Un acercamiento a la violencia como lazo político. El semanario Compañero y el peronismo en los años 60
en Argentina
Andrés N. Funes(*)
Resumen
Un rápido repaso por los clásicos trabajos sobre
el peronismo después del golpe de Estado a Juan Domingo Perón en septiembre de
1955 permite concluir que han escaseado las investigaciones orientadas a
estudiar las manifestaciones de la violencia política en la Argentina de los
primeros años sesenta, sea en las formaciones políticas que se identificaban
con el peronismo como también en aquellas otras que no se reconocían en él.
Este trabajo pretende comenzar a subsanar esta vacancia. Partiendo de una
clarificación concepción que entiende a la violencia como un tipo de lazo
político, este artículo analiza de qué forma la violencia se manifiesto en una
publicación política ligada a un sector del movimiento peronista en los años
sesenta, el semanario Compañero.
Palabras clave: Violencia; Lazo político; Compañero; Peronismo; Años sesenta.
An approach to violence as
a political bond. The weekly Compañero
and peronism in the 60’s in Argentina
Abstract
A quick review of those classic works on Peronism
after 1955 allows us to conclude that there has been an only a few research
aimed to studying the manifestations of the political violence in Argentina in
the early 1960s, either in the political formations identified with Peronism as
well as those that were not recognized in this way. Starting from a conceptual
clarification that understands violence as a type of political bond, this article
analyzes how violence manifested itself in a political publication linked to a
sector of the Peronist movement in the 1960s, the weekly Compañero.
Key words: Violence; Political bond; Compañero; Peronism; Sixties.
Un
acercamiento a la violencia como lazo político. El semanario Compañero y el peronismo en los años 60
en Argentina
Introducción
Uno de los
interrogantes que más han acuciado a la disciplina historiográfica argentina y
extranjera es la relación entre el peronismo y la violencia política en la
Argentina del periodo 1955 – 1973, espacio que media entre el exilio y el
regreso de Juan Domingo Perón a este país. Uno de los primeros trabajos que
abordaron esta cuestión es el de Daniel Lutzky y Claudia Hilb, La nueva izquierda argentina: 1960-1980,
libro fundacional en los estudios del pasado reciente argentino. Con gran
maestría, los autores tratan de comprender el proceso de nacimiento,
crecimiento y muerte de la “nueva izquierda de los años 60” en Argentina. La
violencia es el eje que vertebra esta investigación que recorre la forma en que
pensó y actuó un sector para nada minoritario de la juventud argentina entre
los años sesenta y ochenta.
Poco tiempo
después, en 1986, María Matilde Ollier escribió El fenómeno insurreccional y la cultura política. Poniendo el foco
casi con exclusividad en la revista Cristianismo
y Revolución, la autora pretende iluminar la visión de sociedad, la
sustitución de la política por la guerra y la concepción de peronismo que animó
a las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), a las Fuerzas Armadas Peronistas
(FAP) y a Montoneros, tres experiencias revolucionarias de los años setenta. Al
igual que sucede con el trabajo anterior, aquí ocupa un lugar privilegiado la
violencia. Ella le permite a la autora recrear la escenificación del espacio
comunitario y las tentativas para reformarlo que intentaron llevar a cabo
aquellos grupos vinculados al peronismo.
Por último,
el tercer antecedente de peso que puede mencionarse es Política y/o violencia de Pilar Calveiro, editado en 2005. Aquí la
autora busca examinar las circunstancias políticas que llevaron al último golpe
de Estado en la Argentina. Calveiro trata de comprender las prácticas y las
responsabilidades que tuvieron los grupos guerrilleros en el fatídico desenlace
del 24 marzo de 1976. También la concepción de violencia es estructurante de
este análisis.
Estos
trabajos, enumeración que no pretende ser exhaustiva,[1]
tienen un común denominador: intentaron explicar el fenómeno de la violencia
política en la Argentina de los años sesenta y setenta circunscribiéndose al
periodo 1969-1976. Orientados a explorar el periodo que media entre el
“Cordobazo”[2]
y la última dictadura militar de 1976, pusieron el foco específicamente en las
formaciones políticas ligadas a las experiencias autopresentadas como
revolucionarias, tanto marxistas como peronistas, y la relación que éstas
entablaron con las prácticas violentas. Estas investigaciones, empero, no
permiten contestar algunas preguntas: ¿qué sucede con la violencia en el
periodo previo? ¿De qué forma la entendieron y practicaron grupos
autoidentificados como revolucionarios en los años anteriores a 1969? En
definitiva, ¿pueden extrapolarse las conclusiones del ciclo que se abrió con el
“Cordobazo” y cerró con el golpe de Estado de 1976, al intervalo 1955-1968? En
principio, la respuesta puede ser negativa.
Reconociendo
la importancia que presentan estos trabajos y otros[3]
para el campo de estudios acerca de la violencia política durante el periodo
1955 – 1976 en la Argentina, en este artículo se la pretende abordar de otra
manera. Ella constituye la manifestación de un lazo político, un tipo de
relación social entre individuos, independiente de sus “efectivas” puestas en
escena o manifestaciones prácticas. Si, por una parte, se concibe que la
violencia, como ha marcado Daniela Slipak (2019) en su trabajo sobre Hannah
Arendt, adquiere la forma de un vínculo entre sujetos articulador alrededor de
la fusión y de la íntima cercanía, por el otro, puede decirse que la violencia
como lazo social puede también entendérsela como una diferenciación e
individualización total que amenazaría, ya no solo a la comunidad, sino también
a los propios integrantes de esta, individualmente considerados.
Estas
reflexiones conducen a dejar a un lado las valoraciones normativas que puedan
tenerse sobre la violencia. Asimismo, se pretende escapar a la tentación de ver
en la violencia un comportamiento meramente irracional o, incluso, caer en su
opuesto: hallar ahí la más crasa expresión de una razón instrumental. Se quiere
examinar los contornos que tomaron esas gramáticas de la violencia en un sector
del movimiento peronista de los años sesenta en la Argentina: el de aquellos
que se autoidentificaban como revolucionarios. Para ello, se recurre al
semanario político Compañero,
publicación de referencia para un sector del movimiento liderado por Juan
Domingo Perón que se definía a sí mismo como revolucionario en los primeros
años sesenta argentinos.
El trabajo
está divido en tres grandes partes. En la primera, se hará una breve
presentación de Compañero, subrayando
su relevancia para comprender algunas de las dinámicas por las que atravesó el
peronismo en la década del sesenta. Luego, teniendo en mente la forma en que
toma cuerpo una primera dimensión de la violencia como lazo, se introducirán
las polémicas que generó en el semanario el lanzamiento de la segunda etapa del
Plan de Lucha de la Confederación General del Trabajo (CGT) y la posibilidad de
que ella se dividiese. En la tercera, se observará de qué forma en Compañero se entendía que la violencia
emanada del Estado debía ser respondida, y, también, de qué manera se concibió
la aplicación “aislada” de la violencia.
I. Algunas palabras sobre Compañero
Hablar de Compañero
es referirse, en primer lugar, a su editor: el médico y periodista Mario
Valotta. Tras un breve encantamiento con la efímera experiencia desarrollista
que inauguró el presidente Arturo Frondizi en 1958, Valotta inició un
acercamiento cada vez más pronunciado hacia el peronismo. Esto se puso de
manifiesto en las editoriales de Compañero.
Sin embargo, ese coqueteo tenía antecedentes en otras dos publicaciones en las
cuales aquel intervino como director. Por una parte, el periódico Democracia. Luego del golpe de Estado
que destituyó a Frondizi en marzo 1962,[4]
Valotta asumió como “subdirector a cargo de la dirección” del periódico. Con el
correr de los meses las noticias sobre Perón y su movimiento acabaron por
dominarlo todo. El diario, empero, fue clausurado en julio de 1962. Tras varios
meses de titubeos, y también con Valotta apareciendo como director, en
diciembre de aquel año 62 salió a las calles el semanario político 18 de Marzo. El nombre ya marca una
filiación explícita con el peronismo, en general, y, de forma particular, con
lo que se ha llamado su sector “duro”.[5] La
gravitación que tuvo allí el secretario general de la Asociación Obrera Textil
(AOT) y gobernador electo en las elecciones del 18 de marzo de 1962, Andrés
Framini y de su sector, era a todas luces evidente. Esta publicación, de todos
modos, no corrió mejor suerte que Democracia.
Aparecido su número 9, el presidente José María Guido, sucesor de Frondizi,
ordenó su clausura en febrero de 1963.
Sin embargo, Valotta volvió a la carga. El 7 de
junio de 1963 vio la luz el semanario Compañero
que, con 79 números, siguió apareciendo en los puestos de revistas de Capital
Federal, de Rosario, ciudad de Santa Fe y Córdoba hasta abril del 65. Un punto
de inflexión en la historia de la publicación se produjo el 5 de agosto de 1964
cuando, en un plenario desarrollado en el sindicato del Calzado de Buenos
Aires, se constituyó el Movimiento Revolucionario Peronista (MRP), con el
empresario Héctor Villalón y el sindicalista Gustavo Rearte como sus nombres
importantes. En aquella reunión Compañero
fue ungido como el portavoz del MRP, privilegiando a partir de ese momento
las declaraciones y las notas relativas al nuevo agrupamiento y a sus figuras
destacadas.
La
constitución y sinuosa existencia del Movimiento Revolucionario Peronista
escenifican, a nuestro entender, muchos de los conflictos por los que el
peronismo estaba atravesando en estos años sesenta. El MRP constituyó uno de
los intentos más serios llevados a cabo por algunos sectores políticos y
gremiales por ponerle coto al poder creciente del dirigente metalúrgico Augusto
Vandor. Específicamente para Compañero,
haberse transformado en vocera del nuevo grupo significó insertarse de lleno en
los entramados identitarios del peronismo. El caso del propio Valotta es
aleccionador en este sentido: de militante reformista en su juventud a
“peronista revolucionario” en su adultez.
La
participación activa que tuvo Valotta y gran parte de su equipo editorial en la
conformación MRP puede ser entendida como una suerte de “peronización temprana”[6]
para un gran número de lectores de Compañero
en estos primeros momentos de la década del sesenta. Peronización, debe
decirse, que iba más allá de una manifestación de simple adhesión al peronismo.
Se trataba, en cambio, de una toma de partido y una intervención política en
las distintas querellas que sacudían al movimiento liderado por Perón en esos
años sesenta, restituyendo, como lo manifestaba el propio Valotta y también
otras notas publicadas en Compañero,
el carácter “revolucionario” del peronismo en un periodo en el cual la estrella
de Vandor amenazaba con jaquear el liderazgo a distancia de Perón.
Ahora bien, ¿por qué detenerse en Compañero? Por una parte, resulta ser
una publicación más mencionada que analizada específicamente. Con la excepción
de trabajos como los de Marcelo Raimundo (2000) y Christine Mathias (2017), ni
el semanario ni tampoco la organización de la cual fue vocero se han
constituido en objetos de análisis privilegiado. Luego, allende su
especificidad, este semanario puede ser una útil puerta de entrada para
comprender con un mayor grado de complejidad los años sesenta para el
peronismo, poniendo en tensión los esquematismos y las explicaciones lineales o
teleológicas que una porción nada menor de la historiografía ha ensayado sobre
el derrotero del peronismo durante este periodo.[7]
Este tipo de explicaciones obturaron algunas de
las particularidades que surcaron el universo peronista durante toda la década.
Compañero, se entiende aquí, puede
servir para iluminar algunas discusiones que atravesaron al movimiento liderado
por Perón a comienzos de estos años. Y, por el otro, un abordaje que interrogue
a una fuente tan poco transitada apelando, para ello, a un conjunto de
elementos y concepciones elaborados desde un punto de vista teórico-político
permitirá, no solo exponer un conjunto de temas que encandecían las discusiones
en los años sesenta. Del mismo modo, mostrará de qué manera esas ideas se
articulaban en los distintos imaginarios, culturas o identidades políticas en
pugna. Específicamente en lo que se refiere a la violencia, el estudio sobre
este semanario y el compuesto de ideas que allí se plasmaron permitirá observar
de qué forma aparecían articulados sus dos registros hallables. En este preciso
sentido, Compañero resulta ser una
sustanciosa puerta de entrada para extender y profundizar las interrogaciones
sobre la violencia política allende los años setenta.
Compañero: la (violenta) unidad de los dirigidos
Jean-Luc Nancy (2008) sugiere que la llegada de
la modernidad produjo un cambio de proporciones: la violencia dejó de residir
en una naturaleza externa a las comunidades humanas, pasando a ser algo del
orden interno a éstas. Piénsese, a este respecto, en la disolución de los
marcadores de certidumbre de que hablaba Claude Lefort (1990) tras la
Revolución Francesa: la desincorporación del poder y el desanudamiento de las
esferas del poder, la ley y el saber. Esa pérdida de fundamentos externos y
últimos ocasionó una suerte de repliegue de la comunidad en sí misma y,
también, la toma de conciencia respecto a la diferencia y la distancia que
anidaba en ella, frente a la ilusión de homogeneidad y cercanía que parecía
albergar el Antiguo Régimen.
Esa fantasía se quebró y pareció transformase en
su contrario tras el cisma revolucionario del 1789. Si antes la violencia venía
de fuera y amenazaba con perturbar la unidad de la comunidad, con la llegada de
la modernidad, la violencia comenzó a acechar desde las propias entrañas
comunitarias. En otras palabras, en esa comunidad que hasta no hace mucho
tiempo parecía haber gozado de homogeneidad y de una cierta indiferenciación,
los conflictos intestinos comenzaron a desgarrarla. Junto a la heterogeneidad
que empezó a aflorar, ese “desgarro” de la unidad primigenia permitió que
distintos elementos existieran y se relacionaran entre sí. Sin embargo, esta
división, esa no homogeneidad, la no unicidad de la comunidad podía tornarse
insoportable. Este es el momento de la “explosión violenta”. Es decir, cuando
apareció la pretensión de querer reeditar la homogeneidad perdida de la comunidad,
desterrando la división y las diferencias que surgieron en su seno.
Con estas cuestiones teóricas en mente, se quiere
observar de qué manera desde el semanario político Compañero se tramitaba esa perentoria necesidad de restaurar la
supuesta malograda unidad del campo comunitario. Entre los días finales de
enero y principios de febrero de 1963 sesionó en Buenos Aires el congreso
normalizador de la CGT. Con 553 votos afirmativos y 60 nulos, a los que se
sumaba la abstención de algunos gremios ligados al comunismo, José Alonso, de
la Federación de Obreros del Vestido, y Riego Ribas, de la Federación Gráfica
Bonaerense, fueron elegidos como secretario general y secretario general
adjunto, respectivamente.[8]
Con la asunción de sus nuevas autoridades, la máxima central obrera argentina
lograba destrabar la peliaguda situación en la que quedó luego del fracasado
Congreso Extraordinario convocado por la intervención militar de la CGT en
1957. Asimismo, lograba no solo posicionarse de una mejor forma frente
titubeante gobierno José María Guido, sino también de cara a las elecciones
presidenciales convocadas para julio de ese mismo año.
Este mejor posicionamiento se vio palmariamente
en la organización de una serie de medidas tomadas entre 1963 y 1965: el Plan
de Lucha. Aprobado en el congreso normalizador de enero, el plan atravesó cinco
etapas: 1) la “Semana de Protestas” (finales de mayo y principios de junio de
1963), con paros, actos públicos y asambleas; 2) ocupaciones de
establecimientos de trabajo (junio y julio de 1964); 3) celebración de Cabildos
Abiertos en diferentes ciudades de Argentina (agosto y septiembre de 1964); 4)
realización de actos y movilizaciones que terminaron con una huelga general de
48 horas (noviembre y diciembre de 1964); y 5) concentraciones y marchas en la
ciudad de Buenos Aires y en las principales localidades del cordón industrial
de los partidos bonaerense aledaños (octubre de 1965).[9]
La segunda etapa fue anunciada por la CGT en mayo
de 1964. El día 21 más de un millón de obreros textiles, químicos,
metalúrgicos, navales, albañiles, aceiteros y fideeros llevaron a cabo la
ocupación de sus lugares de trabajo. Cerca de ochocientos establecimientos
fabriles fueron ocupados en la ciudad de Buenos Aires y en el conurbano
bonaerense (Schneider, 2005). Al decir de James, el Plan, capitaneado por
Vandor, constituyó “una impresionante demostración de organización y
disciplina”, ya que en el transcurso de cinco semanas “fueron ocupadas más de
11.000 plantas, con intervención de más 3.900.000 obreros” (1990, p. 224).
Seis días después de la iniciación de esta
segunda etapa, Mario Valotta comentaba en su editorial semanal:
Ha sido su
presión (la de las bases) constante sobre los burócratas encaramados en la
dirección del Movimiento Obrero la que evitó un nuevo retroceso de los tantos
que ha producido una dirección absolutamente divorciada de las bases y en
abierta complicidad con el enemigo. Las constantes traiciones, junto a la
dramática situación que vive la clase trabajadora, ha ido acentuando
peligrosamente ese divorcio que amenazaba ya la permanencia en sus sillones de
los señores burócratas de la Central Obrera. Por eso es que han tenido que
abrir esta válvula de escape –aunque muy limitadamente- para evitar ser
rebasados por los hechos.[10]
Al decir de
Valotta, fue la presión de los cuadros de base, de las segundas líneas, sobre
los dirigentes de la CGT la que habría evitado que esta segunda etapa del Plan
de Lucha pereciera. Si éstos últimos se lanzaron a ocupar fábricas, ello no
obedeció, al decir del editor del semanario, a razones sinceras, sino que
estuvo motivado por la preocupación de “ser rebasados por los hechos”. Es
decir, llevaron a cabo las ocupaciones para evitar que las “bases” adquiriesen
una autonomía tal que reflejara ese presunto “divorcio” entre dirigentes y
dirigidos. Esto es, que la función de representante que debían tener los
cuadros de la Confederación General del Trabajo estaba rota, quebrada.
Precisamente, las ocupaciones de los lugares de trabajo por parte sus
trabajadores parecían poner de manifiesto la tensión que anidaba entre
representantes y representados. Asimismo, si los dirigentes se acometieron a
organizar y llevar adelante la toma de fábricas, ello no obedeció simplemente a
la necesidad de ocultar la distancia que los separaba de las “bases”, según
Valotta. De igual forma, buscaron con las “tomas” esconder la complicidad que
mantenían con el gobierno de Arturo Illia.
De forma
clara, para Compañero, gran parte de
este conflicto entre los dirigentes y sus bases estaba vinculado a la diametralmente
opuesta concepción política que los separaba. Esto saltaba a la vista, por
ejemplo, si se consideraba específicamente el método de ocupación de fábricas.
Aquí estaba el meollo de la cuestión para comprender por qué para Compañero la relación entre dirigentes y
dirigidos estaba desgarrada. Mientras los primeros querían supuestamente
ocultar el contenido revolucionario de las “tomas”, los segundos serían
conscientes de que este método constituía algo novedoso, precisamente porque
mostraba que el “cambio de estructuras” no iba a llegar de la mano de leyes
laborales sino mediante procedimientos que pongan en cuestión el ordenamiento
“tradicional” y jerárquico. Esto lo marca muy bien Schneider (2005).
Refiriéndose, por ejemplo, a las ocupaciones de fábricas que tuvieron como
herramienta la toma de rehenes, el autor argumenta que éstas no sólo llevaron a
una alteración de la habitual disciplina patrón – obrero, sino que también
condujeron a una puesta en cuestión de la propiedad privada.
Retomando
lo dicho en Compañero, en la misma
nota sobre las ocupaciones de fábricas, se volvía sobre el tema de los
dirigentes.
Algunos
dirigentes, que ya nada tienen en común con las masas ni siquiera pertenecen
ahora a su clase de trabajadores, intentan utilizar esta magnífica
manifestación de lucha para sus propios fines. Quieren poner nombre y apellido
a lo que sólo reconoce un nombre: voluntad de lucha de un pueblo por su
liberación…. Quien se ponga en su camino (del pueblo) será inexorablemente
barrido, llámese imperialismo, oligarquía o falsos dirigentes, los primeros por
reaccionarios, los segundos por traidores.[11]
Puede
observarse una diferencia si se compara este extracto con lo expuesto en el
editorial de Valotta antes citado. Precisamente, aquí se encuentran elementos
para comprender de una mejor manera qué involucraba el “divorcio” entre
dirigentes y dirigidos. La separación marcaría a las claras que aquellos no
pertenecían más a la clase trabajadora. Aun así, incluso con esta separación
cada vez más evidente, se desprendía de lo citado, algunos dirigentes buscaban
canalizar las ocupaciones de fábricas para su propio beneficio. Sin nombrarlo
explícitamente, se estaba aludiendo al hombre fuerte de la UOM, Vandor. Para Compañero, estos dirigentes lo único que
querían era utilizar a los trabajadores como un simple método de presión para
lograr mejores posiciones personales. En otras palabras, mistificar las
acciones concretas de los trabajadores y hacerla pasar más como una virtud de
dirigentes, más que como maniobras que respondían a un supuesto ánimo íntimo de
las bases trabajadoras.
A partir de
esta idea de una presunta mutua exclusión entre dirigentes y trabajadores, se
quiere hacer intervenir reflexiones teóricas que ayudarían a entender de una
mejor forma el tenor de esta presunción hallable en Compañero. Una característica fundamental de la violencia como lazo
es la de postular que se está frente a un campo político divido en dos, sin
posibilidad alguna de mediación. Piénsese, a este respecto, en el universo
colonial tal y como lo presentaba Frantz Fanon en Los condenados de la tierra.[12]
El mundo colonial era un mundo de compartimentos. Era también un mundo inmóvil.
Lo primero que aprendía el colonizado, para este autor, era a mantener su
lugar, a no moverse más allá del espacio que asignado. Se trata, asimismo, de
un mundo maniqueo. Fanon señalaba que en el colonialismo no había conciliación
posible entre los extremos, el colonialista y los colonizados, en tanto “uno de
los términos sobra” ([1961] 2009, p. 33). El proceso de descolonización, en
contrapartida, echaba por tierra esas divisiones y compartimentos, rechazaba la
heterogeneidad y las diferencias que el colonialismo se empecinaba en crear y
recrear de forma constante. En pocas palabras, “unifica al mundo” ([1961] 2009,
p. 40). De forma similar a lo que señalaba George Sorel respecto a los efectos
de la huelga general, la guerra de descolonización mostraba que la “sociedad
está bien delimitada en dos campos, y sólo en dos, sobre un campo de batalla”
([1908] 1973, p. 135). La violencia que detentaba el colonizado, señalaba
Fanon, unía al pueblo, a diferencia de la que detentaba el colonialista, que
solo separaba y regionalizaba.
Este
conjunto de reflexiones teóricas aporta elementos nuevos para examinar, por
ejemplo, qué debía hacerse, para Compañero,
con esos dirigentes “divorciados” de sus dirigidos. Se ha mencionado que la
ejecución de la segunda etapa del Plan de Lucha produjo tensiones al interior
de la CGT. Varias semanas antes de que se iniciaran las ocupaciones, un sector
de gremios que se encontraba en la confederación reunificada, los
“Independientes”, alertaba contra la utilización política de “problemas
específicamente laborales”, que llevase a “preparar el retorno a la legalidad
de sistemas dictatoriales”,[13]
en clara alusión a las supuestas intenciones de las “62” de facilitarle el
regreso a Perón creando un clima de ingobernabilidad al gobierno de Illia.[14]
Con este marco, la división de la máxima central obrera parecía ser una
realidad. Compañero, se hizo eco de
estos rumores. En una nota especial sobre la posibilidad de que la CGT
finalmente se dividiese, se señalaba en semanario:
Es evidente
que los trabajadores deben impedir la atomización de la organización sindical.
Debemos luchar contra la ruptura de la unidad y la división de la CGT; pero
para ello es preciso repudiar y expulsar a dirigentes que convierten a la
central obrera en campo de batalla de las contradicciones imperialistas
disputándose los favores de sus amos yanquis o ingleses. Debemos repudiar y
expulsar a dirigentes que, olvidando su antigua condición de obreros y de
peronistas, se han convertido en burócratas corrompidos, que ya no se
distinguen de los ‘amarillos’, que les ha posibilitado y les permite vivir NO
como vive la clase de los explotados SINO lujosamente, como vive la clase de
los explotadores. Sólo así, depurando a la CGT de traidores se logrará mantener
y reforzar su unidad. Unidad que no debe ser, claro está para la claudicación y
el abandono de las reivindicaciones obreras, sino unidad para la lucha, para la
movilización, para el combate diario y consecuente.[15]
La tarea de
los trabajadores no debía ser simplemente, se extrae de lo citado, manifestarse
contra la división de la CGT. Este trabajo tenía que ser complementado con el
señalamiento y expulsión de los dirigentes gremiales que abonaban con sus
acciones a la paralización y a la posible desintegración de la central,
utilizándola para dirimir conflictos exógenos a los problemas de los
trabajadores argentinos o, quizás aún más grave para la óptica de Compañero, olvidando su pertenencia de
clase. En ambas cuestiones se deslizaba un punto central: la unidad de la CGT
estaba siendo horadada por la intervención de elementos particulares ¿Cómo
detener el cada vez más evidente fraccionamiento de la central? Purgándola,
parecían responderse, de dirigentes que atentaban contra la unidad. Este es el
precio que requería la integridad de la CGT: la expulsión de elementos que
pongan sus intereses particulares antes que los del colectivo de trabajadores.
Aquí aparecía una cuestión fundamental: una de las características de la
violencia como lazo político es justamente querer reeditar una homogeneidad
perdida, expulsado aquellos elementos particulares, heterogéneos que atenten
contra ella.
Si la
exclusión de esos dirigentes se transformaba en condición sine qua non de las acciones de lucha de los trabajadores, ¿qué
buscaban éstos? Otra forma de preguntar dos cuestiones que están íntimamente
vinculadas. Por un lado, ¿unidad para qué? Y, por el otro, ¿unidad cómo?
Respecto a la primera pregunta, ese proceso para concretar la unidad debía
orientar a los trabajadores “hacia la toma de poder”.[16]
Acá aparecía con toda precisión el quid
del problema entre dirigentes y dirigidos. El “divorcio”, como se lo
denominaba, estaba dado por la diferencia de objetivos y métodos. Mientras los
primeros parecían solo querer privilegiar sus posiciones personales, vivir como
la “clase de explotadores”, y, para ello, apuntaban a dilatar la implementación
del Plan de Lucha en su totalidad, los trabajadores, en cambio, parecían buscar
la toma del poder, lo que indefectiblemente entraba en colisión con las
pretensiones y los anhelos de aquellos dirigentes.
Finalmente,
en relación a la pregunta “¿unidad cómo?”, un extracto de una nota aparecida
meses posteriores a las antes expuestas podría resultar ilustradora:
La unificación lo exige la lucha, la
represión fragua el compañerismo y allí nace la confianza mutua. Es así que las
bases se van uniendo hasta soldarse en un ariete que derrumbará la acción del
Movimiento para enfrentar al régimen de privilegio y limpiar sus filas de
traidores. Debemos fortificar, incansablemente, esta organización, ser fieles
custodios de ella. Así es como iremos forjando el ejército del Pueblo, que
abrirá el camino hacia la victoria y a la realización del Decálogo
Revolucionario levantado en la histórica asamblea del 5 de Agosto.[17]
Estamos en momentos en que la segunda y tercera
etapa del Plan de Lucha de la CGT había llegado a su fin, sin más éxitos que un
mayor margen de maniobra para Vandor y las perspectivas de lanzarse hacia la
liza electoral en marzo de 1965. Asimismo, se ubicaba meses después del arribo
del presidente Charles De Gaulle a la Argentina[18]
en octubre de 1964 y del fracasado retorno de Perón al país[19]
en diciembre del mismo año. Estos hechos pueden explicar someramente el tono
sombrío que salta a la vista en el extracto. La represión no atomizaba, sino
que volvía a sus elementos más solidarios, intensificando la unión y haciendo
que entre esos compañeros se estableciera un vínculo de confianza. La unidad
que pregonaban desde Compañero, debe
marcárselo, era la unidad alrededor del Movimiento Revolucionario Peronista.
Esa es la organización a la que se debía “fortificar, incansablemente”, de la
que tenía que ser “fieles custodios”. En este sentido, el MRP debía
solidificarse para poder no sólo enfrentar al gobierno de Illia sino también
para “limpiar” al movimiento peronista in
toto de aquellos elementos que se identificaban como “traidores”. Solo así,
entonces, podría forjarse –no parece casual la utilización que hacen de la
palabra “fraguar”- el elemento armado para llevar a cabo esa “lucha final”.
Compañero: la organización de la violencia
Existe una dimensión más recóndita de la
violencia, pero no por ello menos operativa: los seres humanos combaten entre
sí no sólo por un exceso de diferencia sino también por una falta de ella
(Espósito, 2005). Esto es, una homogeneidad excesiva puede derivar en
violencia. Piénsese, por un instante, en las diversas representaciones
artísticas, literarias y filosóficas que muestran que, cuando la indiferencia
se hace soberana, cuando se borran las líneas que mantienen a los hombres a
distancia, la comunidad camina hacia el abismo.
La etnografía se percató de las dificultades y de
los conflictos violentos que desencadena la pretensión de igualdad absoluta o
la falta de diferencia. Según René Girard, existen periodos dentro de las
sociedades primitivas en los cuales los ritos sacrificiales son abandonados.
Son los momentos en que se produce lo que el autor denominaba una “crisis de la
diferencia” (1983, p. 56): entendido como un sistema organizado de diferencias,
el orden cultural entra en crisis debido a la renuncia de los sacrificios. Ello
conducía a una indistinción entre una violencia purificadora, ligada al
sacrificio, y otra disgregadora de la comunidad. Durante estas crisis los
antagonistas creen estar separados por diferencias irreconciliables. Sin
embargo, lo que ahí sucedía, en cambio, una pérdida de las diferencias. De
forma paulatina comienzan a aparecer los mismos odios, deseos, estrategias, la
misma fantasía de una diferencia abrumadora en medio de una uniformidad que
cada vez más evidente y asfixiante. A medida que la crisis se ahonda, todos los
miembros de la comunidad se transforman en “gemelos de la violencia” (Girard, 1983,
p. 87), en dobles de los otros. La desaparición de las diferencias, unida a esa
particularidad de ser una suerte de “copia” de la violencia del otro,
establecen las condiciones necesarias para que esta última se instale y penetre
en la comunidad.
Estas consideraciones teóricas nuevamente nos
brindan elementos para interrogar por el modo a través del cual Compañero procesaba esa posibilidad de
extensión de la violencia. Como se ha marcado en otro lugar, (Funes, 2018), el
golpe de Estado de 1955 tomó la forma en Compañero
de un quiebre o cesura respecto a una época de oro ahora perdida.[20]
Aquí se encuentra uno de los mecanismos fundamentales para la constitución de
toda identidad política, tal y como la concibe Gerardo Aboy Carlés (2001): la
resignificación de la acción presente mediante un movimiento simultáneo que,
por una parte, relee y reescribe el pasado, y, por la otra, construye un futuro
deseado. En el semanario que estamos considerando, por caso, se aseguraba que
lo que inició aquel año 55 era la “historia de un país en guerra”.[21]
Un país atravesado por “vejaciones contra dirigentes obreros y populares”,
“fusilamientos y crímenes contra el pueblo”,[22]
con “la miseria, el hambre y la desesperación invadiendo los hogares
argentinos”.[23]
En una palabra: un sistema en el que se observaba el reinado absoluto de la
violencia hacia las huestes peronistas.
Ante este escenario, ¿cómo concebía el semanario
que debía el peronismo responder? En dos extractos de dirigentes de la Juventud
Revolucionaria Peronista (JRP),[24]
organización juvenil que conformó parte del núcleo duro del MRP, se señalaba:
Al no aceptar el pueblo someterse a los
dictados imperialistas y a los sectores cipayos, estos desatan la violencia
reaccionaria por medio de su ejército de ocupación, intentan contenerlo. Para contestar
a esta violencia el Pueblo no recurrirá a componendas conciliadoras, sino a la
violencia revolucionaria, a través de su propia organización…. Por ello la JRP,
como Vanguardia Revolucionaria de la Patria, entiende, como lo entiende Perón,
que sólo el pueblo salvará al Pueblo, a través de su propio ejército.[25]
Los Jóvenes Peronistas, en su
inquebrantable decisión de luchar hasta el fin para TRIUNFAR O MORIR POR LA
REVOLUCIÓN NACIONAL Y SOCIAL…. tienen presente y le hace presente al ejército
de ocupación las palabras que el General Perón señaló como principios frente a
la agresión enemiga: QUE LA VIOLENCIA TENDRÁ COMO RESPUESTAS UNA VIOLENCIA
MAYOR, Y QUE POR CADA UNO DE LOS NUESTROS QUE CAIGA, CAERÁN CINCO DE ELLOS. No
hay tregua ni habrá perdón para los asesinos del Pueblo y de la Patria. No
habrá absoluciones finales ni tendrá lugar la bandera blanca en el campo de
batalla. La sangre de los que dieron la vida para que la Patria Viva, no será
recompensada al Pueblo con el cargo de conciencia de nuestro enemigo sicario,
sino con el plomo en la sien de los traidores.[26]
Lo primero que salta a la vista a partir de lo
expuesto es que la manera de contestar a la violencia que desataba el gobierno
era, según los jóvenes integrantes del MRP, oponerle otra violencia. Un tipo de
violencia especial ¿Y ello por qué razón? En pocas palabras, debido a que era
una “violencia popular”, ligada a esas grandes mayorías. Asimismo, porque era
una violencia “revolucionaria”, como una manera de distinguirla de la que
habría sido aplicada contra el peronismo desde 1955, calificada como
“reaccionaria”. En este sentido, parece ser un tipo de violencia que buscaba
poner término con esa situación de “país en guerra” que habría sido la tónica
de la Argentina tras el derrocamiento de Perón. Una violencia “definitiva”,
podría decirse, para terminar con todas las violencias.
Una cuestión muy importante para oponer el tipo
de violencia que pregonan las organizaciones peronistas a la meramente
“reaccionaria” del gobierno estaba en la forma de aplicarla. A esas Fuerzas
Armadas y de Seguridad a las que se calificaban como “ejército de ocupación”,
el peronismo debía contestar configurando su propio ejército. Se está ante la
presencia de un cambio de proporciones dentro de la configuración ideológica
del peronismo en estos años ¿Cuál es la razón? Al estudiar el peronismo entre
1955 y 1966, Marcelo Raimundo (1998) sugiere que la concepción político-militar
del movimiento atravesó en estos años una serie desplazamientos: de la
insurrección de los primeros años a la guerra popular prolongada, pasando por
la búsqueda de militares con simpatías hacia el peronismo para que ayudasen a
derrocar a los gobiernos que siguieron al peronista. Si, como asegura el autor,
la guerra popular prolongada se tornó hegemónica a finales de la década de los
sesenta, pueden encontrarse en Compañero,
unos años antes, indicios que insinúan que aquella concepción ya estaba siendo
tomada y retrabajada[27]
por una porción del universo peronista de estos años. A esto se lo puede ver
palmariamente en la necesidad que expresaba el semanario por construir un
“ejército popular”.[28]
Asimismo, este anhelo se entroncaba con una crítica
a un tipo de violencia muy particular, que formaba parte del acervo de
prácticas del peronismo y de otros grupos de la época: la aislada. Durante el
mes de marzo de 1964 ocurrieron dos hechos de envergadura que conmovieron a la
opinión pública argentina. Por un lado, el día 6 Gendarmería Nacional encontró
en la provincia de Salta el rudimentario campamento del Ejército Guerrillero
del Pueblo (EGP), que dirigía el periodista Jorge Masetti.[29]
Y, por el otro, también en marzo se develó parcialmente una incógnita que venía
asolando a los argentinos: los autores del robo al Policlínico Bancario en Buenos
Aires de agosto de 1963. El 25 de marzo La
Nación informaba que el robo estaba vinculado a un “ala de izquierda” del
Movimiento Nacionalista Tacuara (MNT)[30]
que tenía en su poder “líbelos nacionalistas y otros de ideología comunistas”,
además de biografías de Stalin y Khrushchev y libros peronistas.[31]
Ambos hechos coincidieron con el número 40 de Compañero. Allí se analizaba por qué
habían aparecido guerrilleros en el norte argentino. La existencia del EGP era
un “hecho objetivo”, producto directo de las condiciones de “hambreamiento y
desocupación” que habría padecido el pueblo, se sostenía en el semanario.[32]
Esto es, la aparición de los guerrilleros liderados por Masetti era sindicada
como el resultado de una situación de violencia, hambre y desocupación que
cargaba sobre sus hombros el pueblo argentino. En este sentido, la acción
guerrillera parecía justificarse debido a la sensación de impotencia ante una
situación vivida como insoportable de un conjunto de la población. Asimismo, se
exponía en este número 40 un comunicado de esa supuesta “ala izquierda” del
MNT, el Movimiento Nacionalista Revolucionario Tacuara (MNRT), que se refería a
las detenciones de algunos de sus militantes acusados de perpetrar el robo al
Policlínico Bancario. Como una suerte de mea
culpa, desde esta novel escisión que pronto se incorporaría al Movimiento
Revolucionario Peronista,[33]
intentaban allí eximirse de la responsabilidad por la violencia cometida. En el
mismo comunicado se aducían que tampoco debía el pueblo asumir culpabilidad por
los arrebatos violentos que pudiese cometer. En contrapartida, “la violencia es
engendrada por el sistema capitalista”. Éste utilizaba, según los tacuaristas,
a la violencia para defender el “sistema en la explotación del hombre sobre el
hombre”.[34]
No tal sutilmente, empero, en ambas notas se
deslizaba una crítica a lo que constituyó una práctica habitual en los primeros
años luego del golpe de Estado de 1955: las acciones individuales. A raíz de la
aparición del campamento del EGP, Compañero
aducía que, aún por justificadas que estuvieran las “respuestas parciales” de
los grupos a la “violencia que ejerce el régimen contra el pueblo” y valorable
sea el coraje personal de los involucrados, “nada permanente ni definitivo se
podrá hacer al margen” del peronismo y de las masas.[35].
También el MNRT argumentaba que la violencia que se practicaba allende las
masas estaba condenada a transformarse en actos terroristas y sucumbir, sea
encarcelando o asesinando a sus principales instigadores. El “divorcio” con las
masas era un error común, se lee en el extracto del documento citado, en el que
“caen todos los primeros brotes revolucionarios”.[36]
Se está aquí, a principios de los años sesenta, en una clara y contundente
crítica hacia el foquismo. En otras palabras, se expresa muy tempranamente
aquello que Elías Palti señala como la distinción que agitó los debates en los
años setenta: si sólo era legítima la violencia de las masas, ¿puede un
“pequeño grupo arrogarse la representación popular y ejercer la violencia en su
nombre”? (2008, p. 107). Claramente, como pueden extraerse de las notas
aparecidas en Compañero, la respuesta
para este semanario parecía ser negativa. Sólo a través de la violencia de las
masas podía edificarse, entendían allí, algo “permanente”, “definitivo”, algo
más que “actos terroristas”.
También Valotta vertía críticas a lo que se
calificaba como violencia individual. Señalaba éste:
Los actos
de violencia aislados que no partan de una apreciación profunda de la realidad,
corren el peligro de resultar
extraños a las masas y a producir la consolidación de un bloque de los demás
sectores sociales en torno a las fuerzas reaccionarias, que los aleje de los
trabajadores…. Se provocaría la intensificación de la represión que, entonces,
tendría como único destinatario al movimiento mayoritario separado de sus
aliados naturales.[37]
Del mismo
modo, promover actitudes individuales aisladas de violencia, sin plan y
marginando a las masas es fruto de la desesperación y prueba, en el mejor de los casos, falta de comprensión del
proceso. No significa ello negar el sentido profundo de estos actos…. También,
a su hora, recorreremos ese camino sin vacilaciones. Lo que juzgamos erróneo es
anticiparse a los hechos, transformando esos actos en una política que sólo
puede servir a la provocación…. En última instancia, conduce directamente por
el camino del fracaso a la conciliación con el enemigo.[38]
Para el editor de Compañero, las acciones de violencia individual eran peligrosas
porque podían ocasionar un “divorcio” entre sus perpetradores y las masas. A su
vez, aquella práctica podría llevar a que potenciales aliados se vieran
seducidos por las “fuerzas reaccionarias” y su pretensión de terminar con el
desorden, alejándolos de los trabajadores. Hegemonizados por las “fuerzas
reaccionarias”. Valotta creía, entonces, que la práctica aislada de la
violencia sólo ocasionaría una intensificación de la represión. A su vez, la
promoción y aplicación de la “violencia, sin plan y marginando a las masas”
demostraba ser producto de una decisión apresurada, de una incomprensión de la
realidad, según el editor. Este es un punto importante porque, aun cuando se
reconocían las legítimas causas que pudiesen impulsar la aplicación de ese tipo
de violencia y, también, a pesar de que no se echara por tierra la posibilidad
de practicarla en un futuro, lo que Valotta estaba criticando es su aplicación
prematura, la que sólo intensificaría la represión y decantaría, finalmente, en
la “conciliación con el enemigo”.
Esta cuestión permite volver a unas ideas que
Fanon expresó en Los condenados de la
tierra. En su capítulo segundo, el
autor complejizó esa característica uniformadora del pueblo mencionada más
arriba. Para el martinicano, el intento por transformar al pueblo colonizado en
sujeto absoluto de soberanía mediante una sola estocada hablaba de un
voluntarismo y de una debilidad rampante ¿Cómo es esto? En su ensoñación de
creer que el colonialismo podía ser destruido de un solo golpe, el colonizado,
argumentaba Fanon, no realizó progresos en su conciencia, la que seguía siendo
rudimentaria, primitiva. Esa conciencia propia del espontaneísmo violento de
las revueltas del campo podía –y debía- ser reformada, reconducida,
transformada mediante el dispositivo de la “organización”. Mediante ella el
pueblo comprendería que la independencia nacional descubría realidades
múltiples, algunas veces divergentes y otras antagónicas, según Fanon. El
maniqueísmo que había sido la nota al comienzo de la insurrección comenzaría a
agrietarse y estallaría. Aparecerían colonizados más colonialistas que los de
la metrópolis. Incluso la diferencia racial se haría añicos: blancos más
sensibles a las realidades violentas de la dominación colonial que los propios
negros. La organización no sólo convertía al “pueblo en adulto”, sino que
también combatía contra la brutalidad y el desprecio a las sutilezas
“típicamente contrarrevolucionaria, aventurera y anarquista” (Fanon, [1961]
2013, pp. 134-135). Sin este acto de encauzar y esclarecer, la brutalidad pura,
señalaba Fanon, podía hacer tropezar gravemente a un movimiento revolucionario.
Así, entonces, sólo una violencia popular organizada y aclarada por una
dirección permitiría al pueblo descifrar las múltiples aristas que se escondían
detrás de la fachada maniquea y simplista con que se investía a la realidad
social colonial.
Retomando elementos que nos proporcionó las notas
citadas en Compañero, los arrebatos
de violencia individual y aislada, aún considerados legítimos, eran duramente
censurados. La violencia no podía ser practicada de forma aislada, ya que
cualquier arrebato individual no hacía otra cosa que exacerbar la represión
estatal y disuadir a potenciales aliados de los trabajadores de intervenir en
la lucha contra el sistema político-económico. Para batallar contra ese
presunto “ejército de ocupación” que constituían las Fuerzas Armadas y de
Seguridad del gobierno de Illia era menester que el campo peronista formara su propio
ejército.[39]
Esto es, contestar a la violencia organizada del Estado con la violencia
organizada del peronismo. Estamos, en este lugar, cercanos a la crítica
fanoniana a la espontaneidad de la violencia: sin organización y sin
encauzamiento de ésta, la violencia puede llevar a contaminarlo todo y a
lastimar, podemos decir, la causa del pueblo. Para Fanon, como también para Compañero, el instrumento que organizaba
y encauzaba la aplicación popular de la violencia era un ejército construido
desde las propias entrañas del “pueblo”.
Conclusiones
El eje vertebrador de este trabajo fue la
pregunta por la violencia entendida como un tipo de lazo político. Es decir,
una forma de vínculo social construido alrededor de la íntima cercanía y la
indiferenciación y, de una misma forma, como una individualización que amenaza
al todo comunitario y a sus partes. Apostando por una clarificación conceptual,
encontramos que la violencia recorre dos movimientos, que forman parte de un
mismo fenómeno: de la realidad múltiple a la simple, de lo simple a lo múltiple.
Lejos de un análisis de los extremos o de las oposiciones polares, un análisis
sobre la violencia como tipo de lazo tiene que tener presente ambos
movimientos, al menos como posibilidad latente. Es aquí donde cobra real
relevancia un examen que dé cuenta del devenir, de las transformaciones y de
los grados que puede tomar la violencia como tipo de relación. Sin estas
consideraciones, lejos se estará de comprender algo acerca de las reglas
íntimas que dinamizan a la violencia, de aquello denominado al comienzo como su
lógica, quedándose preso, en cambio, de valoraciones normativas o, incluso
peor, de la mera cuantificación de episodios que vox populi son considerados como “actos violentos”.
A partir de un conjunto de elementos teóricos,
este examen del semanario político Compañero
buscó desentrañar de qué forma esas dos dimensiones halladas de la violencia
como tipo de lazo político se manifestaron. Así, por una parte, se encontró una
suerte de fórmula a través de la cual esta publicación se refirió a la violencia:
1) dirigentes gremiales irrepresentativos que abonarían a la fragilidad de la
organización obrera; 2) necesidad de expulsarlos y de fraguar idénticos métodos
y objetivos al interior de la organización ahora purgada de esos elementos; y
3) creación una unidad tan férreamente constituida que asemeje las veces de un
ejército. En estos tres pasos tenemos el tránsito de lo diverso (pero frágil) a
lo único (pero fuerte). Asimismo, por la otra, se encontró con la segunda de
las dimensiones mencionadas: 1) una situación caracterizada por la persecución
y el sometimiento violento del peronismo luego de 1955; 2) necesidad de
responder violentamente a esa violencia que aplicaban las FFAA y de Seguridad;
3) conformación de un “ejército popular”, entendido como la manera correcta de
contestar a esa violencia; y 4) sin un “ejército popular”, que organice y
dosifique su aplicación, la violencia aislada con respecto al pueblo,
sucumbiría y ocasionaría la intensificación de la represión. Aquí se ven cuatro
elementos que parecerían sugerir los peligros que entrañan la pérdida total de
las diferencias, una desaparición de los mecanismos que mediaran, de barreras o
diques que contengan la aplicación de la violencia.
Posar la mirada en Compañero para comprender la problemática relación entre violencia
y peronismo en los años sesentas argentinos permite comenzar a ahondar en un
periodo que capital, pero que no ha sido examinado de forma exhaustiva: los
comienzos de los años sesenta. En los casos en que efectivamente fue analizado,
muchos trabajos han tenido la tentación de elaborar conclusiones
generalizadoras, obturando, como se sugiere al comienzo, algunas tensiones y
dinámicas propias de la agitada década de 1960 en la Argentina. Sin embargo, se
es consciente que analizar una sola fuente, como es el caso de Compañero, no podría generar
conclusiones pasibles de generalizarse. Tampoco en ello está puesta la
atención. En contrapartida, el reto está en revisar este periodo de la historia
argentina auscultando varias y plurales fuentes, que permitan dar cuenta de los
diferentes actores que intervinieron en las transformaciones
político-culturales de los años sesenta en el peronismo. En este preciso
sentido, el artículo que aquí se presenta debe ser visto como una contribución
a esta tarea tan difícil, pero a la vez tan necesaria para el trabajo en
ciencias sociales: encontrar el árido camino intermedio entre la crónica
–historiográfica- y la taxonomía –tan propia de la teoría política-.
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Recibido: 07/04/2020
Evaluado: 22/05/2020
Versión Final: 09/06/2020
(*) Licenciado en Ciencia Política (Universidad Nacional de Rosario). Magister en Ciencia Política (Instituto de Altos Estudios Sociales. Universidad Nacional de San Martín). Doctorando en Ciencias Sociales (Universidad de Buenos Aires). Becario doctoral (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas). Argentina. Docente adscrito a la cátedra de Teoría Política III (Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales. Universidad Nacional de Rosario). E-mail: funes.andres.n@gmail.com ORCID: https://orcid.org/0000-0001-6612-8718
[1] Otros trabajos podrían ser igualmente mencionados aquí: Vera Carnovale (2011), Daniela Slipak (2015) y Esteban Campos (2016). Aún con sus diferencias específicas, relacionadas con la naturaleza de su objeto de estudio, estas investigaciones analizan específicamente violencia en los años setenta. Para ahondar en un análisis de diversas producciones historiográficas acerca de la violencia política para el periodo 1969-1983, véase: Juan Carlos Romero (2005).
[2] Se refiere esto a las manifestaciones de obreros y estudiantes ocurridas durante el gobierno militar de la “Revolución Argentina” en la ciudad de Córdoba, Argentina, en mayo de 1969. James Brennan (1996) realiza un análisis exhaustivo de las causas que dieron origen a las puebladas en esa provincia argentina.
[3] Trabajos como los de Samuel Amaral (1993), Marcelo Raimundo (1998), Julio César Melón Pirro (2009), Alejandro Nieto (2009) y Anabella Gorza (2018), si bien auscultaron las prácticas violentas en Argentina en el periodo 1955–1969, han privilegiado, empero, las manifestaciones efectivas de los actos violentos –sabotajes, terrorismo, etc.- por sobre la pregunta teórica acerca de la violencia.
[4] Para ampliar sobre los juegos militares que desembocaron en la destitución de Frondizi, recomendamos Alain Rouquié (1982).
[5] Una de las divisorias de aguas que operó con insistencia en los años considerados aquí en las cosmovisiones de los actores, que tuvo su nacimiento en el periodo inmediatamente posterior al golpe de Estado de 1955 y eclosionó bajo el gobierno de Frondizi, fue la que dividía a los gremialistas de filiación peronista en dos grandes grupos. De un lado, los “duros” que se mostraban reacios a cualquier tipo de solución de tipo de negociación con los gobiernos civiles. Surgen aquí nombres como los de Framini, Amado Olmos, Jorge Di Pascuale, Roberto García, entre otros. Según Daniel James (1990), este sector constituyó una “estructura de sentimientos” antes que una ideología política formalizada. Y, del otro, los “blandos” estarían conformados por los sectores “dispuestos a aceptar la invitación de Frondizi a ‘integrar sus organizaciones en un movimiento político patrocinado por el Estado” (James McGuire, 1993, p. 186), caso de Manuel Carulias, Eleuterio Cardoso y Pedro Gomis. Ahora bien, a juzgar de los “duros”, el gran sector que conformaban la UOM de Vandor y demás gremios grandes –alimentación, vestido, gastronómicos- pertenecía también a los “blandos”. Se sugiere Laura Ehrlich (2012) para ahondar en los temas que estructuró la cultura política de ese sector peronista “duro” en el periodo que va de 1955 a 1962.
[6] Esto en tensión con el persistente argumento que señala al “bloqueo tradicionalista” de 1966 (Oscar Terán, 1991) como el mojón a partir del cual sectores masivos del estudiantado, de la Iglesia, de sectores intelectuales y gremialistas, por nombrar los principales, adoptaron posturas tan “peronizadas” como “radicalizadas”, al calor de lo que fueron los momentos culminantes y los ecos posteriores del “Cordobazo” (María Laura Lenci, 1998; y Nicolás Dip, 2018). Según se entiende en este trabajo, ese proceso de “peronización” de amplios sectores de la sociedad comenzó bien pronto, en los primeros años sesenta.
[7] Es lo que sucede con muchos trabajos clásicos sobre el peronismo entre 1955 y 1973: James (1976; 1990), Richard Gillespie (1979; 1982), Germán Gil ([1989] 2019) y Lucas Lanusse (2005). Sin negar la relevancia de estos estudios ni los resultados a los que arribaron, es posible asegurar que las investigaciones nombradas tendieron a ocluir algunas de las particularidades que surcaron los años sesenta para el peronismo precisamente por considerarlos como una etapa embrionaria de lo que serían años más tarde las organizaciones político-militares. peronistas, como es el caso de Montoneros. El encuentro y réplica histórica y teórica a este tipo de argumentos teleológicos no debe pasar por alto el antecedente de peso que significa aquí el trabajo mencionado de Ehrlich (2012), quien, para un periodo anterior, propuso rebatir algunos de estos postulados en lo referente a las corrientes “combativas” o “intransigentes” del peronismo.
[8] La Nación, Buenos Aires, 02/02/1963, p. 7.
[9] Para ampliar sobre algunas características generales del Plan de Lucha, se sugiere: James (1990) y Alejandro Schneider (2005).
[10] Compañero, Buenos Aires, 26/05/1964, p. 1.
[11] Compañero, Buenos Aires, 09/09/1964, p. 5.
[12] La elección de Los condenados de la tierra para examinar las dinámicas internas de la violencia no es antojadiza. De un lado, el libro produjo un verdadero cimbronazo político e intelectual, que llegó no sólo a sus contemporáneos –Sartre, por ejemplo, decía que Fanon era el Engels del siglo XX- sino que influyó sobremanera en las generaciones venideras –el pensamiento decolonial, por caso, se ha nutrido mucho del legado fanoniano-. Y, del otro, ese “estruendo” que significó el libro llegó incluso a Compañero, en donde se le dedicó media página de la sección “Por una auténtica cultura nacional de mayorías” a su reseña. Allí no sólo se comentaron sus extractos, sino que también se señalaba sin tapujos: “Es esa conciencia de pertenecer a la misma cofradía de los postergados, de estar unidos por esa oscura hermandad del dolor y la miseria, de la indignidad y de la lucha, la que nos hace asumir a este libro como nuestro, escrito con rabia por uno de los nuestros”. Compañero, Buenos Aires, 13/09/1964, p. 7.
[13] La Nación, Buenos Aires, 12/04/1964, p. 10.
[14] En su trabajo sobre las disidencias del Partido Comunista (PC) de la década de los sesenta que terminaron confluyendo en la posterior en las Fuerzas Armadas Revolucionarias, Mora González Canosa (2012) examina la impugnación que el Sindicato de Prensa, gremio adherido a la “confederación de sindicatos comunistas”, el Movimiento de Unidad y Coordinación Sindical (MUCS), y la contestación que al respecto realizó el PC a los jóvenes dirigentes de aquel sindicato. El autor aprovecha esta ocasión para agradecer a uno de sus evaluadores anónimos el haberle recomendado esta interesante investigación.
[15] Compañero, Buenos Aires, 28/04/1964, p. 5.
[16] Véase, por ejemplo, Compañero, Buenos Aires, 26/05/1964, p. 5.
[17] Compañero, Buenos Aires, 2da quincena/02/1965, p. 6.
[18] Charles De Gaulle vistió durante tres días la Argentina, entre el 3 y el 6 de octubre de 1964, en el marco de su gira latinoamericana. Roberto Baschetti (2016) examina el impacto de esta visita en el peronismo.
[19] Luego de meses de rumores, Perón emprendió su viaje a la Argentina desde Madrid el 1 de diciembre, pero fue impedido de continuarlo por el gobierno militar de Humberto Castelo Branco cuando el avión tuvo una parada en el aeropuerto de Rio de Janeiro, Brasil. Para ampliar sobre este hecho y las repercusiones posteriores dentro del movimiento peronista, véase: Ariel Hendler (2014).
[20] Este esquema dual también aparece, por ejemplo, en Montoneros (Daniela Slipak y Sebastián Giménez, 2017). Sin embargo, a diferencia de lo que sucede allí, en Compañero las elecciones de 1946 y las de marzo de 1962 tienen un rol preponderante en esta elaboración retrospectiva.
[21] Compañero, Buenos Aires, 24/10/1964, p. 3.
[22] Compañero, Buenos Aires, 25/02/1964, p. 3.
[23] Compañero, Buenos Aires, 28/07/1964, p. 6.
[24] Durante la primera mitad de los sesenta, la JRP y el Movimiento de la Juventud Peronista (MJP) fueron las dos expresiones máximas de los sectores juveniles ligados al peronismo. Mientras la primera, liderada por Gustavo Rearte, se mostraba crítica de Vandor y del sindicalismo de las “62”, la segunda agrupación, comandada por Envar El Kadri, tendría relaciones muy cercanas con el gremialismo peronista, llegando al punto, incluso, de funcionar como fuerza de choque en las asambleas. Oscar Anzorena (1989) presentó testimonios de algunos de sus participantes.
[25] Compañero, Buenos Aires, 13/10/1964, p. 5.
[26] Compañero, Buenos Aires, 03/11/1964, p. 4.
[27] Vera Carnovale (2011) desarrolla muy bien las características principales que presentó este modelo de toma del poder fuertemente inspirado en las experiencias de liberación nacional del Tercer Mundo, especialmente china y la vietnamita.
[28] Para Juan Alberto Bozza, si bien desde el MRP se consideraba a la lucha armada como el “método supremo de acción política”, instando, incluso, a “construir un ejército del pueblo” que la iniciara, aquel movimiento, señala el autor, “sólo alcanzó a delinear un dispositivo armado clandestino en Capital Federal y el Gran Buenos Aires” (2001, p. 146 – Cursivas en el original). Estas serían las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP), las cuales no realizaron acciones significativas.
[29] La Nación, Buenos Aires, 07/03/1964, p. 3. Se sugiere Gabriel Rot (2010) para ahondar en los pormenores organizativos y las acciones que llevó adelante el EGP.
[30] Esto es, al recientemente surgido Movimiento Nacionalista Revolucionario Tacuara (MNRT), vertiente de “izquierda” del grupo que acaudillaba el ex seminarista Alberto Ezcurra Uriburu, el MNT. Para profundizar en lo que respecta a Tacuara y a su deriva de izquierda, véase: Daniel Gutman (2003) y Daniel Lvovich (2009).
[31] La Nación, Buenos Aires, 25/03/1964, p. 4.
[32] Compañero, Buenos Aires, 31/03/1964, p. 3.
[33] Aquí debería hacerse una aclaración a los fines de evitar cualquier tipo de mal entendido. Si bien es cierto que al MNRT se lo puede considerar como una facción política particular, con una historia y un derrotero también singular, y estudiar sus recorridos organizativos y trayectorias militantes de esa forma, aquí se optó por tomar algunas expresiones surgidas en el grupo para examinar la violencia en Compañero. Y ello por dos razones. Por un lado, por la concepción que guía subrepticiamente nuestro trabajo: las identidades políticas deben ser comprendidas desde un punto de vista relacional, lo que conduce a pensarlas no necesariamente condicionadas por nombres o etiquetas (auto)asignadas. Y, por el otro, el MNRT formó parte activa del Movimiento Revolucionario Peronista, lo que hace que sus declaraciones públicas aparecidas en el semanario puedan ser tomadas como insumo para auscultar esas concepciones sobre la violencia que allí expresadas.
[34] Compañero, Buenos Aires, 31/03/1964, p. 3.
[35] Compañero, Buenos Aires, 31/03/1964, p. 2.
[36] Compañero, Buenos Aires, 31/03/1964, p. 3.
[37] Compañero, Buenos Aires, 03/09/1963, p. 1.
[38] Compañero, Buenos Aires, 10/09/1964, p. 1.
[39] Para examinar el devenir de esa noción de “ejército de ocupación” en años anteriores, específicamente entre el periodo aquí considerado y el golpe de Estado de 1955, véase: Ehrlich (2012).