta última estudia las prácticas, representaciones y razones culturales que
involucra el hecho alimentario, razones que nos permiten decir “que los
alimentos además de nutrir, significan y comunican”[5],
representan signos, pautas, valores, principios culturales. De esta forma, en
el encuentro de la Historia Social y la Antropología Cultural vemos
robustecerse el enfoque que nos permitirá sustentar teórica y metodológicamente
nuestras ideas.
Es necesario explicar que la frase que intitula este estudio comienza
con la palabra: cocineras. Sustantivo que se destaca por llevar una explícita
marca de género –femenino- y por el número –plural-. Aquí no se hablará de
todos los sujetos que pudieron cocinar sino que nos detendremos en los espacios,
motivos y momentos en que las mujeres cocinaron. Tampoco aludiremos sobre
prácticas homogéneas, por el contrario, trataremos de puntualizar en los
dispositivos que operaron para señalar los límites entre las formas de cocinar de
las distintas clases sociales.
Entendemos que a partir del siglo XIX, desde un sitio arquitectónico
minúsculo y funcional –la cocina-, las mujeres encontraron el lugar donde
ejercer alguna de las tareas consideradas propias de toda mujer y ama de casa.
No obstante, cocinar es mucho más que combinar ingredientes y guisarlos, es
transitar por una territorialidad donde se erigen identidades en los vaivenes
de una trama de relaciones intergenéricas.
Aclaramos que al decir género lo hacemos siguiendo a Jean Scott, quien
lo entiende como “un elemento constitutivo de las relaciones sociales
basadas en las diferencias que distinguen los sexos y, además, como una forma
primaria de relaciones significantes de poder”[6].
La distinción entre los géneros resulta del baño cultural que inviste y
transforma la diferencia sexual consignada por la naturaleza.
Para finalizar esta breve introducción resta incorporar algunas
palabras relacionadas con la calidad de las fuentes y la respectiva metodología
implementada. Si buscamos una expresión que defina las características de las
fuentes consultadas, sin dudas, el vocablo adecuado es: memoria. Sí,
trabajaremos con la memoria de mujeres que vivieron, cocinaron y vieron cocinar
en las dimensiones del sur santafesino y sus zonas aledañas. Memoria entendida
como una trama marañosa de recuerdos y olvidos hilvanados por los tiempos
lógicos del sujeto hablante[7]. Memoria que aporta al estudioso
del pasado menos la posibilidad de emprender una medición fáctica de los problemas
históricos que adentrarse en la subjetividad, la experiencia y los sentimientos
de los sujetos. En este caso, la memoria de las protagonistas nos llega por dos
vías: por un lado, abordaremos la lectura e interpretación de memorias escritas
y editadas por las protagonistas, género literario que caracterizó al espacio
biográfico[8] en la bisagra de los
siglos XIX y XX; por otro, acudiremos a la técnica de la historia oral para
provocar la memoria de las informantes seleccionadas[9]. Más allá de los puentes
que nos permiten acceder a la memoria, si buscamos un elemento común a todas
las mujeres consultadas, lo encontramos cuando advertimos que ellas piensan y
describen las formas de cocinar acudiendo a los recuerdos de la infancia. Será
que aquellos olores, sabores y texturas percibidos en los primeros años de
vida, mientras otras –mamá, empleada…- cocinaban, se inscriben en el psiquismo
con una densidad capaz de calar hondo, dejando marcas indelebles en la
subjetividad. Cerrar los ojos e incentivar el sentido del olfato y del gusto es
un ejercicio que permite entender a la cocina como un lugar de memoria e
identidad del género humano en general y de las mujeres en particular.
El cuerpo de este artículo cristaliza en cuatro apartados. El primero
describe, en una breve síntesis, las principales características de la cocina
argentina en general y de la cocina santafesina en particular. El segundo, se
detiene en la interpretación de los cómo y los por qué en los siglos XIX y XX
la condición de madre y ama de casa –y por ende de cocinera- llegó a
naturalizarse en la figura femenina. Los dos últimos apartados contienen dos
estudios de caso que buscan representar las prácticas culinarias de los
sectores populares rurales y de la burguesía terrateniente en el sur de la
provincia de Santa Fe. Ambas situaciones tienen por denominador común su
emplazamiento espacial, experiencias rurales, y la agencia femenina; en cambio,
la nota que establece la distinción resulta ser las connotaciones de clase. En
un juego de comparaciones iremos reseñando las marcas de la cocina burguesa y
la propia de los campesinos.
Entre lo macro y lo micro, la
cocina santafesina…
El despertar del siglo XX encontró a la sociedad argentina
protagonizando el reto de constituirse como tal; de consolidar su Estado
nacional; de cimentar el arco de solidaridades[10]
que sostendría el sentimiento de pertenencia de sus habitantes que, por
entonces, se definían más por las diferencias que por las similitudes. Como se
advierte, el desafío no era menor y demandaba construir frentes de batalla en
todos los blancos del acontecer social. Había que saciar la necesidad de
transformar sentimientos e identidades extranjeros en locales; y en esta acometida
el aroma y el encanto de la comida no resultaron componentes residuales. Los
antropólogos Luisa Pinotti y Marcelo Álvarez, después de numerosos estudios sobre
la culinaria argentina, afirman que “la política de la amalgama triunfó en
el lugar menos previsto por los ideólogos: la cocina”[11].
Al revisar la historia de la cocina, los gustos y las formas de comer se encuentra
la prueba de lo antedicho.
La historia nos informa que
en 1492 el español irrumpió en estas latitudes y mientras que algunos buscaron
homogenizar con la cruz y la espada, desde un espacio recóndito y tentados por
el llamado del estómago y del paladar, de manera sutil y casi en silencio,
otros, favorecieron el encuentro entre dos patrones alimentarios: uno nativo,
basado en el consumo de carnes y maíz; el otro, europeo, resaltando la ingesta
de vegetales e hidratos de carbono. Desde entonces comenzarán a tallarse los
rasgos de la cocina criolla o hispano-criolla conformada por los siguientes
elementos: sopa de arroz; fideos; pan de harina de trigo o fariña –harina de
mandioca; puchero; asado de vaca; cordero; matambre –asado o arrollado con
verduras-; carbonada; chanfaina; albóndigas; niños envueltos; tortilla; guiso
de porotos –el gusto local hace capitular la usanza española de los garbanzos-;
lentejas; ensaladas de chauchas, verdolaga, papas, coliflor; preparados a base
de zapallo; locro –de maíz, el clásico de los nativos, o de trigo, con el sello
de los conquistadores-; humita en grano o chala; y a la hora de los postres los
preferidos eran: mazamorras –de origen afro-argentino-, natilla, cuajadilla,
bocadillos de papa o batatas, dulce de frutas –sandía, melón, duraznos,
naranjas, mandarinas…-, arrope, arroz con leche[12]. La
costumbre criolla deparaba banquetes donde primaba sobre la variedad y el lujo
la cantidad de alimentos, el escaso refinamiento de la vajilla, utensilios y
mantelería[13].
Sin embargo, el devenir del
siglo XIX volverá a agregar ingredientes y seguirá sazonando la mezcla
culinaria argentina. Serán nuevamente grupos europeos, esta vez no sólo
españoles sino también italianos, ingleses, franceses, alemanes, suizos,
polacos, entre tantos otros, quienes aportarán los sabores de sus patrias.
Sabores que sin atrincherarse en el culto a la nación lejana, un poco por gusto
otro por necesidad, entrarán en los menúes locales para transformarse y
transformarlos. Una historia de marchas y contramarchas siempre dispuesta a
acoger lo nuevo, a mixturarse, regocijándose en la diferencia para,
posteriormente, volver a constituir lo propio.
Pese a la citada historia de
encuentros y convergencias subyace la pregunta sobre la existencia de una
cocina argentina que abraza y hermana las desigualdades regionales, haciendo
nacer de la diversidad un todo: la cocina nacional. Si bien algunos
estudiosos del arte culinario, como Jean-François Revel, niegan la realidad de
la cocina nacional[14],
ésta puede considerarse a partir de la matriz ideológica y simbólica que
envuelve los modos de comer y preparar los alimentos en cada país[15]. Los
platos que representan el paladar nacional resultan ser una selección de aquellos
que, entrenados en una gimnasia cotidiana, trascienden al repertorio de los símbolos
patrimoniales. De esta suerte, los lineamientos de la culinaria nacional se
hallan anclados más en los muelles de la cultura que en aquellos que hacen a la
propiedad, el cultivo y las cualidades de los ingredientes en concreto.
Para su sostenimiento y
permanencia, el Estado moderno debió inventar las tradiciones[16],
que con el correr del tiempo, se tornarían sus pilares. Tradiciones entre las
cuales las preferencias alimenticias tuvieron marcada relevancia. Así, se hizo
necesario implementar una taxonomía de platillos y condimentos que pasaron a
constituir las costumbres argentinas. No son notas superfluas recordar que
cada evento patrio fue y es coronado con un banquete compuesto por los
platillos nacionales: el locro, las empanadas, el asado, los pastelitos, el
dulce de leche… De esta forma, al festejar ingiriendo aquellas comidas, junto
al cuerpo se alimentaba el sentimiento de pertenencia y la identidad nacional.
Hasta este punto nada
cuestiona la existencia de una cocina nacional. No obstante, el simple hecho de
pensar la inmensidad y variedad que caracteriza al territorio argentino hace
trastabillar dicha idea. Si bien los intereses de los sectores dominantes
nacionales –la burguesía terrateniente y sus consecuentes intelectuales-
encontraron los atajos para cristalizar en las políticas estatales
implementadas por las clases dirigentes dando forma al Estado-Nación, en el
interior de cada región latín cúmulos de singularidades. De este modo, en la
intersección de los deseos e imposiciones nacionales con los propios de cada
terruño fueron naciendo los sabores regionales. Sabores que se transmitieron de
madres a hijas, de boca en boca, cual tesoros familiares prolongados por las
valijas de la memoria.
En un abierto diálogo entre
lo micro y lo macro nace la posibilidad de establecer los parámetros de la
cocina santafesina. El siglo XX sorprende a los santafesinos siendo testigos
del arribo de grandes contingentes de inmigrantes. Aquellos grupos humanos
traían en sus equipajes, junto al deseo de hacer fortuna, las herramientas
simbólicas necesarias para que en el devenir de la cotidianeidad fueran transformándose
las costumbres y gustos locales. Paulatinamente el número de habitantes de la
provincia irá engrosándose. Por ejemplo, mientras que el año 1869 poblaban estas
latitudes 89.117 individuos, en el año 1887 esa cifra habían ascendido a
220.332 y ya en el año 1895 eran 397.188 para finalmente alcanzar la suma de
899.640 en las vísperas de la primera guerra mundial, en el año 1914. Los
números indicados por los censos y controles poblacionales son la clara prueba
del notable crecimiento. El estudio realizado por Ernesto Brandt y Guillermo
Pommerenke en el año 1901 revela no sólo el aumento poblacional sino una
descripción detallada de los orígenes nacionales de los habitantes para el año
1895 entre los que se cuentan: 230.701 Argentinos; 109.634 italianos; 21.163
españoles; 10.272 franceses; 5.622 suizos, entre otros[17].
De este modo y con el correr
del tiempo la provincia presentó un territorio salpicado por manchones de
grupos de italianos, alemanes, españoles, suizos, franceses…, que al convivir
en espacios cerrados pudieron conservar atemperados sus valores y costumbres
–entiéndase por éstas: idioma, emblemas, conmemoraciones cívicas, religión,
rituales, etc.-. Empero, lejos de la tierra de origen les resultó difícil no
traicionar sus bagajes culturales y fue precisamente en el discreto mundo de la
cocina donde aquellos comenzaron a erosionar. Así, las recetas extraídas de la
más honda tradición nacional, al prepararse con ingredientes alumbrados en la
nueva región, fueron adquiriendo sabores santafesinos.
Ahora bien, en suelo
santafesino sobre las costumbres del paladar hispano-criollo comenzaron a
correr, de norte sur y viceversa, vientos cargados de aromas y sabores
italianos. Éste país fue el que aportó el mayor número de vidas y por ende el
que influenció con más énfasis sobre la composición del menú. Es oportuno
precisar que la vianda italiana imprimió su signo preferentemente en el ámbito
rural, en los sectores populares urbanos y en ciertas comilonas privadas y
cotidianas de los grupos adinerados. Por el contrario, nunca logró penetrar en
los manjares festivos de las élites, donde el gusto francés se tornó
impermeable. Cuatro parecen ser las palabras claves de la dieta italiana:
macarrones, aceite de oliva, ajo y tomate. Por supuesto que las pastas
representan el abecé de la cocina italiana en Santa Fe: ravioles,
tallarines, canelones, capelletti, lasagna como también la
polenta, los quesos, aceitunas, el peceto, las cimas rellenas, las pastas con
salsa “al pesto”, la bagna-cauda, junto a los vinos –toscano, chianti, etc.-
Paralelos a los manjares y
costumbres italianas comenzarán a demarcar su espacio las tradiciones propias
de los españoles. Las paellas valencianas; el marmitako y el bacalao de
los vascos; las empanadas, tortillas y potajes gallegos; la sopa de caldo de
gallina, el consumo de berenjenas y la combinación de atún con tomate de los
andaluces; la ensaimada de las Islas Baleares y los embutidos y la costumbre de
consumir conejo marinado de los catalanes; entre otros manjares.
A grandes rasgos puede
decirse que tres son las tradiciones que se mezclaron en el comer de los
santafesinos: la criolla, la italiana y la española, guardando un exclusivo
lugar para una cuarta en la mesa de las élites: la francesa.
Ellas saben cocinar y por eso pueden
hacerlo
El film dinamarqués “El banquete de Babette”[18] ilustra el momento en el
cual una extraña mujer irrumpía, durante una noche lluviosa, en una ortodoxa y
austera aldea puritana de las costas de Jutlandia, en el transcurso de la
segunda mitad del siglo XIX. La mujer llegó portando una carta de recomendación
que afirmaba “ella sabe cocinar”. Ese saber y su consecuente hacer es lo
que, quizás, permitió a Babette permanecer en aquel pequeño poblado. Nadie le
exigió pruebas sobre el itinerario de su formación como cocinera. Suponemos que
la tranquilidad con la que los aldeanos aceptaron su saber-hacer se debió a su
condición de femenina. En otras palabras, las mujeres pueden cocinar, porque la
comida es la base para el sustento de su prole, porque el cuidado de los
vástagos y del hogar son quehaceres que el sentido común acostumbra adherir a
la “naturaleza femenina”, porque desde chiquitas las niñas juegan a ser mamá y
a cocinar... Impulsada por un don que reunía pasiones, secretos, y hasta signos
de brujería, la cocinera francesa preparó con devoción cada uno de los
platillos que conformaron su refinado, variado y exquisito banquete. Cocinera,
bruja, hechicera, fueron las palabras que los integrantes de la aldea esbozaron
para describir la actitud de Babette. Pero, el encanto de los sabores obró para
que aquellos, bocado tras bocado, perdieran el miedo. Ella más que cocinera se
consideraba una artista del sabor, las formas y las combinaciones deliciosas.
Ahora bien, ese vínculo entre arte y cocina, expresado por el personaje
de la ficción, es el que hará capitular el pensamiento decimonónico. La cultura
del positivismo extendió sobre la sociedad occidental su manto cientificista
ocasionando el control, disciplinamiento, medicalización y cuantificación de
los comportamientos sociales[19]. Así el arte culinario
pasó definitivamente a ser gastronomía, ciencia que establece los lineamientos para
cocinar y entrelazar los ingredientes. El mismo clima ideológico llevó a
justificar la ya establecida división del trabajo culinario. Sabido es que los
primeros chef y críticos gastronómicos letrados, públicos y remunerados fueron
varones, resultando las mujeres destinadas a cocinar en ámbitos privados, con
fines domésticos y maternales.
Volviendo a la anécdota fílmica, Babette resultaba extraña en el
paisaje parisino por ser la chef principal de un restaurante prestigioso. Lorens
Lowenhielm –uno de los invitados al banquete- recuerda los manjares de Babette
como platillos portadores de la capacidad de alterar la vida y los sentimientos
de los comensales. Aquella cocinera “era la única mujer que podía transformar
la cocina en un asunto amoroso, que no hacía diferencia entre el apetito
corporal y el espiritual”[20]. Magia y extrañeza son las
sensaciones que se asocian a las producciones de las cocineras en los espacios
públicos. En cambio aquellas pierden validez cuando las mismas mujeres cocinan
en el hogar, para alimentar a sus familiares, enfermos o a sus patrones. Sin
dudas, la escena que caracteriza a la sociedad patriarcal encarga a las mujeres
una serie de tareas para exclusivo desempeño privado, y, entre aquellas la
cocina adquiere significación.
Sabido es que durante el siglo XIX la sociedad fue naturalizando el
vínculo: mujer-madre-ama de casa. Solidaria con el sustento de ese hacer-saber-poder
surgió la ciencia de la Economía doméstica, contando entre sus ramas: la
cocina. En tiempos donde las políticas higienistas habían penetrado en toda
la sociedad la cocina no fue una excepción. Aseo y alimentación resultaron
temas que quedaron anclados en el corazón de las prácticas higienistas y no
tardaron en alcanzar y determinar las femeninas. De esta forma, la buena
alimentación resultó la garantía física y moral de los sujetos. Las niñas,
desde los tempranos días en la escuela primaria, recibieron lecciones sobre
“economía doméstica” que posteriormente les servirían para desempeñarse como
guardianas del hogar –considerado célula de la sociabilidad. Las mujeres fueron
el blanco de un discurso médico que “en su pretensión de instituirse,
aparece como instituyente en las esferas más íntimas y cotidianas de las
prácticas sociales, como lo es la reproducción de la vida cotidiana y la
socialización de las generaciones jóvenes”[21]. Cuenta Marcela Nari[22] que el sujeto apetecido
para habitar estas tierras fue definido conjuntamente en clave de raza y de
nacionalidad. En esta línea las mujeres pasaron a ser el objeto y móvil de las
nuevas legalidades. El cuerpo femenino fue modelado por el corsé de la
maternidad. Instaurada la lógica de la maternalización, lo que antes era una
posibilidad –ser madre- se transfiguró en un deber. Y para ello fue preciso
diseñar dispositivos donde aquellas aprendieran el reciente rol que la sociedad
les demandaba. El minucioso trabajo que los médicos higienistas y las
consecuentes políticas de Estado emprendieron sobre el cuerpo y las costumbres
de las mujeres revela una “tensión entre el saber innato de las mujeres y la
socialización de género”[23]. La urgencia por
construir desde el Estado y la ciencia a las mujeres-madres enuncia fisuras en
la añeja concepción que naturalizaba a las mujeres como madres al tiempo que
permite definir a la maternidad como una construcción histórica y cultural.
El discurso científico envolvió con sus designios cognitivos el
universo de las mujeres-madres: obstetricia, puericultura, ginecología y
economía doméstica. Esta última fue la única de aquellas disciplinas cuya producción
quedó en manos femeninas. Así, las entendidas en cocina, labores, tejido,
costura, diseño de modas, lavado, fueron las mujeres. Para ellos debieron
dialogar explícita o implícitamente con la cultura de la época donde el
higienismo demarcaba el límite entre lo normal y lo anormal, lo saludable y lo
patológico.
Una vez enunciadas las condiciones de posibilidad históricas y las
prácticas características de la amalgama mujer-madre-ama de casa hemos
edificado el basamento contextual y teórico sobre el cual poner a germinar la
problemática de las mujeres-cocineras de los sectores rurales en el sur de la
provincia de Santa Fe. Vamos a intentar leer la experiencia de mujeres
cocineras atravesadas por los signos de la distinción. En un caso, nos detendremos
en la historia de una cocinera miembro del personal doméstico de una estancia,
en el otro, abordaremos la experiencia de aquellas mujeres campesinas que, al
desempeñarse como amas de casa, cumplían también con el encargo de cocinar para
la prole. El clima de época hizo germinar en el sentido común la idea de que
“porque son mujeres saben cocinar y por eso mismo lo hacen”…
Manuela amasa la masa… Cocinar
para los otros
Quien cocinó para los otros fue Manuela… Ella dejó que el tiempo recluyera
su vida en la escena de las prácticas culinarias necesarias para calmar el
apetito de los señores/as y trabajadores/as de una gran propiedad
agrícola-ganadera. Vamos a hablar de las vivencias de la cocinera de la
estancia Grondona, perteneciente a la prestigiosa familia santafesina Aldao.
Sus experiencias, prácticas y recetas fueron sustraídas del olvido por Elvira,
una de las señoritas de la familia, en sus “Recuerdos de antaño”, escritos en
1931. Buceando al interior de la memoria de Elvira, encontramos un sinnúmero de
anécdotas, de su infancia y juventud, entre las que se destacan los días de
verano pasados en la casona campestre. Resulta atractivo advertir cómo esta
dama, nacida en lo más profundo de la burguesía santafesina, en sus primeros
años de vida, se regocijó viendo cocinar a doña Manuela y consumiendo sus
deliciosos productos. Así la llamaban: “doña”, calificativo con el que se
designaba a las señoras mayores que no eran de élite, para estas últimas estaba
reservado el “misia”. Dice Elvira “la cocina era el antro de las
manipulaciones culinarias de doña Manuela”[24].
Esta frase resume el escenario y el centro de la vida de la cocinera.
Entre los personajes que Elvira recuerda, doña Manuela se destaca por
el saber que la caracterizaba. Como Babette, Manuela sabía cocinar. Ninguna
mención se hace sobre los orígenes, procedencia y familia de la cocinera,
excepto que fue albergada por los propietarios para protegerla de la pobreza
que acarreaba desde su nacimiento. Se supone que, en su hacer cotidiano, ella devino
experta en cocina, y de ese modo se dedicó con devoción a atender las demandas
alimenticias de sus patrones. No conoció la maternidad, el matrimonio, el rol
de ama de casa, la vida entre familiares; aunque si, casi de contrabando, pudo
participar en la formación doméstica de las jóvenes de la casa. Esta mujer era
la única integrante del personal doméstico habilitada para llevar a las señoritas
a los espacios de trabajo –entre ellos la cocina-. Manuela era dueña y señora
de la cocina. Ella no sólo preparaba los platillos que la familia degustaba
sino que seleccionaba los cortes de carne que los peones debían faenar, cuidaba
las aves, controlaba el cultivo de la huerta, entre otras tareas.
“¡Pobres pavos!, los veo pasar las nueces como una hipertrofia por el
desairado pescuezo… y los veo sacar del horno dorados y humeantes…; y no
recuerdo haberlos comido, no puedo recordar haber saboreado los pavos que doña
Manuela preparaba con especiales rellenos…[25]”
Vivir y cocinar en la estancia de sus señores hizo de Manuela una
experta en la preparación de dos tipos de menúes claramente delimitados. Uno de
ellos comprendía los platillos de la cocina refinada, con sus exquisitos pavos rellenos
horneados, patos con salsa de maní y las torres de caramelo, que tanto atraían
al señor de la casa y a las niñas; el otro, correspondía al paladar criollo:
pucheros en todas sus variedades, carbonada de carne picada, locro de maíz o de
trigo, humita en fuente o chala, la chanfaina… Mientras que el primero provenía
de las sugerencias aportadas por la señora de la casa, al momento de detallar
el menú para cada banquete; el segundo, era extraído de las profundidades de la
cultura popular obtenida del contexto rural en el cual se formó la cocinera. La
descripción de Elvira indica que Manuela se rehusaba a elaborar estos manjares
criollos, prefiriendo cocinar platillos elegantes y complejos. Sin embargo,
cuando la joven enumera los víveres que consumían, en sus paseos o por las
mañanas, los indicios del menú criollo aparecen: choclos cocidos a las brazas,
batatas asadas, portadoras de una dulzura indescriptible, los churrascos,
rebosantes de jugos.
Elvira establece una marcada división al interior de las prácticas
culinarias. Esto es, ella alude sobre una cocina distinguida, por la cual
Manuela transitaba con placer, y otra de carácter primitivo, que la cocinera menospreciaba.
La primera era la que atendía el apetito de los señores/as, la segunda saciaba
el hambre de los trabajadores/as, jornaleros/as, haciéndose extensiva a los demás
miembros de los sectores populares rurales.
“los platos criollos que seguramente la cocinera preparaba en la mesa:
los pucheros –plato nacional por excelencia, que en opinión de un
norteamericano no había otro que los igualara-; los pucheros de grano de pecho,
de falda de gallina, con arroz, choclos, zapallos o zapallitos tiernos y otras
verduras, y servido con salsa de tomates y ajíes; la carbonada de carne picada,
con duraznos enteros y choclos en trozos, el locro de maíz o de trigo, con
trocitos de carne gorda, tomates, ajíes y cebollas; la humita en fuente o en
chala, de choclo rayado; la chanfaina –recuerdo el nombre y he olvidado de qué
se componía-, y tantos otros platos criollos… que doña Manuela desdeñaba
preparar…[26]”.
Quien recuerda parece detenerse solamente en “lo que la cocinera sabía
y elegía cocinar” y no en el menú con el que la cocinera se alimentaba. Sin
dudas, Manuela comía en compañía de los peones, saboreando el menú criollo.
Elvira cuenta con asombro que: cuando caían en manos de la cocinera los enormes
huevos de avestruz, ésta realizaba un agujero en uno de sus extremos por el
cual introducía una extraña mezcla de ingredientes que cocinaba al rescoldo y luego
degustaba con mucho placer. Igualmente, cuando en las cabalgatas estivales las
niñas se acercaban a las viviendas de los campesinos, y éstos, amigablemente,
le ofrecían sandía fresca, galletas y mates, ellas los rechazaban, sutilmente.
En la lectura de las costumbres culinarias que realiza Elvira aflora una franja
indeleble que separa el paladar de los señores del propio de los otros
habitantes del mundo rural.
Entonces, lo que doña Manuela prefería cocinar para sus señores eran:
pollos horneados, frituras durante los días lluviosos y el afamado amasijo.
Todo indica que el día en que se disponía la elaboración del amasijo la
fisonomía y el clima de la casa eran trastocados. Aquella tarea, además de involucrar
al personal doméstico completo, también convocaba a las señoritas, que acudían
a observar, para aprender y después cocinar sus propias tortas. La cocinera
cuidaba de la higiene de los utensilios, de la tabla donde se disponía a amasar
y de la blancura de los delantales. La limpieza era un precepto que formaba
parte del sentido común de la experta, siendo el color blanco el símbolo
que la representaba. El amasijo consistía en darle forma a la masa para hacer
el pan y sus derivados: tortas, tortas fritas, etc... El mismo consumía un tiempo
importante porque además de preparar la masa, mezclando la harina, con grasa,
huevos, sal, y otros ingredientes, había que aguardar a que el preparado leudara.
Una vez ocurrido aquello la cocinera estiraba la masa y la fraccionaba en dos
partes: una, la de mayor volumen, para hacer el pan; la otra, la repartía entre
las señoritas. Estas, cuando recibían la masa bien sobada, por la especialista,
emprendían la misión de darle forma a sus propias confituras. Manuela cocinaba
y enseñaba a cocinar. En el imaginario de la cocinera, la actividad práctica
debía aprenderse a partir de la observación y una lenta inserción en la
práctica concreta.
Vivas anidan en el recuerdo de Elvira las recetas y prácticas de
Manuela, no así ninguna explicación sobre los modos en que la mujer empleada
devino cocinera. Un saber-hacer que se apodera del cuerpo de la cocinera
naturalizándose. Manuela sabía cocinar y lo hacía, sola, a veces convocando
gente y ejerciendo sobre ellas ordenes, con creatividad. Tacitas quedan las
fuentes de donde la cocinera abrevó sus conocimientos. Parafraseando a
Jean-François Revel[27], se trata de un saber-hacer
heredado, adquirido en la observación y escucha atenta de las tradiciones. De
ese modo, se construye la cocina campestre que pasa de boca en boca extendiendo
las tradiciones del terruño e imprimiendo las marcas de lo regional.
Ahora bien, leyendo las memorias de Elvira se percibe que, en el
transito de la ciudad al campo, la burguesía santafesina degustaba tres tipos de
comidas. En las mansiones urbanas se alimentaban siguiendo los lineamientos de
una cocina refinada y costosa. Graciosa resulta la expresión que las señoritas
Luro, amigas de Elvira, emplean para describir el mundo rural “Quelle différence
de Paris à l´estancia”[28]. En la ciudad se estilaba consumir sándwiches, jamón,
aceitunas traídas de Europa, pavos rellenos horneados y bañados por sugerentes
salsas, a los que se sumaban los manjares que degustaban en los numerosos y
seguidos viajes a Europa[29]. Sin embargo, en el pasaje
de la ciudad al campo, durante el viaje, solían detenerse en pequeñas fondas y
parajes donde los niños/as saboreaban con placer los argentinísimos bifes a
caballo con torres de papas fritas o con ajo –para los mayores-. Finalmente,
una vez en la estancia entraban en los dominios de la cocina de Manuela. Y
Manuela sabía cocinar siguiendo los lineamientos de una cultura de mezcla.
Carnes con salsas y todos los platos propios del paladar criollo.
El corpus de recetas que cocinaba Manuela oscilaron entre dos
tradiciones, una local, cuyos ingredientes son los típicos del suelo –maíz,
cordero, carne vacuna- otra extranjera, las aves horneadas y recubiertas con
salsas al estilo francés. Sin embargo, en la cocina de Manuela se destaca la
ausencia de las recetas de origen italiano, tan características del sur de la
provincia de Santa Fe. Ella no cocina pastas tampoco la clásica bagna-caudas.
Se supone que el repertorio de platillos italianos tuvo su incidencia entre los
sectores populares de la región, no así en las élites. Estas últimas
mantuvieron, por un lado, el paladar francés-internacional, entrenado en los
largos viajes por Europa, y el criollo, muchas veces para agasajar a sus
amistades extranjeras con las notas costumbristas del terruño.
Ya en los tiempos en que cocinaba Manuela podemos pensar una diferencia
entre el saber-hacer y el saber-decir de la cocina. Corriendo los
años veinte, la señora Belkis Aldao Leiva, bajo el pseudónimo de Marta, publica
“La cocinera criolla”. Edición que en los años cuarenta será corregida y
aumentada llamándose “La cocinera criolla, otras cocinas y recetario curativo
doméstico” [30].
Esta mujer singulariza su escrito al darle a cada receta el aire de su
provincia natal: Santa Fe. En las páginas de aquel recetario pueden encontrarse
las fórmulas para preparar: “empanadas santafesinas”, “rellenos a la rosarina”,
“alfajores santafesinos”. Entre el listado de formulas resulta significativo cómo
se destacan aquellas propias del paladar italiano. Sin embargo, la miscelánea
culinaria no tarda en constituirse porque: la enumeración de pastas –tallarines,
ravioles, ñoquis junto a la polenta y los rissottos- se mezcla con las platos
de origen francés “sopa de tortuga”, “pavo trufado y deshuesado” y “pichones en
canasto”, y los propios del paladar español –tortillas, paellas-. Sin dudas,
las confituras –tradición árabe que los españoles nos supieron legar- ocupan un
lugar preponderante en el recetario. Enorme resulta ser el número de platillos
propuestos por la experticia de Marta. Ella sería la entendida en gastronomía
que ve cristalizar su saber en las páginas de un libro.
La pregunta que inspira la obra de Marta es ¿ella, además de escribir
las prácticas culinarias, hundiría sus manos entre los ingredientes para
cocinar?... Aunque poco podemos decir para alimentar una respuesta concreta, lo
cierto es que los recetarios de cocina ocuparon su espacio dentro de la
geografía editorial destinada al público femenino a partir del siglo XIX[31]. Empero, los estudiosos
de la transmisión del saber culinario[32], al analizar las
prácticas en su contexto, descreen de la efectividad del medio impreso para
lograr el objetivo. Los costos del texto y de los ingredientes sugeridos, los altos
índices de analfabetismo, que obstaculizaban el acceso a la lectura masiva, y
finalmente, el establecimiento de una curiosa dicotomía entre: las mujeres que
cocinaban y no leían y las señoras burguesas, que leían y escribían pero no
cocinaba, son algunos de los indicadores que erosionaron el posible éxito de
los recetarios.
El caso es que, mientras nada sabemos sobre el quehacer culinario concreto
de Belkis lo conocemos todo sobre Manuela. Leer las descripciones que realiza
Elvira sobre los manjares construidos por su cocinera trasmite aromas, sabores
y una experiencia concreta. Manuela es la cocinera campesina que lejos de la
retórica culinaria, que encapsula recetas, construye sus platos con una
gramática culinaria[33] propia, la del terruño,
la de los santafesinos. Manuela no cocina pastas, su vianda se constituye a
base de carnes, cereales, harinas y frituras entremezclados con deliciosos
pavos rellenos. El menú de Manuela se sustrae de la retahíla de platillos
italianos inscribiéndose, a su modo, en una arista entre lo burgués y lo
campesino.
Del universo complejo que caracterizó la cocina de la burguesía
santafesina acabamos de robar una instantánea que recrea las prácticas
de Manuela. En su vida hemos buscado los indicios que la hacen miembro de un
grupo de mujeres, mucho más grande, que se ganaron el sustento como miembros
del servicio doméstico. Sin embargo, saber cocinar, decidir con su práctica lo
que alimentaría a los señores le dio al cocinero/a un rango especial. Mientras
que las señoras escribieron recetas refinadas, oriundas de la tradición
europea, en sus mesas se nutrieron con los manjares preparados por sus
empleadas. Manjares, como los de Manuela, atravesados por una multiplicidad de
sabores que hablan menos de homogeneidad que de diferencias. La cocina de
Manuela es ecléctica[34], como su formación, como
su origen, como el sentido que representa su presencia en una cocina que le
pertenece más en el hacer que en el poseer y degustar.
Mamá amasa la masa… Cocinar para
los propios
Más allá del casco de las estancias donde anidaban los sabores y aromas
de una cocina, que dialogaba entre lo local-criollo y el gusto elegante de la
burguesía propietaria, se extendía un territorio salpicado de pequeñas chacras
y centros urbanos minúsculos. Siguiendo el pensamiento de Pierre Bourdieu[35], nos aventuramos a decir
que, en el presente apartado, al inmiscuirnos en las prácticas de las mujeres que
cocinaron para los propios, cruzamos la frontera desde el gusto de lujo
–propio de la cocina burguesa- hacia el gusto de necesidad que caracterizó a los
sectores populares rurales.
Nuevamente es la memoria el trampolín que nos permitirá contactarnos
con las experiencias de las cocineras. Memoria a la que accedemos ya no vía la
letra impresa sino mediante la oralidad. Así, hilvanado los retazos aportados
por cuatro mujeres que transitaron por los campos del sur de la provincia sumaremos
complejidad a la descripción de los modos de la cocina regional.
En la cocina de los jornaleros y chacareros, el devenir de la vida
cotidiana, deparaba a las mujeres un intenso trabajo representativo de una
economía que tendía al autoabastecimiento. De esta suerte, las mujeres debían:
ordeñar manualmente en el tambo para proporcionarse la leche; seguir la crianza
de algunas vacas, ovinos, cerdos y aves; cultivar la huerta donde obtenían
frutas, verduras y hortalizas y, dentro de este repertorio, también cumplir con
los quehaceres domésticos[36].
La cocina de la chacra, como espacio habitacional, solía estar retirada
del resto de las habitaciones de la casa. Dos elementos que aportaban confort
en aquel contexto eran: el horno de barro en medio del patio y una habitación que
servía para conservar los productos de las carneadas. En aquel mismo terreno
coexistían el corral de las aves, alguna vaca lechera que era ordeñada a diario,
la huerta y el molino de viento con su respectivo pozo donde se iba a buscar
agua fresca. Todo lo que circulaba por el terreno de la chacra aportaba lo suyo
a la cocinera: las aves proporcionaban carne y huevos. Estos servían para
preparar tortas, dulces y pastas. Las vacas otorgaban la leche con la cual se
confeccionaban quesos, dulce de leche, manteca, además de ser el componente
principal de las meriendas y complemento de muchos platos –polenta con leche-. La
huerta daba las verduras y las frutas con las cuales hacer: guisos, dulces,
ensaladas, escabeches.
“Mamá hacía todo lo de la casa… cosía, cocinaba… tenía que ir al tambo…
ella cocinaba, hacia dulce, tenía un tacho grande, hacía dulce de zapallo,
hacia la polenta en el puliol, se la llamaba así a la olla de bronce, una olla
de bronce donde se hacía la polenta… teníamos quinta y huerta, la quinta era
más chica… y en la huerta se sembraba zapallo, sandía, chauchas, papas, todo se
hacía en casa… lo recuerdo como si fuera hoy, hacíamos los caminitos, acá
cebolla de verdeo… era todo cebolla de verdeo no había de la otra, se
cosechaban zanahorias, salsifí, que eso no viene más ahora, tenía una hoja
finita que se hervía igual que la acelga… después habas, arvejas, no se
compraba nada…[37]”.
Si bien el conjunto de las actividades relacionadas con le mundo de la
cocina recaían sobre la figura materna existía una que se le sustraía. Las
mujeres estaban exceptuadas de “comprar” aquellos productos que no podían
confeccionarse en los límites de la chacra. Sin dudas, entre los ingrediente de
origen externo –sal, azúcar, yerba- el de mayor uso fue la harina. Con harina
se realizaba todo el repertorio de pastas: ñoquis, tallarines, ravioles y por
supuestos las tortas y el pan. Fácil es reconocer en esta costumbre la
procedencia italiana de muchos de los habitantes que poblaron el sur de la
provincia. Amasar tallarines, ñoquis, ravioles, era una inclinación familiar casi
exclusiva de los domingos y feriados –especialmente los ravioles-. Aunque a
diario la dieta se enriquecía con las carbonadas, la humita, la polenta con
leche, los guisados de zapallo y otras verduras, de carne de ave o vacuna, los
embutidos, los asados, el locro y el infaltable puchero. Este último fue una
herencia española que se amarró al paladar local adquiriendo un estilo propio.
En la mesa de los trabajadores y pequeños propietarios, más que platos
que llevaran ingredientes fijos y específicos se optaba por aquellos cuyas
recetas permitieran combinaciones elásticas. Bajo el rótulo “guiso” se
escondían las mezclas más ingeniosas de ingredientes, lo mismo sucedía con los
pucheros, las sopas y hasta con el locro. Bastaba con desplegar la creatividad
y el ingenio de la cocinera para lograr las mixturas más singulares y
apetitosas, a partir de fusionar algunos pocos productos. La regla regía tanto
para los platos salados como para los dulces. Estos últimos emanaban de la
producción de la huerta: dulces de zapallo, duraznos, sandía, y las infaltables
batatas deleitaban el paladar de grandes y chicos.
La historia oral nos permitió conocer y corroborar muchas de las
afirmaciones que estamos esbozando. De este modo llegamos a conocer la historia
de Estela[38],
quien pasó su infancia y primera juventud en un pueblo del sur de la provincia
llamado Diego de Alvear[39]. En su relato despunta
como singular el oficio que desempeñaba su padre. Éste, oriundo de Italia,
había cruzado el mar “con su cabeza en la cocina” y ese saber, innato,
según el decir de su hija, lo llevó a desempeñarse como cocinero en una
estancia. Mientras que su prole vivía en el poblado, él se trasladaba a
trabajar a la estancia. Cocinar para las clases acomodadas permitió al
progenitor interiorizarse en los hábitos y gustos refinados que en algunas
ocasiones, muy contadas y especiales, acercaba a su familia. Sin embargo, en la
casa de Estela estaban a cargo de la cocina su madre y posteriormente ella,
quien desde pequeña aprendió a cocinar.
Si las familias eran numerosas no resultaba sencillo preparar el
almuerzo/cena para todos. El plato único que los alimentaría debía ser
suculento y suficiente. Así, las madres asumían la misión de cocinar mientras
que las hijas, como parte de su aprendizaje, las observaban. Maruca pasó su
infancia formando parte de las huestes de cosecheros de maíz que pulularon por
el sur de la provincia. De aquellas vivencias, ella recuerda las enseñanzas de
su madre:
“Papá compraba unas bolsas de harina blancas que venían antes para que
mamá tuviera siempre para amasar, y ella nos enseñaba a nosotras: “Amasen,
aprendan a amasar tallarines” y los domingos los hacía ella, “Amasen, así,
aprendan… los poníamos a secar y después los íbamos usando… amasar, hacer
pasteles, empanadas, ñoquis, de todo nos enseñaba ella cuando estábamos solas
en la cocina[40]”.
La historia de Maruca nos recuerda que junto a los chacareros y
pequeños propietarios existía otro grupo de campesinos cuyo único recurso era
la capacidad para trabajar la tierra. Estos conformaban las huestes de
trabajadores que recorrían el sur de la provincia al ritmo de los tiempos del
maíz. Cuando el maíz estaba listo para la cosecha, las familias de trabajadores
se asentaban en las grandes estancias construyendo precarias chozas de chala y
paja. Allí, la madre se encargaba de cocinar para el batallón de niños y para
su marido que volvían hambrientos de la minuciosa y pesada labor –recolección
del maíz-. Pocos eran los ingredientes que conformaban esa dieta. Harina,
azúcar, yerba, leche, algo de carne. Ligando ingredientes es que surgían los
famosos guisados compuestos por lo que la ocasión ofreciera. Era curioso y
productivo ver que, de año en año, se encontraba la producción de zapallos
silvestres que crecían de las semillas que quedaban esparcidas por el suelo. Así,
las madres, cocinaban dulces y guisos de zapallo. Allí, el proceso de cocción
era a fuego directo, en una especie de hoyo que se cavaba en el suelo, con unas
ollas de hierro de tres pies.
La vianda que consumían se caracterizaba más por la cantidad que por la
variedad: harinas, carnes, polenta, guisos, se combinaban entre almuerzo y cena
para saciar el hambre. Empero, Maruca recuerda con placer “el pastel de papas”
que comía en casa de su maestra. Aquel manjar compuesto por un preparado de
carne picada, huevos, aceitunas, pasas de uva, cebolla de verdeo, cuidadosamente
condimentados y recubierto por una capa de puré de papas. En la memoria de la
entrevistada aquel se presenta como una delicia propia de los habitantes
adinerados del pueblo, que no sólo comían cosas ricas sino que las
acompañaban con postres –dulces y masitas-.
Ahora bien, un momento del año que unía a las familias y vecinos con
fines culinarios eran las carneadas. Este acontecimiento aunaba trabajo,
festejo y consumo de alimentos. Las carneadas implicaban la producción de
embutidos en cantidades suficientes para el consumo anual. Así, jamones,
bondiolas, chorizos, salames, pancetas, morcillas, resultan los componentes
característicos de la vianda rural. La jornada siempre terminaba con la
degustación no sólo de alguno de los productos de elaboración reciente sino
asados, frutas, quesos, pastelitos y tortas fritas. Vale aclarar que las
confituras en territorios rurales eran siempre frituras: buñuelos, tortas
fritas, pastelitos o empanadas dulces. Cuenta María, quien pasó su vida en una
pequeña chacra, que en su casa paterna siempre estaba listo un recipiente con
la pasta de los buñuelos para comenzar a fritar ante el arribo de alguna visita[41]. Las tortas horneadas
eran de rara elaboración porque demandaban el encendido del horno de barro.
Además, uno de los manjares dulces más apetecidos era el queso acompañado con
dulce de frutas o de leche, todo de elaboración casera.
Una cocina campesina caracterizada más por la cantidad que por la
variedad. En las dimensiones rurales, lejos de la etiqueta y el formalismo
burgués, encontramos muy arraigadas costumbres que salpican el gusto criollo
con claras notas del paladar italiano –muchas veces piamontés-. Cocina comandada
por las manos de la esposa-ama de casa y cuyos destinatarios fueron sus
vástagos y el esposo, todos ansiosos por degustar aquel plato único que aportaba
el potencial nutricio que pronto sería gastado en el trabajo rural.
Palabras finales
Todos cocinan y comen pero no todos lo hacen de la misma manera. La
citada sentencia resulta la conclusión más oportuna para resumir todas las
cosas dichas. Hablamos de mujeres cocineras en contextos rurales. Ellas, en las
estancias, los puestos o las chacras cocinaron de acuerdo a los dictámenes del
sabor regional. Portando un saber propio de su género, y perdidas en los confines
de la cocina, tenían por cometido esperar a los comensales con suculentos
platillos. Las diferencias aparecen a la hora de enumerar los ingredientes
disponibles. Mientras que en la estancia contaban con una “despensa” repleta de
variedades de comestibles, en las chacras sólo disponían de los bienes de
producción local con algunas excepciones, como el azúcar y la harina.
Acabamos de pensar a las cocineras santafesinas en plural. Los casos
citados nos llevaron a interpretar que la cocina regional siempre esta
atravesada por connotaciones de clase. Aunque cercanas, muchas veces emplazadas
en el mismo terreno, la cocina de los campesinos-jornaleros y la de los
propietarios de estancia delinean el perfil ecléctico que singularizó a la
cocina del sur santafesino. Pese a que en idioma francés las señoritas
burguesas desdeñaron lo local, el sabor regional alcanzó a la mesa de los
señores de la mano de las cocineras, que cocinaba para los otros. Esas
empleadas domésticas que, apelando al saber regional, sirvieron y matizaron la
mesa de los señores.
Cocinar es una tarea que, en el ámbito doméstico, es representativa de
la labor femenina. Saber femenino que debía ser transmitido de madres a hijas
–o en el caso de la clases acomodadas, de cocinera a señorita-. Así, las
pequeñas miraban cocinar a los efectos de aprender los procedimientos, ya para
alimentar en un futuro a sus familiares ya para ordenar al servicio doméstico.
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Entrevista realizada por Paula Caldo a Estela de Pérez
el 13-3-2001.
Entrevista realizada por Paula Caldo a Maruca Abaca el
31-3-2001.
Entrevista realizada por Paula Caldo a María de Marello
el 16-3-2001.
RESUMEN
Cocineras en plural. La cocina en ámbitos rurales del
sur de la provincia de Santa Fe, primeras décadas del siglo XX
El presente trabajo deriva de un ejercicio de investigación mayor sobre
la cocina, las cocineras, las recetas y recetarios argentinos en la
intersección de los siglos XIX y XX. Dicha investigación fue buscando puntos de
focalización hasta quedar anclada en la experiencia de las cocineras en ámbitos
rurales del sur de la provincia de Santa Fe durante la primera mitad del siglo
XX. Al expresar “sur de la provincia” aludimos sobre una territorialidad con
fronteras permeables y móviles en permanente diálogo con realidades mayores.
Así, las cocineras seleccionadas fueron testigos de los sabores y recetas
oscilantes entre lo micro, fruto del terruño y de la memoria familiar - local;
y lo macro, caracterizado por las costumbres, tradiciones y modas practicadas
en el ambiente nacional e internacional. El desafío consiste en interpretar la
textura de la experiencia de las mujeres cocineras que además de cocinar para
los propios, muchas veces, lo hicieron para otros, como empleadas del servicio
doméstico.
Palabras clave cocineras-cocina-genero-distinción-cultura-
ABSTRACT
Cooker women in plural. Cooking
within country spaces in the South of the Province of Santa Fe, first decades
of the Twentieth Century
The present paper derives from
an exercise of major research about cooking, cooking women, recipes and
argentine recipe books on the intersection between nineteenth and twentieth
century. Such investigation has been looking for focus points until it became
anchored on cooker women´s experience within country spaces in the South of the
Province of Santa Fe during the first decades of the Twentieth Century. By
using the words “South of the Province…”, we allude to a territoriality with
permeable and mobile borders in permanent dialogue with higher realities. So,
selected cooker women witnessed tastes and recipes which oscillated between the
`micro´, outcome of the homeland and family-local memory; and the `macro´,
characterized by manners, traditions and fashions practiced in national and
international environments. The challenge consists in interpreting the texture
of cooker women´s experiences, who, furthermore cooking for their own people,
in many occasions did it for others as employees in household service.
Key words:
cookers-cooking-gender-distinction-culture-
Notas
[1] Es Profesora y Licenciada en Historia y en Ciencias de
la Educación por la Facultad de humanidades y Artes de Universidad Nacional de
Rosario. e-mail: paulacaldo@uolsinectis.com.ar
[2] Proyecto diseñado para aspirar a la admisión en el doctorado de la Escuela de Postgrado de la Facultad de Humanidades y Artes de la UNR.
[3] Para abordar metodológicamente la cuestión regional hemos consultado: BANDIERI, Susana “La posibilidad operativa de la construcción Histórica Regional o cómo contribuir a una Historia Nacional más Complejizada” en FERNÁNDEZ, Sandra, DALLA CORTE, Gabriela, comp., Lugares para la historia. espacio, historia regional e historia local en los estudios contemporáneos, UNR editora, Rosario, 2001.
[4] ARCONDO, Aníbal, Historia de la alimentación en Argentina desde los orígenes hasta 1920, Ferreyra Editor, Córdoba, 2002. P. 29.
[5] CONTRERAS HERNÁNDEZ, Jesús, GRACIA ARNÁIZ, Mabel, Alimentación y cultura. Perspectivas antropológicas, Ariel, Barcelona, 2005. p. 19.
[6] SCOTT, Jean, “El género: una categoría útil para el análisis histórico” en AMELANG, J., NASH, M., comps., Historia y género. Las mujeres en la Europa Moderna y Contemporánea, Alfons El Magnánim, Valencia, 1990. P. 44.
[7] Las reflexiones citadas sobre la memoria resultan de una lectura interpretativa de YERUSHALMI, Josef, Usos del olvido, Nueva Visión, Bs. As., 1989.
[8] El concepto de espacio biográfico esta trabajado en el sentido de ARFUCH, Leonor, El espacio biográfico. Dilemas de la subjetividad contemporánea, FCE, Bs. As., 2002.
[9] Para elaborar una serie de reflexiones que articularan historia oral y género optamos por consultar el estudio de JAMES, Daniel, Doña María. Historia de vida, memoria e identidad, Manantial, Bs. As., 2004.
[10] Expresión tomada de O’DONNELL, Guillermo, El estado burocrático autoritario. Triunfos, derrotas y crisis, Editorial de Belgrano, Bs. As., 1996.
[11] ÁLVAREZ, Marcelo, PINOTTI, Luisa, A la mesa. Ritos y retos de la alimentación argentina, Bs. As., Grijalbo. 2000. P. 76.
[12] El listado de platos típicos del menú criollo fue extraído de ARCONDO, 2002, op. cit.
[13] Para ampliar todos los aspectos referidos a las formas de la mesa y de los utensilios, siempre atendiendo a la salvedad de su emplazamiento exclusivo en la ciudad de Buenos Aires, ver SCHÁVELZON, Daniel, Historias del comer y del beber en Buenos Aires. Arqueología histórica de la vajilla de la mesa, Aguilar, Bs. As., 2001.
[14] Por caso uno de los estudiosos de la historia de la cocina que se niega a pensar en clave de cocinas nacionales en Jean-François REVEL. Dicho autor sostiene que la cocina necesariamente se construye sobre la calidad de los ingredientes seleccionados para cada plato. Los ingredientes siempre llevan en su aroma y sabor inscripta la calidad del terruño en que crecen. Por tanto los sabores de los distintos platillos siempre se encuentran amarrados al lugar de origen, no se pueden transportar. Id., Un festín en palabras. Historia literaria de la sensibilidad gastronómica desde la antigüedad hasta nuestros días, TusQuets, Barcelona, 1995.
[15] Quienes rescatan los aspectos simbólicos y culturales para pensar la posibilidad de una cocina nacional son ÁLVAREZ, M., PINOTTI, L., op. cit.
[16] HOBSBAWM, Erik., RANGER, Terence A invencao das tradicoes, Pas e Terra, Río de Janeiro, 1984.
[17] BRANDT, Ernesto y POMMERENKE, Guillermo: La provincia de Santa Fe en el principio del siglo XX. Compañía Argentina de billetes de banco, Buenos Aires, 1901.
[18] “El Banquete de Babette” es un film de origen dinamarqués dirigido por Gabriel Axél y estrenado en el año 1987. El mismo esta basado en la novela de Isak Dinesen “Babett’s feast”. Para ampliar información sobre el film consultar el análisis de GLINKA, Marta, “Didáctica para gourmets” en Cuaderno de Pedagogía 12. la educación y los siete pecados capitales, Libros del Zorzal, Rosario, 2005.
[19] Jean-François REVEL argumenta que mientras la cocina se propone transformar los alimentos la gastronomía hace lo suyo con las prácticas culinarias. La gastronomía hace de la cocina un saber con nombres propios. Así, cada gastrónomo se encarga de inventar cada receta motivado por una rara mezcla de temor y entusiasmo. Será a partir del siglo XVII cuando este nuevo saber sustraiga las prácticas culinarias del saber colectivo y lo encierre en el de unos pocos entendidos. Id., op. cit.
[20] DUCROT, Víctor Ego Los sabores del cine, Grupo Editorial Norma, Bs. As., 2002. p. 83.
[21] NORVERTO, L., “Limpios, prolijos y saludables: la concepción de higiene en la infancia a fines del 1800” en DI LISCIA, María Silvia, SALTO, G. N., Higienismo, educación y discurso en la Argentina (1870-1940), EdUNLPam, La Pampa, 2004. p. 107.
[22] NARI, Marcela, Políticas de maternidad y maternalismo político. Buenos Aires 1890 – 1940, Biblos, Bs. As., 2004.
[23] Ibídem. P. 82.
[24] ALDAO, Elvira., Recuerdos de antaño, Jacobo Peuser, Bs. As., 1931. p. 232.
[25] ALDAO, E., op. cit. P.
198.
[26] Ibídem. P. 237.
[27] REVEL, J-F., op. cit.
[28] ALDAO, E., op. cit., p. 265. En la versión edita de los recuerdo de Elvira Aldao la cita expresión en francés se lee: “Qu´elle différence de Paris à l´estance”.
[29] Elvira alude –brevemente- sobre los manjares degustados en sus viajes a Europa en su libro, también memoria, ALDAO, Elvira, Recuerdos dispersos, Jacobo Peuser, Bs. As., 1933.
[30] MARTA, La cocinera criolla. Otras cocinas y recetario curativo doméstico, s/r, Santa Fe, 1942, decimonovena edición.
[31] LYONS, Martyn “Los nuevos lectores del siglo XIX: mujeres, niños y obreros” en CHARTIER, Roger, CAVALLO, Guglielmo., directores, Historia de la lectura en el mundo occidental, Taurus, Madrid, 1998.
[32] Uno de los historiadores de las prácticas culinarias que asevera el poco éxito de los recetarios como medio de transmisión del saber culinario es: REMEDI, Fernando, “Las condiciones de la vida material: cocinas étnicas y consumo alimentario en la provincia de Córdoba a comienzos del siglo” en ÁLVAREZ, Marcelo, PINOTTI, Luisa, comp., Procesos socioculturales y alimentación, ediciones del sol, Bs. As., 1997.
[33] La expresión gramática culinaria es tomada de Claude FISCHLER por Fernando REMEDI. Las gramáticas culinarias son el conjunto formado por “patrones socioculturales, preferencias, representaciones, códigos, que presiden la elección, preparación y el consumo de alimentos”. Ibídem. P.101.
[34] Al calificar a la cocina de principios del siglo XX de “ecléctica” lo hacemos rememorando el título del clásico libro de otra Manuela, Juana Manuela Gorriti, “La cocina ecléctica”. Libro escrito en 1892 casi al final de la vida de su autora.
[35] BOURDIEU, Pierre La distinción. Criterio y bases sociales del gusto, Taurus, España, 2000.
[36] CALDO, Paula De historias rurales y pasiones femeninas. Una biografía de mujeres trabajadoras, 1920 – 1960, Serie Informes III, Escuela de Historia, Facultad de Humanidades y Artes, UNR, Rosario, mayo del 2005.
[37] Entrevista realizada por Paula Caldo a Elsa de Sanz el 28-3-2001. Elsa pasó su infancia y juventud en la chacra de su padre ubicada en el límite entre el sur de la provincia de Santa Fe y el noroeste de Buenos Aires, emplazada ya en territorio bonaerense.
[38] Entrevista realizada por Paula Caldo a Estela de Pérez el 13-3-2001.
[39] Pueblo situado en el departamento General López.
[40] Entrevista realizada por Paula Caldo a Maruca Abaca el 31-3-2001. Maruca junto a su familia trabajaron durante la década del treinta en estancias representaticas del departamento General López.
[41] Entrevista realizada por Paula Caldo a María de Marello el 16-3-2001. María pasó su vida primero en la chacra de sus padres y luego en la de su esposo. Ambas ubicadas en el límite entre el sur de la provincia de Santa Fe y la de Córdoba, aunque emplazada ya en territorio cordobés.