La desigualdad como problema: debates teóricos sobre la relación entre distribución del ingreso, crecimiento económico y desarrollo

 

 

Pablo Villarreal(*)

 

 

Resumen

 

En este artículo se revisan una serie de teorías que consideran a la desigualdad como un problema para el desarrollo. En especial, nos interesan las relaciones que establecen entre desigualdad, crecimiento, y avance tecnológico. En ese itinerario, vamos a diferenciar aquellos enfoques que realizan un análisis economicista, dejando los factores políticos y sociales en un plano subordinado; y aquellos enfoques que incluyen estos factores y la dan una importancia fundamental. Nuestra hipótesis es que los estudios canónicos sobre la caída de la desigualdad en América Latina durante los años recientes tienen como trasfondo teórico al primer tipo enfoque. Al final del artículo, proponemos un abordaje que se nutre de elementos del estructuralismo latinoamericano y la teoría de la regulación francesa, y consideramos más apropiado para un estudio de la desigualdad a partir de la economía política.

 

Palabras clave: Desigualdad; Desarrollo; Estructuralismo; Regulacionismo.

 

 

 

Inequality as a problem: theoretical debates on the relationship between income distribution, economic growth and development

 

Abstract

 

This article analyzes a series of theories that found in inequality a problem for development. In particular, we are interested in the relationships that they establish between inequality, growth, and technological advance. In this review, we differentiate those approaches that are based on an economic analysis, leaving political and social factors in a subordinate place; and those approaches that reverse this explanatory order. Our hypothesis is that canonical studies on the decline in Latin America’s inequality during recent years have the first type of approaches as a theoretical background. At the end of the article, we propose an approach that takes up elements of Latin American structuralism and French regulation theory, and we found more appropriate to study inequality from a political economy view.

 

Key words: Inequality; Development; Structuralism; Regulation theory.

 

 


 

La desigualdad como problema: debates teóricos sobre la relación entre distribución del ingreso, crecimiento económico y desarrollo

 

Introducción

 

A partir de la década del ’80, la economía mundial ha pasado por una serie de transformaciones que generaron un nuevo período de incremento de la desigualdad, que alcanzó un pico en plena crisis financiera global y llegó a niveles semejantes a los de un siglo atrás. Desde ese momento, los estudios sobre la desigualdad han ganado terreno en la producción académica sobre el desarrollo, sobre todo en torno a las relaciones posibles entre crecimiento, distribución del ingreso y avance tecnológico. Mientras que la perspectiva neoclásica sostiene que las políticas económicas que redistribuyen ingresos contraen el crecimiento, en tiempos recientes, incluso el Banco Mundial ha señalado que una desigualdad excesiva es perjudicial para el desarrollo (Viterna y Robertson, 2014).

En medio de esta creciente preocupación por el aumento de la desigualdad en los países centrales, América Latina experimentó un proceso a contramano: durante los primeros años del siglo XX, la tendencia dominante en la región fue de una importante reducción de las desigualdades. Los estudios sobre el tema señalan una combinación de factores que explican esa tendencia: los cambios en el mercado laboral y la reducción de la prima salarial por educación –tanto por el lado de la oferta como de la demanda– (Azevedo, 2013; Azevedo et al, 2013; Gasparini y Lustig, 2011; Gasparini et al., 2011; Vera y Poy, 2016), y el incremento del gasto social del Estado, condensado en las nuevas trasferencias condicionadas y la expansión de la cobertura de jubilaciones y pensiones (Pereyra y Vijoditz, 2011; López Calva y Lustig, 2010; Alvaredo y Gasparini, 2013; Lustig et al., 2014; Atkinson, 2015; Pérez Sainz, 2016).

En general, este tipo de estudios abordan el problema de la desigualdad a partir de la distribución de los ingresos familiares que surgen de los datos de diversas encuestas de hogares. En este sentido, podríamos decir que consisten en una “perspectiva corta” de la desigualdad tanto en los datos y factores que se tienen en cuenta para ofrecer una explicación, como en los alcances de las teorías que los sustentan. Si bien entendemos que debido a las dificultades propias de los sistemas estadísticos de América Latina disponemos de escasos datos sobre la desigualdad más allá la distribución de ingresos – lo que hace difícil medir las desigualdades de patrimonio, rentas de la propiedad, innovación, etc. –, estas precisiones son importantes ya que nos permiten situar la discusión: a diferencia de esa “perspectiva corta”, este artículo se propone reflexionar sobre la desigualdad económica en un sentido más general, analizando una serie de teorías que consideran a la desigualdad como un problema para el desarrollo. En especial, nos vamos a centrar en las relaciones que establecen entre desigualdad, crecimiento, y avance tecnológico.

En ese itinerario, vamos a diferenciar aquellos enfoques que realizan un análisis economicista, dejando los factores políticos y sociales en un plano subordinado, y aquellos enfoques que complejizan el análisis al incluir y dar relevancia a esos factores políticos y sociales. Consideramos que las explicaciones canónicas sobre la caída de la desigualdad en América Latina durante los años recientes tienen su fundamento teórico en el primer tipo de enfoque. Al final del artículo, proponemos una mirada alternativa, que se nutre de elementos del estructuralismo latinoamericano y la teoría de la regulación francesa, y consideramos más apropiada para un estudio de la desigualdad a partir de la economía política.

En un primer apartado, abordamos las teorías que retoman los estudios clásicos sobre la desigualdad y se basan en la tesis de una carrera entre la educación y la tecnología; en el segundo apartado, analizamos el aporte de Thomas Piketty y algunas críticas que ha recibido por los resabios de ortodoxia en su teoría. En un tercer apartado, revisamos el lugar que se le ha otorgado al estudio de la desigualdad en el estructuralismo latinoamericano. En el cuarto apartado, presentamos el concepto de regímenes de desigualdad y su relación con los modos de desarrollo en el regulacionismo francés. En el último apartado, presentamos nuestras conclusiones.

 

Una carrera entre la educación y la tecnología

 

La idea de una carrera entre la educación y la tecnología para explicar el devenir de la desigualdad fue elaborada de manera temprana por Jan Timbergen en 1974 y podría resumirse de la siguiente manera: por un lado, tenemos el aumento de la tecnología y su tendencia a demandar mano de obra especializada con habilidades diferenciales, lo que tiene un impacto expansivo en la desigualdad de ingreso; por el otro lado, el rol de la educación como mediador de esta relación. La teoría se basa en el modelo económico de oferta y demanda, donde la distribución del ingreso depende de las fuerzas de mercado que impactan sobre la demanda y la oferta de trabajo. La oferta es determinada por la composición y el tamaño de la fuerza de trabajo, que depende a su vez de la educación y las características demográficas; mientras que la demanda es determinada por las características del comercio y el avance tecnológico (Sauer, Rao y Pachauri, 2015).

 La teoría de Timbergen es una variante de la clásica teoría sobre la relación entre crecimiento económico y distribución de los ingresos de Simon Kuznets (1955), plasmada en la famosa hipótesis que sugería una curva en “U” invertida para explicar el devenir de la desigualdad en las sociedades que atravesaban un proceso de modernización. La curva de Kuznets se dividía en una fase ascendente, donde las desigualdades se incrementaban y una fase descendente, en la que la igualdad inicial se recomponía, pero en una nueva sociedad más desarrollada. El ascenso de la curva se inicia luego de que un aumento en las inversiones genera un avance tecnológico acelerado y un proceso de industrialización al cual solo puede adaptarse una parte mínima de la mano de obra, que pasa de las laborales vinculadas a la agricultura hacia la nueva industria. En el descenso de la curva encontramos la expansión de la educación, la reasignación de mano de obra e inversiones que equiparan la productividad entre sectores y la caída de los retornos al capital, lo que termina por disminuir los niveles de desigualad.

El renovado interés por la desigualdad a principios del siglo XXI, luego de más de cuarenta años de aumentos de la desigualdad en los países centrales, trajo también nuevos estudios basados en esta corriente teórica. Para ellos, el cambio tecnológico es el motor del crecimiento y el desarrollo, pero también puede traer consecuencias negativas. Entre ellas, una de las más importantes es que produce desigualdad y tensiones sociales en la medida en que los avances tecnológicos demandan trabajadores más calificados (Goldin y Katz, 2007).

Ahora bien, la forma en que piensan estas teorías las habilidades de esa mano de obra especializada es deudora de la teoría del capital humano desarrollada por Gary Becker en 1964. Si el crecimiento y el desarrollo se explican por una mejora en la cantidad, calidad, productividad y eficiencia de los factores productivos, entonces el avance tecnológico es el resultado de la inversión en capital fijo; mientras que la mejora en las habilidades de los trabajadores, es el resultado de la inversión en “capital humano”. Siguiendo esta postura, los economistas ortodoxos consideran al capital humano como la “nueva riqueza de las naciones”. Para generar crecimiento en una economía moderna es imprescindible contar con trabajadores altamente educados, capaces de crear nuevas tecnologías e innovar (Goldin y Katz, 2009). Entonces, la inversión en capital humano juega un rol importante en la disminución de la desigualdad, ya que, al aumentar la oferta de trabajadores con habilidades especializadas, actúa como una fuerza de compensación frente al avance tecnológico. La constante acumulación de capital humano habría sido el igualador social durante el siglo XX, mientras que el aumento de las desigualdades a partir de los ‘80 puede explicarse por una disminución relativa del aumento del capital humano, que no le ha seguido el paso al cambio tecnológico (Acemoglu y Autor, 2012).

En sus estudios sobre los Estados Unidos, Goldin y Katz (2009) sostienen que el avance tecnológico no produce de manera inevitable un aumento de la demanda de trabajadores más calificados, aun cuando los datos para gran parte del siglo XX nos induzcan a pensar de esa manera. El desarrollo tecnológico no genera siempre una mayor desigualdad. Para constatarlo, debemos voltearnos hacia el lado de la oferta de mano de obra calificada. Durante la mayor parte del siglo XX, la oferta de trabajadores especializados fue expansiva. Este hecho se debió a la propagación territorial de las instituciones de enseñanza secundaria y publica, en el marco de lo que los autores llaman the high school movement, basado en la expansión de la educación pública de acuerdo a principios democráticos e igualitarios en los que prevalecía la idea de igualdad de oportunidades. (Goldin y Katz, 2007 y 2009).

Por ende, en el período 1915-1950 la prima salarial por educación secundaria (PSES) decae debido al crecimiento acelerado de la oferta relativa, es decir, una mayor cantidad de personas con el secundario completo. Aunque la demanda originada en el avance tecnológico creció de manera considerable, creció a un ritmo menor que la oferta de mano de obra califica, lo que explica en parte la caída de la desigualdad en ese largo período. De 1950 a 1980, la PSES fue estable, pero a partir de 1980 empieza a mostrar un crecimiento moderado, debido a una caída en la oferta relativa de trabajadores educados en el secundario. Al mismo tiempo, es necesario observar la evolución de la prima por educación superior o universitaria: al igual que la PSES, la PSEU colapsó en el período 1915-1959, para luego empezar a crecer de manera acelerada, en especial a partir de 1980. La PSEU creció a un ritmo mayor que la PSES, y para el año 2005 volvió a niveles similares a los de 1915 (Goldin y Katz, 2007 y 2009).

Sauer, Rao y Pachauri (2015) retoman los trabajos de Goldin y Katz, y amplían el estudio a un panel de 54 países, señalando algunas limitaciones de la teoría del capital humano. Para abordar el problema de la tríada desigualdad, tecnología y educación, los autores analizan la demanda y elaboran un proxie representativo del cambio tecnológico al que llaman Factor Total de Productividad (FTP), que a diferencia de otros estudios, no se limita a dar cuenta de la participación de las TICs en el stock de capital fijo, ya que algunos de los países de ingreso mediano o bajo incluidos en su panel producen con tecnológicas más rezagadas.

En este caso, el indicador de FTP incluye la tasa de crecimiento real del PBI por trabajador a precios del 2005, la tasa de crecimiento del capital fijo por trabajador, y la participación en el ingreso del capital y el trabajo. Además, para mantener la consistencia con la variable educativa, reconstruyen el capital humano por trabajador. La hipótesis con la que trabajan es que una mejora en el FTP –es decir, un mayor uso de tecnología–, aumenta la prima salarial a favor de los trabajadores más capacitados, y por lo tanto la desigualdad de ingresos. Los autores encuentran que el FTP se relaciona de manera positiva con la desigualdad de ingresos para todas las medidas de desigualdad y para diferentes regiones: un incremento del FTP en un punto de desviación estándar (0,1) está asociado con un incremento del GINI de ingresos de 1,0 a 1,5 puntos (Sauer, Rao y Pachauri, 2015).

En este tipo de enfoques, es interesante observar lo siguiente: luego de explicaciones basadas en conceptos tan ortodoxos como oferta, demanda y capital humano, los autores no dejan de introducir factores institucionales para dar cuenta de períodos que la teoría no puede explicar. Por ejemplo, Goldin y Katz (2007) señalan que hasta 1950 inclusive, la PSEU se mantuvo por debajo de sus valores de mercado debido a los efectos residuales de las políticas salariales de la Segunda Guerra Mundial; el poder de los sindicatos del sector industrial, que incrementaron los salarios de los menos calificados; la fuerte demanda de trabajadores de la producción básica durante la guerra y el boom de consumo durable de la posguerra. Todas externalidades que explican lo que sucede con la desigualdad cuando los mecanismos del mercado no pueden hacerlo.

Otro período que los autores no pueden explicar con el modelo es la caída de la PSEU durante la década de los ’70, y sostienen que el análisis se complejiza debido a la caída de la productividad a partir de 1973 y los shocks inflacionarios derivados de la crisis del petróleo. En esa coyuntura histórica norteamericana, los sindicatos de las ramas del acero y automotriz, cuyos miembros eran mayoritariamente no universitarios, tenían contratos salariales indexados a la inflación, por lo que generaron un aumento de la PSES. Sin embargo, la recesión a inicios de los ’80 genero cambios en las actitudes de los trabajadores hacia los sindicatos, en particular luego del enfrentamiento entre Reagan y el sindicato de controladores de tráfico aéreo, por lo que los sindicatos se debilitaron. Esto abrió la etapa del espectacular crecimiento de la PSEU (Goldin y Katz, 2009).

Por su parte, Sauer, Rao y Pachauri (2015) incluyen en su análisis la posible intervención del Estado en la economía. En efecto, estos autores se preguntan hasta qué punto las políticas redistributivas estatales atenúan los efectos adversos de las fuerzas del mercado. La respuesta es que las intervenciones estatales pueden influenciar tanto la oferta como la demanda de diversas maneras y por lo general, cuando tienen objetivos redistributivos, logran reducir la dispersión de los ingresos salariales. Las intervenciones estatales pueden agruparse de la siguiente manera: primero, políticas y regulaciones que directa o indirectamente modifican los ingresos del hogar, como las transferencias condicionadas o las regulaciones en favor del trabajo; segundo, las políticas que estimulan otros canales de influencia sobre la desigualdad, como la apertura comercial –que puede aumentar la demanda de trabajo de diferentes niveles educativos–; tercero, el aumento del gasto en educación y salud –que mejora el capital humano–; y cuarto, las características del régimen político que hace que los gobiernos sean propensos a llevar adelante estas políticas.

Finalmente, nos interesa rescatar que para Sauer, Rao y Pachauri (2015) la relación entre tecnología, capital humano y desigualdad no funciona de la misma manera en países avanzados y en países en vías de desarrollo. En el caso de la apertura económica, las importaciones desde países de altos ingresos hacia países de ingresos medianos y bajos producen un incremento en la desigualdad de ingresos en los segundos, ya que la difusión tecnológica incluida en el comercio y en la importación de bienes puede incrementar las primas salariales en favor de los trabajadores calificados: según sus hallazgos, un incremento de un punto porcentual en la participación en las importaciones de bienes que demandan altas calificaciones, puede incrementar el GINI en 0,012 puntos. Esta distinción es de suma importancia porque deja entrever el vínculo entre desigualdad y estructuras económicas desequilibradas y atrasadas, vínculo que estará en el centro del análisis de las corrientes heterodoxas. Volveremos a esto más adelante.

 

Debates en torno a la renta del capital y crecimiento económico en Piketty

 

La novedad que implica la investigación de Piketty es la combinación de nuevas fuentes de información que no habían sido usadas hasta el momento y el trabajo con datos para más de 20 países en un período de tres siglos. En su análisis de la distribución de ingresos, renovó y amplió en términos geográficos y temporales la metodología de Kuznets, teniendo en cuenta los datos fiscales de declaraciones de ingreso y el análisis de las cuentas nacionales. Para la distribución de riqueza y patrimonios, el autor analizó fuentes sucesorias y patrimoniales, la evolución de los impuestos sobre las sucesiones y la evolución del acervo de riqueza nacional. Si bien estos datos empiezan a ser importantes en la medida en que es posible calcular los ingresos del capital y luego relacionarlos con la información de ingresos salariales, su disponibilidad es limitada ya que solo Francia, Estados Unidos, Alemania, Suecia y el Reino Unido ofrecen información detallada.

El análisis de los datos le permite a Piketty (2015) concluir que si la tasa promedio de rendimiento anual del capital –incluyendo beneficios, dividendos, intereses, rentas y demás ingresos del capital– supera constantemente a la tasa de crecimiento de la producción y de los ingresos, el capitalismo genera desigualdades insostenibles y arbitrarias, que cuestionan de modo radical los cimientos de las sociedades capitalistas democráticas. Esta conclusión, cuya expresión lógica es r>q, actúa también como hipótesis a futuro y constituye la fuerza de divergencia fundamental del capital.

Además de esta idea central, es importante tener en cuenta otros mecanismos de convergencia y divergencia que actúan sobre el nivel de las desigualdades: entre los primeros se encuentran la difusión de conocimientos, capacitación y formación de habilidades, lo que lleva también al aumento de la productividad, y el posible ascenso del capital humano en detrimento del capital financiero e inmobiliario. Entre los segundos, se encuentran la falta de inversión en difusión y creación de habilidades, lo que puede llevar a una ampliación rápida de la brecha entre los trabajadores mejor calificados y el resto. Asimismo, algunos individuos pueden ganar control sobre las empresas y la organización productiva, como es el caso de managers y CEOs, apropiándose de la capacidad de fijar sus propios salarios y aumentando aún más la desigualdad. Es inevitable notar cierta ambigüedad que será el blanco de las críticas a Piketty: si por un lado es capaz de señalar factores sociales y relaciones de poder entre actores económicos para explicar el devenir de las desigualdades, también es cierto que su búsqueda de “leyes económicas” y el uso de nociones como la de capital humano lo acercan a las perspectivas que revisamos en el primer apartado.

Efectivamente, la obra de Piketty generó una serie de debates en torno a las fuerzas de divergencia y convergencia, en especial con respecto a la fórmula r>q y sus implicancias. Algunos autores van a realizar críticas puramente teóricas, mientras otros van a apuntar cuestiones metodológicas; otros trabajos, desde posiciones neomarxistas centradas en las necesidades de la política práctica actual, van a criticar a Piketty por no abandonar los marcos de análisis de la economía ortodoxa; finalmente, algunas críticas correrán por el lado pesimista de la desigualdad, al estilo ricardiano o marxista, otras por un lado más esperanzador, kuznetsiano, por decirlo así.

La crítica más recurrente y en la que confluyen diversos autores es a la definición conceptual del capital, que genera inconvenientes en la teoría de Piketty. En este sentido, David Harvey (2014) sostiene que el capital debe ser entendido más bien como un proceso que implica hacer dinero del dinero, a veces a través de la explotación de la fuerza del trabajo y otras por medio de la especulación financiera. Un segundo problema de la definición de capital es que incluye todos los recursos económicos que tienen los individuos privados, las corporaciones y los Estados, aunque estos estén siendo usados o no. Harvey arguye que el dinero, la tierra, los bienes raíces y equipos que forman parte de una riqueza privada, pero que no están siendo utilizados productivamente, no pueden ser teóricamente tomados como capital. Este problema, que parece ser una mera disyuntiva conceptual, se agrava si se tiene en cuenta que los capitalistas suelen especular con la tasa de retorno retirando una parte del capital de la circulación.

Todas estas críticas sugieren que la regularidad estadística encontrada por Piketty no es una explicación adecuada, y mucho menos una ley económica, ya que termina por esconder más de lo que muestra: las fuerzas sociales que explican la relación r>q permanecen ocultas. Lo que no alcanza a observar Piketty, es que detrás de la fuerza fundamental de divergencia está el desbalance de poder entre capital y trabajo (Harvey, 2014). El aumento de la desigualdad se debe entonces al debilitamiento económico y político de los trabajadores luego de la aplicación de políticas de corte neoliberal desde la década del ‘70: deslocalización productiva, desregulación de mercados, reformas del Estado, leyes anti-trabajo, etc. Estas medidas generaron un creciente ejército de trabajadores desempleados, y la caída del consumo y la demanda, fue subsanada con una expansión del crédito y el financiamiento hipotecario en los mercados sub-prime (Harvey, 2014).

Antonella Stirati (2016), por su parte, señala que en la obra de Piketty aparece una segunda versión de la relación r>q que es más acorde a la definición de capital que propone Harvey, y en la que r es entendida como la tasa de ganancia que arroja el stock de capital efectivamente puesto a producir. Por lo tanto, los problemas no están en la definición, sino en las teorías del crecimiento y la distribución que le son subyacentes. En este sentido, la crítica principal de Stirati es que la fuerza de divergencia fundamental que propone Piketty se basa en presupuestos teóricos de la corriente económica neoclásica, especialmente en el modelo de crecimiento de Solow. Siguiendo este argumento, la teoría del crecimiento económico (g) detrás de la relación r>q tiene como presupuesto el pleno empleo, y es igual a la tasa de crecimiento natural de la población más la tasa de crecimiento de la producción por trabajador debido a cambios tecnológicos, es decir, el crecimiento de la productividad. Al mismo tiempo, para el stock de capital actual, la tasa de equilibrio del crecimiento debe ser igual a la propensión al ahorro y la proporción entre capital productivo y producto, que depende de las oportunidades tecnológicas y los precios de los bienes de capital y el trabajo.

En cuanto a la teoría de la distribución, Stirati sostiene que Piketty no hace más que tomar los supuestos básicos de la explicación marginalista, según los cuales, el capital y el trabajo son remunerados con ingresos acordes a su productividad marginal siempre y cuando las fuerzas del mercado operen libremente. Aunque Stirati reconoce una excepción con respecto a las brechas salariales, ya que Piketty señala que la posición privilegiada que ocupan los CEOs les permite incrementar sus salarios de manera desproporcionada y sin relación con los desempeños económicos de las firmas, estas observaciones son solo una cuña política en torno a la forma en que se definen las diferencias salariales, mucho más cercana a las teorías de la distribución de la economía ortodoxa de las que el autor francés no prescinde.

La crítica a la definición de capital se hace más severa en Yanis Varoufakis (2014), que define de manera estricta al capital como la suma de recursos escasos que han sido producidos para la incorporación de otros bienes en el proceso productivo: medios de producción producidos. El capital no es ni una determinada cantidad de dinero ni activos expresados en términos monetarios, sino que está constituido por los bienes de capital que se mezclan con otros insumos, como el trabajo humano, en el proceso de producción. Si bien el capital es una forma de riqueza, no toda riqueza es capital. Es por eso que el crecimiento económico no puede basarse en la riqueza en un sentido amplio.

Al igual que Stirati, Varoufakis apunta a desentrañar el enfoque neoclásico vulgar que estaría detrás del análisis económico y las incoherencias lógicas de Piketty. Los supuestos más importantes que son considerados erróneos desde un punto de vista teórico son los siguientes: en primer lugar, Piketty supone que todos los ahorros se transforman en inversión, y por lo tanto, generan riqueza nueva, cuando esto no es necesariamente así. Además, existe la posibilidad de que se cree riqueza nueva sin ahorro, como lo demuestran las operaciones de especulación financiera que crean riqueza a través de la manipulación de deuda pre-existente o por medio de precios en mercados a futuro.

Otra de las deficiencias teóricas es que la definición de riqueza de Piketty puede englobar cosas tan dispares como ganancias de empresas fabriles, retornos de la especulación financiera o de coleccionistas de sellos; por otro lado, puede dejar dentro los ingresos salariales a los altísimos bonos que perciben los CEOs y los banqueros. Por otro lado, en cuanto a la teoría de la distribución subyacente, Varoufakis coincide con la crítica de Stirati, señalando que se desprende de un economicismo vulgar basado en la función de productividad marginal (Varoufakis, 2014).

Dicho todo esto, es preciso señalar que una de las críticas más interesantes del economista griego es la que se refiere al determinismo económico de los planteos de Piketty. Varoufakis sostiene que no hay explicaciones naturales sobre la distribución de la renta y de la riqueza que se puedan tomar como leyes. Los procesos económicos tienen dinámicas indeterminadas, tanto en las políticas que engendran como en los resultados económicos que generan. Por lo tanto, para acercarse más a los hechos reales, es preciso realizar explicaciones que tengan en cuenta las compensaciones entre política y economía a lo largo del tiempo. Dicho de otra manera, la desigualdad tiene una dinámica indeterminada que depende del desenvolvimiento del conflicto social.

En una lectura contrapuesta a la de Varoufakis, ya que no encuentra en la obra de Piketty sólo “leyes naturales” o “determinismo económico”, Branko Milanovic (2016) sostiene que el objetivo del economista francés es explicar la caída de la desigualdad en los países ricos en el período 1918-1980 y su aumento posterior a partir de eventos inusuales: las dos guerras mundiales, la ampliación de los impuestos y el control de capitales, la influencia de ideologías de izquierda y el proceso de convergencia económica. Todos esos eventos mantuvieron las tasas de retorno del capital por debajo del crecimiento de los salarios y la economía en general. Pero Milanovic, preocupado por una mirada histórica de largo plazo, sostiene también que la teoría de Piketty no puede explicar el aumento de las desigualdades en el período pre-industrial: si extendemos el análisis a los siglos XVIII y XIX, se observa un largo período de aumento de la desigualdad, que va de 1770 a 1900, que constituye un punto ciego en la teoría del francés.

Es posible argumentar, dice Milanovic, que durante ese periodo la desigualdad siguió el patrón usual de incremento junto con el desarrollo del capitalismo temprano (r >q), pero eso implicaría aceptar que en el sistema capitalista la desigualdad aumenta inexorablemente a menos que sea detenida por guerras, calamidades o políticas redistributivas, una posición que no parece verificable en el orden de lo real: hay períodos de caída de la desigualdad debido a fuerzas económicas durante la historia del capitalismo (Milanovic, 2016).

Incluso técnicamente, la desigualdad cuenta con límites a su incremento y no puede crecer ilimitadamente: la complejidad de las sociedades modernas, las normas sociales, los sistemas de transferencias sociales basados en impuestos, y sobre todo, la amenaza de rebelión. Por ende, decir que la desigualdad siempre será creciente en el sistema capitalista es un error. Milanovic propone entonces extender la hipótesis inicial de Kuznets hacia un modelo de ciclos a través del cual se pueden explicar mejor los cambios de la desigualdad en diferentes períodos: la época pre-industrial, la Revolución Industrial, el período de la posguerra hasta el surgimiento del thatcherismo e incluso la reciente revolución tecnológica. De este modo, la era moderna –los últimos 500 años– pueden ser caracterizados por “ondas de Kuznets” que representan incrementos y declives de la desigualdad de manera alternativa (Milanovic, 2016).

 

La desigualdad como problema en el estructuralismo latinoamericano

 

En el estructuralismo y neo-estructuralismo latinoamericanos, el concepto clave para comprender la relación de la desigualdad con el desarrollo es el de Heterogeneidad Estructural (HT). Tengamos en cuenta que ese concepto tiene un doble sentido: puede hacer referencia tanto a la estructura productiva como a la ocupacional, ya que cuando coexisten sectores o ramas de actividad caracterizados por una alta productividad con otros donde la productividad es baja, esto se traslada también a la estructura ocupacional y las demandas del mercado laboral (Chena, 2016; Rodríguez, 2006). Esto también nos lleva a considerar que las restricciones al desarrollo pueden estar vinculadas a procesos que se dan en la estructura productiva, y aquellos que se dan más allá de esta. En este sentido, los autores identifican procesos sociales y políticos relacionados a los problemas del desarrollo de las estructuras productivas, y lo más interesante aquí es que se vuelve central la perspectiva según la cual la desigualdad no sólo es una consecuencia, sino que es también una causa del desarrollo deficiente: las desigualdades en la distribución del ingreso se producen por una estructura heterogénea, pero también son la garantía de la reproducción de esa heterogeneidad.

La HT de las economías latinoamericanas no está tan relacionada con la propiedad de los medios de producción o con la productividad marginal de estos, como con el control minoritario de algunos agentes socioeconómicos sobre el proceso de introducción de tecnologías que tienen origen en los países centrales. Las empresas que gozan del monopolio sobre nuevas tecnologías importadas obtienen rentas extraordinarias que le dan ventajas sobre el resto de la economía. Por lo tanto, y a diferencia de lo que ocurre en los países centrales, esta introducción segmentada de tecnología impacta en la estructura productiva profundizando su heterogeneidad, lo que tiene consecuencias sobre la distribución funcional y personal del ingreso en el mismo sentido (Chena, 2016). De este modo, las reflexiones en torno a la desigualdad y el desarrollo en el estructuralismo latinoamericano están centradas en la interacción entre introducción de nuevas tecnologías, HT y distribución de los ingresos.

Según Raúl Prebisch (1971), una de las mayores dificultades para el desarrollo latinoamericano estriba en la deficiencia de la acumulación del capital, que es también una deficiencia del ahorro, y por lo tanto, de la inversión. Este es un problema que podía ocurrir también en economías centrales, como ya señalaba Kaldor (1980), pero en la periferia se le suman otros adicionales: la dependencia tecnológica, la caída tendencial de los términos del intercambio, la incapacidad para financiar importaciones, la concentración de los ingresos y el consumo imitativo. Estos dos últimos nos importan especialmente.

En sus formulaciones tempranas, el estructuralismo sostiene que los niveles de desigualdad y concentración de ingresos en las economías periféricas no se traducen en una mayor acumulación de capital que pueda dinamizar el proceso de desarrollo: la consecuencia evidente de esta débil acumulación de capital es un crecimiento restringido. Es en este punto donde se cruzan la histórica desigualdad latinoamericana y la propensión al consumo: el alto nivel de ahorro de los sectores sociales de mayor ingreso no se derivaba hacia inversiones productivas, sino que era destinado a financiar el consumo superfluo, cuyo origen era la incorporación de los usos y costumbres de las elites de países desarrollados (Chena, 2016).

En la versión del problema elaborada por Furtado (1953), la cuestión del consumo abarca a la totalidad de una sociedad relativamente atrasada: son los países pobres, como un todo, los que tienden a copiar la forma de vida de los países ricos. La intensidad del crecimiento de una económica, y por lo tanto, parte importante del proceso de desarrollo, depende del coeficiente de inversión de un país, es decir, la proporción de ingreso nacional que es destinada a inversiones en la propia economía. Es en este aspecto donde los factores extra económicos del análisis toman relevancia: en todo proceso de desarrollo, el coeficiente de inversión está influido por comportamientos sociales. Puede resultar anacrónico hacer mención al problema del consumo superfluo, pero es importante rescatarlo porque es la expresión clásica de un problema del proceso de desarrollo que aún permanece, y que tiene en la actualidad otras formas de expresión, como el endeudamiento externo y la fuga de capitales.

Ahora bien, es posible conectar esta cuestión del consumo superfluo y el deterioro de la inversión con el problema de la ya mencionada distribución desigual de los avances tecnológicos. Siguiendo los aportes del economista norteamericano Henry Wallich, Aldo Ferrer (1954) impugna la posible adaptación de la tesis schumpeteriana del empresario innovador a los países atrasados como la Argentina. Wallich argumentaba que en los países de industrialización tardía, el motor de la economía no podía ser la figura del empresario innovador, ya que no generaban un proceso de innovación endógena, sino más bien un desarrollo derivado, basado en la asimilación de las innovaciones existentes. Así, en América Latina el proceso de desarrollo demanda la planificación económica por parte del Estado, antes que el animal spirit emprendedor atomizado de los empresarios. En países de industrialización temprana, las condiciones de competencia económica se asemejaban a los presupuestos de la teoría liberal y los empresarios se veían impelidos a invertir de manera creciente en innovación para aumentar la productividad, reducir el costo de producción de los bienes, y obtener rentas tecnológicas. En este contexto de economía dinámica, el ahorro derivado de la desigualdad de ingresos se destinaba a capitalizar aún más la economía mediante innovaciones tecno-productivas.

En cambio, para el momento en que los países de industrialización tardía intentaron el camino del desarrollo, estas condiciones ya no eran las mismas. En el caso latinoamericano, como ya se dijo, las pautas de consumo de las élites no permitían que el ahorro se derive a inversión productiva; pero también debe tomarse en cuenta que la expansión hacia los mercados exteriores era limitada, ya no se contaba con los márgenes de maniobra de los primeros países industrializados, por lo que el desarrollo de los países atrasados buscó apoyarse en el fortalecimiento del mercado interno. La intervención del Estado se volvía entonces necesaria para reorientar los ahorros hacia la inversión productiva en las ramas donde se podía aumentar la productividad, e incentivar el consumo de los sectores populares vía redistribución progresiva del ingreso (Ferrer, 1954; Amsden, 2004; Rougier y Odisio, 2017). Esto nos deja a las puertas de otro gran problema de la desigualdad de ingresos en economías subdesarrolladas: las dificultades para consolidar la demanda interna.

Dado un alto nivel de concentración de ingreso y un patrón de consumo superfluo, las importaciones de bienes de capital y tecnología se reducen al mínimo, y esto tiene dos consecuencias principales: el capital acumulado se consume de manera improductiva y la HT se acentúa. De este modo, se reproducen las disparidades de productividad entre los sectores, y un número reducido de trabajadores puede ingresar a los sectores que ofrecen ingresos más altos, mientras que la gran mayoría permanece en actividades de supervivencia o baja productividad.

Este proceso ha sido descripto también a partir de la hipótesis de la insuficiencia dinámica de Prebisch (1970), según la cual, la tasa de crecimiento del producto industrial manufacturero está asociada a la tasa de acumulación de capital y la capacidad de ahorro en la sociedad. Como en los países periféricos el capital necesario para absorber la fuerza de trabajo excedente es mayor que el ahorro generado, la tasa de crecimiento del producto industrial manufacturero termina siendo menor a la tasa que garantiza la absorción de la fuerza de trabajo existente en la economía. Esto tiende a profundizar los niveles de desigualdad y llevar los salarios reales a un nivel más bien bajo, y por lo tanto, genera una demanda interna débil.

Por otro lado, la industrialización en los países de América Latina no produjo el desarrollo, en la medida en que las innovaciones tecnológicas no fueron introducidas en todas las ramas de la producción, no se homogeneizó la estructura productiva y las diferencias de ingresos tendieron a acentuarse; al contrario, la introducción desigual de los avances tecnológicos, condicionada ya por la desigualdad económica, exacerbó la HT y con ello, la concentración de ingresos. Según (Chena, 2016), estos problemas del desarrollo tienen causas económicas y políticas: entre las primeras, se encuentra el desequilibro estructural entre la oferta y la demanda de los factores productivos, dada una inadecuación entre la composición de la demanda y las funciones de producción. Dicho de otro modo, tanto la demanda interna débil como la propensión al consumo de los sectores de mayor poder adquisitivo atentan contra la acumulación del capital, que es esencial para el proceso de desarrollo. Ambos obstáculos tienen origen en la desigualdad de ingresos. Por otro lado, entre los problemas políticos, se encuentra la acumulación de poder de actores económicos clave que tiene un efecto circular sobre el proceso de desarrollo: sus posiciones de privilegio y poder son el resultado de la HT y la concentración de ingresos, y a la vez, tienden a reproducirlas.

A mediados de la década del ’80 surge la corriente del neo-estructuralismo, y con ella, aparece un giro en la concepción de las relaciones entre desigualdad y desarrollo. Este período se abre con la crítica de Fernando Fajnzylber al modelo de industrialización por sustitución de importaciones que había propuesto el estructuralismo latinoamericano hasta el momento, señalando dos elementos fundamentales: en realidad, la industrialización se había caracterizado por una escasa incorporación del progreso técnico y además, se había pasado por alto el comportamiento rentístico del empresariado (Chena, 2016; Rodríguez, 2006).

En comparación con el proceso de desarrollo del sudeste asiático, la industrialización en Latino América había contado con una protección excesiva del Estado y la incorporación de tecnología desde los países que estaban a la vanguardia se había realizado sin un proceso de adaptación y aprendizaje adecuado y sin ejercicios de creatividad o innovación. Esta imitación pasiva de las tecnologías, sin una adaptación eficiente y acorde al entorno productivo local, es uno de los errores más frecuentes en los procesos de transferencia tecnológica (Amsden, 2004; Chena, 2016; Rodríguez, 2006).

La crítica deja entrever el giro teórico que se produce en el pasaje de estructuralismo a neo-estructuralismo: mientras que el primero se centraba en la industrialización como mecanismo para mejorar la competitividad y la inserción internacional, a través de relaciones económicas y sociales que fortalezcan el mercado interno –desarrollo hacia adentro–; el segundo pasa a centrarse en los procesos de actualización tecnológica, sin que estos tengan que darse necesariamente en las ramas industriales, con vistas a mejorar las capacidades exportadoras –desarrollo hacia afuera– (Chena, 2016). Según una lectura crítica de este giro teórico, el devenir del estructuralismo latinoamericano estuvo vinculado a la evolución de la estructura económica de los países de la región, en el marco de la reconfiguración de las relaciones entre centro y periferia generadas por los cambios en los procesos de inserción en la economía internacional.

Al finalizar el período de la posguerra, la inserción internacional comenzó a tener como principales protagonistas a las instituciones y actores socio-económicos de base trasnacional, en detrimento del poder relativo de los Estados nacionales. En la teoría, estos cambios trasladaron la preocupación hacia los “aspectos profesionales” de la economía que forman parte del horizonte de sentido de los nuevos actores dominantes, lo que generó un acercamiento a la teoría económica ortodoxa, tanto en el lenguaje como en el método, pero sin abandonar las preocupaciones tradicionales del estructuralismo (Sztulwark, 2005).

Con esta renovada idea de la actualización tecnológica como motor del cambio estructural, el impulso al desarrollo va a estar dado por el liderazgo de un núcleo de dinamización tecnológica endógeno y el acompañamiento del Estado. Ese núcleo va a estar conformado por las empresas y los sectores productivos que tengan capacidad para generar progreso técnico y aumentar la productividad (Rodríguez, 2006). En los estudios de caso, el neo-estructuralismo empieza a clasificar los sectores productivos según estén basados en el uso intensivo de mando de obra, la explotación de recursos naturales o en la generación y difusión de conocimientos. La HT se vuelve entonces tripartita, y la clave de su homogeneización –que genera una mejor distribución del ingreso–, va a estar dada por el aumento de la participación de los sectores difusores del conocimiento en el valor agregado total (Chena, 2016).

En este punto es preciso señalar que el neo-estructuralismo introduce también algunos cambios en el rol destinado a los Estados. En primer lugar, debían abandonar funciones consideradas no esenciales, sobre todo en la esfera productiva (Chena, 2016), de modo que la corriente neo-estructuralista participa en cierta forma del consenso privatizador que caracterizó a las economías occidentales luego de la caída del muro de Berlín. Por otro lado, los Estados debían asumir nuevos compromisos considerados clave: llevar adelante la política macroeconómica, brindar incentivos para la incorporación de tecnologías, trazar estrategias para mejorar la inserción internacional y aplicar medidas para la redistribución del ingreso y el aumento de la cobertura social (CEPAL, 1992). En definitiva, se propone cumplir con el objetivo de reducir las desigualdades de ingreso por dos vías: superación de la HT por un aumento de la participación en la producción total de los sectores intensivos en conocimientos y tecnología, lo que genera una mayor difusión del progreso técnico; y políticas estatales activas para generar una redistribución progresiva del ingreso.

En este sentido, durante los últimos años la CEPAL (2010, 2012 y 2014) ha insistido en que la desigualdad en los países latinoamericanos es un obstáculo para el desarrollo. Incluso ha señalado que en las estructuras productivas polarizadas, los mecanismos redistributivos estatales no llegan a solucionar los problemas de desigualdad y desaceleran el crecimiento a largo plazo. Por lo tanto, junto con las políticas sociales, deben adoptarse políticas industriales que impulsen la transformación estructural como una dimensión clave en el horizonte de la reducción de desigualdades.

Dentro de las perspectivas que retoman la tradición estructuralista, Salvia y Poy (2017) sostienen que, a pesar de los avances en la distribución del ingreso de los últimos años, los diferentes programas económicos ensayados en América Latina durante las últimas décadas no pudieron corregir la heterogeneidad de las estructuras productivas y los mercados de trabajo. En un contexto de creciente globalización y subordinación económica, la persistencia o incremento de condiciones estructurales desiguales de reproducción social es el resultado de una profundización, durante las últimas tres décadas, de un modelo económico concentrado, desigual y de distribución regresiva de los recursos productivos. Los efectos sobre la desigualdad y la pobreza de este proceso de largo plazo están estrechamente relacionados con: primero, el modo subordinado en que los sistemas político-económicos latinoamericanos están insertos en la división internacional del trabajo, lo que se ha profundizado durante los años de la globalización; segundo, la reproducción ampliada de una HT fundada en un modelo de desarrollo dependiente, desigual y combinado, cuya difusión en el actual contexto global estuvo lejos de revertir el subdesarrollo; y tercero, en el poder asimétrico de los agentes económicos y sociales que participan de los procesos de acumulación, reproducción social y liderazgo político (Salvia, 2012).

Este último elemento ha adquirido mayor relevancia en el análisis de los últimos años. Lo importante aquí es que los sectores de mayor productividad, diferenciados de la economía en la que están insertos, tienen una mayor autonomía y establecen sus propios circuitos de ahorro e inversión. Cuando no existe una intervención rectificadora por parte de los Estados, este mecanismo tiende a concentrar aún más el ingreso social y generar monopolios con el suficiente poder como para vetar procesos alternativos de desarrollo. Esto se agrava con la introducción del capital trasnacional, en la medida en que este ingresa con un poder de mercado que lo hace capaz de determinar precios, salarios y captar incentivos estatales a su favor. En economías altamente trasnacionalizadas y concentradas –como el caso de Argentina–, esto produce una separación entre los sectores de mayor productividad, cercanos a la frontera tecnológica mundial y trasnacionalizados; y los sectores de pequeños capitales nacionales de menor productividad (PyMES), generando, claro está, una mayor concentración de capacidad tecnológica e ingreso per cápita en los sectores competitivos.

Por último, es importante destacar que los problemas relacionados a la deficiente acumulación del capital y un bajo coeficiente de inversión, que antes estaban relacionados con el consumo superfluo de las clases de altos ingresos, hoy tienen relación directa con el aumento progresivo de la fuga de capitales (Schorr y Wainer, 2014; Basualdo, 2018).

La puja distributiva y la aversión a la equidad se traducen, entonces, en límites económicos al avance de la mejora distributiva. Finalmente, un tercer elemento de tensión está dado por la caída de los niveles de inversión, que se vuelven insuficientes para un lograr aumentos de productividad; por una creciente fuga de capitales y la consecuente reaparición de la restricción externa, que son también respuestas emergentes al mayor arbitraje redistributivo del Estado (Calvi, 2012; Calvi y Cimillo, 2015).

A partir de la década del ’70 y hasta la actualidad, el principal problema en el desacople entre ahorro e inversiones son el endeudamiento externo y la fuga de capitales. Ambos procesos están vinculados con la desregulación y falta de control sobre los movimientos financieros globales que han tenido un profundo impacto negativo sobre la economía mundial, y en especial sobre los países periféricos. La creciente fuga de capitales junto con la dependencia financiera y el sobreendeudamiento generan inestabilidades en la economía global y tienen como resultado tasas de crecimiento magras. En los países periféricos esto se traduce en tres problemas centrales: primero, en dificultades para el desarrollo económico debido a la caída constante del coeficiente de inversión; lo que en segundo lugar, empeora la distribución de la riqueza y el ingreso, y al mismo tiempo debilita a los Estados nacionales en la medida en que se deteriora su capacidad para recaudar, lo que redunda en un mayor endeudamiento (Rua, 2017; Basualdo, 2018).

 

La desigualdad y el desarrollo en el enfoque de la regulación francesa

 

El surgimiento de la escuela francesa de la regulación tiene lugar en la década del ’70 a partir de una doble crítica a la teoría neoclásica: primero por su a-historicidad; y segundo, por su incapacidad para expresar el contenido social de las relaciones económicas, y por lo tanto, para interpretar el conflicto entre los agentes socio-económicos. Esta doble limitación de la teoría ortodoxa puede comprenderse a partir del análisis crítico de su concepto central, el equilibrio general. Por un lado, esta noción tiene un carácter totalizante sobre la teoría, porque a priori, todas las prácticas económicas deben ser incluidas en ella, mientras que los fenómenos que no puedan ser interpretados a partir de este principio caen bajo el rótulo de “imperfecciones del mercado”. Por otro lado, los modelos económicos basados en el equilibrio prescinden del análisis histórico porque están más centrados en la coherencia interna antes que en la validez externa. Luego, el concepto de equilibrio tiene cierto atractivo porque genera la idea de armonía colectiva en la sociedad, los sujetos conservan su autonomía y todos los conflictos sociales son excluidos de la teoría (Aglietta, 1986).

Al contrario, cuando se parte de una perspectiva histórica, se vuelve necesario concebir una cierta dinámica económica, lo que implica necesariamente el cambio de estado, la transformación del sistema. Para dar cuenta de esas transformaciones, la teoría de la regulación propone dos nociones centrales a tener en cuenta: la reproducción y la regulación. Mientras que la reproducción explica la transformación dinámica del sistema, que se reproduce pero sin ser siempre el mismo; la regulación de ese sistema en movimiento implica una necesaria jerarquía, nunca estable, de las relaciones sociales de producción que constituyen al sistema. El objeto de la teoría económica pasa a ser entonces el estudio de las relaciones sociales que guían la producción y la distribución de los medios de existencia. Esas relaciones sociales son conflictivas por definición, y cristalizan en instituciones sociales que le dan forma a la regulación (Aglietta, 1986) A través de los diversos modos de la regulación, la teoría francesa de la regulación se propone llevar a cabo un análisis del capitalismo y sus transformaciones, con el fin de comprender los períodos de crecimiento estable y los momentos de cambio estructural (Boyer, 1995).

Debemos partir entonces de una definición de las instituciones. Estas deben ser entendidas como una codificación construida socialmente que tiende a estabilizar las pautas de acción, tanto individuales como colectivas, y que dan lugar a la reproducción del modo de producción (Aglietta, 1986; Heredia y Roig, 2008; Gajst, 2010). Como tales, no surgen automáticamente tomando una forma inevitable, no se autorregulan, no son ahistóricas e independientes de los agentes sociales. No están socialmente construidas a partir de interacciones armoniosas entre los agentes, sino que surgen del conflicto social. En otras palabras, son un conflicto social institucionalizado, un conjunto de reglas que aplacan los conflictos mientras las relaciones de fuerza se mantengan. Las instituciones tienen entonces un carácter agonístico, son espacios de pugna y en pugna, donde se ponen constantemente en juego las jerarquías sociales (Heredia y Roig, 2008).

Por lo tanto, un modo de regulación puede definirse de manera abstracta como el conjunto de leyes, normas, formas del Estado, paradigmas políticos y prácticas socioeconómicas que permiten el desenvolvimiento más o menos armonioso de un régimen de acumulación. En concreto, en su formulación clásica, la teoría regulacionista propone cinco instituciones que conforman todo modo de regulación: el tipo de relación salarial, las formas de competencia económica, la naturaleza del Estado, la forma de la restricción monetaria o el comportamiento del dinero y la forma de adhesión al régimen internacional (Guerrero, 1997; Brenner y Glick, 2003; Gajst, 2010).

Pero cabe preguntarnos ahora ¿qué es exactamente lo que regula un modo de regulación dado? Como ya se ha dejado entrever, el objeto de la regulación es el régimen de acumulación, es decir, la forma en que producción, consumo y distribución se hacen compatibles durante un periodo de tiempo limitado, asegurando cierta estabilidad económica que permite la acumulación ampliada del capital (Lipietz, 1994; Guerrero, 1997; Brenner y Glick, 2003; Gajst, 2010). Algunas precisiones en torno a la diferencia entre estos dos conceptos pueden ser clarificadoras: los regímenes de acumulación constituyen formas de organización social para la realización de la acumulación del capital que son analizables en el largo plazo, sobre todo a partir de los ciclos económicos; mientras que los modos de regulación son ajustes coyunturales que operan en períodos más cortos y dependen ante todo de conflictos sociopolíticos (Boyer, 2014).

Los regímenes de acumulación pueden ser clasificados en extensivos o intensivos: los primeros se caracterizan por una escasa inversión en capital fijo, por lo que tienden a mantener las técnicas productivas existentes y no a transformarlas. Se caracterizan también por una baja composición orgánica del capital y una incorporación extensiva de trabajadores al circuito productivo. Un régimen de acumulación intensivo es la contracara de esto, y se caracteriza por un crecimiento económico dinamizado por inversiones masivas en capital fijo que incorporan innovaciones técnicas y tecnológicas. Aquí la composición orgánica del capital aumenta y también lo hace la productividad (Brenner y Glick, 2003; Neffa, 2005). Los regímenes de acumulación, por lo tanto, están relacionados íntimamente con un tercer componente central, el paradigma tecnológico (o modelo de organización del trabajo), al que podemos definir como el estado de los avances técnicos, tecnológicos y organizativos, y la forma en que se relacionan con las esferas de la producción y la distribución (Bustelo, 1994; Lipietz, 1994). La escuela de la regulación retoma entonces el problema del avance tecnológico y su relación con el mercado laboral que habíamos visto en las teorías ortodoxas sobre la desigualdad, pero subordinado esta vez a las relaciones de poder entre diversos agentes socioeconómicos y las formas de regulación que emergen del conflicto social. Esta distinción es fundamental para el análisis del caso argentino, y en general para el análisis de los casos de economías periféricas o relativamente atrasadas como las latinoamericanas.

Una cuestión de suma importancia reside en que la teoría regulacionista ofrece un tratamiento especial del concepto de desarrollo, diferenciando entre modelos y modos. En principio, la articulación de un modo de regulación con un régimen de acumulación y un paradigma tecnológico da lugar a un modo de desarrollo para un período y territorio determinados. Pero es necesario hacer la siguiente salvedad: Alexandre Roig (2008) sostiene que, para los regulacionistas, un modelo de desarrollo es un proyecto histórico, un conjunto de formas idealizadas y orientadas hacia el futuro de lo que se quiere y se desea en término de desarrollo. Por lo tanto, el modelo de desarrollo es un programa de acción eminentemente político, normativo y con carga moral. En cambio, un modo de desarrollo es un proceso histórico, la configuración que adquieren las instituciones al estar situadas y moldeadas por el conflicto y las luchas de poder entre los agentes sociales. Visto así, un modo de desarrollo es el emergente incontrolado de la estructura de relaciones de poder político y económico en la que se libran las disputas por la apropiación del ingreso y el excedente económico, pero también por el sentido del desarrollo.

En la teoría regulacionista, el concepto de régimen de desigualdad es central para comprender las tendencias en la distribución del ingreso. Debe entenderse como régimen de desigualdad a la expresión de los diferentes modos de desarrollo en su dimensión distributiva (Boyer, 2014). Cada modo de desarrollo lleva aparejada una forma específica de distribución de los ingresos y la riqueza que depende del modo de regulación –o de la configuración jerárquica entre las instituciones– y en última instancia, de las posibilidades que ofrece el régimen de acumulación históricamente desarrollado.

Al ser una expresión de cada modo de desarrollo, los regímenes de desigualdad comparten características con aquellos: primero, están ceñidos a un espacio y tiempo determinados; segundo, son temporales y no pueden durar para siempre. Dependen del desenvolvimiento de los modos de desarrollo y son quizás el elemento más relevante en términos de conflicto social. En tercer lugar, la desigualdad se inscribe en varios modos de desarrollo diferentes, por lo que también existen diversos regímenes de desigualdad. Es por esta razón que la teoría regulacionista no acepta que el devenir de la desigualdad pueda ser explicado a partir de leyes generales. Por último, en lo regímenes de desigualdad se mezclan diversos elementos que deben ser analizados, como las alianzas y compromisos políticos, el nivel de especialización tecnológica de un régimen de acumulación o los posicionamientos ideológicos sobre la desigualdad o lo que es justo o injusto en la distribución de la riqueza.

En este sentido, el concepto de régimen de desigualdad sugiere que ningún factor puede producir un aumento o disminución de las desigualdades por sí solo, es necesario observar el conjunto de los factores incluidos en la configuración institucional de un modo de desarrollo (Boyer, 2014). Este rasgo de los regímenes de desigualdad aleja a la teoría de la regulación de aquellos de aquellos enfoques que intentan explicar la desigualdad a partir de fenómenos aislados, ya sean estos el aumento de la demanda o la oferta en el mercado laboral, el aumento o retraso de las capacidades tecnológicas dentro del sistema productivo, la carrera entre tecnología y educación o el surgimiento de políticas redistributivas como las transferencias condicionadas hacia sectores más vulnerables. En contrapartida, la escuela de la regulación francesa ofrece un marco teórico que permite abordar el conjunto de los elementos que influyen en la tendencia de la desigualdad durante un período y un espacio determinados.

 

Conclusiones

 

Hemos repasado en este artículo una serie de teorías que intentan explicar el devenir de la desigualdad, en especial las tendencias que se han registrado durante las últimas décadas del siglo XX y principios del siglo XXI. Es interesante observar que las dos primeras teorías que abordamos tienen en común un núcleo de explicaciones derivadas de presupuestos de la economía ortodoxa; al tiempo que los conflictos políticos y sociales se mantienen como elementos secundarios que aparecen solo cuando la teoría no consigue explicar los hechos.

Es importante remarcarlo porque las explicaciones canónicas sobre la caída de la desigualdad en la Argentina y América Latina durante los primeros años del siglo XXI, sostienen que se produjo una reducción de las brechas salariales por educación como resultado de los cambios en la relación entre oferta y demanda en el mercado laboral; y de manera residual, por las intervenciones redistributivas específicas del Estado, como las transferencias condicionadas o las pensiones no contributivas. De este modo, se basan en los principales lineamientos de la teoría que entiende la desigualdad como el resultado de una carrera entre educación y tecnología. No queremos decir que esos trabajos carezcan de poder explicativo, pero sí que es necesario, para una perspectiva de la economía política, centrarse en los aspectos socio-políticos que esas teorías consideran secundarios.

Por lo tanto, nos interesan más aquellas teorías que nos permiten ahondar sobre los factores políticos, sociales y simbólicos del conflicto entre agentes socio-económicos por la distribución de los ingresos. En este sentido, es necesario retomar los puntos en común que tienen el estructuralismo latinoamericano y el regulacionismo francés para dar cuenta de la desigualdad como un emergente del conflicto social institucionalizado más que como el resultado de políticas públicas específicas o procesos económicos fortuitos o aislados. Plantear el problema de este modo implica también ir más allá de los estudios estado-céntricos que se basan en el análisis de políticas públicas, o aquellos estudios que analizan los cambios en el mercado laboral, para comprender que un determinado nivel de desigualdad de ingresos es producto de las estrategias y acciones llevadas a cabo por los agentes socio-económicos, tanto públicos como privados, en la disputa constante por el modo de desarrollo. Un determinado nivel de GINI, por lo tanto, deja de ser un mero número estadístico para ser el punto donde se encuentran diferentes fuerzas sociales, y puede entenderse como la cristalización de la lucha por el excedente que implican los modos de producción y las alianzas sociales que lo sostienen (Furtado, 1978; Peralta Ramos, 2007; Boyer, 2014).

Finalmente, sostenemos que un análisis de la desigualdad desde una perspectiva económico-política debe centrarse en los siguientes aspectos:

1.   Los regímenes de desigualdad, entendidos como las tendencias en la distribución del ingreso en una sociedad y un período determinados, que surgen a partir del modo de desarrollo, esto es, en la conjunción entre modo de regulación y régimen de acumulación como emergentes del conflicto político y social.

2.   El análisis detallado de las disputas políticas, sociales y simbólicas entre los diversos agentes socioeconómicos en torno al modo de desarrollo, prestando especial atención a la concentración y la extranjerización del poder económico en sectores claves, y su capacidad para vetar modelos de desarrollo alternativos.

3.   Una adecuada operacionalización del marco teórico para el análisis del régimen de desigualdad y las disputas por la distribución del excedente deberá partir, en principio, de una triangulación de datos sobre tres relaciones sociales: el régimen salarial (relación capital-trabajo), la forma de la competencia económica (relación capital-capital) y el paradigma tecnológico del régimen de acumulación. Para la primera, se tomaran en cuenta la distribución funcional del ingreso, así como la distribución personal del ingreso por deciles y por clases sociales; para la competencia económica se tomará el nivel de concentración y extranjerización a partir del análisis de la participación en el mercado de las mil empresas principales; mientras que para el paradigma tecnológico, se tomará en cuenta la relación entre inversión y ahorro nacional, la formación bruta de capital fijo y la inversión en I+D+i de los sectores público y privado.

4.   La heterogeneidad estructural, en especial con respecto al problema de la brecha tecnológica, la introducción de innovaciones técnicas y la apuesta a la apuesta por la conformación de un complejo científico-tecnológico nacional, atendiendo a su impacto sobre la estructura ocupacional.

5.   Las limitaciones para la acumulación del capital y las inversiones productivas derivadas del comportamiento rentístico del empresariado y a la fuga de capitales, teniendo en cuenta su relación con la concentración de los ingresos.

 

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Recibido: 13/08/2020

Evaluado: 22/10/2020

Versión Final: 30/11/2020

 

 



(*) Licenciado en Ciencia Política y Sociología por la Universidad de Buenos Aires. Magister en Sociología Económica por el Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad de San Martín. Becario Doctoral de CONICET. Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires. Argentina. E-mail: villarrealpm@gmail.com ORCID: https://orcid.org/0000-0002-8486-4492