Estado y desarrollo en
América Latina. En búsqueda del debate perdido en la tradición teórica cepalina
Emilia
Ormaechea(*) y Víctor Ramiro Fernández(**)
Resumen
El artículo aborda el tratamiento y las reflexiones
en torno al Estado en la tradición teórica de la CEPAL, analizando cómo fue
cambiando el entendimiento del Estado en el estructuralismo y
neoestructuralismo, y las variaciones observadas al interior de cada uno de
esos períodos. Además de señalar que esos cambios están influenciados por los
procesos históricos contextuales que tienen lugar a nivel global y en América
Latina, el trabajo argumenta que el paso del estructuralismo al
neoestructuralismo se caracterizó por el desplazamiento de la consideración de
las relaciones de poder y conflicto propias del capitalismo (y especialmente
del capitalismo periférico). Ese desplazamiento interrumpió la reflexión en
torno a los desafíos de pensar cómo esas dinámicas penetran los Estados
latinoamericanos, y cuáles son los requerimientos que esos Estados deberían
poder construir, en sus estructuras y modalidades de implicación, para liderar
el proceso de acumulación de la periferia.
Palabras clave: Estado;
Estructuralismo latinoamericano; Neoestructuralismo latinoamericano; CEPAL;
periferia.
State and development in Latin
America. In search of the lost debate in the ECLAC’s theoretical tradition
Abstract
The paper addresses the reflections about the state in
the ECLAC’s theoretical tradition, by analyzing how the understanding of the
state has changed in Latin American structuralism and neostructuralism, as well
as the variations observed within each of these periods. Besides pointing out
that these changes are influenced by the contextual historical processes that
take place globally and in Latin America, the paper also argues that the shift
from structuralism to neostructuralism was characterized by the displacement of
the relations of power and conflict to problematize Latin American development.
This displacement interrupted the reflections about the challenges of
considering how those conflictual and power dynamics penetrate Latin American
states, and which are the requirements that those states should develop, in their
structures and modalities of implications, to lead the periphery’s process of
accumulation.
Keywords:
State; Latin American structuralism; Latin American neostructuralism; ECLAC;
periphery.
Estado y desarrollo en América Latina. En búsqueda del debate
perdido en la tradición teórica cepalina
Introducción
Durante
al menos 70 años, América Latina ha sido escenario de una prolífica discusión
política y académica en cuanto al rol del Estado para el desarrollo. Gran parte
de esa tradición ha estado articulada o vinculada a la Comisión Económica para
América Latina y el Caribe (CEPAL).[1]
Desde su creación, en el año 1948, la CEPAL se convirtió en una institución de
referencia, tanto para el análisis de los problemas de las economías
latinoamericanas, como para proponer diversas estrategias que permitan avanzar
hacia su desarrollo. Precisamente, uno de los elementos distintivos de las
contribuciones de la CEPAL fue el reconocimiento de la importancia que asume el
Estado para el desarrollo en los distintos contextos históricos de producción
institucional, reconocidos como estructuralismo y neoestructuralismo. Pero, a
pesar de ese reconocimiento, también es cierto (y ampliamente reconocido) que
el Estado no contó con un cuerpo teórico propio y original, como sí lo hicieron
otros aspectos de la perspectiva estructuralista del desarrollo.
En
realidad, luego de un primer momento de producción estructuralista
caracterizada por un abordaje del desarrollo predominantemente economicista, la
cuestión del Estado y las reflexiones en torno a su naturaleza y
problematización fueron emergiendo progresivamente en la CEPAL durante 1960 y
1970. En este marco, diversas contribuciones asociadas a lo que denominamos
“estructuralismo tardío” y los debates de la dependencia destacaron la
dimensión conflictual y sociopolítica del capitalismo periférico, y los
desafíos o los problemas de situar al Estado como un actor central en las
estrategias de desarrollo. Sin embargo, esta mayor atención al Estado y a la
necesidad de reconocer los procesos conflictuales que permean, condicionan y
ayudan a explicar la naturaleza periférica del mismo, se vieron en gran medida
interrumpidos ante los procesos de neoliberalización en la región, que lograron
imponer un nuevo imaginario de desarrollo asociado a los mecanismos de
autorregulación del mercado.
Como
resultado de ello, la forma de entender los procesos de desarrollo en general,
y el rol del Estado del particular, cambiaron notablemente. En el caso de la
CEPAL, esos cambios se asocian a la emergencia del neoestructuralismo como
paradigma renovado de desarrollo latinoamericano. En un primer momento, la
forma de entender el rol del Estado bajo el neoestructuralismo quedó
estrechamente condicionada por los requerimientos impuestos por el Consenso de
Washington en la región. Pero luego, años más tarde, el tratamiento del Estado
fue dando cuenta de nuevos cambios, en consonancia con los procesos
sociopolíticos que tuvieron lugar a comienzos del siglo XXI. En ese sentido, la
emergencia de diversos gobiernos denominados posneoliberales (Sader,
2008), que recuperaron la centralidad del Estado para la
promoción del desarrollo y la reducción de las desigualdades profundizadas
ampliamente bajo el neoliberalismo, dio lugar a un nuevo contexto de discusión
teórica regional en el cual el Estado recuperó su importancia para el
desarrollo. Ello se tradujo, en el caso de la CEPAL, en una postura más
permisiva y optimista de sus prácticas de regulación e intervención en la
economía a los fines de llevar adelante la pretendida tarea del cambio
estructural.
Sin
embargo, no obstante haber recuperado recientemente su importancia para el
desarrollo, el abordaje del Estado bajo el neoestructuralismo se caracterizó
por un distanciamiento respecto de las contribuciones y los debates que
tuvieron lugar durante las décadas anteriores. En esencia, el
neoestructuralismo representó una lógica de actualizaciones a los nuevos
desafíos que imponía la globalización y el neoliberalismo, pero sin una
recuperación de los procesos históricos latinoamericanos ni de las ideas y
debates pretéritos que habían contribuido a complejizar el entendimiento de los
procesos de desarrollo y los desafíos de los Estados periféricos. De esta
manera, el neoestructuralismo no dio continuidad a aquellos debates que,
centrados en el mayor reconocimiento de los procesos conflictuales, de las
relaciones de poder propias de la periferia y de los nuevos vínculos que se
establecían con el centro hacia fines de 1970, demandaban reflexionar acerca de
qué tipo de Estado se había construido históricamente y cuáles eran los
desafíos para reconstruirlo, a los fines de poder direccionar el proceso de acumulación
en ese contexto de importantes transformaciones productivas, regulatorias y
espaciales a nivel global.
Para
dar cuenta de ese proceso, el trabajo aborda el tratamiento y las reflexiones
en torno al Estado en la tradición teórica de la CEPAL, analizando cómo fue
cambiando el entendimiento del Estado en el estructuralismo y
neoestructuralismo, y las variaciones observadas al interior de cada uno de
esos períodos. Además de señalar que esos cambios están influenciados por los
procesos históricos contextuales que tienen lugar a nivel global y en América
Latina, el trabajo argumenta que el paso del estructuralismo al
neoestructuralismo se caracterizó por el desplazamiento de la consideración de
las relaciones de poder y conflicto propias del capitalismo, y especialmente
del capitalismo periférico. Ese desplazamiento interrumpió la reflexión en
torno a los desafíos de pensar cómo esas dinámicas penetran los Estados
latinoamericanos, y cuáles son los requerimientos que esos Estados deberían
poder construir, en sus estructuras y modalidades de implicación, para liderar
el proceso de acumulación. En ese sentido, se sostiene que, aun cuando
actualmente la CEPAL manifieste un posicionamiento más permisivo y optimista de
la intervención estatal, ello no se tradujo, por el momento, en una
reconsideración de las lógicas conflictuales y de poder que operan en la
periferia, con capacidad para condicionar las formas de implicación del Estado
promovidas por el neoestructuralismo.
El estructuralismo latinoamericano
y la centralidad del Estado en la discusión del desarrollo
Luego
del fin de la Segunda Guerra Mundial, el Estado adquirió una gran importancia
en las discusiones sobre el desarrollo económico, tanto en los países centrales
como en los periféricos.[2] En
el contexto de la Guerra Fría, ello tiene que ver con el proceso de
consolidación de la hegemonía norteamericana y la puesta en marcha de distintas
estrategias tendientes a asegurar su dominio en las áreas que quedaron bajo su
influencia geopolítica. En los países centrales, bajo el predominio de la
macroeconomía keynesiana (Boyer,
2016), el Estado asumió un rol central en la implementación
de diversas políticas para recuperar la actividad económica (Harvey,
1998; Jessop, 2008). En los países periféricos, bajo
un contexto de autarquía relativa (Fernández
& Ormaechea, 2019), el Estado también asumió un rol
central para la promoción del desarrollo, tanto a través de las estrategias de
industrialización por sustitución de importaciones (ISI), como a partir de la
emergencia de la economía del desarrollo, que destacaba su importancia en el
estímulo a la industrialización y la promoción del cambio estructural que
habilitaría el desarrollo de estas economías (Bustelo,
1992; Sztulwark, 2005).
En
el marco de estas contribuciones, la emergencia del estructuralismo
latinoamericano adquirió una importancia fundamental para la discusión y
problematización del desarrollo latinoamericano. Articulado en torno a la
CEPAL,[3] el
estructuralismo representó el primer esfuerzo de creación de un cuerpo teórico
orientado a comprender las especificidades y desafíos para el desarrollo
latinoamericano desde una perspectiva propiamente local y crítica a los
enfoques dominantes promovidos desde el centro (Cardoso,
1977; Furtado, 1999).
El
Estado en el estructuralismo latinoamericano
Las
contribuciones del estructuralismo latinoamericano se asocian a los iniciales
aportes de Raúl Prebisch en la CEPAL, que posteriormente fueron complementados
por otros importantes autores latinoamericanos (como Celso Furtado, Aníbal
Pinto, Osvaldo Sunkel, Fernando H. Cardoso, Enzo Faletto, entre otros). Por lo
general, suele destacarse la originalidad de los aportes estructuralistas en
cuanto a dos dimensiones principales: por un lado, la identificación de los
problemas de las economías latinoamericanas para su desarrollo en tanto
economías periféricas; y, por otro lado, la propuesta de llevar adelante una
estrategia de industrialización dirigida por el Estado para superar el
posicionamiento dependiente de la región en la economía mundial. De esta
manera, estas contribuciones ofrecían un sustento teórico para continuar y
profundizar las estrategias de industrialización que ya se venían implementando
en la región (Bielschowsky,
1998).
El
análisis de los estructuralistas partía de identificar la existencia de
economías centrales y periféricas en función de la capacidad de unas y otras
para generar y apropiarse de los frutos derivados del progreso técnico (Prebisch,
1949). En los países centrales, el progreso técnico se
diseminó en gran parte de su estructura productiva, configurando economías
homogéneas y diversificadas. En contraposición, en los países periféricos, la
expansión del progreso técnico sólo alcanzaba a las actividades de producción y
exportación de recursos naturales, demandadas en gran medida por los países
centrales para su proceso de industrialización. Por ello, la periferia contaba
con estructuras productivas heterogéneas y especializadas. A partir de las
características de cada economía y de los vínculos que se establecían a nivel
comercial, las economías periféricas quedaban en una posición dependiente y
subordinada a los procesos comandados por los países centrales (Rodríguez,
2006).
En
consecuencia, la industrialización de la periferia se constituía en un medio
para lograr el desarrollo de la región. La ISI permitiría emplear una mayor
cantidad de trabajadores en actividades con mayores niveles de productividad,
incrementar el producto de la economía, y viabilizar un esquema de
redistribución del excedente que sea genuino y sostenido en el tiempo. Así, el
fin de la estrategia de desarrollo se asociaba específicamente a conformar un
patrón de reproducción económico y social más inclusivo, que permita mejorar la
calidad de vida de gran parte de la población latinoamericana (Prebisch,
1949).
En
esta estrategia, el Estado asumía un rol central para diseñar, coordinar y
ejecutar la estrategia de desarrollo. Ante el reconocimiento de que el libre
juego de las fuerzas de mercado no había habilitado el desarrollo de América
Latina, sino que, en cambio, conllevó a la conformación de su carácter
periférico (CEPAL,
1951), era necesario un esfuerzo deliberado (esto es,
político) para promover las transformaciones necesarias sobre el patrón de
acumulación. El reconocimiento de la importancia del Estado se explica por
diversos atributos concernientes a su estatidad que le permiten direccionar el
rumbo de la actividad económica y orientar las expectativas y comportamientos
de los actores privados de acuerdo con el programa de desarrollo. Entre los
mecanismos con los que cuenta el Estado, se mencionan la configuración
impositiva, la inversión pública, la potencial aplicación de gravámenes sobre
el gasto y consumo, y la aplicación de controles de cambios o impuestos a
aquellas importaciones que sean incompatibles con el ritmo de crecimiento
esperado (Prebisch,
1949, 1952).
De
todas maneras, a pesar del carácter imprescindible de la intervención estatal
para el desarrollo de la periferia, las contribuciones de los estructuralistas
se caracterizaron por la ausencia de teorización o problematización del Estado
latinoamericano (Gurrieri,
1987). En realidad, si bien el Estado aparece como un actor
central para definir e implementar el programa de desarrollo, el mismo no fue
un objeto de estudio o reflexión en relación con las características y
capacidades de los mismos Estados latinoamericanos, a los que se les asignaba
la ambiciosa tarea de transformar la estructura productiva latinoamericana.
En
general, durante los primeros años del estructuralismo predominó implícitamente
un abordaje del Estado en términos tecnocráticos, que suponía a priori su conformación y accionar en base
a la capacidad de un saber experto, asociado a la figura del técnico economista
para analizar y definir neutralmente las necesidades del desarrollo (CEPAL,
1953). En este marco, los ámbitos de análisis (economía) y
toma de decisión (política) quedan separados. Mientras que se considera posible
el empleo de una metodología objetiva e imparcial para la definición de
cuestiones técnicas y económicas, la toma de decisiones aparece ligada al
ámbito político que, a diferencia de la economía, se encuentra permeado por
distintos intereses en disputa, y que sólo puede alcanzar soluciones
transaccionales (CEPAL,
1953; Prebisch, 1952).
La complejización de la discusión
sobre el desarrollo: la emergencia del estructuralismo tardío y las teorías de
la dependencia
El
entendimiento de los procesos de desarrollo y las reflexiones en torno al
Estado en la CEPAL se fueron complejizando durante las décadas siguientes, en
relación con los procesos económicos y sociopolíticos que tuvieron lugar
durante 1960 y 1970.
Por
un lado, comenzaron a hacerse evidentes las restricciones de la ISI como
estrategia de desarrollo (Hirschman,
1968). A pesar de sus importantes resultados en términos de
crecimiento económico, la ISI no había logrado resolver los problemas de las
economías periféricas, sino que los había complejizado. Se profundizó la
heterogeneidad estructural (Pinto,
1970) y se agudizaron los problemas asociados a la
marginalidad de vastos sectores de la población (CEPAL,
1963).
Las
principales dificultades económicas se hicieron presentes bajo la “etapa
difícil” de la ISI (Pinto,
1980), producto del aumento de las importaciones y la falta
de dinamismo de las exportaciones que derivaron en los habituales
desequilibrios en las balanzas de pagos (Kerner,
2003). Ante esta situación, la estrategia se orientó a
convocar al capital extranjero para incrementar las inversiones en el sector
industrial, a los fines de estimular el desarrollo tecnológico y mejorar la
competitividad internacional. Pero las dinámicas desplegadas por estos actores
en la periferia (especialmente, por las empresas transnacionales
estadounidenses) distaron notablemente de estas expectativas (Kerner,
2003).
En
realidad, estos actores tendieron a importar tecnologías obsoletas desde los
centros industriales (por lo general, sus casas matrices) sin estimular el
desarrollo tecnológico local. A su vez, bajo un mercado ampliamente protegido,
fueron consolidando posiciones monopólicas sin necesidad de mejorar su
competitividad. Dada la gran presencia del capital extranjero en la región, las
decisiones fundamentales para la continuidad del proceso de industrialización
en gran medida dejaron de estar en manos nacionales y pasaron a depender de
decisiones externas. Este proceso fue dando lugar a la emergencia de nuevas
relaciones centro-periferia, que ya no se expresaban a través del intercambio
comercial entre distintos sectores económicos (primario vs. industrial), sino que
adoptaban una nueva modalidad de dependencia tecnológica-industrial (Quijano,
1968).
Por
otro lado, contextualmente fue emergiendo un proceso de creciente activación
política en América Latina, que se manifestó en diversos conflictos al interior
de los países (entre actores dominantes y subalternos), y en la resistencia
política y cultural de diversos movimientos a la hegemonía norteamericana y su
presencia en la región. Esos movimientos adquirieron una importancia
considerable en diversos países, y en el caso de Cuba culminó en una revolución
socialista. Ante estos procesos, Estados Unidos renovó su estrategia en la
región para apaciguar los conflictos sociales y contener la “amenaza comunista”
(Graciarena,
1963). La estrategia se implementó inicialmente a través de
la Alianza para el Progreso, cuyo programa estimaba importantes inversiones en
la región para avanzar en su desarrollo económico y social (Krause,
1963). En ese marco, las ideas acerca de las reformas
estructurales, la planificación e incluso la reforma agraria adquirieron una
mayor legitimidad.
Este
clima de época tuvo una influencia política y teórica muy importante en la
región (Palma,
1987). Ello se tradujo no sólo en diversas críticas a los
resultados alcanzados con las estrategias de desarrollo, sino también en
diversas reflexiones acerca de otros horizontes posibles más allá del
capitalismo. Producto de ello, el entendimiento de los procesos de desarrollo y
del Estado se complejizaron. A continuación, nos centraremos en dos grandes
contribuciones: el estructuralismo tardío y sus contrapuntos con los debates de
la dependencia.
El
Estado bajo el estructuralismo tardío
En
el marco de estos procesos, la CEPAL reconoció la necesidad de revalorizar la
dimensión social y política del desarrollo (CEPAL,
1963). Ello, junto con la creación del Instituto
Latinoamericano de Planificación Económica y Social, en el año 1962, promovió
la llegada de nuevos intelectuales a la institución formados en diversas
disciplinas, como la historia, la ciencia política y la sociología.[4]
Este
nuevo contexto, que denominamos como “estructuralismo tardío”, se caracterizó
por la emergencia de importantes contribuciones por parte de diversos autores
articulados en la CEPAL o vinculados a la institución, que complementaron la
matriz analítica estructuralista inicialmente economicista y revalorizaron la
dimensión sociopolítica del desarrollo (Cardoso,
1974; Cardoso y Faletto, 1969; Graciarena, 1976; Pinto, 1976; Prebisch, 1963,
1976; Sunkel, 1967, 1970; Wolfe, 1976). Al mismo tiempo, con esta
expresión diferenciamos estos trabajos de los debates propiamente asociados a
las teorías de la dependencia, cuya influencia no fueron las iniciales
contribuciones estructuralistas sino, en cambio, las viejas discusiones
inspiradas en las teorías marxistas[5] (que
analizaremos en el punto siguiente). Precisamente, la forma en cómo se aborda
el Estado en relación con las estrategias de desarrollo es una de las
diferencias que permite distinguir analíticamente al estructuralismo tardío de
los debates de la dependencia.
Las
contribuciones del estructuralismo tardío partían de reconocer las dificultades
de la ISI para configurarse como una estrategia de desarrollo, y consideraban
el rol que asumía el Estado en esas restricciones. Ello implicó un cambio
epistémico en el abordaje del Estado, por cuanto dejó de ser observado desde un
lente normativo o propositivo (esto es, desde el “deber hacer”), para ser
analizado en relación con las prácticas efectivamente implementadas bajo la
ISI, que también se constituían en un “problema” para el desarrollo. En ese
sentido, autores como Prebisch y Furtado, que inicialmente destacaban la
importancia de contar con Estados eficientes y neutrales en la técnica de la
planificación, reconocieron luego que las estructuras de los Estados y sus
mecanismos de implicación estaban permeados por intereses económicos y sociales
en disputa, que condicionaban sus mecanismos de acción[6] (de Almeida,
2011; Ormaechea, 2018).
Se
reconocía entonces que el Estado, lejos de actuar conforme a los criterios de
eficiencia y neutralidad, intervenía y desplegaba sus estructuras para aliviar
las consecuencias sociales de la insuficiente dinámica industrial. Es decir,
ante la imposibilidad de la industria de absorber una mayor cantidad de
trabajadores, estos eran finalmente empleados por el Estado en una proporción
mayor a la necesaria para cumplir sus funciones (Prebisch,
1963). Los problemas asociados a esta dinámica se traducían
en la multiplicación de actividades, personal y recursos, y en descoordinación,
ineficiencia y dispersión de tareas. Por otro lado, también se reconocía que la
construcción de Estados tecnocráticos no era condición suficiente para la
promoción de procesos de desarrollo orientados a mejorar la calidad de vida de
la población (Furtado,1980, citado en de Almeida, 2011 p. 433).
Además
de este cambio analítico respecto al Estado, a lo largo de 1960 y 1970 fueron
emergiendo nuevas contribuciones para el estudio del subdesarrollo y la
condición periférica que revalorizaban la dimensión histórica y sociopolítica
en la problematización del desarrollo. El análisis inicial de la relación
centro-periferia fue complementado por la
consideración explícita de las relaciones de poder que no sólo eran impuestas
de manera exógena por el centro, sino recreadas y viabilizadas por las clases
dominantes a nivel local. Desde una perspectiva histórica, estos análisis señalaban
la importancia de considerar las relaciones de poder que se implantaron en la
región luego del período colonial y su posterior adaptación a los nuevos
contextos. En ese proceso, los actores dominantes lograban recrear las pautas
de dominación interna, preservando sus vínculos con los actores dominantes de
las economías centrales. Tanto la estructura de poder interna de los países
latinoamericanos, como el Estado y el régimen político dominante, aparecen
estrechamente asociados a los requerimientos necesarios para viabilizar la
relación económica de la periferia con el centro, en función de los intereses
expresados por los grupos dominantes de ambas sociedades (Cardoso
y Faletto, 1969; Sunkel, 1967).
En
este contexto de crecientes restricciones económicas e intensificación de la
conflictividad política y social, la CEPAL llevó a cabo lo que fue, tal vez, el
último esfuerzo por discutir los problemas del desarrollo desde una perspectiva
crítica. Así, autores como Jorge Graciarena, Aníbal Pinto y Marshall Wolfe
desarrollaron importantes reflexiones para discutir los “estilos de desarrollo”
dominantes en América Latina y el rol que asumía el Estado en esos procesos.
Para entender el estilo de desarrollo dominante, era necesario comprender las
relaciones de clases predominantes en América Latina en un momento determinado,
así como las relaciones conflictuales que derivan de ellas, que configuran una
estructura de poder y condicionan las políticas y estrategias viables. En ese
sentido, un estilo de desarrollo dominante es siempre una alternativa dentro de
otras alternativas históricamente posibles, que ha conseguido imponerse gracias
al predominio de una coalición hegemónica que cuenta con los recursos para
lograrlo (Graciarena,
1976; Wolfe, 1976). En ese marco, el Estado es abordado
como una pieza fundamental en la definición y recreación de los estilos
dominantes, en tanto a través de su organización y funciones habilita la
imposición de determinados intereses por sobre otros (Graciarena,
1976).
En
suma, la consideración del Estado fue complejizándose progresivamente en la
evolución del estructuralismo latinoamericano. Partiendo de una concepción de
Estado predominantemente optimista, normativa y desproblematizada, su abordaje
se fue complejizando a lo largo de los años, sobre todo al ser situado como un
elemento estructural importante en el marco de las relaciones sociopolíticas
que tenían lugar en América Latina, y que permitían comprender los obstáculos
para el desarrollo desde otra perspectiva. Pero, aun así, el Estado continuaba
teniendo un rol transformador. Por ello, su comprensión y abordaje eran
esenciales para proponer una estrategia de desarrollo que, aunque en última
instancia no logre romper las relaciones de dependencia, habilite un patrón de
reproducción económico y social más inclusivo (Cardoso
y Faletto, 1969, 1977; Prebisch, 1976, 1980; Sunkel, 1970, 1971). Esta perspectiva del Estado como
“sujeto transformador” será diferente a la que predominará en los debates de la
dependencia que analizaremos a continuación.
Los
contrapuntos con las teorías de la dependencia
Los
debates conocidos como “teorías de la dependencia” surgieron también en América
Latina a partir de la década de 1960. Su tesis fundamental es la condición de
subdesarrollo de las economías latinoamericanas producto de la expansión del
capitalismo central (Svampa,
2016); y el modo de abordarlo es a partir de considerar las
estructuras de poder internas y externas y sus formas de vinculación (Palma,
1987). Particularmente, la noción de “dependencia” surgía
del diagnóstico asociado a las nuevas formas de penetración del capital
trasnacional en la periferia, producto de las crecientes restricciones que
demostraban las experiencias de ISI implementadas en la región (Svampa,
2016).
Existe
un amplio consenso en afirmar que no existe “una teoría de la dependencia” (Beigel,
2006; Boron, 2008; Palma, 1987; Svampa, 2016), puesto que se trata de diversas
contribuciones que parten de distintas perspectivas analíticas, y cuyos
análisis sobre la viabilidad o posibilidad del desarrollo de la periferia
alcanzan resultados muy distintos. En un intento por diferenciar estas
contribuciones, puede señalarse la existencia de un “ala reformista” y un “ala
radical”[7],
considerando las influencias teóricas de cada una y su entendimiento sobre la
posibilidad de desarrollo de la periferia. En relación con la primera
perspectiva, pueden mencionarse las contribuciones de aquellos autores que en
este trabajo definimos como “estructuralismo tardío”. Estos aportes
complementaban el enfoque estructuralista original, de manera que, como vimos,
aun con condicionamientos, concebían posible el desarrollo de la periferia. En
relación con la segunda perspectiva, pueden mencionarse autores como André
Gunder Frank, Theotônio dos Santos, Paul Baran, Mauro Marini, Aníbal Quijano y
Vânia Bambirra, cuyas influencias teóricas eran, en cambio, las viejas
discusiones inspiradas en las corrientes marxistas y del imperialismo clásico
(como Bujarin, Luxemburgo y Lenin). Estos trabajos adoptaban una postura mucho
más crítica acerca de las posibilidades de desarrollo de la periferia bajo el
capitalismo (Kay,
1991) y del optimismo de las propuestas cepalinas (Marini,
1994).
En
general, ambas corrientes de análisis explican la condición periférica o de
subdesarrollo a partir de observar los vínculos entre las estructuras externas
e internas, y las relaciones de poder que desde allí se establecen. En ese
sentido, la noción de dependencia no refería exclusivamente a los
condicionamientos impuestos de manera exógena sobre América Latina, sino
también a la existencia de clases dominantes a nivel local que establecían
alianzas con los actores dominantes del centro y reproducían dichas relaciones
de dependencia (Quijano,
1968). Sin embargo, la perspectiva “radical” marcó una
ruptura respecto la tradición cepalina, en tanto entendían que los
condicionamientos jerárquicos impuestos por la relación centro-periferia sólo
daban lugar al subdesarrollo de América Latina (Bambirra,
1974; dos Santos, 1978). De esta forma, con sus
especificidades internas, estas contribuciones se alejaban de aquellas
perspectivas más optimistas que consideraban la posibilidad de construir un
patrón de desarrollo autónomo que, aun con condicionamientos, permitan mejorar
la reproducción económica y social al interior de la periferia (Cardoso
y Faletto, 1969).
La
imposibilidad de llevar adelante una estrategia de desarrollo se explicaba
tanto por la dinámica de vinculación externa con el centro, que recreaba
diversas relaciones de dependencia en distintos momentos (dos
Santos, 1978; Frank, 1965), como por las estructuras de poder
internas a las sociedades latinoamericanas. Luego de las experiencias
desarrollistas, los dependentistas cuestionaban incluso la idea de la burguesía
nacional como un actor clave para el desarrollo, en tanto sus intereses
aparecían estrechamente asociados a los capitales extranjeros. Así, dentro del
sistema de interdependencia en el cual se ubicaban las economías
latinoamericanas respecto de los países e intereses del centro, no era posible
una estrategia de desarrollo sin una modificación radical de la estructura de
poder interna (Quijano,
1968).
Al
sostener la existencia de una periferia subordinada a las dinámicas impuestas
por el centro y la imposibilidad de construir espacios de autonomía, la
superación del capitalismo era una condición necesaria para revertir la
condición periférica. Dicha superación requería la acción insurgente de los
actores de la periferia para modificar las condiciones internas, pero demandaba
también un proceso de alteración sistémica que modifique tanto la lógica imperial
entre los países, como las relaciones expoliadoras de la fuerza de trabajo al
interior de los mismos. Por eso, la acción del Estado como actor central en la
construcción de una mayor autonomía a partir de la industrialización y el
desarrollo tecnológico no formaba parte de esta lectura.
En
definitiva, para esta ala del dependentismo, el Estado, aun sin ser centro de
su teoría, era la expresión directa de un sistema de dominación que configuraba
un esquema mundial en términos de desarrollo-subdesarrollo. Al considerarse que
el desarrollo de la periferia (o el desarrollo del subdesarrollo) era
prácticamente imposible dentro del capitalismo, el Estado no asumía ningún rol
transformador dado que, o bien no contaba con ningún tipo de autonomía
nacional, o bien actuaba mediando los intereses de las alianzas dominantes de
la periferia, que encontraban ventajosa la sumisión al esquema de dependencia
internacional controlado por el centro (Boron,
2008). En consecuencia, la estrategia debía orientarse,
inevitablemente, a superar dicho modo de producción (Frank,
1967).
El fin
de un ciclo de importantes discusiones sociopolíticas para el desarrollo
A
pesar de la relevancia de estos debates, y más allá de las similitudes y
diferencias entre estructuralistas y dependentistas, un elemento es común a
ambos enfoques sobre el desarrollo: ninguna de estas teorías (o perspectivas)
se caracterizaron por colocar al Estado como objeto mismo de teorización. En
realidad, aunque sin focalizar sus análisis en el Estado, al considerar y
revalorizar las dimensiones analíticas del poder, el conflicto y la dominación,
el entendimiento del Estado en ambas perspectivas aparece asociado a su rol
como sistema de dominación (Gurrieri,
1987). En ese sentido, predominó un entendimiento del
Estado que lo que concebía como expresión y legitimación de los intereses
asociados a las clases y grupos económicos dominantes, y que, particularmente
en el caso de América Latina, estaban estrechamente asociados a la recreación
de un patrón de acumulación que históricamente reprodujo (y reproduce) un
posicionamiento periférico y dependiente. En consecuencia, estas perspectivas
de análisis no se orientaron a comprender centralmente la dimensión estructural
de los Estados latinoamericanos (esto es, del aparato
estatal y sus actividades), sino a destacar el rol de las fuerzas sociales que,
se suponía, moldeaban la estructura y orientación del Estado (Gurrieri,
1987).
Sin
embargo, el enfoque analítico propio de la teoría de la dependencia no
demandaba esa discusión, porque el Estado era entendido como un aparato de
dominación que actuaba condicionado por las lógicas capitalistas sistémicas. En
ese sentido, el dependentismo no concebía la existencia de actores que puedan
liderar el proceso de desarrollo, por la ausencia de una burguesía local, ni
tampoco la capacidad de los Estados para llevarlo adelante. Pero, como se
indicó, el estructuralismo sí requería esa discusión, porque a pesar de los
condicionamientos externos e internos, el Estado continuaba revistiendo un rol
de sujeto transformador. Así, al concebir la posibilidad de avanzar en una
estrategia de desarrollo-asociado, que permita construir mayores espacios de
autonomía y mejorar los patrones de reproducción capitalista en la periferia,
el estructuralismo afrontaba, a diferencia de la teoría de la dependencia, el
desafío de reflexionar sobre qué aspectos teóricos y empíricos actuaban en la
formación estatal periférica, cuáles eran las especificidades de su
configuración en la diversidad histórica, cultural y espacial de América
Latina, qué tipo de estatidad debía construirse a partir de ello, y cómo
debería actuar en el proceso de transformación de acuerdo con el estilo de
desarrollo dominante en la periferia.
De
todas maneras, el enorme desafío que ello representaba se vio interrumpido por
el disruptivo avance del neoliberalismo y los procesos sociopolíticos de la
región. En general, estos procesos desplazaron la reflexión teórica más
profunda sobre la naturaleza y la especificidad del Estado periférico
latinoamericano, y las transformaciones que eran necesarias bajo el contexto de
crisis y de transformación global y regional. Así, quedó inconcluso el desafío
de entender cómo la dinámica de poder y los conflictos, que aunaban procesos
internos y externos, afectaban el proceso de formación estatal, cuáles eran las
calidades de los Estados resultantes, y cuáles deberían sus formas
constitutivas y las lógicas de acción necesarias para liderar el proceso de
transformación estructural. Esa reflexión también requería considerar el
contexto geopolítico particular, vedado en gran medida en el análisis de la
CEPAL por su posicionamiento dentro de Naciones Unidas y el predominio del
enfoque nacionalista-metodológico; y el marco contextual geoeconómico cambiante
ante las transformaciones productivas, regulatorias y espaciales del capitalismo
global. Precisamente, el reconocimiento de esos elementos, que fueron clave
para explicar cómo las trayectorias asiáticas lograron su desarrollo y
enfrentaron luego los procesos de reestructuración capitalista posteriores a
1970, así como también las presiones desmantelatorias sobre la estatidad de la
posguerra bajo las nuevas dinámicas del capital (Fernández,
2017), quedaron truncos para el análisis de América Latina.
El neoestructuralismo como
paradigma renovado de desarrollo bajo la globalización
Luego
de la crisis del modo de desarrollo fordista-keynesiano en los países centrales
y de las estrategias sustitutivas en la periferia, el neoliberalismo emergió
como el paradigma dominante de desarrollo económico (Harvey,
2007). En ese sentido, el neoliberalismo representó una
ofensiva impulsada por las fracciones dominantes del capital para recomponer su
poder luego del fin de los años dorados del capitalismo (Duménil
& Lévy, 2005), a partir de un importante proceso
de reconfiguración de la relación capital-trabajo y de la forma de entender el
rol del Estado para el desarrollo.
Desde
la perspectiva neoliberal, la intervención del Estado en la economía es
cuestionada por considerar que distorsiona la óptima asignación de recursos y
desvirtúa los mecanismos de competencia. Por ello, el rol del Estado es
principalmente favorecer los derechos de propiedad privada, el imperio de la
ley, y las instituciones del libre mercado y el libre comercio, siempre con el
fin último de garantizar las libertades individuales (Harvey,
2007). El Estado debe garantizar el marco legal que delimite,
asigna y proteja los derechos para poder operar libremente; y, en última
instancia, dispone del monopolio de la violencia para preservar estas
libertades por encima de todo. De esta manera, el Estado asume discursivamente
un rol selectivo, mínimo y subsidiario en los asuntos económicos y sociales, a
los fines de resolver las fallas del mercado.
La
prédica y la aplicación del recetario neoliberal en América Latina implicó una
fuerte crítica a los procesos de desarrollo llevados a cabo en las décadas
anteriores, basados en la industrialización liderada por el Estado (Pinto,
1987). Su ingreso y legitimación estuvo fuertemente
asociado, primero, a los Golpes de Estado y, luego, a las estrategias de
desarrollo promovidas por los organismos de financiamiento internacional (como
el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional) y el Consenso de
Washington (Williamson,
1990). En ese contexto, mientras en el plano discursivo el
Estado fue desplazado como actor estratégico del desarrollo, promoviéndose una
mayor confianza en la capacidad dinamizadora del mercado (Fernández
et al., 2006), ese mismo Estado pasó a formar
parte de un complejo dispositivo de intervención, que articulaba intereses
trasnacionales, nacionales y regionales, y estaba orientado a implementar
diversas estrategias de liberalización, desregulación y privatización. En tales
procesos, el centro de gravedad no se encontraba tanto en la reducción del
Estado sino es su transformación (Fine
& Saad-Filho, 2016). A partir de ello, nuevos modos de
organización, regulación e intervención del Estado garantizaban la
fragmentación de la sociedad civil y la penetración del capital global, sobre
todo a través de los actores transnacionales que monopolizaban los procesos de
mercantilización (Fernández,
2001).
Los
cambios en la forma de entender el Estado alcanzaron también su dimensión
escalar y estructural. La escala nacional, predominante en las discusiones de
desarrollo en las décadas previas, fue reemplazada por la importancia de
alentar procesos de delegación decisional y funcional a favor de instancias
supra y subnacionales (Jessop,
2008). En el caso de América Latina, los procesos de
descentralización adquirieron una importancia fundamental en las discusiones
del desarrollo (Fernández,
2010), quedando funcionalmente integrados a las estrategias
limitativas del direccionamiento estatal centralizado, por medio de su
asociación a los discursos esmerados en rescatar una mayor participación de la
sociedad civil, entendida esta como una forma alternativa o incluso opuesta a
la toma de decisión por parte del Estado (Harvey,
2007).
Precisamente,
en el marco de los procesos de transformación productiva, regulatoria y
espacial del capitalismo (Fernández,
2017), y ante la nueva hegemonía neoliberal, el
neoestructuralismo emergió como el paradigma renovado de desarrollo
latinoamericano dentro de la CEPAL (Sunkel,
1991). Desde la perspectiva institucional, el
neoestructuralismo representaba una actualización de los postulados
estructuralistas originales, con el fin de revisar las limitaciones que se
hicieron evidentes durante la ISI y adaptar aquellas ideas al nuevo escenario
global. Al mismo tiempo, el neoestructuralismo se presentaba como una
alternativa al relato neoliberal ahora dominante (Bitar,
1988; Sunkel y Zuleta, 1990). Todo ello se tradujo en una nueva
forma de entender los procesos de desarrollo y el rol del Estado.
Sin
embargo, a pesar de los esfuerzos iniciales de la CEPAL bajo aquel contexto de
reformas y condicionamientos, la renovada forma de entender el rol del Estado quedó
estrechamente asociada a los requerimientos y formas implicativas impuestas por
el neoliberalismo (Guillén Romo, 2007). En ese sentido, el tránsito que experimentó la CEPAL
en el paso del estructuralismo (tardío) al neoestructuralismo terminó
desplazando aquellas dimensiones de análisis que fueron emergiendo durante las
décadas anteriores, asociadas a las dinámicas de poder y conflicto del
capitalismo periférico, y a los desafíos que ello implicaba para pensar y
problematizar la intervención estatal. Como analizaremos, incluso cuando la
forma de entender el Estado manifestó algunos cambios a principios del siglo
XXI, ello tampoco se tradujo en la recuperación de aquellas dimensiones
sociopolíticas del desarrollo y de las reflexiones en torno al rol que le cabe
al Estado en esos procesos.
Neoliberalismo
y neoestructuralismo: el abordaje del Estado durante los 90s
En
su documento fundacional “Transformación productiva con equidad”, la propuesta
neoestructuralista se orientó a analizar los problemas estructurales de las
economías latinoamericanas que no lograron resolverse con la ISI, y que se
profundizaron en el marco de las crisis que tuvieron lugar en la región durante
la década del 80. Al mismo tiempo, al reconocer el proceso de transformaciones
recientes del capitalismo, la nueva estrategia destacó la importancia de
promover un tipo de competitividad auténtica a los fines de avanzar en un
patrón de desarrollo que permita una inserción dinámica en la economía
internacional, combinando la necesaria transformación productiva con una mayor
equidad (CEPAL,
1990).[8]
En
ese marco, la propuesta neoestructuralista implicó un cambio epistémico en el
abordaje del capitalismo y el desarrollo (Ormaechea
& Fernández, 2020), principalmente a partir de
desplazar el enfoque analítico centro-periferia característico de la CEPAL.
Bajo el nuevo contexto global, el capitalismo ya no es abordado como un
conjunto de economías centrales y periféricas, que en sus vínculos comerciales
y productivos configuran una relación de subordinación y dependencia. En
cambio, el capitalismo se caracteriza por la existencia de un entorno globalizado
que ofrece múltiples oportunidades para el desarrollo de las economías
tecnológicamente atrasadas. Bajo un enfoque epistémico que no concibe
relaciones de poder y conflictos de intereses, la forma de entender el Estado
en el neoestructuralismo propia de los 90s se presentó en estrecha sintonía con
el planteo neoliberal en, al menos, tres dimensiones.
En
primer lugar, el punto de partida del análisis neoestructuralista sobre el
Estado se basó en una fuerte crítica a los mecanismos de intervención bajo la
ISI. El neoestructuralismo señaló que los Estados se caracterizaron por un
exceso de burocratización, por su ineficiencia y por una inadecuada asignación
de los recursos, al tiempo que desplegaron un proteccionismo estatal “frívolo”,
que en la práctica desvirtuó el funcionamiento de las economías (CEPAL,
1990; Fajnzylber, 1990). En consecuencia, la forma de
resolver los problemas asociados a un excesivo intervencionismo estatal fue
promover un tipo de intervención subsidiaria (CEPAL,
1990) y eficiente (Rosales,
1988). La intervención del Estado se consideraba importante
para estimular aquellas actividades que no resulten de interés o beneficio de
los actores privados. Pero dicha intervención no debe ser amplia o extensa (Bitar,
1988), sino que debe limitarse a cumplir los objetivos para
los cuales se lo interpela. En relación con las nuevas dinámicas que asume el
capitalismo bajo la globalización, ello implica llevar adelante políticas
selectivas que permitan desarrollar un tipo de inserción externa sofisticada,
basada en la industrialización orientada al conocimiento y la innovación (CEPAL,
1990).
En
segundo lugar, la anterior centralidad indiscutida del Estado para el
desarrollo fue reemplazada por un abordaje que revaloriza las dinámicas del
mercado. A diferencia de las contribuciones que fueron emergiendo en la
progresiva evolución del estructuralismo, el neoestructuralismo dio lugar a una
nueva forma de entender el desarrollo que ya no prioriza la dinámica del
conflicto propia del capitalismo, y particularmente del capitalismo periférico,
sino que revaloriza las dimensiones de la colaboración y la cooperación entre
los actores públicos y privados para el desarrollo. La importancia del Estado
se asocia ahora a su capacidad para acompañar la iniciativa privada y promover
mecanismos de interacción entre los actores (entre las empresas, entre
empresas-trabajadores, y entre actores públicos y privados) para generar conocimientos
y transferir tecnología a través de concertaciones estratégicas (CEPAL,
1990).
En
tercer lugar, en consonancia con el nuevo contexto de discusión escalar del
Estado, el neoestructuralismo revalorizó las instancias de decisión
subnacionales como espacios centrales para la promoción del desarrollo (Fernández,
2010). En forma convergente con las estrategias promovidas
desde los organismos financieros internacionales, como el Banco Mundial (Fernández
et al., 2006), se argumentaba la importancia de
descentralizar institucionalmente al Estado y favorecer la conversión de las
regiones y las localidades en sujetos de su auto-desarrollo, para aprovechar
mejor los recursos y potencialidades, y capitalizar las ventajas de los
mercados locales y las iniciativas de los actores privados (Bitar,
1988; Bossier, 1994; Finot, 2001).
Posneoliberalismo
y neoestructuralismo: el abordaje del Estado durante en el siglo XXI
Entrando
el nuevo siglo, la forma de entender el rol del Estado para el desarrollo
presentó algunos cambios, tanto en lo que refiere a las estrategias políticas
implementadas en la región, como a su discusión en el marco de las teorías de
desarrollo económico latinoamericano. Ello tiene que ver con el reconocimiento
de las consecuencias profundamente negativas que tuvo la implementación de las
políticas neoliberales, y con la emergencia de nuevas coaliciones políticas en
la región[9] que
criticaron fuertemente aquellas experiencias (Sader,
2008). Más allá de sus diferencias, estos gobiernos
recuperaron la centralidad del Estado para el desarrollo y la reducción de las
desigualdades, lo que dio lugar a un nuevo contexto de producción de análisis y
reflexión teórica que se mostró más permisivo y optimista respecto de la
intervención estatal (Fernández,
2016).
Este
cambio de época también tuvo lugar al interior de la CEPAL (Leiva,
2008). Si bien ello no implicó un cambio sustantivo en las
principales dimensiones descriptas, ni en un posicionamiento necesariamente
crítico a las políticas neoliberales implementadas en la región, la concepción
del Estado predominantemente subsidiaria fue reemplazada por un enfoque que
reconoce en mayor medida las ventajas de una intervención estatal en múltiples
áreas de la economía. Así, aunque persista un abordaje que revaloriza la
importancia de la eficiencia del Estado y que su intervención sea de manera
concertada con la sociedad civil, se reconoce la importancia de la acción
estatal desde una perspectiva no estrictamente subsidiaria. En ese marco, se
destaca la importancia de la calidad de sus intervenciones para la promoción
del cambio estructural.
Las
referencias al Estado parten de reconocer que durante la década de los 90s se
profundizó la heterogeneidad estructural propia de la región, con impactos
significativos en las estructuras de empleo y la desigualdad social (CEPAL,
2000). Ante esa situación, la intervención del Estado se
considera central tanto para promover la convergencia productiva, como para
reducir las brechas de desigualdad social.
En
gran medida, se destaca la importancia del Estado para la promoción de
políticas públicas orientadas al desarrollo industrial, la innovación
tecnológica, el financiamiento a los sectores menos productivos y el fomento a
la pequeña y mediana empresa (CEPAL,
2002a). Gran parte de la estrategia de desarrollo pasa por
la necesidad de generar y transferir tecnologías, para reducir la
heterogeneidad estructural interna y mejorar el posicionamiento internacional (CEPAL,
2012). En ambas instancias, el Estado asume un rol central,
asociado tanto al financiamiento de la I+D, como a la promoción de
comportamientos e interacciones sinérgicas entre actores públicos y privados
para el desarrollo tecnológico. Desde esta perspectiva –que aparece
estrechamente asociada y revaloriza el rol del “Estado emprendedor” (Mazzucato,
2014)-, el Estado no debe limitarse a corregir las fallas
del mercado, sino a implementar políticas que sean
capaces de crear mercados, y en las que el Estado no solo comparta los costos
de promover la innovación sino también los beneficios que se obtengan de las
inversiones realizadas.
El
Estado también asume un rol central para resolver los históricos problemas
asociados a las estructuras de empleo de la región y la persistente
desigualdad. Por un lado, la necesidad de transformar y cualificar las
estructuras de empleo son un imperativo a los fines de poder crecer con equidad
(CEPAL,
2000). El Estado tiene un rol central en la inversión y
promoción de distintas medidas que tengan por fin incrementar la productividad
por trabajador empleado y cualificar la estructura de empleo. Pero el Estado
también tiene un rol central en la regulación del empleo y en la protección de
los intereses de los trabajadores, ya sea a través del establecimiento de
salarios mínimos y acuerdos laborales, la protección de los trabajadores que se
desempeñan en el sector informal de la economía o la implementación de garantías
de protección social.
Por
otro lado, se destaca la importancia del gasto público como principal
instrumento mediante el cual el Estado puede influir en la redistribución de
ingresos, principalmente a través de políticas sociales orientadas al área de
salud y educación (CEPAL,
2002b, 2010, 2012). El Estado también asume un rol
central para proteger a los sectores más desfavorecidos, como aquella población
que se encuentre desempleada o en situación de pobreza, a través de seguros de
desempleo, capacitaciones, acceso a salud, etc. (CEPAL,
2000). En suma, desde esta nueva perspectiva, el Estado
asume un rol fundamental en la redistribución del ingreso y en la promoción de
un nivel de vida aceptable para la población latinoamericana.
De
todas maneras, este mayor reconocimiento y permisividad a la intervención
estatal, no estuvo acompañada, hasta el momento, por una revalorización de las
dinámicas sociopolíticas para la problematización del Estado en el marco del
capitalismo periférico. Persistió, en cambio, un enfoque que entiende la
intervención estatal a través de la figura de pactos para la promoción del
desarrollo y la igualdad (CEPAL,
2002a, 2010, 2012, 2014), que prioriza el análisis de las
formas concertadas de vinculación entre el Estado y la sociedad civil, pero que
no problematiza la construcción de las estructuras estatales y las modalidades
de implicación a partir de la consideración de las relaciones de poder y el
conflicto que son propias del capitalismo, tanto en una dimensión interna de
análisis, como en el plano geopolítico actual. En definitiva, la intervención
del Estado se entiende en relación con una amplia participación de la sociedad
civil, orientada a articular e integrar los diversos actores, a los fines de
promover comportamientos sinérgicos para la promoción del desarrollo.
Reflexiones finales
El
período que comenzó a partir de la década de 1950, bajo el escenario de
posguerra y predominio de la macroeconomía keynesiana, se caracterizó por
ubicar a los Estados como agentes centrales en las discusiones y estrategias de
desarrollo, tanto en los países centrales como en los periféricos. En el caso de
América Latina, dicha centralidad estuvo asociada inicialmente a la emergencia
del estructuralismo latinoamericano, y fue luego complementada y desarrollada
en clave sociopolítica en los debates del estructuralismo tardío y las teorías
de la dependencia.
La
progresiva evolución de las contribuciones iniciales de la CEPAL, junto con los
debates de la dependencia, fueron colocando el problema del poder y conflicto
en el centro del análisis del desarrollo latinoamericano. Aunque ello no
implicó una teorización per se del
Estado, sí se tradujo en un reconocimiento explícito del rol de los Estados en
el capitalismo periférico, y de las dinámicas sociopolíticas que se hacen
presente de manera tensionada en la periferia limitando sus posibilidades de
desarrollo. En relación con los Estados, de acuerdo con cada enfoque, ello
implicaba considerar cómo la intervención del Estado podría viabilizar una
estrategia de desarrollo-asociado, o bien, cómo los Estados actuaban recreando
la condición de dependencia de la región, sin ninguna posibilidad de desarrollo
dentro del capitalismo.
Sin
embargo, luego de la ofensiva neoliberal, el Estado sufrió un desplazamiento
relativo en las discusiones sobre el desarrollo. Ello implicó una
reinterpretación de su rol sobre la base del nuevo predominio neoliberal. En
ese sentido, aunque el neoestructuralismo incorporó al Estado como un actor
importante para la estrategia del cambio estructural, su abordaje manifestó un
cambio significativo respecto de las dimensiones sociopolíticas que habían
comenzado a emerger a lo largo de 1960 y 1970.
Inicialmente,
el abordaje del Estado bajo el primer período neoestructuralista aparece en
consonancia con el enfoque característico del Estado neoliberal que pregonaba
un tipo de intervención eficiente, auto-limitada y subsidiaria. Luego, a
comienzos del nuevo siglo, la forma de entender el Estado se mostró más
optimista con su intervención. El reconocimiento –no explícitamente crítico- de
que las políticas neoliberales implementadas profundizaron la heterogeneidad
estructural y las desigualdades económicas y sociales dieron lugar a un
entendimiento del Estado que, también en consonancia con el nuevo contexto
político de la región, se mostraba más permisivo respecto de su rol para el
desarrollo y la reducción de las desigualdades.
De
todas maneras, aun cuando recobró una mayor importancia en las discusiones del
desarrollo, su abordaje continúa apareciendo de manera desproblematizada. Es
decir, el Estado ya no es concebido en el marco de una estructura productiva
periférica, que opera en un sistema jerárquico, excluyente y desigual, y en el
cual existen conflictos de intereses y relaciones de poder tanto en torno a la
relación centro-periferia, como también al interior de la misma periferia,
entre los distintos actores y estratos socioeconómicos. En cambio, el
neoestructuralismo concibe el rol del Estado centralmente para la promoción de
la competitividad sistémica, a partir de la promoción de políticas y redes de
interacción públicos y privadas para el desarrollo tecnológico, la innovación y
la reducción de la heterogeneidad estructural.
Se
desconocen, en consecuencia, las dinámicas de poder y conflicto que son
constitutivas del sistema capitalista, cuyo reconocimiento fueron emergiendo
progresivamente en las discusiones del desarrollo latinoamericano tanto en la
evolución progresiva del estructuralismo como en los debates de la dependencia.
En definitiva, ante la omisión de la consideración de las relaciones de poder y
conflicto propias de la periferia, tanto la capacidad directiva del Estado
sobre el proceso acumulativo, como el análisis de la configuración estatal y de
sus modalidades de implicación para construir dicha capacidad, no encontraron
continuidad luego de los procesos de transformación capitalista posterior a la
crisis de 1970, sino que quedaron desplazadas por un abordaje que destaca las
dinámicas cooperativas y de colaboración entre los actores sociales para el
desarrollo.
Ante
ello, la reflexión en torno al rol del Estado para el desarrollo latinoamericano
demanda recuperar el debate perdido luego de la ofensiva neoliberal, acerca de
la consideración de las dinámicas de poder y conflicto que son propias del
capitalismo y que adquieren su especificidad en el capitalismo periférico, para
problematizar, a partir de allí, los requerimientos que son necesarios en
relación con los Estados latinoamericanos para llevar adelante el pretendido e
inconcluso cambio estructural.
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Recibido: 15/07/2020
Evaluado: 18/08/2020
Versión Final: 24/08/2020
(*) Licenciada en Ciencia Política y Magíster en Ciencias Sociales (Universidad Nacional del Litoral), Doctoranda en Desarrollo Económico (Universidad Nacional de Quilmes). Becaria Doctoral (Instituto de Humanidades y Ciencias Sociales del Litoral, Universidad Nacional del Litoral / Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas). Argentina. E-mail: eormaechea@fcjs.unl.edu.ar / emiliaormaechea@gmail.com ORCID: https://orcid.org/0000-0003-3188-3654
(**) Abogado (Universidad Nacional del Litoral), Magíster en Ciencias Sociales (FLACSO Argentina), Doctor en Ciencia Política (Universidad Autónoma de Madrid). Director (Instituto de Humanidades y Ciencias Sociales del Litoral, Universidad Nacional del Litoral / Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas). Argentina. E-mail: rfernand@fcjs.unl.edu.ar ORCID: https://orcid.org/0000-0002-8650-8934
[1] En este trabajo nos centramos en el estudio del rol del Estado para el desarrollo en la tradición cepalina señalando, también, sus contrapuntos con los debates de la dependencia. Sin embargo, reconocemos que las discusiones sobre el desarrollo latinoamericano, así como el involucramiento de Estado en ello, son más amplias a los temas abordados directa o indirectamente por la CEPAL.
[2] Referimos a países centrales y periféricos de acuerdo con el análisis de Prebisch (1949) que se explicará a continuación.
[3] La creación de la CEPAL, en el marco de las Naciones Unidas, también se inscribe entre los intentos de EE.UU. por configurar un sistema de organismos internacionales que den soporte a su dominio a nivel internacional.
[4] Como Enzo Faletto, Fernando H. Cardoso, Jorge Graciarena, Marshall Wolfe, Aníbal Quijano.
[5] Es importante reconocer que todo intento de diferenciación analítica tiene sus limitaciones. Por ejemplo, si bien el punto de partida de lo que denominamos estructuralismo tardío fueron centralmente las contribuciones de la CEPAL, estos debates también estuvieron influenciados (aunque no de manera reconocida) por las discusiones marxistas de la época, que eran prominentes en los análisis políticos y económicos de grandes sectores de la izquierda latinoamericana (Palma, 1987).
[6] Poco antes de los cambios en el contexto global y la necesidad de debatir si el ingreso del capital extranjero promovía o no el desarrollo de la periferia –contexto que acompañó los debates del estructuralismo tardío-, se produjo un cambio en la misma percepción de Prebisch sobre el Estado. Ello influyó en el reconocimiento de que el Estado no necesariamente impulsaba el desarrollo, sino que también podía conformarse como un actor problemático del mismo proceso, producto de las insuficiencias del proceso acumulativo periférico. Ese tránsito del “Estado presupuesto” al “Estado descubierto” (Fernández y Ormaechea, 2018) tenía lugar, todavía, bajo una clave de la Economía Política que carecía de la dimensión geopolítica del análisis y de la profundización de la dimensión sociopolítica que se hará explícita con el avance de las décadas del 60 y 70.
[7] Sobre diversas formas de diferenciar los enfoques, se puede consultar Palma (1987); Svampa (2016); Kay (1991).
[8] Sobre el neoestructuralismo, desde distintas perspectivas, se puede consultar Bielschowsky (2009), CEPAL (1990), Guillén Romo (2007), Leiva (2008), Pérez Caldentey (2015), Sunkel (1991), entre otros.
[9] En referencia a los gobiernos de Hugo Chávez en Venezuela (1999); Ricardo Lagos en Chile (2002); Luiz Inácio Lula Da Silva en Brasil (2003); Néstor Kirchner en Argentina (2003); Evo Morales en Bolivia (2003); Tabaré Vázquez en Uruguay (2004) y Rafael Correa en Ecuador (2007).