Palabras en el acto de entrega de los restos del Cacique Mariano Rosas “Panguitruz Kner”[1]
Alberto Rex González
1) Excelentísimo Sr. Ministro de desarrollo social y diputados de la legislatura de Buenos Aires.
2) Señores del consejo de loncos, del gran señorío los ranqueles, familiares y miembros del linaje de Panguitruz Kner (Mariano Rosas).
3) Autoridades de la Universidad Nacional y de la Facultad de ciencia y del museo de La Plata.
4) Señores colegas, estudiantes, señoras y señores.
Cumplimos hoy con un acto trascendente de reivindicación histórica.
Como estudioso de las “Ciencias Humanas” y ex profesor del Museo de La Plata, quiero puntualizar algunas razones del porque de esta calificación de este acto:
Un rasgo básico de la cultura, lo mismo que del resto del cosmos, es su carácter dinámico, su cambio evolutivo a lo largo de la flecha del tiempo. Estos cambios se dan tanto en las creencias como en las transformaciones de los sistemas de valores, sustentados por la humanidad en el devenir del tiempo. Una de las transformaciones fundamentales para la convivencia humana, desbordada impetuosamente por el aumento demográfico en el ecumene, ha sido la consideración de los derechos del “otro” con el mismo cartabón asignados a los valores personales de quien emite el juicio. Esto ocurrió con los creadores de las grandes religiones que imperan en el orbe:
Buda descreyó del sistema de castas, existente en la India por milenios, y Jesucristo proclamó la hermandad del género humano.
La ciencia moderna (antropología) establece la igualdad de capacidad racial de los hombres, su origen único a partir de un solo núcleo común y eliminó la falsa creencia, de que el progreso de la cultura finca en la raza o en factores biológicos. La consecuencia final ha sido el reconocimiento universal de los derechos humanos, de la integridad de las etnías y de la máxima creación del hombre: La cultura de los diferentes pueblos y grupos que pueblan y poblaron la ecumene.
Aplicadas estas premisas a la historia de nuestra América, el juicio valorativo sobre el hombre autóctono y las culturas precolombinas fueron el producto de un desarrollo progresivo del juicio con que se evaluaba “al otro”, las culturas americanas evolucionaron en forma aislada y en gran parte independiente de las del viejo mundo y sobre todo de las culturas de Occidente.
Sus creencias, su organización socio-política, su arte y sus religiones eran multiformes y totalmente incomprensibles para los europeos de los siglos VX y siguientes. Los estudios científicos de la antropología contemporánea, descartaron el rol de la raza en el proceso de cambio cultural; y la arqueología nos ha mostrado el alto desarrollo que alcanzaron en la técnica, conocimiento científico y arte, los pueblos autóctonos tales como los Olmecas, cultura Madre de gran parte de los pueblos de Mesoamérica, que ya 800 años antes de Homero, poseían centros ceremoniales de arquitectura monumental y esculpían en piedras duras, como si fuera blanda arcilla, crearon un calendario de gran perfección y una incipiente escritura, uno de los jalones definitorios de la civilización. Paralelamente se ha desarrollado en las últimas décadas, la autoconciencia generalizada de los pueblos autóctonos que desde Alaska a Tierra del Fuego, tienen sus foros de defensa de los derechos que las democracias pluriculturales les han reconocido, y que a menudo, no se aplican en la práctica.
El hombre autóctono a pesar de sus orígenes comunes, daba principal trascendencia a sus grupos locales o tribales, careciendo de una consciencia de unidad continental generalizada sobre si mismos, lo que fue un factor decisivo en la conquista del europeo.
Es bien conocido el rol de los tlacaltecas en la conquista de México y de los chancas, en la conquista del Imperio Incaico que lucharon contra sus hermanos de cultura y raza; por contraposición a la unidad de los europeos que sin distingo de nacionalidades, luchaban todos por igual por conquistar el nuevo territorio y las riquezas de sus pueblos.
Cuando los hombres de América comprendieron que sus enemigos no eran etnias semejantes, sino el europeo, la conquista estaba consumada.
Cualquier pueblo de la tierra posee como características esenciales del hombre rasgos simbólicos de la religión, el arte y su lenguaje propio que es lo que separa, esencialmente al género humano del resto del mundo biológico.
En la etapa anterior al reconocimiento de los Derechos Humanos; en el momento de la conquista de América, los teólogos llegaron a discutir largamente, si el hombre autóctono tenía o no alma. Conocida es la larga disputa por llegar a una conclusión y en las crónicas históricas del siglo XVI, esto se refleja cuando los historiadores calificaban al indígena de “pieza”. Sus protagonistas dicen: “se me murieron tantas piezas”. Esos muertos indígenas no eran considerados seres humanos, eran piezas o “cosas”. Esta misma expresión es utilizada por el historiador Pedro Lozano al referirse a los indios del NOA en el siglo XVIII y se repite, con el Padre Soprano en el siglo XIX.
Paralelamente el “cientificismo” positivista del creador de la sociología Augusto Comte, y luego sus seguidores aplicaron los mismos principios de las ciencias naturales a la sociedad, y al hombre, lo calificaban de “cosa”, de “objetos”, que el sujeto u “hombre de ciencia” investigaba objetivamente, en sus elucubraciones científicas. Este fue el criterio de los investigadores de las “ciencias del hombre” en gran parte del siglo XIX y XX. La antropología era una rama de las ciencias naturales, completamente deshumanizada, los restos humanos eran un número de algunos huesos destinados a la investigación, objeto de la ciencia, convertida así en un culto. Creo que hay que hacer una distinción entre el estudio de restos correspondientes a la filogenia humana, con cientos o miles de años de antigüedad de algunas culturas primigenias y los restos humanos, cuya historia es perfectamente conocida, seres humanos que como tales tienen sus coordenadas definidas de espacio y tiempo, y su calidad humana, como su nombre propio, una historia de vida, lo que los hace distintamente hombres y forma, dentro del cosmos en una categoría distinta, capaz de crear la cultura y por ende su historia.
Así llegamos en este breve bosquejo de ideas y conocimientos, al centro neurálgico de esta reunión de hoy. Los restos mortuorios de los grandes señores de la Pampa: Inacayal, Panquitruz Kner y Calfucurá, no pueden por ningún concepto ser considerados como objetos o cosas, fueron seres humanos al igual que cualquiera de nosotros y merecen el respeto y la consideración de sus derechos como cualquier hombre de la tierra. Por años permanecieron en las estanterías de la división antropología como simples piezas u objetos, cuando sus deudos reclamaron sus restos, se suscitó entre los investigadores una corriente, que resucitando el cientificismo deshumanizado del siglo XIX, se negaron a la petición.
Por eso creemos que este acto es una reivindicación histórica, la presencia de altas autoridades de la Nación y de la provincia, al estar presente junto a los deudos con igualdad de condiciones jerárquicas y reconociendo el pleno derecho de sus deudos, miembros de su linaje de Panguitruz Kner, herederos de uno de los mayores señoríos de la Pampa: los Ranqueles. Este acto es un ejemplo para el futuro.
Hoy los restos mortales del gran jefe general de los ranqueles, Panguitruz Kner dejan de ser un rótulo, un número de una colección antropológica y adquieren plenamente su condición humana de un ser que como tal tuvo sus momentos de alegrías y tristezas, errores y aciertos, que vivió y sufrió, y fue enterrado con todos los honores de su linaje, en la tierra en que murió y vivió por décadas. Sabemos como su tumba fue violada para llevar sus restos a una institución científica extranjera y como finalmente llegaron a éste museo que lo incorporó como un simple número de colección, museo que sirvió ignominiosamente de cárcel a sus hermanos cuyos restos, serían después de su muerte incorporados a otras tantas colecciones, después de sufrir la abyección y el encierro cuyo ejemplo lo sintetiza el Cacique Inacayal, cuando después de años en los que manifestó el dolor de su exilio y el oprobio y alejamiento de los suyos, un día al comienzo de la primavera hace más de medio siglo, llegó a éstas gradas del museo, y despojado simbólicamente de sus ropas huincas, con el torso desnudo, presintiendo la proximidad de su muerte invocó al sol poniente en una última oración de despedida de la vida. Esa noche Inacayal murió rodeado de los suyos que participaban también del momento solemne. Solo muchos años después sus restos fueron repatriados a su tierra natal. Que este ejemplo haga recapacitar a los científicos y a la sociedad argentina en su conjunto sobre la valoración de los derechos humanos de todos los pueblos para que nos podamos reconocer como una Nación con múltiples raíces.