“La mitad de Tania y el resto de Rosa Luxemburgo”. Clase y género en la experiencia de una delegada de la UOM en los años setenta

 

Pablo Peláez(*)

 

 

Resumen

 

En este artículo propongo, a partir de un repaso por la trayectoria de vida de Graciela Burián Rojas, problematizar una serie de contradicciones de género y clase que definieron su experiencia como trabajadora del sector administrativo de la fábrica siderúrgica Dálmine-Siderca (del grupo Techint) desde 1970, como delegada sindical de la Unión Obrera Metalúrgica entre 1974 y 1975, como víctima y sobreviviente del Terrorismo de Estado a partir de 1975, y como exiliada hasta la actualidad. Si bien la voz de Graciela posee una centralidad en el desarrollo de la argumentación, su trayectoria de vida es cruzada con el análisis de elementos más generales de la conflictividad capital-trabajo en la planta siderúrgica a partir de fuentes históricas como memorias y balances de la empresa, legajos de inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, testimonios de otros militantes y ex trabajadores de la planta, e información proveniente de un estudio sociológico del personal de la empresa realizado en 1969 por un grupo de investigación a pedido de la gerencia. Por último, propongo algunas reflexiones en relación a la historia y la memoria obrera.  

 

Palabras clave: Género; Clase obrera; Mujeres; Memoria; Represión

 

 

"Half Tania and the rest Rosa Luxemburg". Class and gender in the experience of a UOM delegate in the 1970s

 

Abstract

 

In this article I propose, based on a review of the life trajectory of Graciela Burián Rojas, to problematize a series of gender and class contradictions that defined her experience as a worker in the administrative sector of the steel industry Dálmine-Siderca (part of Techint group) since 1970, as a union delegate of the Unión Obrera Metalúrgica between 1974 and 1975, as a victim and survivor of State Terrorism from 1975, and as an exile until the present day. Although Graciela's voice has a central role in the development of the argument, her life trajectory is crossed with the analysis of more general elements of the capital-labor conflict in the steel plant from historical sources such as memories and balance sheets of the company, police´s intelligence files, testimonies of other militants and former workers of the plant, and information from a sociological study of the company's staff carried out in 1969 by a research group at the request of the management. Finally, I propose some reflections in relation to workers' history and memory.

 

Keywords: Gender; Working class; Women; Memory; Repression.

 


“La mitad de Tania y el resto de Rosa Luxemburgo”. Clase y género en la experiencia de una delegada de la UOM en los años setenta[1]

 

Introducción

 

El presente escrito forma parte de mi investigación referida a la experiencia obrera y la conflictividad entre capital y trabajo en la empresa siderúrgica Dálmine-Siderca (DS), ubicada en Campana y parte del grupo Techint, durante la década del setenta.

Partiendo de tres conversaciones en profundidad con la ex trabajadora de la fábrica Cándida Graciela Burián Rojas, de 77 años[2], propongo problematizar una serie de contradicciones de género y de clase que definieron su experiencia como trabajadora del sector administrativo de la siderúrgica desde 1970, como delegada sindical de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM) entre 1974 y 1975, como víctima y sobreviviente del Terrorismo de Estado a partir de 1975, y como exiliada hasta la actualidad. Si bien la voz de Graciela tendrá centralidad en el desarrollo de la argumentación, aparecerá cruzada con el análisis de otro tipo de fuentes históricas como memorias y balances de la empresa, legajos de inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, testimonios de otros militantes y ex trabajadores de la planta, e información proveniente de un valioso estudio sociológico del personal de DS realizado en 1969 por un grupo de investigación a pedido de la gerencia.

Como ha sido señalado en forma reciente, las producciones que cruzaron clase trabajadora y género para los años setenta son aún incipientes y se encuentran en proceso de maduración, a diferencia de un mayor desarrollo historiográfico con esta mirada centrado en las primeras décadas del siglo XX (Andújar y D´Antonio, 2020). Si bien fueron resaltados algunos hallazgos interpretativos de relevancia en este campo para el período, como los modos en los que varones y mujeres trabajadoras desarrollaron estrategias y formas de organización diferenciales en el marco de la radicalización social y política, también ha sido señalada la persistencia de dificultades para abordar desde una perspectiva de clase generizada el predominio de la fuerza de trabajo masculina en las grandes industrias dinámicas del período (Rodríguez, 2010) o las vinculaciones tejidas entre trabajadoras, movimiento feminista y organizaciones políticas de izquierda (Andújar, 2017), entre otras problemáticas. Me mueve la intención de repensar el proceso de formación de un colectivo obrero en clave de género, poniendo en primer plano un tipo de trayectoria que sólo recientemente comenzó a ser abordada para otros casos del período, en los que se buscó visibilizar la militancia sindical de mujeres en espacios laborales o ramas de producción con predominio masculino y/o en los que los puestos gremiales eran ocupados casi únicamente por varones (Barragán, 2015; Basualdo, 2018; Laufer, 2019).

Para el caso específico de DS, más allá de una serie de trabajos que hicieron foco en la particular evolución económica, productiva y comercial de la empresa (Artopoulos, 2006; Kornblihtt, 2010; Castro, 2013), y otros que como contracara, se han centrado en aspectos de la aguda represión militar y empresarial dirigida contra el colectivo obrero durante la segunda mitad de los años setenta (Basualdo, 2006; Paulón, 2013; AEyT FLACSO, CELS, PVyJ, y SDH, 2016; Asciutto, 2017; Jasinski, 2019), no ha recibido una indagación específica la dinámica previa de disputa obrero-patronal más general en la planta. En ese sentido, este artículo intenta mostrar la potencialidad que tiene posar la mirada en la trayectoria de una trabajadora mujer y activista, en un sector en teoría secundario como el administrativo, para reconstruir la historia más general de la fábrica siderúrgica y repensar algunos de los núcleos y ejes que resultaron estructurantes de la conflictividad y la experiencia obrera durante el período.

Desde allí, planteo aquí como hipótesis que existió en la fábrica una división del trabajo por género que fue adoptada y adaptada por la dirección empresarial a través de específicas formas de control y violencia aplicadas contra lxs trabajadorxs[3]. En segundo lugar, afirmo que parte del activismo obrero y sindical de mediados de los años setenta puso en cuestión algunos elementos de esa pretensión patronal a la vez que encontró límites en relación a la participación femenina en una organización sindical abiertamente masculinizada. Por último, propongo que determinadas características del proceso represivo estatal-empresarial contra lxs trabajadorxs desde 1975 pueden pensarse en relación a estos ejes de contradicción y disputa.

 

La condición obrera

 

Graciela Cándida Burián Rojas[4] nació en Asunción en 1943. Su abuela paterna, Ángela Rovira de Burián, de origen catalán, había emigrado hacia Paraguay junto a su familia a fines del siglo XIX, huyendo de las sequías que habían afectado sus viñedos. Perseguidos luego por su militancia anarquista, habían colaborado con las incipientes y pioneras organizaciones sindicales en el país latinoamericano. Su padre, Wilfrido Burián Rovira, con tan sólo quince años se había alistado en la Guerra del Chaco, y tiempo después de finalizada la contienda, incorporado al Partido Revolucionario Febrerista, liderado por el coronel Rafael Franco. Durante el período de la llamada “guerra civil” en 1947, y tras el ascenso al poder del Partido Colorado, los militantes febreristas fueron duramente perseguidos y muchos debieron huir del país. Wilfrido decidió junto a su familia, y con Graciela de tres años de edad, exiliarse rumbo a Buenos Aires, en Argentina. Sin documentos y perseguido por la policía del gobierno peronista por su militancia, pudo desempeñarse como estibador en el puerto porteño hasta que, en 1948, gracias a un dato aportado por un compañero, partió rumbo a Campana[5] para conseguir trabajo en la empresa más importante de la zona hasta el momento, la refinería Esso.

 

Cuadro de texto: Graciela junto a una de sus hermanas y sus primas, en la plaza Juan de Zalazar de Asunción, hacia 1968, subidas sobre un tanque boliviano capturado por el ejército paraguayo en la Guerra del Chaco. La intervención escrita de la foto es de la propia Graciela. Fuente: archivo personal de Graciela Burián.

El activismo paterno, que continuó en el exilio bajo el temor de ser deportado por el gobierno argentino, fue un primer elemento decisivo en la vida de Graciela, quien recuerda a Wilfrido como “su mentor” y una crianza rodeada de lecturas sobre la Revolución Rusa y bajo gritos de “¡Viva el Vietcong!”, que despertaban su temprana curiosidad por las luchas que se sucedían en lejanas regiones. Su madre, Imelda Rojas, campesina católica, nieta de las denominadas “mujeres residentes” que se encargaron de reconstruir Paraguay luego de la masacre en otra de las guerras que azolaron al país (la de la Triple Alianza, hacia fines del siglo XIX), conservó de ellas la disciplina y la templanza. “Tuvo que hacer de madre y de padre” en una casa que ya contaba con Graciela y tres niñas más a quienes cuidar y alimentar: conseguía préstamos informales, manejaba la economía del hogar, cocinaba con lo poco que tenía y “ayudaba a todo el mundo”. La cotidianeidad familiar en Campana estaba surcada también por la visita de exiliados y activistas del país vecino, pertenecientes tanto al Partido Febrerista como al Partido Comunista de Paraguay (en el que militaba uno de los tíos de Graciela), y por una educación hogareña que insistía en la lectura y la formación: “el mundo es de las mujeres: por eso tienen que estudiar y preparase”, escuchaba a menudo desde pequeña.

Finalizado el colegio secundario en Campana, Graciela pudo estudiar inglés y decidió mudarse a Buenos Aires para comenzar una escuela de profesorado que finalmente no pudo terminar. En el medio, tuvo su primer trabajo como dactilógrafa en un estudio contable porteño por el que pudo conocer la “explotación, la miseria y la ignorancia” de obreros de la construcción y quinteros bolivianos, paraguayos y chilenos, para los que debía tramitar documentos. Vivía en una pensión con un sueldo mínimo, mientras trabajaba y estudiada, cuando alrededor de los 26 años decidió regresar a Campana para comenzar una nueva etapa.

Para 1970, con 27 años, Graciela ingresó a trabajar en el sector administrativo de DS, otra de las empresas más grandes en la zona hacia entonces. Se trataba de la fábrica siderúrgica madre del grupo Techint en Argentina, productora de acero y tubos sin costura para la industria petrolífera, inaugurada en Campana en 1954 bajo la dirección de Agostino Rocca.

Por sus conocimientos de idiomas y al poco tiempo de ingresar, fue enviada a la sección de programación, dependiente de la Gerencia General, por la que pasaban cuestiones de producción y maquinaria, y era “como el cerebro de la fábrica”, donde se manejaba información sumamente sensible para la empresa referida fundamentalmente a aspectos técnicos. En la “sección de las computadoras”, como le denominaban, Graciela debía realizar traducciones de libros técnicos del inglés al castellano y escribir diferentes protocolos para los jefes, es decir, tareas que requerían de conocimientos específicos, a pesar de haber sido encuadrada en la categoría de “secretaria”. En contraposición a los obreros de fábrica, que cumplían horarios rotativos, Graciela trabajaba de 7 a 11:30 y de 13 a 17hs. En lo que duraba la pausa de almuerzo, tomaba el colectivo, iba a su casa, comía, y regresaba; mientras que los ingenieros y jefes superiores contaban con un comedor propio en el exclusivo Hotel Dálmine.

Hacia 1970 la fábrica contaba con 256 empleadxs en total[6], y si bien no cuento con datos de cantidad de trabajadorxs divididos por sexo, por distintos testimonios puedo conocer que para entonces sólo había mujeres empleadas en el sector administrativo. El “Estudio sociológico del personal de Dálmine-Siderca”, realizado en 1969 por un grupo de investigadores a pedido de la fábrica, nos muestra el claro interés que la dirección empresarial tenía hacia entonces por evaluar las características particulares del personal administrativo, establecer diferencias y similitudes respecto al personal de producción, y diseñar políticas específicas para cada segmento de trabajadorxs.[7]

Según la información obtenida allí, lxs trabajadorxs administrativxs eran, en promedio, menores que los del sector de producción: casi la mitad poseía entre 18 y 30 años. En un porcentaje elevado eran oriundxs de las ciudades de Campana y Zárate, a diferencia del personal de producción, que en una porción considerable provenía de procesos migratorios durante las décadas del cincuenta y el sesenta desde, mayoritariamente, las provincias del litoral del país. Para ese momento, los salarios de lxs empleadxs administrativxs eran, en promedio, 24% más bajos que las remuneraciones que obtenía el personal de taller, por lo que según se manifestaba en el informe, lxs primerxs expresaban un mayor descontento en relación a su nivel de ingreso.   

El 10% del personal administrativo señalaba creer que “las influencias” eran el principal factor que garantizaba el éxito dentro de la empresa. Según los investigadores, el colectivo de trabajadorxs administrativxs poseía una mayor tendencia a cultivar la amistad con los jefes, entendiendo que allí radicaban las posibilidades de ascenso dentro de la empresa; a diferencia de los trabajadores de taller, que priorizaban la dedicación y el esfuerzo personal como elementos centrales de progreso. En el mismo sentido, destacaban que el “espíritu de cuerpo” del personal administrativo no resultaba tan sólido como el de los obreros, ya que tendían a identificarse mayormente con los niveles superiores en la empresa y no con sus pares. Señalaban ­­también la mayor tendencia de lxs empleadxs administrativxs a utilizar con frecuencia el Club Dálmine, financiado y dirigido por la empresa, lo cual relacionaban a la búsqueda de afianzar vínculos con los estratos jerárquicos. En el mismo sentido, la importancia de las lealtades verticales para este colectivo de trabajadorxs era resaltada cuando se corroboraba que muchxs referían al “buen trato” recibido de sus superiores al consultársele sobre las ventajas de trabajar en la empresa.

Según los investigadores, el mote de “rompehuelgas” que se solía adjudicar a estos “trabajadores de cuello y corbata” en los ambientes sindicales, tenía vinculación con las consideraciones precedentes, así como con el bajo grado de participación real que demostraban en las actividades de la organización sindical. A este respecto, los investigadores concluían que “tal vez, para los empleados, miembros de clase media de Campana, la afiliación puede estar más originada en una búsqueda de status o prestigio que en un interés real en los asuntos de la institución, fenómeno que puede no tener tanta importancia entre los obreros”.[8]

Graciela era la única “secretaria” y la única mujer en su sección específica de trabajo, y realizaba tareas para los cinco jefes ingenieros de las cinco subsecciones existentes, quienes se peleaban y competían entre sí para que ella les diera prioridad: “te imaginás cómo me explotaban, ¡me volvían loca!... Era un terror llegar tarde porque te iban marcando”, rememora en relación a la presión continua y cotidiana de sus superiores.

Lxs empleadxs del sector lidiaban diariamente con los directores y gerentes más altos de la empresa en forma directa y continua, sin intermediarios: el edificio administrativo se ubicaba dentro del predio de la fábrica, y sus oficinas internas estaban separadas por vidrios, con el objetivo de facilitar la supervisión. A diferencia de lo que ocurría en los sectores de producción, donde existían estructuras jerárquicas más complejas, con encargados, supervisores, y jefes de turno, sección y área que debían recorrer las gigantescas dimensiones que abarcaban las secciones de fábrica, las pautas de disciplina para lxs empleadxs eran aplicadas en forma directa y cotidiana por las jefaturas máximas.

Esta diferencia tenía influencia para las posibilidades de desarrollo de prácticas de “domesticación” del espacio de trabajo por lxs trabajadorxs (Lopes, 2011).[9] En los sectores de fábrica, según recuerdan distintos entrevistados, se comían asados y se tomaba alcohol en horarios nocturnos y a escondidas de jefes y encargados[10], es decir, se “domesticaba” el espacio de trabajo quitándole tiempo productivo a la empresa. A contraparte, en el sector administrativo, donde el control patronal era mayor, este tipo de prácticas podían ser mayormente direccionadas por las jefaturas, y mediatizadas con un componente de género. Graciela afirma haber sido la encargada en su sección de organizar las comidas, las despedidas de solterxs, los regalos para cuando alguien se casaba, las fiestas de fin de año, y las colectas cuando había unx recién nacidx. Tareas que remitían a prácticas de reproducción realizadas en el marco doméstico, como hacer regalos y organizar comidas, eran incentivadas y direccionadas allí por las jefaturas con el fin de reproducir lealtades y consensos entre empleadxs y dirección empresarial, reforzando criterios de desigualdad de género presentes en el ámbito de la reproducción doméstica: no por azar eran realizadas por la única mujer en la sección, y no por cualquiera de los varones que habitaban ese espacio cotidianamente.

En este sentido, la disposición para con el jefe tanto en términos laborales como de quehaceres relacionados mayormente a la esfera doméstica constituía una de las “habilidades actitudinales” requeridas tradicionalmente en el puesto de secretaria para entonces en el ámbito privado, y era evaluada como una característica propia de la “naturaleza femenina” (Queirolo, 2019b).

Cuadro de texto: Graciela en una cena con 
compañerxs de la fábrica, hacia 1974. 
Fuente: archivo personal de Graciela Burián.Uno de los jefes más reconocidos de la sección, el doctor alemán Pablo Schroder, era visitado regularmente desde Buenos Aires por diferentes personas que lo saludaban con la mano derecha, imitando el saludo nazi, y deformando su nombre para que sonara con acento germano. Graciela recuerda el temor que esto le producía y su testimonio coincide con las numerosas referencias que ex trabajadores hacen respecto a los vínculos de pertenencia que los directivos y jefes de la empresa mantenían con la experiencia nazi-fascista. Por ejemplo, Ángel Luque, quien fuera secretario general de la UOM Campana entre 1970 y 1977, recuerda que en los inicios de la organización sindical lo eligieron delegado para frenar los atropellos que cometía un ex general de Mussolini que oficiaba como jefe dentro de la fábrica. Otros trabajadores rememoran que los jefes iban vestidos tradicionalmente con pantalón y camisa negra, simulando a los “camisas negras” fascistas.[11] Comenzando por el fundador del grupo y la empresa, Agostino Rocca, quien desde 1933 hasta 1945 actuó como funcionario de relevancia en el gobierno de Mussolini (Offeddu, 2010), esa pertenencia ideológica y política era reforzada y reactualizada en los marcos de la fábrica de Campana por jefes y mandos medios, como forma de disciplinar a lxs trabajadorxs.

Otro de los puntos destacados fuertemente en la experiencia laboral de Graciela se relaciona al ambiente machista que la rodeaba, y las diversas situaciones de acoso que sufría por parte de los jefes. “Era muy común el acoso...tenía que caminar cubriéndome las espaldas con la pared, y no porque fuera LA belleza, sino que era el deporte favorito de ellos”, señala. En particular, recuerda diversas situaciones con el mencionado Schroder, de quien se sabía que tenía a su secretaria como amante desde hacía años y “cuando fue a mi sección tenía intención de que yo formara parte de su séquito…y atacaba de lo lindo”. En una de las comidas realizadas en el Club Dálmine, Schroder intentó directamente “seducirla”, invitándola a bailar y a tomar vino, e insinuándole que pasaba más tiempo con ella que con su esposa.

Situaciones similares se repetían en la cotidianeidad laboral dentro de la gerencia, y “eran las cosas que me daban rabia…era el pan de cada día que tenías que vivir”. Graciela resalta que de forma recurrente compañeros del área administrativa, ingenieros juniors y arquitectos que aspiraban a ser jefes e intentaban mimetizarse con algunas de sus prácticas, la llamaban por teléfono interno para elogiar su voz y la invitaban a salir a restaurantes y boliches caros, prestigiosos y distinguidos de la zona. Ella los evadía, e intentaba convencerlos de que no tenía sentido: “yo soy una laburante como vos. Me levanto a las 5 de la mañana para marcar mi tarjeta. Porque si no llego a horario hay una cola inmensa de chicas que van a querer tener mi trabajo. Hermano, respetame, soy una laburante”. Pero “no les entraban balas” y la apelación fallaba: “no era fácil que entendieran la pertenencia a una misma clase”.

Si bien con otros componentes y dinámicas, tensiones de clase y género también atravesaban el vínculo con los obreros del sector de producción. En relación a eso, Graciela recuerda otro momento particular, cuando en una acción disruptiva para su rutina diaria, decidió salir al baño mientras un grupo de ellos estaba en uno de los corredores externos de la planta, en su pausa de trabajo.

 

Una vez no me di cuenta y salí cuando los obreros estaban tomando su mate, su té, su sándwich, a las 10 de la mañana. En esa pasarela yo sentía que se me caía la blusa, las medias. Era como caminar por rayos x. Yo me dije, acá no me tienen que temblar las piernas. Fui caminando. Cuando volví, mis compañeros se mataban de risa porque se dieron cuenta que yo hice el desfile en la pasarela.

 

En las plantas de producción, la presencia de fuerza de trabajo masculina era absolutamente predominante. La actividad productiva estaba basada en una serie de tareas de fuerza, particularmente en el corazón de la fábrica: la acería. Guillermo Temudio, ex obrero y miembro de la comisión interna de la acería durante la década del ochenta, rememora que en la sección se contrataba tradicionalmente obreros robustos, acostumbrados a hacer labores de fuerza.[12] Para los años setenta, el trabajo era aún rudimentario y artesanal. José María Cristaldo, ex comisión interna de la acería durante la década del ochenta, recuerda que el magnaneso se agregaba al acero líquido con una pala mecánica, y la escoria de los hornos se sacaba raspando de frente a la puerta, a altísimas temperaturas, con un fierro largo y una madera cuadrada. Los materiales que se agregaban al acero se rompían a maza, en forma mecánica, al costado de los hornos, para luego echarlos a pala.[13] Muchas de las tareas se desarrollaban a temperaturas que llegaban a los 100 grados, en una sección que, según rememora uno de los abogados laboralistas asesores de la UOM Campana en los años setenta, “era el infierno”.[14]

Los trabajadores se veían expuestos y debían enfrentar una serie de intensas cargas laborales (físicas, químicas, biológicas, psicológicas, mecánicas, psíquicas y fisiológicas) vinculadas a altísimas temperaturas, a la presencia constante de gases y humos tóxicos, polvillo irritante, abrasivos, partículas de acero esparcidas en el ambiente, ruidos con fuertísimos decibeles (los famosos “campanazos” producidos por el choque de tubos de acero, según recuerda Korompay), a la tensión producida por los trabajos en altura, y a los efectos derivados de los turnos y francos rotativos, generales para todos los obreros de los sectores de producción. También eran continuos los accidentes laborales en la planta, en reiteradas ocasiones con desenlaces fatales.[15]

En lo salarial, los trabajadores de fábrica presentaban una situación relativamente favorable en comparación con otros estratos de la clase trabajadora a nivel nacional e incluso, como ya mencionamos, respecto a lxs trabajadorxs administrativxs. Los montos, categorías y las condiciones de trabajo eran pautados en términos generales de acuerdo a la negociación colectiva metalúrgica, que incluía como rama 21 del convenio específicamente a la siderurgia.

Sin embargo, en Dálmine se firmaban regularmente actas de planta complementarias a esa negociación, entre las comisiones internas, la representación sindical seccional de la UOM y la gerencia empresaria, en las que se negociaban premios por producción y productividad, y adicionales salariales específicos, relacionados con las condiciones tecnológicas y las características particulares del proceso de trabajo. Según Ángel Luque, estos “beneficios” adicionales llegaban a representar un mayor porcentaje que el sueldo básico de los obreros, lo que hacía que el salario medio en la planta resultara superior al de otras industrias y complejos de la rama siderúrgica, y que hayan sido considerados trabajadores “privilegiados”.[16] Z, ex delegado del sector Trefila en los setenta, también recuerda que “siempre estuvimos caracterizados como que la gente de Dálmine estábamos en una posición mejor que cualquier otra de las empresas de acá”.[17]

Cuadro de texto: Mujeres en el sector administrativo de la fábrica hacia fines de la década del sesenta. Fuente: Cara a cara. Fotografías históricas de Alides Cruz desde 1957 a 1991.

Como ha sido destacado para otras grandes empresas siderúrgicas durante el período, la institucionalización de estos mecanismos de aumento salarial complementarios a la negociación colectiva resultaba un elemento importante para los intentos patronales por construir un “consenso productivo” particular con los trabajadores de fábrica (Soul, 2014). También se ha señalado para casos similares que la superior escala salarial percibida por los obreros de fábrica colaboraría en la consolidación de un modelo de trabajador pensado en términos de jefe de familia y proveedor del hogar (Barragán & Rodríguez, 2012), que traería aparejado el posicionamiento de la mujer como cuidadora y garante de la reproducción cotidiana de la fuerza de trabajo desde el hogar (Arruzza & Bhattacharya, 2020).

En sentido similar, puedo inferir que el enfrentamiento a condiciones de trabajo profundamente adversas produce, a priori, una tendencia a que los trabajadores de fábrica asuman rasgos identitarios asociados a valores de la masculinidad hegemónica como la fortaleza, la virilidad, la valentía, la responsabilidad, la heroicidad y el sacrificio, tal como ha sido evidenciado para otros colectivos obreros en distintos períodos, con consecuencias variables respecto a sus dinámicas reivindicativas y de lucha (D’Uva, 2019; Palermo, 2017; Soul, 2014). Estas fisonomías masculinizadas definían la cotidianeidad de los vínculos laborales en la fábrica siderúrgica, dejando por fuera de las representaciones predominantes de ese espacio laboral y de las formas de sociabilidad obrera al minoritario grupo de mujeres trabajadoras, a las que únicamente se incluía a través de aquella “mirada de rayos x” que recuerda Graciela al pasar por los sectores de producción.

Puedo afirmar, entonces, que el colectivo de trabajadorxs administrativxs conformaba un conjunto ocupacional claramente delimitado de los obreros de planta, y contaba con un estatus particular. Poseía un promedio salarial menor, era de conjunto más joven e incluía a trabajadoras mujeres. Las distancias con el colectivo de fábrica se expresaban tanto en términos de clase (eran considerados como “trabajadores de cuello y corbata”, “rompehuelgas”, pertenecientes a las “clases medias”, y asociados a las prácticas e intereses de las jefaturas) como de género, tal como vimos en algunos de los recuerdos de Graciela. Como contracara de la labor de los hombres en las secciones de producción pesada, el trabajo en el área administrativa intentaba ser asociado por los mandos superiores a fuertes ideales de disciplina, orden y lealtad al jefe inmediato, lo cual era reforzado por distintas prácticas específicas de control y disciplinamiento, que como vimos, llegaban hasta formas abiertas de violencia como el acoso sexual. El estudio sociológico del personal y el testimonio de Graciela nos brindan la imagen de un colectivo de empleadxs administrativxs en principio subordinado a estas formas de disciplina patronal, con vínculos fuertes de sociabilidad e identificación con las jefaturas, y bastante más laxos entre lxs propixs trabajadorxs.

Infiero así que el trabajo en el sector administrativo reunía una serie de características particulares que lo convertían en un espacio feminizado, contrapuesto al espacio productivo de acero y tubos, habitado por obreros hombres y, a priori, por una serie de estereotipos de masculinidad ligados al trabajo industrial pesado y los altos salarios. Las diferencias de género también condicionaron la división de tareas y jerarquías al interior del sector administrativo (Queirolo, 2019a): si para los varones estaban habilitados los cargos directivos como gerentes y directores y, aunque pocos pudieran efectivamente acceder a ellos, primaba la ilusión del ascenso social y un rechazo a considerarse parte del colectivo trabajador, las mujeres únicamente podían llegar a ocupar puestos de categoría intermedia como “secretarias” , en una relación de subordinación estricta con las jefaturas.

Planteo que es posible pensar que esta división del trabajo por género estructurada en términos globales por el desarrollo capitalista (Young, 1981), fue funcional a una dirección empresarial que la adoptó y adaptó a través de formas específicas de control y violencia que tuvieron un carácter normativo en pos de reproducir en la cotidianeidad laboral las estrictas jerarquías de clase y género. Sin embargo, también propongo desde el siguiente apartado, que puede pensarse cómo parte de esas pretensiones patronales y esa fotografía fueron discutidas desde experiencias de activismo como la de Graciela y a partir de la intensificación más general de la lucha entre trabajadorxs y patronal durante los años setenta.

 

Disputas de clase y género en ascenso: encuentros y desencuentros entre 1974 y 1975. 

 

Entre 1974 y 1978 la dirección de la empresa ejecutó el más ambicioso plan de ampliación de la fábrica hasta entonces, el cual le permitió estar en línea con la frontera tecnológica internacional y convertirse en la primera industria siderúrgica a ciclo integral de capital privado en el país (Peláez, 2020). Entre 1974 y 1978 la cantidad de trabajadorxs directos pasó de 3310 a 5998, mientras que la producción de tubos pasó de 154 mil toneladas en 1973 a 227 mil toneladas en 1978.[18] Los inicios de la expansión de la planta se dieron en paralelo con un proceso de fortalecimiento de las representaciones gremiales en el lugar de trabajo: un ex delegado de la fábrica recuerda que en los años inmediatamente previos a 1976 “prácticamente los que mandaban eran los delegados y Dálmine tuvo que aflojar en muchas cosas”.[19]

La seccional Campana de la UOM, en la que se encontraban encuadradxs una gran mayoría de lxs trabajadorxs de la fábrica y la administración, era conducida desde 1970 por la lista Rosa, integrada por referentes de distintas tendencias peronistas y encabezada por Ángel Luque, quien también formaba parte del Secretariado Nacional del gremio. Durante las elecciones de marzo de 1974 también fueron elegidxs en la planta numerosxs delegadxs pertenecientes a corrientes de militancia combativa, que venían evidenciando un fuerte crecimiento tanto a nivel de la fábrica como de la localidad. Los informes de inteligencia señalaban durante el período que la fábrica presentaba una “fuerte infiltración a nivel de cuerpos de delegados, comisiones internas y bases” y que esta era “la más jaqueada de las empresas de la zona, por el accionar de elementos subversivos”.[20] El ejemplo más claro de este ascenso del activismo en la planta fue la conformación hacia mediados de los años setenta de la Agrupación de Metalúrgicos Independientes (AMI). Ligada al PRT-ERP, una de las organizaciones políticas con mayor presencia y actividad en la planta y la localidad (Asciutto, 2017), la agrupación fue fundada por dos de los delegados que actuaban como referentes del partido en la fábrica, José Manuel “Portugués” Lópes Goncalves y Jorge “Oso” Gómez, y contaba para 1974 con la adhesión de muchos otros delegados, principalmente en la sección de trefilado en frío. “El Portugués”, de hecho, llegó a ser elegido miembro de la comisión interna de tubos y llevó adelante relevantes demandas obreras en la sección y la empresa, con apoyo de la agrupación, entre 1974 y 1975.[21]

La combinación de los factores precedentes fue dando lugar a una serie de conquistas para los trabajadores de la planta entre 1974 y 1975: el régimen de insalubridad laboral para la acería (que implicó nuevos turnos reducidos de seis horas de trabajo y posibilidad de jubilación anticipada), nuevos implementos de seguridad en el trabajo como botines, tapones de oído y guantes para cortar acero, la construcción de un comedor dentro del sector de laminación, mejoras en las condiciones de los baños, y nuevos premios por producción y productividad, entre otras (Peláez, 2018).

En ese marco, en 1974 Graciela resultó electa delegada en el sector administrativo. No sólo fue la primera mujer delegada en la historia de la planta sino también la primera representante del sindicato en un sector en el que la patronal había logrado mantener por fuera históricamente a la organización gremial, y en el que se manejaba información sumamente sensible y relevante. En su nueva función, Graciela comenzó a recorrer sectores de la fábrica a los que nunca había ido, como la acería, y establecer vinculaciones con delegados y trabajadores de producción. Participó regularmente en reuniones con delegados obreros y con la comisión interna de tubos, en el patio del predio, en su sector y en el local de la seccional local de la UOM.

Graciela apoyó los inicios de su militancia sindical en la construcción de vínculos con sus compañerxs del sector, canalizando demandas relacionadas a posibles aumentos salariales y permisos para visitar familiares enfermxs, entre otras. Intentó revertir aquello de que en el sector “siempre tenías que estar callada…y cuando pedías un aumento de sueldo, ´y bueno, vamos a ver´”. El proceso de organización sindical permitió poner en términos de discusión colectiva muchos malestares que previamente o no se mencionaban, o eran llevados a las jefaturas en forma individual por lxs empleadxs a los directivos, en una posición de extrema vulnerabilidad.

En ese sentido, Graciela recuerda como uno de los logros fundamentales de su paso como delegada en su sector la obligación para que la patronal otorgara uniformes de trabajo a las empleadas administrativas. Este tipo de reivindicación, que fue llevada adelante hacia entonces por delegadas en otros espacios fabriles como en el Astillero Río Santiago (Barragán, 2015), puede ser asociada a un intento por poner freno a algunas de las situaciones de acoso por parte de compañeros y jefes hacia la trabajadoras en relación a su vestimenta, como así también al interés por reafirmar una auto identificación como trabajadoras en el sector y tender lazos con los trabajadores de producción, que históricamente tenían uniformes de trabajo diferenciados de los supervisores y jefes.

Aunque Graciela no recuerda exactamente por qué tomó la decisión de ser delegada, hoy en día se permite pensar que “no era una página en blanco”, y que tuvo una influencia crucial tanto la militancia de su padre y el vínculo que desde pequeña mantuvo con lecturas, activistas y exiliados políticos de la izquierda paraguaya, como el trabajo solidario encarado por su madre desde el hogar con aquellos militantes que golpeaban la puerta para pedir ayuda. También resultó determinante el contexto más amplio de principios de los setenta, atravesado tanto por la consolidación de la incorporación de las mujeres al mercado laboral, como por la intensificación de la lucha de clases, el clima de agitación e inquietud social y política creciente, la circulación cada vez más extendida de lecturas y debates del activismo marxista y feminista, y la participación más relevante de mujeres en distintas organizaciones políticas y político militares (Ciriza & Rodríguez Agüero, 2020).

En lo estrictamente laboral, Graciela afirma que además del odio a las injusticias y a una cotidianeidad en la que “siempre tenías que estar callada” y en “inferioridad de condiciones”, fue algo fundamental la rabia contra las situaciones de acoso sexual sufridas. Al respecto, Graciela recuerda que “los primeros años yo me ponía colorada y después me puse los pantalones, como se dice, y los marcaba...me pusieron el sobrenombre de Mafalda porque decían que no dejaba títere con cabeza, porque los ponía en su lugar…se ve que fui pionera del me too”. La expresión “ponerse los pantalones”, que se repite en otros fragmentos de las entrevistas, puede ser interpretada como un mensaje relacionado a la necesidad de que, para enfrentar las situaciones de acoso por parte de los jefes y compañeros de sector, era necesario asumir características atribuibles a la masculinidad. Militar en espacios fuertemente masculinizados e históricamente expulsivos para las mujeres, como una empresa de producción pesada y el ámbito de la gerencia, parecía requerir la asunción de rasgos asociados a lo masculino, como el uso de pantalones.

Por su parte, la nueva actividad de Graciela fue abiertamente disruptiva en relación a los intentos de las jefaturas por moldear a las mujeres del sector para que sean “objetos para todo el servicio”, a través de las distintas formas de disciplinamiento que evidenciamos previamente. Las ausencias en sus funciones laborales para cumplir con tareas sindicales se fueron haciendo cada vez más recurrentes, así como el fastidio de aquellos jefes que se peleaban para que ella priorizara sus trabajos. “Mis recorridas por los sectores no les gustaban ni medio”, afirma, y recuerda que diálogos como el siguiente se repetían con frecuencia.  

 

- ¿Dónde está Graciela?

- Se fue a cumplir sus tareas gremiales

Y cuando yo llegaba aparecía este, el otro, el de allá:

- ¿Y mi trabajo?

- No, no pude

 

Las respuestas de la patronal al novedoso activismo de Graciela no se harían esperar. Roberto “el pato” Ballanti era uno de los jefes de la “vieja guardia” en la empresa, y para ese entonces, ocupaba uno de los cargos de gerente. Según ex trabajadores de la fábrica, era también “el jefe de la custodia”[22], y el superior inmediato del suboficial retirado de la Fuerza Aérea Roberto Paulino Nicolini, que se desempeñaba entonces como jefe del área de vigilancia dentro de la planta y, ya a partir de 1978, estaría encargado de una agencia de seguridad privada interna contratada por la empresa que cumpliría un papel fundamental en los secuestros y detenciones de trabajadores, y en la “normalización productiva” en la fábrica (Jasinski, 2019).

 

Un buen día, uno de los jefes, Ballanti, me dice “a ver piba, vení, tenemos que hacer un trámite”. Me lleva en el coche, salimos del edificio central, y me lleva a dar una vuelta por los rincones más recónditos de la fábrica. Me dice: “piba, ¿a vos de dónde te salió el berretín de ser gremialista? Porque si vos seguís con lo mismo te vamos a mudar de tu lugar de trabajo, te vamos a llevar al fondo de los galpones a las secciones donde van a contar bulones”. Y todo eso a mi me dio como miedo. Y yo le dije: “mire señor, usted es el jefe y ustedes dispondrán”.

 

La amenaza profesada a Graciela en forma directa por este gerente no sólo ilumina lo disruptivo que resultaba para el control patronal la presencia de una delegada gremial en el sector de la gerencia, sino también que, en contextos de álgida conflictividad, incluso los altos mandos de la empresa se involucraban en prácticas de disciplinamiento y violencia contra lxs trabajadorxs. Tiempo después, el mismo Ballanti sería denunciado por participar en sesiones de tortura de uno de los trabajadores de la empresa en el marco de la última dictadura militar (AEyT FLACSO, CELS, PVyJ, y SDH, 2016).

También es relevante señalar que tensiones de género operaron incluso hacia dentro de la organización sindical metalúrgica, que era asimismo un espacio habitado casi únicamente por varones: según documentos en legajos de inteligencia, a nivel de toda la seccional, la UOM contaba hacia 1974 con aproximadamente 4800 hombres y sólo 200 mujeres afiliadas.[23] La presencia de una mujer en aquel ambiente sindical reservado a la participación masculina no entraba siquiera en el modelo de muchos de sus compañeros, al punto de que, según Graciela, “éramos como la mosca en la leche”. “¿Qué hace esta mina acá?”, “¿a qué vienen estas minas, a buscar machos?”, recuerda haber escuchado junto a alguna compañera del sector en reuniones de las que participaban.

En una oportunidad, hacia 1975, sus compañeros de la comisión interna y la comisión directiva del sindicato la instaron a concurrir al salón Felipe Vallese de la CGT, en Capital Federal, para debatir sobre acontecimientos de importancia a nivel nacional.

 

Voy bien vestida, con mi tapado, con mi cartera…Voy subiendo, emocionada, entro a la sala Felipe Vallese. Para mi era como un honor, como una realización. Y cuando voy subiendo un compañero me agarra y me dice “a ver, compañera, ¿qué lleva en su bolso?”. Yo asombrada, qué voy a llevar, mis cosas, mi libro. Me abren, y para mi fue el despertar porque no tenía la más peregrina idea: ¿un caño de qué? Por favor, ¡no tienen vergüenza! Los tipos se quedan asombrados de cómo esta mina se pone a retarlos…Hablaban a los gritos, puteaban. Era la única mujer. ¿Qué hago yo acá?, pensaba.

 

En otra de las reuniones de las que participó,

 

levanto la mano y digo ´¡por favor! A mi no se me van a caer las perlas de la corona por una puteada más o menos. Sigan hablando como quieran. Lo único que yo quiero es que haya un poco más de orden para que yo pueda entender qué es lo que van a presentar, por qué se oponen.

 

Las anécdotas nos evidencian la sensación de externalidad que en Graciela prima respecto a un mundo en el que se revisaba a los compañeros antes de las asambleas, se les preguntaba por si llevaban armamento, y sobre todo, se discutía a los gritos y con insultos, sin dejar entender qué es lo que se presentaba a debate. Estos códigos de comportamiento y lenguaje, lo que se decía y lo que se ocultaba, resultaban mecanismos expulsivos y de complicidad masculina. Las anécdotas también nos muestran que una mujer debía asumir rasgos asociados a la masculinidad (“no se me van a caer las perlas de la corona por una puteada más o menos”, “los tipos se quedan asombrados de cómo esta mina se pone a retarlos”) para transitar estos espacios y decodificar estos códigos.

Durante el episodio con Ballanti que mencionamos previamente, inmediatamente después de ser amenazada, Graciela volvió al edificio en el que trabajaba y se encontró con la comisión interna del sindicato.

 

Subo las escaleras, entro al edificio, estaba toda la comisión interna de delegados: ¿cómo está señorita Graciela, qué cuenta, cómo le va? Más o menos, le digo, porque recién di un paseo que me pasó esto y esto. Me dicen, pero señorita Graciela, ¿usted es boluda o se hace?, ¿usted no sabe que el delegado es inamovible? No, le digo, no sé eso y otras cosas más, muchas cosas más de los elementos, el protocolo, el convenio, el estatuto…Esto se arregla en cinco minutos. Sin pedir audiencia, entran a hablar con el Gerente General Chaperón y salen: está todo arreglado, señorita. Usted va a cumplir con sus tareas como delegada y va a tener una secretaria. Cuando usted se ausenta de su escritorio, viene otra empleada y la reemplaza. En cinco minutos cocinaron todo.

 

La reacción de los miembros de la comisión interna frente al temor de Graciela por lo acontecido (“¿usted es boluda o se hace?, ¿usted no sabe…?”) vuelve a iluminar la externalidad, la subestimación y los límites que Graciela encontraba para la efectiva participación y apropiación de la herramienta gremial; idea reforzada cuando admite que no sólo desconocía la existencia de fueros gremiales, sino también los convenios y estatutos del sindicato al que pertenecía. “Los compañeros de la comisión interna se encontraron con una burguesa muy fifí, que no sabía nada del sindicato”, remarca, y aquí la idea de extrañamiento se muestra cruzada por criterios de clase y de género, en donde se evidencian preconceptos y estereotipos sobre lo que implicaba ser mujer y trabajadora administrativa en un colectivo dominado por obreros de fábrica hombres.

El fragmento también nos remarca, a contracara y en relación a lo que destaqué previamente, el poder que la comisión interna de fábrica poseía para entonces, pudiendo entrar sin cita a ver a la gerencia y poner freno a la situación específica de persecución a la que Graciela se veía sometida.

Más allá de estas tensiones y contradicciones, que la llevaron a preguntarse numerosas veces sobre lo conveniente de su participación sindical, Graciela afirma que la experiencia le hizo dar un salto político fundamental. “De haber sido una estudiante bastante aburguesada, ir a la realidad me hizo medianamente darme cuenta cómo eran las cosas”, sostiene. Las recorridas por los sectores de fábrica, particularmente por la acería, le dieron un brutal panorama de las condiciones de explotación que vivenciaban los obreros, así como la hicieron enemistarse con los jefes de su propio sector. La experiencia gremial también la hizo tomar contacto con distintas organizaciones políticas y “visiones más avanzadas sobre la mujer en el sindicato”, como rescata en relación al trato diferencial que le dispensaban los delegados del PRT-ERP. En este sentido, otros ex delegados recuerdan que Graciela era cercana a la agrupación que impulsaba el partido (AMI).[24]

Para cerrar este apartado, me gustaría retomar una reflexión de la propia Graciela.

 

Yo fui la primera delegada gremial en 20 años de fábrica, razón por la cual tanto los militares como los jefes creían que yo era la mitad de Tania y el resto de Rosa Luxemburgo…En razón de toda esta historieta yo era la ideóloga, la puta, porque siempre estaba hablando con los obreros y compañeros de trabajo; y la lesbiana, porque estaba con las chicas.

 

Este fragmento condensa lo que entiendo como algunos de los elementos centrales de su experiencia como delegada gremial. Señala cómo su militancia entremezcló desde el inicio tensiones y disrupciones políticas, de clase y de género, que se manifestaron para la patronal y las fuerzas represivas en la idea de que ella no era sólo una delegada, sino también la “ideóloga”, la “puta” y la “lesbiana”, la guerrillera (Tania) y la revolucionaria (Luxemburgo).

Al actuar como pionera en la organización sindical dentro del sector administrativo, un terreno dominado en forma directa y presencial por altos mandos de la empresa, Graciela fue la “ideóloga”. Su disputa con los mandatos de orden y lealtad que la patronal intentaba imponer a lxs empleadxs administrativxs y contra las numerosas prácticas violentas de disciplinamiento y acoso, así como las nuevas vinculaciones construidas con sus compañeras de sector, hicieron que Graciela se transformase en la “lesbiana”. Asimismo, los contactos más estrechos establecidos con algunos de los delegados combativos nucleados en la AMI y la organización político militar PRT-ERP la transformarían en la “guerrillera” y la “revolucionaria”. Por último, los lazos con el sector obrero de la fábrica y su paso a habitar espacios en los que hasta allí había un predominio absoluto de varones la harían aparecer también como la “puta” a los ojos de la patronal y las fuerzas represivas.

Bucear en la experiencia de Graciela como delegada sindical metalúrgica y su trayectoria en un sector aparentemente secundario como el administrativo, permite reponer una serie de contradicciones de género y clase que resultan claves para entender el devenir más general del conflicto entre capital y trabajo en la planta de Campana, y hacernos novedosas preguntas respecto a uno de los períodos más álgidos de conflictividad social durante el siglo XX, tanto en la fábrica como en la localidad y el país.

La militancia de Graciela cuestionó algunas de las características de la foto del sector administrativo que presentamos a partir del estudio sociológico del personal de la empresa, y algunos elementos de la división del trabajo por género adoptada y adaptada por la patronal. Puso en debate una serie de prácticas de acoso, disciplinamiento, violencia y legitimación con las que las jefaturas intentaban mantener un férreo control del proceso de trabajo y la lealtad de lxs empleadxs, en el único sector en donde había trabajadoras mujeres. Llevó la organización gremial allí donde históricamente había estado ausente, en un ámbito en el que se manejaba información de suma relevancia para la empresa. Tendió lazos con algunas de las corrientes políticas combativas que actuaban con cada vez mayor fuerza en la fábrica y el territorio, y empalmó con un proceso general de fortalecimiento de las representaciones sindicales de base y de avances obreros en las condiciones laborales. Su intervención tensionó en clave de género tanto a las jefaturas de la fábrica como a sus propios compañeros delegados.

En ese sentido, incorporó reivindicaciones habitualmente invisibilizadas por los representantes gremiales varones, como las licencias para cuidado de familiares enfermos, referidas casualmente a tareas desempeñadas mayoritariamente por mujeres. Por otra parte, la experiencia de Graciela demostró también algunos de los límites que una organización sindical abiertamente masculinizada imponía al avance de su proceso militante, aún en un contexto de ascenso de la lucha de clases.    

 

Represión, exilio y presente.

 

“Huellas en el mar
Sangre en nuestro hogar
¿Por qué tenemos que ir tan lejos para estar acá?
Ganamos algo y algo se fue
Algunos hijos son padres
Y algunas huellas ya son la piel”.

Charly García, “Plateado sobre plateado (huellas en el mar)”, 1983.

 

 

Fruto del cúmulo de tensiones y cuestionamientos, y de las intensas presiones recibidas por parte de la patronal, al año de asumir como delegada Graciela decidió apartarse del cargo y “respiré, porque te digo que era muy estresante estar sentada en dos sillas, siempre estabas debiendo algo, al sindicato o a la gerencia, y uno estaba entre la espada y la pared”. Finalizado su mandato, desde la gerencia también “respiraron” y decidieron cambiarla de categoría y aumentarle el sueldo. Graciela pasó a estar afiliada al otro sindicato presente en la fábrica, el del personal de supervisión (ASIMRA).

En su lugar como delegada asumió Luisa Brutti, amiga de Graciela, trabajadora del mismo sector y también cercana políticamente a la AMI, “porque decían que tenía que ser una mujer, porque había muchas compañeras de la fábrica que tenían que ser representadas por una mujer”. Se destaca aquí el interés que habría demostrado la organización sindical tanto por sostener el novedoso espacio gremial conquistado en el área administrativa como porque la delegada del sector continúe siendo una mujer, lo cual nos abre interrogantes respecto de hasta qué punto ambos aspectos podrían haber formado parte de una estrategia sindical de mayor alcance durante el período, pasible de ser verificada en otros estudios de caso.

A pesar de ello, Luisa duró en su cargo apenas unos meses. El 9 de noviembre de 1975 fue secuestrada por un grupo de tareas. Dos días después de aquel suceso, tras llegar a su casa exhausta por la que era una búsqueda infructuosa del paradero de Luisa, una patota irrumpió en la casa de Graciela y su familia. Fue secuestrada junto a su hermana de 14 años, luego de robar pertenencias familiares y personales, y en el marco de un operativo con camiones del ejército y 20 o 30 hombres, según rememora.

Atrás quedaron los meses previos durante los cuales los operativos represivos contra activistas políticos y representantes gremiales de lxs trabajadorxs se habían intensificado en la zona. El 20 de marzo de 1975 se había desarrollado una importante razzia en la localidad, bajo el encuadre de la ley “antisubversiva” 20.840 y como parte del megaoperativo de fuerzas conjuntas “Serpiente Roja del Paraná”, lanzado por el Ministerio del Interior sobre las ciudades del cordón industrial de la ribera del Paraná con epicentro en Villa Constitución, bajo la excusa de desbaratar un supuesto complot de la “subversión industrial” dirigido por “sindicalistas radicalizados” que habrían tenido como objetivo paralizar las plantas de producción pesada en la zona (Carminatti, 2018).

Durante abril, los operativos sobre Zárate y Campana habían continuado, dejando como saldo una importante cantidad de obreros, representantes gremiales y activistas de la fábrica detenidos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, principalmente en la cárcel de Sierra Chica, en Olavarría. A partir de esos sucesos y ya apartada de su rol gremial, Graciela había decidido junto a otras tres mujeres que se acercaban a la fábrica a pedir ayuda por las detenciones de sus maridos[25] conformar una comisión de familiares en solidaridad con los presos políticos, y mientras “la empresa se desentendía completamente” por la suerte de sus trabajadores y familias. Desde el penal de Sierra Chica los compañeros detenidos enviaban ejemplares de una revista hecha a mano, que contenían chistes, críticas literarias y artículos de actualidad, los cuales Graciela se encargaba de vender a empleados, juntando dinero y algunos elementos básicos como yerba, cigarrillos y cepillos de dientes para llevarles.

Los secuestros de Luisa y Graciela formaron parte de otro de los ciclos represivos en la región, suscitado a lo largo del último trimestre de 1975, y en el mismo momento en que se producía una oleada de secuestros de delegados por toda la zona norte de la Provincia de Buenos Aires (Lorenz, 2013). Entre octubre y diciembre de ese año fueron detenidos o secuestrados abogados laboralistas relacionados a la UOM Campana y otra serie de activistas político-sindicales vinculados a la fábrica y, en su mayoría, a la AMI y/o al PRT-ERP, así como algunos de sus familiares. También fue secuestrado durante 5 días el secretario general del sindicato, Ángel Luque. Si bien Graciela atribuye su secuestro concretamente al haber figurado en una lista de lotería que habían armado con familiares y amigos para fin de año, y que estaba en poder de un conocido que fue secuestrado en el mismo momento, reubicar su trayectoria militante previa y sus conflictos con la patronal, así como el contexto fuertemente represivo de fines de 1975 en la zona, y el interés y la participación empresarial en ese proceso (AEyT FLACSO, CELS, PVyJ, y SDH, 2016; Peláez, 2020), colabora para situar su experiencia específica en una explicación colectiva de mayor alcance.

El periplo de Graciela incluyó cárceles y centros clandestinos de detención, donde fue brutalmente torturada. En la Brigada de San Justo, a donde dirigentes de ASIMRA acompañaban a su madre para que le llevara comida y ropa, estuvo secuestrada junto a su hermana menor, Luisa Brutti y Nora Bucaré (pareja de otro de los delegados secuestrados). Todas fueron trasladadas luego a la Seccional Primera de San Fernando. Uno de los cinco días que permanecieron allí, fueron llevadas a una oficina en la que, tras ponerles reflectores delante para que no pudieran ver, les preguntaron cómo estaban. Graciela sospecha que se trató de gente de la empresa.

Hacia fines de noviembre del mismo año fueron trasladadas al penal de Olmos (La Plata), donde pasados 10 meses, la hermana de Graciela fue finalmente liberada, aunque por decisión de un juez entregado a su padre biológico y no a la familia que la había adoptado y criado desde pequeña. Graciela permaneció detenida a disposición del Poder Ejecutivo Nacional durante un año, y finalmente, fue trasladada en octubre de 1976 junto a otras internas a la Unidad 2 de Villa Devoto, cárcel que venía incorporando centralizadamente a las presas políticas. Mientras duró su cautiverio, patotas visitaron cinco veces la casa de sus padres, lo que hizo que decidieran volverse definitivamente a Paraguay. Su familia también recibió telegramas de parte de la empresa instando a que Graciela se presentase en el trabajo, por estar ausente sin aviso, y finalmente, un certificado que comunicaba su despido definitivo.

Durante su cautiverio Graciela fue víctima de variadas formas de violencia en clave sexual, aspecto que resultó común a otras experiencias de presas políticas durante el período (D´Antonio, 2016). El mismo día de su secuestro, uno de los militares que se acercó al cuarto donde estaban ambas hermanas en su casa les pidió que se cambiaran antes de llevárselas y, ante la mirada de asombro de Graciela, amenazó con un “¿qué se cree, señorita, que la vamos a violar?” Fueron subidas luego a un camión militar y Graciela intentó calmar a su hermana pequeña diciéndole, en guaraní, que se quedara tranquila, que era una equivocación y que se iba a resolver. En la Brigada de San Justo, donde fue brutalmente torturada, recuerda una conversación entre dos policías en la que uno de ellos afirmó que “a esta hija de puta le metería picana en el culo” y otro le respondió que el hijo de puta era él, porque no se daba cuenta que se trataba de una mujer “educada y de buena familia”. Al visitarla en la cárcel de Olmos, su madre era regularmente desnudada y requisada en el ingreso, lo que ocasionaba un profundo malestar que le trasladaba a su propia hija, preguntándole si la habían violado, y cuestionándole por qué se había metido “en eso” e “identificado con los obreros”. En Devoto, durante 1977, Graciela también fue parte de la “exhibición” de presas políticas que la dictadura hizo frente a organismos internacionales como la Cruz Roja para dar una sensación de legalidad al proceso represivo y contrarrestar las denuncias ante las masivas violaciones de los derechos humanos.

Finalmente, Graciela permaneció detenida hasta febrero de 1979, luego de lo cual, con ayuda de Amnistía Internacional y bajo el amparo de Naciones Unidas, logró exiliarse rumbo a Suecia, donde vive hasta la actualidad. Desde el país nórdico comenzó a participar de distintos comités de solidaridad con presos políticos de Nicaragua, El Salvador, Chile y Paraguay, entre otros, y con Madres de Plaza de Mayo. Desarrolló círculos de estudio y trabajó como voluntaria en la Cruz Roja, en consultorios para la atención de refugiados de distintas partes del mundo. Tuvo la oportunidad de estudiar en la universidad, recibirse de maestra bilingüe de preescolar y trabajar en la docencia durante más de 30 años. Hoy en día participa de la Liga Internacional de las Mujeres por la Paz y la Libertad, y colabora regularmente con ex presxs políticxs, refugiadxs y sobrevivientes de procesos represivos en distintas partes del mundo.

 

Cuadro de texto: Graciela en una marcha del 1° de mayo de 1979 en Suecia, pocos meses después de salir de la cárcel de Devoto, y detrás de carteles en los que se lee “Declaramos nuestro odio a la dictadura en Latinoamérica” y “Libertad de todos los presos políticos”. Fuente: archivo personal de Graciela Burián.

Durante su exilio, afirma que tuvo que “parirse a ella misma de nuevo”, para poder andar y rehacer su vida, trabajando por su sanación física y emocional, aprendiendo un idioma y costumbres completamente novedosas, superando la discriminación y el racismo imperante en los países nórdicos y la intensa sensación de ajenidad. “El exilio es lo peor que le puede pasar a la gente. Desde la antigüedad, es el castigo más grande. Te sacan de tu familia, de tu casa, dejás el alma entera y tu corazón…trataron de destruirnos, pero aquí estamos…Nunca me sentí ni victima ni heroína, pues soy algo más, soy una sobreviviente”, afirma Graciela enfática desde el presente, y su identificación como sobreviviente y exiliada me resulta significativa porque visibiliza un tipo de trayectoria e identidad que continúa siendo muchas veces olvidada o considerada como excepcional (Gatica, 2013), y que creo necesario reponer como componente trascendente de la historia reciente de la clase trabajadora en nuestro país.

 

 

Algunas mínimas reflexiones sobre memoria e historia obrera.

 

“Para muchos de nosotros el objetivo final de nuestra labor

es crear un mundo en el cual los trabajadores

puedan forjar su propia vida y su propia historia,

 en vez de dejar que se la forjen otros, incluyendo los académicos”.

Eric Hobsbawm, “Historia de la clase obrera e ideología” (1974).

 

Más allá de las ideas propuestas en relación a la trayectoria de vida de Graciela y su cruce con elementos de la praxis social más general del período, creo necesario hacer una reflexión respecto a algunos de los desafíos y complejidades que presenta la construcción de la memoria obrera y la utilización de la historia oral como metodología de investigación.

En primer lugar, las fuentes orales resultan particularmente importantes frente a la ausencia de archivos sistemáticos a la hora de reconstruir formas de activismo, organización y lucha de trabajadorxs, particularmente mujeres. En este trabajo, además, considero que las fuentes orales sirven para vincular agencias y subjetividades obreras con la reconstrucción en clave de género de estrategias empresariales y aspectos más estructurales como el proceso de trabajo en la fábrica y el sector administrativo de la empresa. Como destacó Fraser (1993), las fuentes orales pueden proporcionar una gran ventaja al poner en representación tanto situaciones como reacciones ante estas situaciones, y por lo tanto, permitir un acercamiento a la realidad no reducido únicamente a condicionantes subjetivos y capaz de vincular dialécticamente estructura y praxis.

Cuadro de texto: Graciela en una actividad de la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad, año 2017. 
Fuente: archivo personal de Graciela Burián. En segundo lugar, el testimonio utilizado como insumo central en este recorrido debe ser también tamizado a la luz de las problemáticas del presente y de los mecanismos de construcción de una memoria que se encuentra en relación activa con él. En este sentido, creo que la memoria de Graciela está atravesada particularmente por el alza actual de las luchas feministas a nivel internacional, lo que permite repensar su experiencia en esa clave. Las situaciones de acoso, las formas que adoptó la vinculación con los trabajadores y activistas gremiales hombres, la construcción de demandas sindical es específicas para el sector administrativo, así como las particulares formas de represión sufridas, poseen la marca del género. Es posible pensar que el terreno que viene ganando el feminismo en la actualidad hace que las preguntas en relación a aspectos contradictorios del binomio género-clase sean pronunciables y audibles, incluso con un interlocutor varón, y a pesar de que ni siquiera hayan sido así planteados entonces. En este punto pude observar tanto la manera en que el presente y el género determinan la construcción de la memoria, así como la forma en que el campo de la memoria obrera se enriquece incorporando las vivencias de las mujeres trabajadoras, las cuales se inscriben de modo diferentes, y reponen aspectos distintivos y particulares que resultan de vital importancia para entender el proceso de formación de la clase en su toda su complejidad.

Algo similar ocurre en relación a los procesos represivos, cuyas condiciones de audibilidad mutaron. Si en un primer momento las memorias de mujeres víctimas de violencia sexual resultaron subterráneas y subordinadas frente a otras memorias dominantes sobre el pasado reciente (Álvarez, 2015), la reanudación de los juicios y el impulso del movimiento feminista en los años recientes colaboraron para llegar a un presente donde resulta mucho más factible decir, nombrar y también escuchar lo ocurrido. En el mismo sentido, también creo necesario destacar que la narración de Graciela se encuentra atravesada por la experiencia de haber declarado en el ámbito judicial en 2011, 2018 y 2021, frente a diferentes instancias.

Si bien la posibilidad de testimoniar puede contribuir a superar algunas de las trabas iniciales para narrar lo traumático, por otro lado, la autoridad judicial intenta sistematizar el relato en una manera particular, llevando el relato de la experiencia hacia el terreno de la evidencia (Jelin, 2006). La tortura y la violencia se vuelven entonces decibles para la protagonista y audibles para el historiador, pero a riesgo de ser reducidas a enumeraciones de elementos probatorios para el fin judicial de juzgar. El modo en que el testimonio fue producido, entonces, deja marcas en el resultado de las entrevistas para este trabajo, y es por ello que en este punto creo que las reflexiones del historiador resultan aún limitadas y provisorias.

Para finalizar, deseo resaltar que más allá del interés académico el abordaje de este tipo de problemáticas obedece a una demanda producida por una nueva alza en la lucha feminista que, desde su fuerza en las casas, las calles y los espacios de trabajo viene impulsando a repensar las diversas formas históricas que adquirió la politización en clave de género de la lucha de clases. Retomar entonces experiencias en las que se visualice cómo el género y la clase se entrelazan en las relaciones de producción y de poder capitalistas, y determinan procesos de subjetivación para lxs trabajadorxs, colabora para continuar pensando fructíferamente respuestas sin caer en falsas antinomias o jerarquizaciones entre relaciones de explotación y de opresión.  Particularmente el período aquí tratado fue rico en experiencias de militancia de mujeres en esa clave, aunque, como en otras facetas de las luchas sociales del período, estas hayan sufrido un marcado retroceso a partir de la intensificación de la represión desde mediados de los años setenta.

En este sentido, pienso en cuando Robert Linhart (2009) repuso en su brillante etnografía sobre el trabajo en la automotriz Citröen, el papel y la agencia de los trabajadores migrantes africanos en la historia del movimiento obrero durante el mayo francés, y creo que Graciela también “es la clase obrera”.[26] A lxs historiadorxs nos queda entonces como desafío continuar indagando en este tipo de biografías y problemáticas para repensar los procesos de formación de clase desde una perspectiva de género y a la luz de los enormes desafíos que el presente trae, con el horizonte puesto en que llegue el día en que lxs trabajadorxs mismxs podamos forjar colectivamente nuestra propia vida y nuestra propia historia.

 

Bibliografía

 

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Recepción: 03/03/2021

Evaluado: 23/04/2021

Versión Final: 07/05/2021



 

[1] Este trabajo no hubiera sido posible sin la serie de enriquecedoras instancias de intercambio, debate y reflexión que llevamos adelante con lxs colegas que colaboran en este dossier. A ellxs, mi enorme agradecimiento y alegría por haber compartido el espacio. Agradezco también especialmente las ideas y los comentarios de Vanesa García para una versión preliminar de este texto. Cabe aclarar que ningunx de ellxs es responsable por el contenido del escrito que aquí se presenta.

[2] Una realizada en forma presencial en Buenos Aires, en junio de 2018; una segunda, en forma telefónica en marzo de 2020; y una tercera en forma de videoconferencia hacia mayo de 2020. Versiones previas de este artículo fueron revisadas por Graciela y dispararon intercambios que, en buena parte, fueron incluidos en la versión final del escrito. 

[3] Decido utilizar lenguaje inclusivo en los pasajes de texto en los que hago referencia a personas sin distinguir su género.

[4] Los datos y las citas a partir de aquí corresponden a las entrevistas realizadas por el autor con Graciela y una serie de intercambios posteriores a través de teléfono y correo electrónico, a excepción de cuando se indique.

[5] La ciudad de Campana está ubicada al nordeste de la Provincia de Buenos Aires, a poco más de 70 kilómetros de la Capital Federal, y a orillas del río Paraná de las Palmas. Es lindante con la ciudad de Zárate. Ambas ciudades poseen un importante entramado fabril y forman parte de lo que se conoce históricamente como el Cordón Industrial de la Ribera del Paraná. 

[6] Siderca, Memoria y Balance, 1970.

[7] El estudio fue realizado por el Centro de Investigaciones Motivacionales y Sociales, dirigido por el Dr. José Enrique Miguens. Tuvo como objetivo “conocer una serie de características del personal de Dálmine, como grupo particular y en relación con la empresa”. Las entrevistas fueron realizadas de acuerdo a una cédula que constaba de 45 preguntas y las respuestas tabuladas en una serie de cuadros en los que se compararon las respuestas dadas por el “personal de taller” con las de los “trabajadores no manuales”. “Estudio Sociológico del Personal de Dálmine Siderca”, en Archivo Miguens, Instituto de Desarrollo Económico y Social-IDES.  

[8] “Estudio Sociológico del Personal de Dálmine Siderca, p. 47. 

[9] Las prácticas de  “domesticación” evidencian intentos de lxs trabajadorxs por apropiarse del espacio productivo y transformar condiciones laborales adversas, utilizando parte del tiempo laboral en la realización de actos habitualmente asociados con la vida en el hogar como dormir, leer el diario, fumar, etc. (Lopes, 2011, p. 172).

[10] Entrevista del autor a Carlos “Cachi” Theis y Carlos Bruni, ex delegados de la sección de laminación, mayo de 2018.         

[11] Entrevista del autor a Ángel Luque, septiembre de 2019. Entrevista del autor a Carlos Bruni y “Cachi” Theis, mayo de 2018.

[12] Entrevista del autor a Guillermo Temudio, mayo de 2018.

[13] Entrevista del autor a José María Cristaldo, agosto de 2018.

[14] Entrevista del autor a Roberto Korompay, diciembre de 2018

[15] Las recurrentes muertes obreras en la planta son mencionadas en entrevistas por distintos ex trabajadorxs y también aparecen reflejadas en legajos de inteligencia cuando suscitaron algún conflicto laboral de magnitud.

[16] Entrevista del autor a Ángel Luque, septiembre de 2019.

[17] Entrevista del autor a Z (seudónimo utilizado a pedido del entrevistado), septiembre de 2019.

[18] Siderca, Memorias y balances, 1978.

[19] En “Vino la revancha”, Página 12, 28/11/2011.

[20] “Unión Obrera Metalúrgica-seccional Campana” (1975), CPM-Fondo DIPPBA, mesa B, Carpeta 21, legajo 25, folio 105. “Principales establecimientos fabriles industriales de la provincia de Buenos Aires que han sufrido estados conflictivos y posible infiltración subversiva” (1978 o 1979), CPM-Fondo DIPPBA, mesa B, carpeta Varios, legajo 133.

[21] Entrevista del autor a Z, quien integraba la AMI, septiembre de 2019. Entrevista del autor a José Manuel Lópes Goncalves, agosto de 2018.

[22] Entrevista del autor con Rodolfo Amarilla, ex trabajador de la planta de tubos, junio de 2018.

[23] CPM-Fondo DIPPBA, Mesa B, Carpeta 25, Legajo 21.

[24] Entrevista del autor a Z, septiembre de 2019.

[25] Graciela Silva Lópes Goncalves, quien brindaba servicios informáticos a la empresa y era pareja del “portugués” Lópes Goncalves, detenido en abril en Campana; Alicia Gladys Noemí Fuhr, “Kity”, militante del PRT-ERP y pareja de Zenón Sánchez, obrero y activista del PRT-ERP en Acindar Villa Constitución; y Teresita Di Martino, quien tenía a su hermano preso. Las tres permanecen desaparecidas hasta la actualidad.

[26] Hago referencia a la frase final del trabajo citado: “Pienso que también Kamel es la clase obrera” (Linhart, 2009, p. 204).