El aparato
represivo en su capilaridad: las policías. Balance crítico y aportes desde la
historia reciente
Agustina Kresic(*)
Resumen
El artículo traza un estado de la
cuestión a partir de la producción disponible sobre el accionar de las policías
durante los años ´70 - ´80 (el período de mayor intensidad represiva en
Argentina), aunque, para explicarlo, nos ubicamos en una temporalidad más larga
que se inicia en década de 1950. Partimos de la premisa de que el accionar de
las policías durante la última dictadura militar posee una espesura histórica
particular, en tanto esta fuerza de seguridad ostenta como una de sus
potestades fundantes el uso de la fuerza y el ejercicio de la represión. El
objetivo es trazar un estado de situación que permita detectar las
reconfiguraciones y continuidades en el accionar de las policías a lo largo de
los años centrales del siglo XX, sin perder de vista que se trata de una
agencia del estado. Daremos cuenta de diversos escenarios locales – regionales
para conseguir una imagen más completa del problema que nos ocupa: la
capilaridad del aparato represivo desde la perspectiva de la agencia policial,
a la que sus prerrogativas innatas les brindaron un rol destacado en la
persecución del “enemigo interno”.
Palabras clave: Policías; Represión;
Siglo XX; Argentina.
The
repressive apparatus in its capillarity: the police. Critical balance and contributions
from recent history
Abstract
The article traces a state of the question from the available production on the actions of the police during the years '70 - '80 (the period of greatest repressive intensity in Argentina), although, to explain it, we are located in a longer temporality that starts in the 1950s. We start from the premise that the actions of the police during the last military dictatorship has a particular historical thickness, since this security force has as one of its founding powers the use of force and repression. The objective is to trace a state of situation that allows detecting the reconfigurations and continuities in the actions of the police throughout the central years of the 20th century, without losing sight of the fact that it is a state agency. We will give an account of various local - regional scenarios to get a more complete picture of the problem that occupies us: the capillarity of the repressive apparatus from the perspective of the police agency, to which its innate prerogatives gave it a prominent role in the persecution of the internal enemy.
Key
words: Police; Repression; 20th century; Argentina.
El aparato represivo en su
capilaridad: las policías. Balance crítico y aportes desde la historia reciente
Introducción
El
presente artículo se propone indagar sobre las particularidades del accionar
policial en el período de mayor intensidad represiva en Argentina (1976–1983),
así como en los años previos, revistando ciertos núcleos problemáticos, a
partir del análisis de la producción académica disponible. En función de una
revisión crítica de esta bibliografía, se destacarán las especificidades del
aparato represivo en su capilaridad, a escala local–regional, teniendo en
cuenta que las investigaciones que hacen foco en este nivel de observación
enriquecen las explicaciones y les aportan densidad analítica a los estudios
(Águila, 2015).
Nuestra
búsqueda bibliográfica partió de la hipótesis de que a pesar de haberse
encontrado bajo el control operacional de las Fuerzas Armadas (FFAA), las
policías poseían su propia historia con respecto a la persecución y represión
del “enemigo interno”, por lo que las nuevas doctrinas y las lógicas represivas
propias de la última dictadura militar no se habrían inscrito en una tabula rasa.
Por
ese motivo, consideramos pertinente extender la periodización hacia atrás y
observar las funciones policiales en relación a las actividades represivas a
partir de 1958, con la implementación del Plan CONINTES, y no sólo desde el
inicio formal del autoproclamado Proceso de Reorganización Nacional en marzo de
1976. Ello nos permite registrar que, pese a la necesidad - muchas veces
analítica - de establecer cortes tajantes, resulta dificultoso pensar en
compartimentos temporales estancos. Por otro lado, es a este campo de sentidos
al que nuestro balance aspira a contribuir, recuperando las iniciativas y
aportes de diversos autores y autoras, insistiendo en que los engranajes del
aparato represivo que comenzaron a funcionar sistemáticamente desde marzo del
´76 no se construyeron de la noche a la mañana, menos aún para la agencia que
analizamos.
Al
situar el problema que nos ocupa en el campo historiográfico, reparamos en la
advertencia que hace Marina Franco (2011) cuando sostiene que en los análisis
de las burocracias policiales (a los que añade el sistema penitenciario y el
sistema penal) debemos tomar en consideración las largas duraciones y las
permanencias a lo largo de la historia, lo que nos permitirá poner en tensión
los cortes institucionales formales que invitan a hacer lecturas de la
coyuntura como un cambio de época rotundo. En palabras de Gabriela Águila
(2013),
la represión que tuvo su clímax en
el contexto de la dictadura de 1976/83 requiere ser inscripta en un continuum de prácticas, normativas y
discursos preexistentes, tanto como ser situada en un determinado contexto de
época que es el que inaugura la dictadura militar instalada en 1966 y sobre
todo en la coyuntura de crisis política y social que eclosiona a fines de la
década (p. 98)
Partiendo
desde estas premisas, a partir de un examen crítico de la producción académica
que ha indagado acerca de este problema, daremos cuenta de la existencia – o no
– de particularidades del accionar policial en la llamada “lucha contra la
subversión”, así como también de la existencia de variaciones locales ó
regionales en el grado de participación y compromiso de la fuerza con el
aparato represivo que actuó clandestinamente. Este trabajo se organiza a partir
de tres aspectos desarrollados en respectivos apartados: en primer lugar,
repondremos los aspectos básicos del corpus legal que se fue desplegando en
torno a las definiciones del “enemigo interno” y las estrategias para
combatirlo; en segundo lugar daremos cuenta de, por un lado, los comandos
paraestatales (que contaron con participación de agentes policiales) y, por
otro lado, la actuación del cuerpo policial en el desarrollo del aparato
represivo legal y clandestino, y finalmente indagaremos los entramados de las
“comunidades informativas” que funcionaron durante la dictadura. Este recorrido
nos permitirá analizar las formas en las que las policías, agencia estatal
central para el mantenimiento del orden interno y la paz social – según sus
premisas fundacionales -, han jugado su papel en la estructuración y desarrollo
del aparato represivo en sus faces legal y clandestina, durante los años de la
última dictadura militar.
Casi
un siglo como prólogo
La
institución policial en todas sus jurisdicciones posee una larga experiencia en
torno a la persecución y represión del “enemigo interno”, tomando en
consideración las varias mudanzas que esta figura ha sufrido a lo largo de la
historia (Galvani, 2016). Desde los vagos y “malentretenidos” en los inicios de
la configuración del estado – nación, pasando por gauchos y desertores durante
las guerras de independencia, hasta comienzos del siglo XX y la Ley de
Residencia que ponía bajo la lupa a los extranjeros (casi un eufemismo para
referirse a anarquistas y comunistas), el “enemigo interno” ha tenido
diferentes contornos, pero siempre ha sido sujeto de la represión del aparato
estatal a través de sus agentes. Es en este sentido que el accionar de las
policías durante la última dictadura militar (1976–1983) no se inscribe en el
vacío, sino que posee una espesura histórica particular:
La lucha contra el “enemigo
interno” comprendido como el delincuente, con una fuerte dosis de otredad,
aunque variable según los diferentes contextos y con respecto a diferentes
sectores del mundo del delito común, pero siempre involucrando una devaluación
de su carácter de ciudadano, se ha colocado como finalidad y tarea en el centro
de la cultura policial contemporánea (Sozzo, 2016, p. 559).
Para
el caso que nos ocupa, inscrito en el campo de la historia reciente, y tal como
lo han señalado quienes estudiaron el problema, los antecedentes inmediatos
para pensar esta cuestión nos remontan a, al menos, dos coyunturas específicas
donde las preocupaciones del Estado estuvieron enfocadas en la acción de los
organismos de seguridad y control social. En primer lugar, el Plan de Conmoción
Interna del Estado (CONINTES, 1958–1962), con el que se incorporó al corpus
jurídico la noción de “enemigo interno”, habilitando la intervención de las
FFAA en la seguridad interior y determinando la subordinación de las policías
provinciales a dicha institución, con el objetivo de asegurar una efectiva
represión de dicho “enemigo interno” (Pontoriero, 2016). El Plan CONINTES
autorizaba a militarizar zonas y a hacer allanamientos sin las órdenes
judiciales pertinentes, con el objetivo central de reprimir los conflictos y
las protestas. En este sentido, las fronteras que delimitaban la división de
tareas entre las policías y las FFAA (sobre todo el Ejército) se volvieron
imprecisas, abonando cada vez más el imperativo de que el “enemigo interno”
debía ser “abordado militarmente y no como un mero asunto policíaco local”
(D´Antonio, 2016, p. 101).
En
segundo lugar, los autores destacan la coyuntura 1967–1972, que fue central en
la producción de legislación represiva. Si bien en 1966 entra en vigencia la
ley Nº 16970, de Defensa Nacional[1]
(uno de los pilares sobre los que se irá erigiendo el sistema represivo, hasta
tan tarde como 1988), hubo otras medidas que contribuyeron a delinear un
escenario propicio para el despliegue de una red de redes en torno a la
persecución del “enemigo interno”. Por ejemplo, se modificó el código penal,
endureciendo las penas para el delito de subversión; se promulgaron leyes
específicas de represión al comunismo y al terrorismo, de censura y control de
la información, de movilización militar de la población civil, de pena de
muerte; se crearon consejos de guerra especiales.
Todas
estas medidas, en un contexto de aumento de la conflictividad social, derivaron
en una militarización in crescendo de
doble faz. Por un lado, la mayor vigilancia de las FFAA sobre la sociedad
civil, con controles cada vez más intensos; y, por otro lado, la militarización
de las fuerzas de seguridad y policiales,[2] en
tanto y en cuanto se encontraban bajo el control operacional de las FFAA y
debían responder a sus directivas.[3]
Esto, a su vez, aparece ligado a un proceso concomitante de policialización de las FFAA (D´Antonio
y Eidelman, 2010), ya
que éstas asumieron cada vez más funciones de carácter policial, en relación a
garantizar el orden social y político interno, lo que tuvo por consecuencia la
estructuración de un aparato represivo sumamente aceitado así como el
fortalecimiento de los vínculos entre las FFAA y las policías (Gentile, 2013).
Las
policías, adalides de la moral y el orden, en los finos lindes entre lo legal y
lo clandestino
En
este apartado se ponen de relieve los aportes realizados por la historiografía
en dos frentes respecto del despliegue represivo en el transcurrir de la década
de 1970: por un lado, los comandos paraestatales[4]
(que contaron con participación de agentes policiales) y, por otro lado, la
actuación del cuerpo policial en el desarrollo del aparato represivo legal y
clandestino, entendiéndolos como universos articulados, pero diferentes. De
allí el imperativo de desagregar los niveles de análisis, a los fines de
comprehender sus especificidades y, a su vez, heterogeneidades locales –
regionales, a partir de la selección de ciertos estudios de caso.[5]
En
cuanto al primer núcleo problemático de indagación bibliográfica, la actuación
de organizaciones paraestatales se produce fundamentalmente en los años previos
al golpe de estado, período denominado por Juan Luis Besoky (2016) como
“parapolicial”, extendiéndose aproximadamente desde noviembre de 1970[6]
hasta febrero de 1975 (excluyendo el interregno del gobierno de Cámpora),
cuando se dicta el decreto 261/75, que da inicio formal al “Operativo
Independencia”. Este decreto se inscribía en línea con la exacerbación de la
participación de las FFAA en la represión interna, tal como observamos desde
fines de la década de 1950, y continuaban con la subordinación de las policías
a las FFAA. El autor señala que en esta etapa se produce un aumento del
accionar de organismos paraestatales combinados con la represión legal e ilegal
por parte de las policías y las FFAA. Este punto merece nuestra atención
haciendo la salvedad de que son agentes policiales y no las policías (en
sentido institucional) quienes, a título personal, han participado activamente
en estos grupos paraestatales. Deteniéndonos brevemente en esta arista, es
importante considerar que el problema de la paraestatalidad posee sus dificultades
específicas, en un sentido no sólo histórico sino –fundamentalmente– teórico y
conceptual. Debemos ser cautas para no tomar la parte por el todo, en tanto en
el universo de la paraestatalidad conviven grupos y agentes que tienen
diferentes grados de relación con el estado y/o sus funcionarios, así como
diferentes grados de formalidad y de organicidad. En los estudios de caso que
revisamos, encontramos que agentes policiales forman parte de estas
organizaciones que despliegan prácticas represivas a escala local–regional, de
manera relativamente autónoma y descentralizada, a instancias del estado y más
allá de las estructuras formales que los contienen.
Aclarado
este punto, a principios de los años ´70, surgieron diversas organizaciones
paraestatales, ubicadas en el extremo derecho del espectro ideológico, a tono
con el clima de radicalización política operado al nivel de la sociedad toda,
confluyendo con las FFAA y las policiales en la “lucha antisubversiva” (Águila,
2013). Sin embargo, a pesar de que el mínimo común denominador era combatir lo
que las FFAA y de seguridad denominaban “terrorismo subversivo”,[7] al
momento de analizar los grupos armados paraestatales, se verificaron
experiencias particulares a escala local–regional.
En
primera instancia, la que mayor publicidad ha tenido fue la Alianza
Anticomunista Argentina (Triple A), organización nacida en el seno del
Ministerio de Bienestar Social durante el tercer peronismo, bajo las
directrices de su funcionario a cargo, José López Rega. Sus miembros provenían
mayoritariamente de entre los cuadros de la Policía Federal, aunque también
contaba con sindicalistas, militantes peronistas ortodoxos, sectores
ultraderechistas y matones a sueldo[8]
(Zapata, 2012). Esta característica propia de la composición diversa de los
grupos paraestatales se reitera al momento de analizar otras experiencias, como
las que veremos líneas más abajo. Con el objetivo de liquidar a los sectores de
la izquierda peronista, la Triple A comenzó a funcionar “formalmente” a partir
de 1973: inspirada por un acérrimo anticomunismo, confeccionaba y publicaba “listas
negras” con los “condenados a muerte” por el delito de ser “subversivos
apátridas”. La Policía Federal, a cargo del comisario Alberto Villar, nutrió
las filas de esta organización con agentes provenientes de los principales
cuerpos represivos policiales: guardia de infantería, policía montada, unidades
móviles y división de perros (Gentile, 2013). Las acciones de la Triple A se
concentraron mayormente en la provincia de Buenos Aires y, aunque hubo
atentados que se le adjudicaron en el interior del país, en las provincias
existían grupos paraestatales autóctonos y autónomos que tenían objetivos
equivalentes a los de la Triple A. Como señala Marina Franco (2016), acotar el
proceso de radicalización de las derechas a la emergencia de la Triple A es
“restrictivo de la complejidad del fenómeno de persecución política sobre la
militancia de izquierda y peronista” (p. 37). Para ilustrar este postulado,
revistaremos otros estudios de caso.
En
Córdoba, el Cordobazo, el Viborazo, la toma de la Calera, fueron hechos que
pusieron a la provincia en el centro de la escena en cuanto a lo que se
consideraba “actividad subversiva”, por lo que aquí existieron varios grupos
que combatieron de manera ilegal a la izquierda. Éstos, en primera instancia,
estuvieron comandados por el capitán de inteligencia Héctor Vergez en
coordinación con el Departamento de Informaciones de la policía de la
provincia, que tuvo un rol amplio, sistemático y violento en la represión
ilegal entre 1974 y 1975. Además, contaba con una sede que funcionaba como
lugar de concentración, interrogatorio, tortura y distribución de sospechosos
de “delito político” (Di Palma, 2014). En octubre de 1975, el general Luciano
Benjamín Menéndez (jefe del III Cuerpo de Ejército con jurisdicción en esa
región), pasó a controlar y subordinar estos grupos paraestatales y se creó la
unidad parapolicial denominada “Comando Libertadores de América”, que se
encargó de realizar atentados y asesinatos contra estudiantes y militantes de
izquierda de la ciudad de Córdoba. Estaba integrado por miembros del
Departamento de Informaciones y por algunos civiles adscriptos como “personal
de inteligencia” a cargo del capitán Vergez. En cuanto al funcionamiento
del
Comando Libertadores de América era siempre el mismo: actuando de madrugada,
vestidos de civil, en vehículos sin identificación y portando armas largas, sus
miembros ignoraban las leyes y cometían “toda clase de tropelías”. Por esos
días, se sospechaba que estos sujetos, de los que no se conocían sus verdaderas
identidades (sólo sus nombres y alias de guerra), utilizaban locales de
sindicatos intervenidos como base de operaciones e, incluso, algunas
instituciones oficiales, como el Banco Social. Las autoridades policiales y
militares de entonces negaban cualquier vinculación con esas bandas, pero no
las investigaban ni las perseguían (Di Palma, 2014, p. 19)
Señalan
Basualdo y Jasinski (2016) que los comandos paraestatales tuvieron un
funcionamiento más activo y coordinado luego del llamado “Navarrazo”[9] y
la consecuente destitución de las autoridades provinciales que dicho
acontecimiento produjo. Si bien el telón de fondo eran los conflictos al
interior del peronismo, estos hechos contribuyeron fuertemente al avance de la
militarización de la provincia ya que al momento de la intervención federal en
Córdoba, las autoridades elegidas democráticamente no fueron restituidas en sus
cargos sino que se instaló un “estado policíaco” (Di Palma, 2014).
Para
el caso de la provincia de Mendoza, en los años previos al golpe, para entender
el aparato represivo resulta central tomar en consideración su ubicación
geográfica de provincia de frontera con Chile. Este hecho posee en sí mismo una
importancia estratégica significativa, ya que en Mendoza actuaron de forma
clandestina organizaciones de derecha chilenas, anticipando el golpe de estado
en el país trasandino. Es Laura Rodríguez Agüero (2013) quien señala que en
este escenario, la violencia paraestatal tuvo un carácter “preventivo”, y
estuvo íntimamente relacionado con las redes del Plan Cóndor. En esta
provincia, tanto el “Comando Anticomunista de Mendoza” (CAM) como el “Comando
Moralizador Pío XII”, estaban directamente vinculadas al jefe de la policía
provincial, vice comodoro Julio Cesar Santuccione. En cuanto a las acciones
armadas ejecutadas por el CAM consistían en atentados con bombas, secuestros y
asesinatos; y sus blancos eran definidos a partir de incitaciones del orden de
la política: militantes, sindicalistas, estudiantes. En cambio, las operaciones
del “Comando Moralizador Pío XII” tenían motivaciones del orden de la “moral
mínima de toda sociedad decente”[10]:
atentados con bombas a clubes nocturnos, el asesinato de mujeres en situación
de prostitución, proxenetas y narcotraficantes (Rodríguez Agüero, 2013).
En
estos años previos a la instauración de la dictadura y el despliegue de la
sistematicidad represiva, los operativos ya eran llevados a cabo por agentes de
la Policía Federal y provincial en conjunto, actuando bajo el manto del CAM. A
pesar del salto cuantitativo y cualitativo que se produce a partir de 1976,
aquí ya es posible observar la concomitancia y confluencia de los intereses del
nacionalismo de derechas y las policías en relación a la definición de los
contornos del “enemigo interno”: judíos, evangélicos, humanistas,
militantes de izquierda, peronistas de la Tendencia, y mujeres en situación de
prostitución (Rodríguez Agüero, 2015).
En cuanto a la provincia de Tucumán, antes del Operativo
Independencia,[11]
actuó el “Comando Nacionalista de Norte Juan Manuel de Rosas”. Estaba dirigido
por el inspector de la policía provincial Roberto Heriberto Albornoz y operaba
bajo el control y la dirección del Comando de la Brigada V de Infantería
(Pucci, 2005). Luego, durante el Operativo Independencia propiamente dicho
(ubicado en la esfera de lo estatal, no en la paraestatal), Gustavo Cortés Navarro
(2015) apunta que las FFAA tenían bajo su mando a las policías provincial y
federal, a la Gendarmería e incluso al gobernador, Amado Juri, quien en su
mensaje anual a la Legislatura del 1º de abril de 1975, felicitaba a la Policía
de Tucumán por cuidar y garantizar los derechos a la vida, a la integridad
física y patrimonial, asestándole, junto con el Ejército, golpes mortales a los
grupos de “extremistas” (Pucci, 2005). En este sentido, como veíamos líneas
atrás reponiendo el caso de la provincia de Córdoba, aquí en Tucumán también la
militarización de la provincia fue previa al comienzo formal de la dictadura
militar en 1976. Ya desde 1974, la Brigada de Investigaciones, la sede de la
Jefatura, y la Escuela de Policía provincial (así como también algunas
comisarías) funcionaron como centros de detención y tortura.
En
este punto, luego de revistar ciertos escenarios provinciales respecto de la
actuación de los comandos paraestatales, teniendo en cuenta que nos permitió
sopesar las diversidades locales – regionales sin perder de vista el evidente
telón de fondo común marcado por la exacerbación de la conflictividad social,
desplazamos nuestra atención hacia los estudios que se han enfocado en la
pesquisa de la burocracia policial en relación al ejercicio de la violencia
extra-legal para el contexto que nos ocupa. El cambio de plano respecto de los
comandos para los espacios locales – regionales que repondremos a continuación
se relaciona con los estudios disponibles: si bien aquí también actuaron
comandos paraestatales, se encuentran estudiados en menor medida que la agencia
policial en sentido corporativo.
Para el caso de la provincia de Santa Fe, se destaca
en su actuación la Unidad Regional II de Policía, a cargo del comandante
retirado de Gendarmería, Agustín Feced, con competencias en la ciudad de
Rosario y su zona de influencia, que ha sido extensa y profundamente estudiada
por Gabriela Águila (2008). La dependencia a cargo de Feced desarrolló tareas
de persecución y combate de la subversión en esta zona desde 1970. Estas
actividades quedarán subordinadas a la órbita militar en fecha tan temprana
como 1971, a través de la ley Nº19081, que implantó el control operacional del
Comando de II Cuerpo de Ejército sobre las fuerzas policiales. Hacia mediados de
1974, a la policía local se incorporó la Policía Federal[12]
a cargo del comisario Villar, con el objetivo de aunar esfuerzos para enfrentar
las actividades subversivas en el escenario inmediato de la ciudad y sus
alrededores (Águila, 2017). A fines de 1975 se ratifica el control operacional
del Comando del II Cuerpo de Ejército sobre la policía provincial, a través de
una circular interna que ponía a disposición de la “lucha contra la subversión”
todos sus medios y su personal, y establecía que este objetivo era prioritario
por sobre sus otras tareas habituales. La experiencia previa de Feced permitió
que el accionar de la policía provincial en este período se destacara por su
alto grado de autonomía en la planificación y despliegue de la actividad
represiva, tanto en su faz legal como clandestina (Águila, 2016).
En cuanto al caso de la ciudad de Santa Fe, contamos
con los trabajos de Luciano Alonso (2016) quien demuestra que aquí también se
combinaban órdenes provenientes de la esfera propiamente militar con márgenes
de autonomía relativa por parte de la policía provincial. En esta ciudad (y su
zona de influencia, extendida fundamentalmente hacia el norte de la provincia)
también se recurrió a cuadros retirados para que ocuparan posiciones de mando y
conducción en la represión, y también fueron utilizadas como centros de
detención y tortura dependencias policiales de diferentes jurisdicciones.
Para
el caso de la Norpatagonia, Pablo Scatizza (2016) señala que en esta zona,
tanto las policías de Río Negro y Neuquén así como también las delegaciones de
la Policía Federal, participaron activamente en operativos de secuestro y
detención de personas, aportando personal, recursos e instalaciones para el
despliegue represivo. Como bien señala el autor, es importante tener en cuenta
que el grado de autonomía que tenían los cuerpos policiales en provincias
no-centrales (como las define en función de su ubicación periférica en relación
a la región central del país) distaba significativamente de aquellos se
encontraban más cercanos a los centros de decisión política y que, a su vez, se
destacaban por la gravitación de sus oficiales a cargo así como también por la
extensión y alcance de las redes de la represión, como es el caso de Agustín
Feced en Rosario que repusimos líneas atrás. Scatizza sostiene que en la
Norpatagonia, la independencia de las dependencias policiales estaba
relacionada con cuestiones del orden del funcionamiento habitual del organismo,
es decir manejo de los recursos humanos, detenciones, infraestructura, etc.;
mientras que lo referido a cuestiones del orden de lo operacional fueron
controladas desde el Comando de la VI Brigada, a cargo de la zona. En estas
provincias también, las sedes policiales y comisarías funcionaron como centros
de tortura y detención clandestina.
Continuando con las referencias a esta región,
contamos con los trabajos de Rubén Suarez (2017) para conocer los mecanismos de
actuación de la Policía de Río Negro en los años previos al golpe de 1976. El
autor, a través del análisis de las Órdenes del Día[13]
policiales como fuentes, da cuenta de que “existió una voluntad represiva del
gobierno provincial –en manos del peronismo- dirigido hacia los llamados
“infiltrados” en el Movimiento, y a otros grupos como judíos, masones y
comunistas” (Suarez, 2017, p. 89). Benigno Mario Ardanaz fue el jefe de la
policía provincial entre 1973 y 1975; se autoproclama antisemita y fue
sospechoso de varios actos de violencia (como la colocación de bombas) así como
de relacionarse con la Triple A y la Concentración Nacional Universitaria
(CNU). Frente a la amenaza del “enemigo interno”, la policía de Ardanaz se
infiltró en diversos ámbitos de la administración pública, como el sanitario y
el educativo, y llevó adelante una persecución política, en la que el poder
ejecutivo provincial no intervino ni cuestionó.
A
partir de estas experiencias, que remontamos cuanto menos hasta principios de
la década, podemos afirmar, como sostiene Gabriela Águila (2013a), que los
diferentes ritmos locales – regionales con los que se constituyeron los grupos
operativos y se instalaron los centros de detención clandestina responden,
justamente, a la diversidad de las trayectorias previas a 1976, de las que
derivaron cuadros, recursos y prácticas que funcionaron como base y fundamentos
del plan sistemático de represión.
Saber
es poder: las policías como agentes protagónicos de las comunidades
informativas
La
actividad de inteligencia fue prioritaria en el accionar de las FFAA durante el
plan sistemático de represión, en tanto garantizaba la fluidez de la información
y la consistencia de las operaciones en todo el territorio (Slatman, 2016). Sin
embargo, al igual que observamos para las prácticas represivas analizadas en el
apartado anterior, en este caso también, la realización de actividades de
inteligencia por parte de la policía se remonta atrás en el tiempo. Patricia
Funes (2007) señala el año 1956 como el período embrionario del desarrollo de
las prácticas de espionaje ideológico, a partir de la creación de la Secretaría
de Informaciones del Estado. Luego, con la difusión de la Doctrina de la
Seguridad Nacional y las doctrinas de contrainsurgencia, primero, y con la
sanción de la ley Nº16970 de Defensa Nacional después, se consolida el cambio
en las hipótesis de conflicto y se equiparan la seguridad interior y la defensa
nacional. Con esta unidad de sentido como premisa, fueron creados los
Departamentos de Informaciones Policiales (DIP o D2, según su código de
identificación) en varias provincias, destinados a la reunión, procesamiento y
difusión de información así como también a la realización de tareas de
contrainteligencia (Margaría y Schnyder, 2019). Los D2 cumplían sus objetivos a
través de variados recursos: infiltraciones, seguimientos, escuchas
telefónicas, informantes, prensa, etc., atendiendo aspectos de la vida pública
y privada de aquellos a quienes investigaban.
En
1975, a través del decreto Nº 2770/75, se creaba el Consejo de Defensa, para
asesorar y tomar medidas concretas en prosecución de la “lucha antisubversiva”,
dándole al Ejército un papel central. Entre las prerrogativas que esta
directiva otorgaba al Ejército, se encontraba la conducción de la comunidad
informativa y el control operacional sobre la Policía Federal, el Servicio
Penitenciario Federal y las policías provinciales (D´Antonio, 2016), con sus
respectivos D2, aunque no sólo eso. Señala María Lorena Montero (2016) que
estas disposiciones permiten explicar la estructura piramidal, y a la vez red
de redes, que se conformó a partir de 1975: el Comando General del Ejército
coordinaba el Sistema de Inteligencia de la Fuerza Ejército (SIFE), el Servicio
de Inteligencia Naval (SIN) —dentro del cual estaba incluida la inteligencia de
la Prefectura Naval —, la Delegación del Servicio de Informaciones del Estado
(SIDE), la Superintendencia de Seguridad de la Policía Federal (SSF), entre
otros. Estas dependencias, a su vez, estaban en relación directa con las
comunidades informativas de las distintas zonas, subzonas y áreas con las que
se intercambiaba información. El “centro” de la comunidad lo ocupaba el
Batallón de Inteligencia 601 (en Capital Federal), donde la información
proveniente de todos los frentes se reunía y redistribuía a los destacamentos
de inteligencia que funcionaban en cada cuerpo de Ejército. En este sentido, a
pesar de la capilaridad de la comunidad informativa, y tal como los
investigadores han demostrado, en última instancia, eran las FFAA las que coordinaban
y regulaban políticamente la producción e intercambio de información y las
acciones de espionaje de los diferentes servicios de inteligencia (D´Antonio,
2017). María Beatriz Gentile (2013), señala que uno de los objetivos primarios
de la comunidad informativa era detectar los elementos considerados peligrosos,
a través de la infiltración de sus diferentes componentes en organizaciones de
diversa índole para recabar información que sirva al diseño e implementación de
estrategias represivas.
Sobre
este punto, se destaca el trabajo realizado por Paulo Margaría y Celeste
Schnyder (2019) acerca de la conformación y funcionamiento del D2 de la
provincia de Santiago del Estero, en una temporalidad extensa que va desde 1972
hasta 2004, cuando fue clausurado. Los autores dan cuenta de la manera en la
que los dispositivos de vigilancia se inscriben en la larga duración y del
papel protagónico que la agencia policial tiene en esta tarea. A partir del
estudio de expedientes, reponen las prácticas concretas de control y vigilancia
políticas, y encuentran que dichas prácticas eran previas a la creación formal
del D2 en 1972, así como también concluyen que continuaron una vez restituido
el estado de derecho en 1983.
En
el análisis de este núcleo problemático, es ineludible la mención del caso más
extensamente estudiado por la historiografía, el de la Dirección de
Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (DIPBA). Este
organismo fue creado en agosto de 1956 y funcionó hasta 1998; se ocupó de
vigilar, espiar y controlar a las fuerzas sociales y políticas y, tal como
informa su denominación, dependía de la Policía Bonaerense.[14]
En
su extensa trayectoria, la DIPBA contó con agentes que se infiltraron en
asambleas, marchas y reuniones, ya sea obreras, estudiantiles o de
organizaciones políticas. El protocolo indicaba que luego se realizara un
informe detallado y descriptivo, al que se adjuntaban materiales pertinentes de
interés, como comunicados, revistas, folletos, panfletos, etc. Los agentes
destinados a la DIPBA también se ocupaban de revisar la prensa y producir
informes a partir de publicaciones de diversa factura (partidos políticos,
organizaciones armadas, grupos religiosos, etc.) (D´Antonio, 2017). De esta
manera, se fue conformando un gran corpus archivístico que clasificaba,
ordenaba y jerarquizaba “el nivel de peligrosidad de aquellos cuerpos
políticamente incorrectos, transformados en expedientes que conforman la
identidad de la institución de control” (Marengo, 2011, p. 151).
En
este sentido, en el análisis de quienes estudiaron el acervo documental de la
DIPBA, aparecen claramente las mutaciones que la figura del “enemigo interno”
fue sufriendo a través del tiempo: delincuente político, delincuente social,
delincuente subversivo, delincuente terrorista (Funes, 2006). Y son,
justamente, estas figuras, las que legitiman las labores de inteligencia
policial (Kahan, 2007).
A
partir del panorama esbozado, podemos decir que también en el ámbito de las
comunidades informativas, las agencias policiales pudieron capitalizar sus
experiencias previas y ponerlas al servicio del aparato represivo,
contribuyendo a su despliegue y eficacia. De esta manera, se delineó un
capítulo más en la genealogía de la vigilancia y persecución política a manos
del Estado, ejecutadas por sus agentes bajo el formato de los servicios de
inteligencia (Águila, 2013a) y haciendo, una vez más, de la información una
estrategia de control social (Margaría y Schnyder, 2019).
Algunas
consideraciones finales
En
este trabajo hemos esbozado un estado de situación que repone la historicidad y
trayectorias de las policías en la persecución y represión del “enemigo interno”,
en sus diversos contornos a través del tiempo, según la producción académica
disponible. Entendemos que el ejercicio emprendido es ineludible, en un sentido
historiográfico, al momento de encarar las investigaciones que nos quedan
pendientes en torno las continuidades y rupturas en las prácticas represivas
hacia adelante en el tiempo, así como también en torno a las lógicas de las
corporaciones policiales en la larga duración. En este sentido, a partir de la
puesta a punto de la bibliografía, pudimos dar cuenta de que el aparato
represivo que tuvo su desarrollo más feroz luego del 24 de marzo de 1976
contaba con un cúmulo de experiencias previas por parte de las fuerzas
policiales.
En
primer lugar, a partir de un corpus legal que comenzó a gestarse a fines de la
década del ´50, las agencias policiales y las FFAA emprendieron un trabajo
conjunto, ensayando articulaciones que harán su mayor despliegue dos décadas
después. Este punto es de particular relevancia ya que, históricamente, las
burocracias policiales gozaron de un alto grado de autonomía –entendida como
amplios márgenes de independencia doctrinal, orgánica y funcional (Saín, 2002)-
que, desde la implementación del Plan CONINTES en adelante, hubieron de relegar
a un segundo plano en pos de la articulación con las FFAA.
En
segundo lugar, las policías formaban parte nodal de la “lucha contra la
subversión”, en dos frentes articulados, pero diferentes. Por un lado, cuando
sus agentes formaron parte de organizaciones paraestatales armadas de derecha,
que vimos para los casos de Córdoba, Mendoza y Tucumán, así como también observamos
en la Triple A fundamentalmente en la provincia de Buenos Aires. Por otro lado,
repusimos la participación de la agencia policial en un sentido orgánico en el
despliegue del aparato represivo para los casos de la provincia de Santa Fe,
Río Negro y la región de la Norpatagonia. Tomar en consideración estos aspectos
nos permitirá elaborar un panorama complejo y diverso de la cartografía del
aparato represivo a escala nacional.
Finalmente,
hemos podido resaltar el papel de las policías en el entramado represivo en un
sentido capilar, “micro”, a partir de la centralidad de su participación en las
comunidades informativas, en las que fue gravitante el conocimiento del
territorio (en un sentido literal y específico, cada policía de su
jurisdicción) y de los mecanismos de vigilancia política y control social que
los agentes de inteligencia venían desarrollando desde, al menos, la década de
1950 con la creación de los D2.
En
conclusión, las y los investigadores que se han dedicado a estudiar las
policías provinciales en el período que analizamos, coinciden en que las
fuerzas de seguridad han sido centrales en el espionaje, producción de
información, persecución y combate del enemigo interno en los años de la
escalada represiva que culmina con la instauración de la dictadura militar de
1976.
Llegados
a este punto, luego de la revisión crítica de las principales contribuciones de
historiadores, historiadoras y cientistas sociales al problema que nos ocupa,
volviendo a las preguntas iniciales que guiaron esta indagación bibliográfica
acerca de las particularidades de las acciones de las policías en la “lucha
contra la subversión”, debemos tensionar las respuestas. Tomando en
consideración que si bien el accionar policial en tanto agencia debe ser
ubicado en una perspectiva de larga duración en relación a la persecución del
“enemigo interno”, con las actividades de vigilancia, control y represión que
dicha persecución implica, en el período de exacerbación de la conflictividad
social y el subsiguiente endurecimiento y crecimiento del aparato represivo en
su faz legal, así como también el desarrollo de su faz clandestina, si bien se
observan continuidades, no debemos perder el foco en relación a lo
extraordinario del despliegue represivo en el contexto de la última dictadura
militar.
El
desarrollo de este trabajo nos permitió poner en perspectiva esas
continuidades, así como también los acentos y rupturas de las modalidades y
características del accionar de la agencia policial en los años centrales de la
segunda mitad del siglo XX. Estas consideraciones son nodales al momento de
reflexionar acerca de los mecanismos de control que el Estado desplegó (y
despliega) sobre la sociedad, de lo que se deriva la necesidad de pensar en
temporalidades más extensas así como de poner la lupa sobre viejos actores, a
partir de nuevas preguntas y problemas, como es el caso del objeto que aquí nos
ocupa.
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Recibido: 13/04/2020
Evaluado: 21/05/2020
Versión Final: 05/06/2020
(*) Profesora de Historia (Escuela de Historia. Universidad Nacional de Rosario, UNR). Centro Latinoamericano de Investigaciones en Historia Oral y Social, CLIHOS (UNR). Asociación de Historia Oral de la República Argentina, AHORA. Argentina. E-mail: agus.kresic@gmail.com ORCID: https://0000-0001-9410-0499
[1] Establecía las bases jurídicas para la defensa nacional, con el fin de mantener la seguridad nacional (definida como “la situación en la cual los intereses vitales de la Nación se hallan a cubierto de interferencias y perturbaciones sustanciales”), que consideraba necesaria para el desarrollo de las actividades del país, en procura de sus objetivos nacionales. Para ello, se exigía la participación de las autoridades de todas las jurisdicciones (nacional, provinciales, municipales) para la formulación y el planeamiento de medidas de defensa. Con estos objetivos, la ley creaba el Sistema Nacional de Planeamiento y Acción para la Seguridad y reglamentaba el funcionamiento del Consejo Nacional de Seguridad (CONASE), del Comité Militar y de la Central Nacional de Inteligencia (C.N.I.), dependientes del sistema recién creado. En su artículo 43 sanciona que “en caso de conmoción interior, sea ésta originada por personas o por agentes de la naturaleza, podrá recurrirse al empleo de las FFAA para establecer el orden o prestar los auxilios necesarios. Para ello, en aquellas zonas o lugares especialmente afectados podrán declararse Zonas de Emergencia a órdenes de autoridad militar para la imprescindible coordinación de todos los esfuerzos”.
[2] La llamada “militarización” de las policías es un proceso que no se inaugura con el golpe del ´76, sino que se trata de un desarrollo de más larga duración, que se enlaza con los albores de la institución policial, su afán de profesionalismo y, en el mismo sentido, su estructura jerárquica (Águila, 2018). Si consideramos que la militarización se agudizó en la década del ´70 - en relación a la exacerbación de los vínculos con las FFAA -, esto se encuentra en relación con un fenómeno que operó a nivel social, no sólo para con la agencia policial. Efectivamente, en el trascurso de las décadas del ´60 - ´70 la intromisión de las FFAA en la vida civil fue cada vez más “común y corriente”, por lo que no habría afectado particularmente a las policías. Para un análisis histórico y conceptual del problema de la militarización y las fuerzas policiales, véase Muzzopappa (2017).
[3] Además, para hacernos una idea cuantitativa de este proceso, entre 1955 y 1976, once jefes de la Policía Federal fueron militares (siete del Ejército, cuatro de la Armada). Uno solo, nombrado por Illia en 1963, fue policía de carrera (Andersen, 2002). Para el caso de la Policía de Santa Fe, también hallamos que durante gran parte de la segunda mitad del siglo XX sus jefes fueron militares (Águila, 2018).
[4] A los fines del presente artículo, siguiendo a Peter Waldmann (1995), entendemos por “paraestatalidad” a la amenaza y uso ilegal (y generalmente clandestino) de la violencia a través de los organismos estatales que tiene como objetivo la consolidación de las relaciones existentes de poder y la protección del orden político-social contra una amenaza, sea esta real o supuesta.
[5] La selección de los casos revistados no persiguió un propósito de exhaustividad, sino un criterio de significatividad relacionado con delinear una perspectiva local – regional más diversa, lo que ha derivado en la exclusión de trabajos centrales acerca de la Policía Federal (Eidelman, 2015; 2012) y de la Policía Bonaerense (Barreneche, 2019), a las que se harán referencias tangenciales en función de otros casos.
[6] El autor no brinda detalles respecto de los motivos que lo llevan a puntualizar el inicio del período en esta fecha.
[7] En el presente artículo se apela al uso de comillas para resaltar categorías y vocablos nativos de las FFAA y de seguridad.
[8] De la Triple A participaban también miembros de la custodia presidencial, personal de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE), patotas provenientes de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM), de la Concentración Nacional Universitaria (CNU) y miembros de las Fuerzas Armadas vestidos de civil (Besoky, 2016).
[9] En febrero de 1974, el teniente coronel Antonio Navarro, jefe de la policía provincial, se sublevó luego de haber sido relegado de su cargo por denuncias de corrupción. Navarro tomó la sede gubernamental y detuvo al gobernador, al vicegobernador y a sus colaboradores. Los jefes del Cuerpo de Bomberos, la Guardia de Infantería y el Comando Radioeléctrico se adhirieron a la sublevación (Di Palma, 2014).
[10] Comando Pío XII, Mendoza, Mendoza, 26/07/75. Recuperado de Rodríguez Agüero (2013).
[11] El Operativo Independencia, ordenado por María Estela Martínez de Perón a través del decreto Nº 261/75, fue llevado a cabo en conjunto por el Ejército y la Fuerza Aérea, entre 1975 y 1977, teniendo por objetivo combatir el frente rural creado en 1974 por el Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT-ERP) en el monte tucumano. Para un estudio en profundidad de este asunto, véase Garaño (2015).
[12] Para un análisis exploratorio del accionar de la PFA en Rosario en este período véase Scocco (2019).
[13] Las Órdenes del Día policiales son un instrumento de comunicación interna, que día a día emite la jefatura para ser distribuida en todas las Unidades Regionales y de allí a todas las comisarías, destacamentos, puestos policiales y oficinas internas de la Institución, siendo su lectura de carácter obligatorio (Suárez, 2017).
[14] Este dato no es menor en comparación con otras experiencias de agencias de inteligencia, como la de la Dirección General de Informaciones en Santa Fe que, si bien también funcionó en un período que excede los años que corresponden estrictamente a gobiernos de facto y se ocupó de concentrar información de inteligencia producida por la policía de la provincia, dependía directamente del poder ejecutivo provincial (Águila, 2013b).