La revolución francesa y sus ciudadanas sin ciudadanía

Lilian Diodati*


Esclarecer, instruir, perfeccionar a las mujeres y a los hombres, a las naciones y a los individuos: he aquí el mejor secreto para todos los fines racionales, para todas las relaciones sociales y políticas a las que se quiera asegurar fundamento verdadero. Germaine de Stael. De la litterature. 1802.

 

La revolución francesa cambió las relaciones de las mujeres al plantear e inscribir en el seno de la sociedad el cuestionamiento a la misma. La novedad que trae consigo consiste en poner en valor el lugar de las mujeres en esta sociedad, más allá del orden doméstico, pero este planteamiento no implicó que el debatir sobre su lugar necesariamente condujera al otorgamiento del mismo.

La revolución no es una simple revuelta, implica una estructura organizativa. La insurrección trae aparejada una nueva relación entre los sexos, mientras que en las sublevaciones más o menos espontáneas las mujeres desempeñaban un papel motorizante, cuando el acontecimiento cae bajo los presupuestos organizativos, son automáticamente expulsadas hacia la periferia; por lo tanto si la revolución no es una simple revuelta, ya podemos imaginar cuál es el papel que le cupieron, o mejor dicho le otorgaron a las mujeres. Las sans-culottes invaden el espacio público otorgando sentido nacional a las actividades. Al estar excluidas del cuerpo político-legal, y en su derrotero en pos del objetivo -afirmarse como miembros del soberano- ven a las tribunas abiertas, como el escenario más proclive para su participación, ya que este procedimiento estaría en directa concordancia con la posibilidad de ejercer una parte de la soberanía, aún cuando no se posean los atributos de la misma.

Esta práctica militante femenina, los clubes de mujeres, es heredera de otra práctica social, la de una sociabilidad muy marcada, especialmente en los barrios populares urbanos parisinos; por lo tanto la revolución al resignificar los espacios, habilita la entrada de la política en los mismos.
En lo que se refiere a las prácticas de las mujeres de otros sectores, los dirigentes, adquiere otra forma de visibilidad, el salón. Un espacio que bordea la frontera entre lo público y lo privado. Público, ya que es el lugar del encuentro de hombres públicos y privado en la medida que el salón, forma parte de la casa.

La esfera pública se transforma, y adquiere para las mujeres el carácter de vehículo para la expresión. No sólo al brindar el continente para las manifestaciones orales, sino como un lugar para la manifestación de lo escrito, ya sea desde manuscritos confeccionados al calor del espíritu revolucionario, o impresos que guardan las formas, pero que no desdeñan los ímpetus reformistas, manifestaciones todas que están dirigidas a que las mujeres no queden al margen de la vida política, pese a las restricciones aplicadas sobre ellas. Textos que hablan con voces femeninas, con destinatarias femeninas (sin descartar que legisladores, hombres, sean las más de las veces los depositarios de estas manifestaciones).[1] Textos que reclaman aunados bajo algunos interrogantes. ¿Cómo ser ciudadanas, sin poseer los atributos de la ciudadanía? ¿Cómo inscribir dentro de la problemática del poder, la legalidad de los derechos entre los sexos? ¿Puede el poder compartirse entre los sexos?

Interrogantes que guían el accionar de las mujeres, no sólo desde los escritos, sino también en el intento de escapar a la prescriptiva que las confina en un ámbito en particular. La sanción de la Constitución, trae a la escena pública un acto privado, ya que las mujeres al adherir a una ley, aún cuando se las priva del derecho al voto, muestran su deseo de ejercer la soberanía popular. Más aún, lo que se dio en llamar, la guerra de las escarapelas, no es más que una manifestación en el campo simbólico de la construcción de las relaciones políticas entre los sexos. Porque en esa construcción, la sociedad francesa tiene reservado para la mujer un lugar especial, el de la madre republicana. Su última finalidad está en directa relación con la función a cumplir, la de educar al futuro republicano. Es entonces que, ubicadas en la periferia, su rol de ciudadanas, circunscripto al ámbito privado y actuando como su garante, deja el espacio público en manos masculinas. Se les llama ciudadanas, pero se les niega su ejercicio. Tal exclusión, asentada en la tradición, tiene como respuesta la necesidad de entender el poder en términos de apropiación colectiva, es entonces que las mujeres no se conciben como entidades individuales, sino como miembros de una comunidad.

Esta sociedad, envuelta en los trámites revolucionarios que cambiaron los tiempos de la historia, no dejó desarticular una tradición asentada en la naturaleza. La mujer es súbdito y el hombre es poder. Si la mujer, en tanto súbdito, está sometida a otro, no es capaz de comportase autónomamente y por lo tanto queda demostrada su inoperancia en tanto sujeto de derecho. Lo que la revolución proporciona es la posibilidad de pensarse como individuos. ¿Pero qué individuos/as? ¿Cuáles son los derechos de estas individuas?

La Declaración de los Derechos de 1789 al reconocer a todo individuo su imprescriptible derecho a la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión, garantiza a la mujer su integridad como persona y sus bienes. En 1791 la Constitución reconoce para ambos sexos el acceso a la edad civil y en 1792, las leyes sobre estado civil y divorcio establecen la más estricta igualdad entre los esposos, ya que siendo el matrimonio un contrato, los integrantes del mismo tienen iguales responsabilidades. Derechos civiles que si bien denotan una notable diferencia con el Antiguo Régimen, no son más que un certificado de "ciudadanía" acotado, que no hace más que resaltar una "ausencia", la de los derechos cívicos. ¿Porque si una mujer no sólo puede elegir esposo o divorciarse de él?[2] ¿Porqué no puede participar en la elección de un gobernante?
Leyes civiles que benefician a las mujeres, pero que no significan la ruptura del marco natural al que estaban circunscriptas. Es más, es la ley la que garantiza el orden natural, resaltando el peso de los prejuicios de la época sobre la naturaleza, articulados con la percepción existente del límite entre los espacios público y privado, con su consecuente ordenamiento de las relaciones naturales y sociales, basadas especialmente en términos diferencias físicas. Inferioridad femenina, objeto de innumerables tratados literarios y filosóficos, que es nada más y nada menos que la contracara de la exaltación de la belleza, la delicadeza, la emotividad, como manifestación de la esencia de la mujer, pero que a su vez conllevan a la consideración de que la razón, como atributo máximo humano sólo puede manifestarse en forma plena en el sexo masculino.
Ahora bien, a la luz de esta tradición naturalista, podemos afirmar que este concepto de individuo, ¿se aplica por igual a hombres y mujeres o, estamos más cerca de comprender que esta idea está direccionada hacia el ámbito doméstico en lo que a las mujeres se refiere? Direccionalidad que apuntaría a resignificar y consolidar no sólo la pertenencia al espacio privado, sino fundamentalmente a su exclusión de lo social, en el sentido de que las funciones primordiales de la mujer, madres o amas de casa, no son consideradas como propias de éste último. Es entonces que la relación que la mujer mantiene con el hombre, no es de individuo a individuo, una relación social, sino que se trata básicamente de una relación natural, ya que la oposición entre los lugares público y privado no sólo implican cualidades propias de cada sexo, se trata específicamente del establecimiento de un límite en el proceso de individualización. La mujer al quedar constreñida al lugar de la familia, al ser el alma del hogar, es despojada de su individualidad, mientras que el hombre, actor principal de y en lo público, encarna el principio jurídico que le facilita su participación en la soberanía política. Esta disociación de los mundos natural y social, actúa a su vez como un reforzamiento de la percepción que se tiene de la mujer, más allá de las diferencias físicas, aquellas que se concretizan a través de su rol y de su estatuto matrimonial. Esta discontinuidad entre el orden familiar y político que "coloca en un sitio a varones y mujeres", no hace más que demostrar que familia y sociedad implican dos lugares diferentes, cuya optimización en términos roussonianos está en directa relación con la eliminación de la tensión que significa la incorporación de los individuos a la órbita ciudadana, ya que la inclusión de la mujer constituye una amenaza para el orden contractual. Entonces, el procedimiento para soslayar el conflicto, se constituye en una exclusión en esos espacios donde el acuerdo racional no es posible.

Exclusión femenina que para Rousseau, basado en el criterio de la diferencia sexual, debe estar reasegurada por la construcción de una línea demarcatoria que evite la politización de las relaciones entre los sexos. El funcionamiento del orden público-político está garantizado por el "buen funcionamiento del ámbito privado familiar".[3]

Buen ordenamiento que debe obedecer a la más estricta diferenciación entre naturaleza y razón. En este sentido, sólo los varones son individuos racionales, con la consiguiente carga de atributos que ello implica; mientras que las mujeres, al estar no sólo inmersas, sino regidas por el reino de lo natural, son depositarias de la responsabilidad de la reproducción, hecho que por sí mismo alcanza para justificar el otorgamiento de estos lugares. La mujer es un cuerpo, un cuerpo que es depositario de un "mandato", y en función de ese mismo mandato natural, la razón, la autoridad, la educación no se corresponden con su naturaleza. La razón como atributo de lo público, es una prerrogativa masculina, y en directa concordancia con el desenvolvimiento de la razón en su ámbito, se colige que la autoridad, deviene en masculina, es entonces que la educación que prepare para el desempeño en estos lugares, también será para los hombres, mientras que para el "cuerpo", la educación necesaria no implicará el desarrollo de la razón, sino todo lo que esté relacionado con el cuidado familiar. Este cuerpo femenino, sujeto a los arbitrios de la naturaleza, no es "confiable", por lo tanto, su preparación para la vida, debe atarse a los preceptos que sostienen la irreductibilidad de las diferencias anatómicas.

Para Rousseau, estas diferencias biológicas, por un lado indican complementariedad entre sexos en lo que a reproducción se refiere, pero por otro lado sustentan la exclusión política de la mujer. La naturaleza, a través del orden del contrato, como construcción política igualitaria, establece el lugar "privado" para las mujeres, es decir el lugar de la subordinación, ya que, la racionalidad, la autonomía como propias del orden público-político son inaccesibles para las mujeres en virtud de esa subordinación justificada a través de la diferencia anatómica. Es decir, la incapacidad de devenir en sujetas autónomas, necesariamente implica conducción por parte de "otro" y esta arbitrariedad de la naturaleza significa una "educación especial". ”Justificad siempre las tareas que impongáis a las niñas, pero imponédselas continuamente. Las doncellas deben ser vigilantes y laboriosas, no basta con ello, deben estar sujetas desde muy niñas. Es preciso acostumbrarlas cuanto antes a la sujeción, para que nunca les sea violenta; a resistir todos sus antojos, para someterlos a voluntades ajenas. Si quisieran estar siempre trabajando convendría precisarlas algunas veces a que holgaran”.[4]

Anatomías diferentes, destinos distintos. El espacio de lo doméstico, con la exclusión de su opuesto, del saber, para unas; y legitimación de la actuación en lo público, la política, para otros. La ciudadanía entonces, no sólo es inaccesible a las mujeres sino que además es inmodificable por su naturaleza, porque su inclusión no sólo interferiría en el desarrollo del orden del contrato, las convertiría en una amenaza; por lo tanto excluidas de los saberes y de la política, garantizan su funcionamiento.

La cuestión de los derechos de la mujer está inscripta en la más neta distinción entre público y privado, su marginación dentro de esta última esfera, su privación de derechos políticos sustenta una concepción tradicional de la familia, porque siendo ésta una entidad con una voluntad única, el sufragio femenino carece de sentido, al estar representada por el accionar de los integrantes masculinos de la misma. La mujer no traspasa el status de objeto.

La desigualdad enseñoreada en el territorio ha significado el acicate para las argumentaciones de aquellas mujeres que levantaron sus voces dentro del tumulto de la época. Por un lado la francesa Olympe de Guoges, sostiene el compromiso militante en la lucha por la liberación de la tiranía de los hombres, por otro la inglesa Mary Wollstonecraft, más alejada de la política, abreva en el aspecto cultural de la opresión.

Si la revolución abre el telón sobre la cuestión de los derechos de las mujeres, con sus avatares y discusiones, al calor de las más exaltadas manifestaciones hacia uno y otro lado, entre la vocinglería de las sans-coluttes, los escritos de las intelectuales, y los ríos de sangre de la guillotina, la prédica ruossoniana se erigió en la resultante que primó en esta “contienda”. El sufragio no sólo no llegó a manos femeninas, sino que el espacio privado, “el hogar”, el mundo doméstico se legitimó como el único para la mujer.

Y como broche final, la mujer, su imagen se convirtió en el emblema representacional revolucionario, de inspiración clásica, el discurso moderno la erige en el símbolo de la libertad. De pie, con una lanza en la mano, como alegoría de un pueblo que la excluyó del ejercicio de la soberanía política.

 

Notas



* Licenciada en Historia. Miembro del Centro de Estudios Interdisciplinarios sobre la Mujeres (CEIM), Facultad de Humanidades y Artes. UNR.

[1]“Mediante sus escritos, las mujeres manifiestan su deseo de ser consideradas sujetos autónomos, con capacidad para decidir por sí mismas, sin que voluntarios protectores ejerciten la labor de intermediarios...”. ALONSO, I, y BELICHON, M.: La voz de las Mujeres en la Revolución Francesa. Cuadernos de Quejas y otros Textos. Lasal Barcelona. 1989.

[2] Maurice de Talleyrand, en sus Memorias, trae a colación el tema del divorcio y la situación de algunas mujeres ante el abandono de sus esposos. TALLEYRAND, M. Memorias. Sarp. Madrid. 1985.

[3] ROUSSEAU, Juan Jacobo: El Contrato Social. Hyspamérica, Bs.As. 1984. p. 158.

[4] ROUSSEAU, Juan Jacobo: Emilio. Safian. Bs.As. 1955. p. 225.