Mujeres
trabajadoras del azúcar: clase, género e identidad en el sur tucumano
Silvia Gabriela Nassif(*)
Resumen
En este artículo analizamos la
compleja relación entre las formas de explotación de un sector de la clase
obrera azucarera del Noroeste Argentino, el proletariado rural contratado de
modo temporario y las formas de opresión de género hacia las mujeres de esta
clase social. Con este objetivo nos apoyamos en la historia oral, centrándonos
en la historia de la familia de Beatriz, una mujer del sur tucumano, parte
integrante de al menos tres generaciones de peladores de caña, que vivió su
niñez y adolescencia en los años ’60 y ’70. Basándonos en su historia, también
intentamos echar luces sobre procesos históricos generales tales como el de
despojo y proletarización forzada que vivieron las comunidades campesinas junto
a los de resistencia que esgrimieron; la manifestación de la desigual relación
de géneros en la producción de valor y en las tareas de reproducción social; la
existencia de una articulación eficaz entre la opresión hacia las mujeres y la
explotación capitalista; y las formas de la violencia hacia las mujeres y su
expresión durante el terrorismo de Estado.
Palabras
clave: Género; Clase obrera; Identidad;
Agroindustria azucarera; Tucumán.
Sugar mill workers: class, gender and
identity in Southern Tucumán
Abstract
This article analyzes the complex relationship between the forms of
exploitation of a sector of the sugar mill working class of the Northwestern
region of Argentina, the rural proletariat hired on a temporary basis, and the
forms of gender oppression towards women of this social class. With this goal
in mind, and based on oral history, this article analyzes the family history of
Beatriz, a woman of this region, part of at least three generations of
sugarcane peelers, who lived her childhood and adolescence in the 1960s and
1970s. Based on her history, this article illuminates also general historical
processes, such as the dispossession process that the rural communities had to
endure, as well as the forced proletarization that was also confronted with
resistances, the existence of an effective oppression against women and its
articulation with capitalist exploitation and the different forms of gender
violence and its expression during the period of State Terrorism in Argentina.
Keyword: Gender; Worker Class; Identity; Sugar Agroindustry; Tucumán.
Mujeres
trabajadoras del azúcar: clase, género e identidad en el sur tucumano[1]
Este
artículo se escribe en un contexto de avance del movimiento de mujeres, a nivel
internacional y en especial en Argentina. Un encuentro entre generaciones de
feministas con trayectorias y enfoques diversos, con un impulso extraordinario
de las más jóvenes. En este movimiento se manifiestan múltiples reclamos como
la interrupción voluntaria del embarazo, la educación sexual integral
obligatoria en las escuelas, la igualdad de salario ante el mismo trabajo, el
fin de la violencia hacia las mujeres y los femicidios, entre muchos otros.
Estos procesos son protagonizados por distintas clases sociales pues la
opresión de género es transversal a todas ellas, aunque se sufra de manera
diferente.
Asimismo,
estos procesos se reflejan también en los estudios históricos y sociales. Esa
mutua retroalimentación está dando sus frutos en el campo académico de la
historia reciente.[2]
Con mayor profundidad se aborda la problemática de la relación desigual de los
géneros, con sus implicancias en las relaciones de poder, entendiéndola no como
un hecho natural, sino como el producto de un proceso histórico. El
desnaturalizar e historizar esta desigualdad trae aparejada la posibilidad de
luchar por la liberación de esa opresión. A su vez, desde algunos sectores del
feminismo entendemos que este movimiento de mujeres y diversidades contra el
patriarcado debe ir acompañado por el cuestionamiento práctico y teórico a la
sociedad dividida en clases, en nuestro país signado por su carácter
capitalista y dependiente. Con este enfoque, en el presente indagamos en la
compleja relación entre las formas de explotación de un sector de la clase
obrera azucarera del Noroeste Argentino (NOA), el proletariado rural contratado
de modo temporario y las formas de opresión de género hacia las mujeres de esta
clase social.
En
las representaciones sobre la actividad azucarera ha predominado una mirada
unilateralmente masculinizada, tanto en lo que refiere al proceso de trabajo
como a la organización del proletariado. Ello se refleja también en las
prácticas sindicales actuales: en el contexto de la “ola verde”, por primera
vez en la Federación Obrera Tucumana de la Industria Azucarera (FOTIA) una
mujer ocupa un lugar de dirección en uno de sus sindicatos desde el año 2019.[3]
Para
la elaboración de este artículo nos nutrimos de distintos estudios sobre el
trabajo de las mujeres en el azúcar junto a otra valiosa bibliografía. Como
parte del enfoque y de la metodología utilizada en nuestra investigación, nos
apoyamos en la historia oral, abordando la compleja relación entre historia y
memoria.[4]
Hemos privilegiado un enfoque cualitativo, centrándonos en la historia de vida
de Beatriz, una mujer del sur tucumano, que vivió su niñez y adolescencia a
principios de los años ’60 y mediados de los ’70.[5] A
partir de su experiencia realizamos un estudio crítico de la vida cotidiana, en
la que subyacen las relaciones que los sujetos guardan con sus necesidades en
cada organización social y que involucra el análisis objetivo de las condiciones
concretas de existencia (Quiroga, 2010).
Los
recuerdos de Beatriz sobre su infancia y adolescencia son muy vívidos.[6]
Ella posee una singular capacidad de narrar, conduciéndonos por los distintos
paisajes sociales que transitó de niña, transmitiéndonos intensamente sus
sentimientos y sus reflexiones presentes, en una integración única entre el
hacer, el sentir y el pensar. Seleccionamos su historia, considerándola como un
emergente y portavoz de tendencias contradictorias que caracterizaron a un
momento histórico. Bisnieta, nieta e hija de campesinos pobres y trabajadores
de la agroindustria azucarera, Beatriz nació y vivió en La Fronterita
-departamento de Famaillá, Tucumán-. Con el terrorismo de Estado, la vida de su
comunidad cambió abruptamente, siendo ella sometida, con tan solo 14 años, a
hechos de violencia extrema y obligada a emigrar a Buenos Aires, a más de 1.200
kilómetros de su suelo natal.
El
análisis de la vida de Beatriz posibilita reflexionar sobre la explotación que
sufrió como parte de la clase obrera azucarera y, a su vez, la opresión de
género vivida por ser mujer. Asimismo, género y clase pueden articularse con la
identidad.[7]
Así para afrontar los traumáticos y dolorosos procesos que Beatriz sobrellevó,
se sostuvo en su propia identidad, tanto en las figuras de su abuela y su
madre, como nieta de campesinos pobres, hija de trabajadores rurales, como
mujer y militante revolucionaria.
Basándonos
en su historia, intentamos echar nuevas luces sobre procesos históricos
generales, a saber, cómo en el desarrollo de acumulación capitalista en la
agroindustria azucarera se transformaron las relaciones sociales en un mismo
territorio, junto a los procesos de resistencia por defender sus tierras.[8] Asimismo, el enfocarnos en las mujeres nos
posibilita abordar cómo se manifestaba la desigual relación de géneros, en
especial, la opresión tanto por sus compañeros varones como por los dueños de
los medios de producción, en el terreno de la creación de valor y en las tareas
de reproducción social. De este modo, nos permite advertir la existencia de una
articulación eficaz entre la opresión hacia las mujeres y la explotación
capitalista -embebidas de formas precapitalistas en el azúcar-, y analizar la
violencia hacia las mujeres como forma intrínseca en la que se expresa el
patriarcado en el capitalismo y su manifestación durante el terrorismo de
Estado, en el que las fuerzas represivas se valieron de formas de violencia
previas.
En
este artículo sostenemos que la condición de desigualdad de las mujeres
azucareras dentro del núcleo familiar y su negación como trabajadoras en las
plantaciones estuvo reforzada por su exclusión formal de la relación salarial
contractual. La negación de su identidad como trabajadoras posibilitó a las
clases dominantes una mayor explotación del conjunto de la clase obrera
azucarera. A su vez, al no incluir a esa gran cantidad de mujeres trabajadoras
en los procesos de organización sindical y en las reivindicaciones, limitó su
accionar como clase para sí. De todas maneras, en un contexto de luchas obreras
a nivel nacional, en Tucumán teñidas por el cierre de ingenios y la
concentración monopolista azucarera, afirmamos que las mujeres poblaron los
cañaverales gastando su fuerza de trabajo por el capital, participaron activamente
en las manifestaciones y fueron atacadas con especial ensañamiento por las
fuerzas represivas.
El
escrito se encuentra dividido en cuatro apartados. En el primero, analizamos
diferentes relaciones sociales y orígenes étnicos, vinculados al desarrollo
capitalista de la agroindustria azucarera, el despojo y desplazamiento del
campesinado junto a procesos de proletarización. En el segundo, examinamos, por
un lado, el rol de las mujeres temporarias azucareras en la producción de valor
y las formas de explotación de clase articuladas a la opresión de género; y,
por otro lado, el lugar de las mujeres en las tareas de reproducción social en
el sostenimiento cotidiano de la fuerza de trabajo, la transmisión cultural y
la reproducción biológica. En el tercer apartado, analizamos las formas de participación
de las mujeres en las manifestaciones de los años ‘70. En el cuarto y último
apartado, abordamos el proceso represivo en el epicentro de lo que fue la
represión en Argentina a partir del decreto N°261/75 firmado por el PEN en
febrero de 1975 que dio inicio al Operativo Independencia.
Desplazamientos familiares y
cambios en las relaciones sociales: de Caspinchango a la Colonia La Aguada –
Fronterita
El capital viene al
mundo
“…chorreando sangre y
lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies.”
Karl Marx
En
esta sección, abordamos procesos de casi un siglo de duración en un pequeño
territorio del sur tucumano entre los departamentos de Famaillá y Monteros,
zona en la que, desde fines del siglo XIX, se establecieron ingenios azucareros
y en la que convivieron distintas clases sociales: dueños de las fábricas,
pequeños y medianos productores cañeros, campesinos pobres, semiproletarios de
origen campesino, trabajadores de fábrica y rurales de las colonias, entre
otros sectores.[9]
En
este territorio se desarrolló la familia de Beatriz. La abuela y el abuelo por
parte de su familia paterna, oriundos de la zona de Monteros, se instalaron en
la zona del ex ingenio Caspinchango. Relata Beatriz que el padre de su abuela,
hachador de leña, se asentó, “cuando se inauguró el ingenio que implosionó...
El ingenio Caspinchango… la gente que se instaló allí se fue con la idea de
trabajo...”[10].
Éste había sido fundado en la década del ’80 del siglo XIX, sin embargo,
dificultades financieras impidieron su normal molienda. En 1914, nuevos
propietarios intentaron ponerlo en marcha, pero funcionó solo unos días (Bliss,
2017, p. 15). Más de medio siglo después, durante el Operativo Independencia,
en la Chimenea de Caspinchango se instaló una Base Militar y al menos 8
víctimas permanecieron allí clandestinamente (Jemio, 2019, p. 307).
La
familia paterna de Beatriz era parte del campesinado pobre y semiproletario.
Ganaban su sustento trabajando la tierra, de la que obtenían los productos para
su subsistencia, junto a la venta temporal de su fuerza de trabajo al ingenio.
Como muchas familias eran descendientes de los pueblos originarios que
habitaron el NOA antes de la llegada del conquistador español.
Su
abuela, Pancha, nació en 1904, año de una de las primeras huelgas azucareras
por la supresión del pago con vales;[11] y
murió en 1966, fecha en la que se profundizó la crisis de Tucumán con el cierre
de ingenios, hecho que afectó también a la familia de Beatriz, pues su hermano
mayor, al igual que más de 200.000 personas, tuvo que marcharse de la provincia
en búsqueda de trabajo.
Beatriz
describe: “Mi abuela araba la tierra con sus mulas y con un arado que lo
manejaba ella... una cosa muy pesada... Era muy trabajadora la abuela...”.
Poseía chanchos y pollos “a los que amaba” pero no era propietaria de la
tierra, generándole serias dificultades económicas, “…le tenía que pagar a los
dueños del ingenio, que eran del San Pablo... Ellos le habían propuesto que si
permanecía allí podía pagar ese lugar en cuotas...”. Como muchas familias
campesinas arrendatarias, Pancha nunca pudo comprar el terreno y, cuando murió,
sus descendientes fueron expulsados. No sería la última vez que su familia
sufriera esas migraciones forzadas.
Pancha construyó su propia
casa. Sembraba arroz y papa, y pelaba caña para el ingenio. Beatriz recuerda
que “…muchas cosas las regalaba y otras las vendía como una forma de vivir.
Tenía vaca lechera... ella la ordeñaba… y les proveía de leche a la gente de la
zona y a los almacenes...”. Beatriz señala que su abuela
Tenía la cultura de sembrar hasta en una maceta... Le
daba mucha rabia el desperdicio... Te decía: - ‘vamos a comer naranjas…’ Y las
naranjas se convertían en algo que le ponía al mate... y después las cortaba
chiquititas, las molía y las ponía en el pan... Nos daba leche... Tenía plena
conciencia que el alimento que se producía allí era para que crezcamos fuertes.
Su abuela sabía montar a
caballo y, recuerda Beatriz, “era estrictísima... ella tenía un látigo... jamás
nos ha pegado a nosotros... pero sí me cuenta mi hermano que cuando ellos iban
a vender la leche y se gastaban la guita… y le decían: - ‘la perdimos’, la
abuela los agarraba a latigazos...”. Ese bravo carácter se traslucía hasta con
las autoridades policiales. Beatriz advierte que su abuela “tenía muchos
problemas con la ley” porque la policía, utilizando como excusa la búsqueda de
cuatreros, les allanaba las casas. “Mi abuela decía que los cuatreros eran la
propia policía... Entonces tenía muchas dificultades... Y una vez no los dejó
pasar... y los tiroteó ¡Porque manejaba muy bien las escopetas la abuela!”.
Pancha enviudó a los 35
años. Su hijo José Ramón, el padre de Beatriz, en ese momento de 10 años de
edad, asumió la tarea de hachar leña para el ingenio La Fronterita. Fue el
único de sus ocho hermanos que se quedó, la mayoría partió a Buenos Aires,
lugar al que Pancha los visitó de vez en cuando en búsqueda de una cura para el
cáncer que le aquejaba. Beatriz interpreta que esas partidas fueron por ese
carácter “exigente” de su abuela. Quizás también hayan decidido partir por las
duras condiciones de vida en el campo y por la falta de trabajo.
Respecto
a la orientación política de doña Pancha, Beatriz interpreta a partir de lo que
le contó su mamá, que era socialista, ya que les decía a las mujeres que debían
“asentarse ahí y empezar a tomar las tierras porque eso era lo único nuestro...
y que había que luchar para agrandarlo...”. En este posicionamiento se
translucían también sus orígenes étnicos como parte de los pueblos originarios
y su lucha ancestral por la tenencia de la tierra.
La
familia materna de Beatriz era de origen criollo y era parte del campesinado
pobre, semiproletario. Su abuelo murió en 1968 y su abuela en 1970. Se
conocieron en La Rinconada, zona cercana a la propiedad de La Fronterita
-separada por el río Arenillas-, poblada por campesinos y pequeños productores
cañeros. Beatriz indica que los cañeros chicos primero levantaban su propia
cosecha para venderla al ingenio y, al finalizar esa tarea, se empleaban como
obreros temporarios. Los medianos productores cañeros, contrataban mano de obra
para las tareas de cultivo y cosecha en su tierra. Tanto los pequeños como los
medianos productores tenían conflictos con el ingenio por el precio de la
materia prima. Y, frente a la necesidad de venderla una vez cortada, terminaban
cediendo a un precio menor del establecido. Beatriz plantea además que “el
ingenio siempre ha tenido interés en estos lugares, que son muy fértiles” y
que, en la actualidad, muchos de estos productores fueron desplazados de La
Rinconada.
Toda
la familia trabajaba como peladores de caña de carácter temporario, es decir el
tiempo que duraba la cosecha, para La Fronterita. Su abuelo había trabajado
primero como hachador hasta que se empleó como pelador de caña, mientras que la
abuela materna trabajaba en el hogar. El ingenio les había permitido
establecerse allí para que se encontraran disponibles cuando lo requiriese, de
hecho, cuando su abuelo se jubiló tuvo que abandonar la casa, trasladándose a
lo que se conoce como El Cruce.
De
ese matrimonio nacieron 6 hijas y 2 hijos, entre ellas la mamá de Beatriz,
Goya, en 1931. Goya abandonó La Rinconada “con pena de amor”, que era como se
decía cuando una mujer a punto de casarse era abandonada, en su caso porque su
pretendiente había dejado embarazada a otra mujer. Esta experiencia muestra el
fuerte rasgo machista y patriarcal, pues el hombre podía abandonar a una mujer
antes de casarse, siendo ésta la depositaria del estigma social, invirtiéndose la
carga de las responsabilidades. Con esa “vergüenza”, se fue a trabajar a la
casa de quien luego se convertiría en su suegra, Pancha. Beatriz señala que a
su madre: “la ayudó mucho mi abuela, que le dijo: - ‘el día que el río crezca
vamos a tirar a la mierda el anillo y el vestido’. Y así lo hicieron...”. De
allí en más la relación entre ambas fue de mutuo respeto y acompañamiento,
redes de solidaridad que se tejieron entre mujeres y de las que aprendió
Beatriz.
En
esas circunstancias, a principios de los años ’50 en Caspinchango, Goya y José
Ramón se juntaron y se trasladaron al monte, a una vivienda llamada la “Casa de
piedra”, una antigua construcción con habitaciones utilizada como paraje por
los campesinos. Cuando Goya estuvo embarazada decidió que no era un lugar apto
para criar a su hijo y regresó a su hogar natal en La Rinconada, ello le generó
una fuerte discusión con su marido ya que él quería seguir viviendo en el
monte, sin embargo, Goya mantuvo firme su posición. En La Rinconada, mientras
Ramón continuaba pelando caña y hachando leña para Fronterita, la familia se
fue agrandando y, en 1961, nació Beatriz.
Tiempo
después, con 5 hijas y 3 hijos, la familia se trasladó a la Colonia N°3 de La
Aguada, propiedad de La Fronterita. Las colonias eran unidades productivas
emplazadas cerca de los ingenios y de las plantaciones en las que vivían las
familias de trabajadores rurales. Tres kilómetros separaban La Rinconada de la
Colonia. Ese trayecto implicó un cambio drástico en sus condiciones concretas
de existencia. La familia de Beatriz finalizó el proceso de proletarización,
siendo despojada de sus pocos medios de producción, contando de allí en más
sólo con su fuerza de trabajo para vender. Beatriz compara ambas
territorialidades vinculadas a relaciones sociales de producción diferentes:
“Nosotros habíamos salido de esa posición. Pasamos a ser obreros del ingenio, a
pelar caña. Un estatus social absolutamente distinto... El campesino tenía su
arado para arar las tierras, para sembrar. Tenía su cultivo, nosotros no
teníamos nada de eso.”
La
familia de Beatriz en la Colonia era más pobre que antes. De todas maneras, los
vínculos de solidaridad entre su familia y el campesinado de La Rinconada
persistieron durante esos años. Beatriz recuerda que iban de visita y que les
brindaban alimentos. Asimismo, a pesar de que en la Colonia las viviendas
contaban con agua corriente, su madre siguió lavando la ropa del grupo familiar
en el río todos los sábados, tal como lo hacía cuando vivía en La Rinconada,
momento que aprovechaba para encontrarse con sus amistades. Tareas domésticas
que recaían siempre en las mujeres.
Respecto
a las relaciones de pareja, Beatriz describe que era muy común que los varones
tuviesen hijos e hijas por fuera del matrimonio, y que esto no era mal visto
socialmente, pero que en el caso de las mujeres esta situación era sancionada.
Por otra parte, advierte que en la Colonia las relaciones entre mujeres y
varones eran diferentes que en la zona campesina. “Los varones de La
Rinconada... no eran tan machistas... Porque venían y se sentaban con mi vieja
y hablaban… En las colonias... vos por ahí no te sentías libre de
participar...”. Recuerda que cuando en la Colonia se realizaban fiestas, los
varones hacían una ronda aparte. Para contrarrestar esa tendencia, su madre
organizaba eventos para recaudar fondos para su Partido, en los que intentaba
sentar varones con mujeres.
En
la práctica, Goya transgredió mandatos impuestos y normas
sociales
patriarcales, fue militante de izquierda, primero en Palabra Obrera, y
luego en
el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) donde
también militó
Beatriz. Ella recuerda algunas de las charlas que tuvo con su madre,
quien le
decía: “…‘Vos cuando seas grande vas a
comprender’, ‘hay otros lugares que no
son como estos... Hay lugares en el que la gente puede vivir de
distinta
manera’. ¡Y ella no conocía más que este
reducto!... Por supuesto era una mujer
militante y leía…”. También rememora:
“...¡la vieja te hablaba de Rusia! Y yo
le decía: - ‘¡Vieja! ¿qué conoces vos
de Rusia?’. Y ella te decía: - ‘…hay
otros pueblos que han luchado...’.”
Beatriz
tuvo una relación muy cercana y especial con su madre: “Yo ya empecé a hablar
de igual a igual con mi vieja... yo empecé a temprana edad... Así como ella
cuestionaba todo… ¡Yo también!”. De ese modo, Beatriz creció con ejemplos de
fuertes figuras femeninas en su familia, mamando de niña la tenacidad de su
abuela Pancha y practicando las ideas de transformación social de su mamá Goya,
de este modo, fue templando su propia identidad, la que le sirvió de sostén en
los momentos más difíciles de su vida.
Por
otra parte, en la Colonia también se manifestaban diferencias sociales, pues
convivían trabajadores rurales temporarios con los permanentes. Beatriz
describe que, aunque las casas eran construidas con el mismo material y
asistían a la misma escuela,
la vestimenta no era la misma y [tampoco] la forma de
alimentarse... Porque [los permanentes] trabajaban todo el año... tenían
ingresos todo el año. En cambio, los trabajadores temporarios trabajábamos unos
meses... Después si el ingenio quería, te daba trabajo… El peor: fumigar con
paratión los surcos... te daba la mochila y no ropa… Fumigando en verano, 45°
con la mochila sobre la piel... El paratión era un fungicida que estaba prohibido
desde hacía 30 años atrás... y el ingenio lo seguía usando.
Por
ello, uno de los reclamos históricos más sentido por los temporarios era pasar
a ser contratados de modo permanente por el ingenio.[12]
Como
en muchas colonias azucareras, en La Aguada algunas familias habían venido
desde Santiago del Estero a pelar caña “y se habían aquerenciado con el lugar”.
Así, el movimiento por el territorio era constante, no sólo por quienes se
establecían como temporarios, sino también por los desplazamientos forzados por
el propio ingenio. En la actualidad no queda ninguna de las siete colonias que
poseía Fronterita.
Para
Beatriz el límite físico entre el ingenio y las colonias estaba establecido por
lo que se conocía como el “Alto de las lechuzas”. Desde el presente, Beatriz
reflexiona que era un punto “donde nosotros nos situamos de este lado, que es
el lado de la absoluta pobreza y, este otro lado, que es el lado de la
opulencia y de la explotación...”. Cuando era niña, su abuelo le advertía que
en ese lugar se realizaban “brujerías”. Paradójicamente, Beatriz indica que con
el Operativo Independencia “este Alto de las lechuzas se convirtió en lo que el
abuelo me supo decir: - ‘ojo con pasar por acá, porque te van a embrujar’... Y
acá se escondían los milicos... Entonces vos pasabas, y después te agarraban
acá... Te agarraban en el ingenio.” Durante el terrorismo de Estado las
desapariciones se transformaron en una realidad cotidiana, pero no se trataba
de “brujas” sino de hombres de carne y hueso que se encargaron de sembrar el
terror en la población, con la participación de la empresa La Fronterita, que
cedió incluso parte de su predio para que funcionara un centro clandestino de
detención, como quedó probado en el informe de Responsabilidad Empresarial
(2015).[13]
En
el año 1968, la familia de Beatriz fue obligada a desalojar la casa de la
Colonia. Beatriz, en esos momentos con 7 años, recuerda que, sin previo aviso,
al regresar de la escuela su querido amigo Coco, que hoy se encuentra
desaparecido, le dijo “no tenés más casa”. Beatriz vincula lo ocurrido con el
contexto del cierre de ingenios, en el que La Fronterita aprovechó la crisis
para expulsar trabajadores de su propiedad, como también lo hicieron otras
fábricas (Nassif, 2016). Su familia se trasladó a El Cruce, a un kilómetro más
o menos del ingenio, solo con frazadas. Tiempo después, su madre compró el
terreno, que aún les pertenece. Sus progenitores continuaron como temporarios.
Beatriz señala que, a pesar de este traslado, ella no se fue de la Colonia,
pues dormía en las casas de sus hermanas. Recién a los 11 años su madre le dijo
que tenía que ir a vivir con ella, pues se “estaba por hacer señorita”. Cuando
tuvo su primera menstruación, su madre le explicó los cambios que ello traía
aparejado y le enseñó a emplear unos pañitos que debían ser lavados
regularmente. Beatriz señala que menstruar era un tema tabú del que no hablaba con
las amigas: “Colgar los paños de la menstruación era mal visto... Los tenías
que colgar a escondida...”.
En
el pasaje de la niñez a la adolescencia, a principios de los ’70, Beatriz se
comprometió políticamente con el PRT, viviendo los momentos más intensos de
militancia. Durante el Operativo Independencia en 1975, su propia vivienda fue
asediada por las Fuerzas Armadas. Una de las consecuencias del proceso
represivo en el territorio de La Fronterita fue la profundización del
despoblamiento de las colonias, así “…en 1977 los habitantes de las colonias de
Fronterita fueron obligados a desarmar sus casas e irse de las tierras del
ingenio donde habían vivido ellos, y sus padres antes que ellos, y sus abuelos
antes que sus padres” (Jemio, 2019, p. 175). Beatriz reflexiona que
el desplazamiento tuvo que ver con la acumulación de
los ingenios que no querían gastar más nada en nosotros... Ya les servimos, les
generamos riquezas, hemos sido su herramienta para la acumulación. Y cuando
tuvieron las herramientas que le cosechen la caña, a nosotros nos fueron
sacando.
Este
proceso histórico fue protagonizado por muchas familias asentadas allí por
generaciones, que primero habían sido despojadas de sus escasos medios de
producción y luego fueron arrojadas a una proletarización forzada, para
finalmente ser expulsadas de sus tierras como parte del proceso de acumulación
capitalista.
Las mujeres rurales en la
producción de valor y la reproducción social
¡Qué vida
más despareja!
Todo es
ruindad y patraña;
Pelar
cañas es una hazaña
del que
nació pal rigor.
Allá
había un solo dulzor
y estaba
adentro e la caña.
Atahualpa
Yupanqui
A
lo largo de la historia, el rol de las mujeres en los ámbitos laborales fue
invisibilizado. Queirolo (2019), en su análisis sobre los censos nacionales
entre 1914 y 1960, advirtió que sus resultados entronizaron a un trabajador
universal masculino mientras que se desestimó la experiencia laboral femenina.[14]
Esa subestimación se vio exacerbada en la actividad rural azucarera, pues la informalidad
y el subregistro de los varones que trabajaban en el surco era constante y en
el caso de las mujeres se llegó al extremo de su inexistencia en registros
oficiales.[15]
En este apartado analizamos a las familias de trabajadores rurales temporarios,
centrándonos en el rol de las mujeres tanto en la producción de valor como en
las tareas de reproducción social.
Si
enfocamos en los lugares de trabajo, las mujeres impregnaron los campos
azucareros, como quedó de manifiesto en múltiples testimonios orales y también
en audiovisuales de la época. Por ejemplo, en la película Zafra (1959),
dirigida por Lucas Demare, con la actuación de Atahualpa Yupanqui, Graciela
Borges y Alfredo Alcón, entre otros, y estrenada bajo el gobierno de Arturo
Frondizi. Al inicio del film se aclara que “…es real la esencia de su historia,
filmada totalmente en la puna y los cañaverales de la provincia de Jujuy...”.
Su estreno generó un escándalo entre las patronales azucareras, que exigieron
que la película sea retirada del Festival de Cannes, nominada a la Palma de
plata.[16]
Esta película denota un realismo rural y “…un discurso que interpelaba la
resistencia a las prácticas culturales andinas entre las élites argentinas” (Orquera,
2013, p. 135). En el film quedó documentado las condiciones de vida de las familias
collas que eran trasladadas para trabajar en la zafra. Entre las imágenes se
puede observar a las mujeres a la par de los varones, compartiendo las
agotadoras jornadas de trabajo y las pésimas condiciones de salubridad y
vivienda. Interesa destacar el acoso que sufre una de las trabajadoras
-interpretada por Borges- por un contratista, hecho que, como veremos en la
narración de Beatriz, era una práctica habitual.[17]
Desde
fines del siglo XIX, en el inicio de la zafra aumentaba la cantidad de
trabajadores rurales contratados de manera temporaria, en función del tiempo
que durase la cosecha -entre mayo y noviembre, dependiendo de la campaña-. A
este tipo de obreros se le pagaba a destajo. Como hizo notar Marx (1999, pp.
672-673) este sistema de pago no debe hacernos perder de vista que el
capitalista le paga al trabajador por la venta de su fuerza de trabajo y no por
el producto del trabajo.[18]
En el caso de la clase obrera empleada por el ingenio de manera temporaria, el
capitalista le pagaba un jornal en función del peso final de la materia prima.
En el peronismo el salario quedó establecido en las paritarias azucareras en
función de la tarea realizada.
Como
reflejan distintos estudios, desde fines del siglo XIX (Campi y Bravo, 1995;
Bravo, 2008; Gutiérrez y Parolo, 2017) hasta mediados de los años ’70 del siglo
XX (Nassif, 2015), la fuerza de trabajo de una sola persona no alcanzaba la
cantidad mínima de caña para obtener un salario acorde a la reproducción de la
fuerza de trabajo, por ello, el obrero, además de extender al máximo la jornada
laboral, requería del trabajo de su familia, incluyendo a mujeres, niños y
niñas. No obstante, a la hora de percibir el salario solo cobraba el trabajador
que estaba registrado en las planillas del ingenio, excluyéndose de la relación
formal contractual a demás integrantes del núcleo familiar, aunque también
habían gastado su fuerza de trabajo y producido valor. Ello le otorgaba un
poder económico y social al varón, sobre su mujer y descendencia, reforzando su
rol como “jefe de la familia”.[19]
Aun
cuando todo el grupo familiar trabajaba, el salario era escaso y, muchas veces,
no llegaba a cubrir ni siquiera las necesidades básicas. Beatriz recuerda que
en su casa siempre almorzaban guiso y cuando podían le agregaban carne;
desayunaban mate cocido, a veces sin pan. Este sector de temporarios era parte
del proletariado rural, desposeídos de medios de producción, disponiendo solo
de su fuerza de trabajo para vender junto a la de su prole. Su situación
económica se agravaba cuando la zafra terminaba, pues implicaba el fin de la
relación salarial con el ingenio. Al no tener capacidad de ahorro, en verano un
sector de la población migraba hacia las provincias del sur para la cosecha de
manzana. De los viajes participaban en general los varones, quienes enviaban el
dinero. Beatriz indica “la plata que mandaba mi viejo tenía mucho más poder
adquisitivo que la que mis viejos ganaban [en la zafra]... Mi mamá cocinaba
mejor comida... Comíamos carne.”
Una
consecuencia del trabajo a destajo era la fuerte competencia entre los obreros
por aumentar sus salarios individuales a partir de emplear su fuerza de trabajo
de la manera más intensa posible, lo que facilitaba “…al capitalista la
elevación del grado normal de la intensidad” (Marx, 1999, p. 675).
Tendencia contradictoria en sí misma, pues, si bien aumentaba el monto del
salario individual por encima del nivel medio, al mismo tiempo, reducía el
nivel medio general del salario. Como lo hizo notar Ruocco (2010) en su
análisis sobre las mujeres obreras del pescado, el trabajo a destajo era
funcional a las clases dominantes, ya que permitió una mayor explotación de la
mano de obra y, a su vez, generaba divisiones dentro de la clase obrera. En el
caso de las mujeres azucareras se llegó al extremo de ni siquiera ser
consideradas trabajadoras por sus compañeros varones, a pesar del consumo de su
fuerza de trabajo en la producción, dividiendo objetivamente a la clase. Esta
desigualdad en los géneros repercutió de manera directa en la clase, que se vio
por ello limitada tanto en los reclamos como en la organización sindical, como
analizaremos más adelante.
En
los años ’60 y ’70, momento en el que transcurrió la infancia y adolescencia de
Beatriz, la agroindustria azucarera en el NOA experimentó cambios profundos,
vinculados al desarrollo de las fuerzas productivas con la implementación de
nuevas maquinarias, como las integrales, y la consiguiente eliminación de
puestos de trabajos, en particular en el campo. En el caso tucumano, ello se agravó,
pues el movimiento obrero resistía el embate del cierre de ingenios y la
eliminación del 50% de los empleos. Lejos había quedado aquel período del
despegue azucarero en el que Tucumán era un polo de atracción de mano de obra.
Por el contrario, “el jardín de la República” se convirtió en los años ‘60 en
un foco de expulsión de su población (Pucci, 2007; y Nassif 2016),
especialmente la masculina (Bravo y Garrido, 1994, p. 2).
El
trabajo femenino en los cañaverales quedó documentado también en las fuentes
orales, como en una entrevista a una mujer campesina del valle de Tafí, doña
Rosa, que, al igual que su madre, trabajó en los surcos: “Yo iba a cocinar y de
paso les ayudaba en el cerco pelando caña. Pelaba y apilaba igual que ellos.
Salía a la tarde rendida. Yo a la hora que ellos se levantaban a las dos, tres
de la mañana ya me levantaba a cocinar y de ahí esperaba que aclare el día
porque es peligroso irse una mujer sola al cerco.”[20]
En la narración de doña Rosa se registra, además del trabajo, la violencia
hacia las mujeres, pues ir sola era un riesgo al que estaba sometida por su
condición de género. Al mismo tiempo, en su relato también sus labores aparecen
secundarizadas, ya que, aunque ella había trabajado codo a codo con los
varones, menciona su trabajo como una “ayuda”.
Por
su parte, Beatriz recuerda que, aunque su madre y su padre trabajaban en los
surcos alrededor de 12 horas diarias, “…nunca cobraba mi mamá, cobraba mi
viejo”, añadiendo que su madre era la responsable de la comida.
Respecto
al proceso de trabajo de cosecha, Beatriz describe: “…a la caña la hachás; una
vez que hachás todo el surco luego las empezás a pelar, (…) la van tirando,
después uno las apila, las va ordenando para después cargarlas.” “El ingenio te
dejaba el carro a la entrada de tu surco...”. Luego, ese carro era trasladado
hacia el canchón del ingenio. En cuanto a la división social del trabajo,
Beatriz señala que la tarea de voltear la caña era ejecutada por los varones
más experimentados, pues requería de un corte preciso, de modo que permitiera
crecer la caña nueva,[21]
“vos para cortar la caña a ese punto, tenés que estar agachado y el machete con
el que cortas es muy pesado...”. “Después pelar caña, eso lo sabía todo el
mundo. Apilar y cargar... sabíamos todos.”
La calidad del trabajo era controlada celosamente por un séquito de capataces empleados por el ingenio. Beatriz indica que “el ingenio te podía suspender por cortar mal la caña...” y los capataces eran los encargados de ejecutar ese castigo. Diferencia las actitudes de éstos entre los que “hacían la vista gorda”, y los que eran “unos infelices”, estos últimos estaban alertas a que se realizara alguna acción “indebida”, ya sea cortar mal la caña, fumar o ausentarse. Ella recuerda a un mayordomo -encargado de controlar el quehacer de los capataces-: “el tipo se te aparecía en cualquier momento... y si no te veía ahí en el surco... [porque] ¡nos conocía absolutamente a todos!... El tipo te echaba, te suspendía.” Esa violencia en el ámbito laboral que vivían a diario las y los trabajadores, tenía una expresión particular hacia las mujeres. Beatriz recuerda que el capataz a las mujeres les “decía: - ‘Si venís a tal lugar yo no lo echo’... Entonces las mujeres... iban...”. “Y eso se comentaba en un círculo muy íntimo: - ‘Me tuve que ... entregar’, decían.”[22]
Esta
práctica de violencia sexual hacia las mujeres en el ámbito laboral azucarero
también fue registrada en otros ingenios en los que se narraba que el capataz
decía “Ché, esa mujer la quiero esta noche”, y si no iba la familia era echada
de la vivienda. O también que el administrador organizaba fiestas e invitaba a
las “mujeres bonitas” y “el marido tenía la obligación de permitirle que vaya”.[23]
Ello también fue mencionado por un poblador del ex ingenio Santa Ana, al
referirse a los antiguos dueños en los inicios del siglo XX:
“…se aprovechaban de las mujeres, hijas de los
obreros, (…) porque usted sabe que cuando había una chica más o menos que le
gustaba, le decía a los tipos: ‘mirá, andá a traérmela a la fulana de tal’.”
Entrevistadora: “¿Y los padres no se podían oponer?
“Y no se podía, hija de Dios, porque lo encerraban en
los vagones esos, y lo alzaban a azotes o lo ataban, lo tenían ahí.”[24]
En
estas narraciones aparece la posesión de las mujeres a gusto y placer de los
dueños de los medios de producción y sus laderos. También los castigos
corporales a los padres o la expulsión de la familia si se negaban a que éstas
fueran forzadas a tener relaciones sexuales. Por un lado, esto nos remite a
pensar el antiguo derecho de los señores feudales de poseer a las mujeres,
conocido como en el derecho de pernada. Así, la entrega-violación de mujeres,
nos estaría mostrando resabios precapitalistas en los que se imbricaban estas
relaciones de explotación capitalistas.[25]
Por
otro lado, nos recuerda el poder patriarcal, pues el hombre de la familia era
quien “entregaba” a la mujer. Estas violaciones eran un secreto a voces, toda
la comunidad sabía y cargaba con el estigma, la culpa y la vergüenza. Mientras
que las mujeres eran ultrajadas, sus familiares vivían la impotencia, en
especial los hombres, humillados públicamente por sus patrones al no poder
cumplir con el rol socialmente asignado de “cuidar” a sus mujeres. Señala
Segato (2018, p.75) que la motivación de la violación no es sexual, sino que es
política y tiene que ver con la necesidad de demostrar poder a través del
control de un cuerpo-territorio.
La
violencia extrema de estas prácticas era la demostración en todo su esplendor
del poder total que tenían los dueños de los medios de producción sobre las
familias trabajadoras. En esa violencia se manifiesta la relación entre clase y
género. La violación como forma de disciplinamiento de la clase obrera; y, a su
vez, la opresión específica hacia las mujeres, pues eran sus cuerpos los
sometidos a esta práctica, configurándose así una doble opresión como obrera y
como mujer.[26]
Otra
norma social impuesta sobre los cuerpos de las mujeres refería al tipo de
vestimenta que podían usar en el lugar de trabajo, no siendo la adecuada para
la tarea en los surcos. Beatriz rememora que una vez su madre “Se puso pantalón
y tuvo problemas con mi papá... porque le dijeron a mi papá: - ‘¡cómo permitís
que tu mujer vaya con pantalones!’.” Su madre tuvo que ingeniárselas para usar
medias debajo del batón.
¿Qué
nos sugiere que hayan sido sus propios compañeros quienes les impedían utilizar
ropa de trabajo adecuada? Por un lado, nos muestra la opresión social que
ejercían incluso los varones de la misma clase social sobre las mujeres,
mediante la internalización y reproducción de normas y roles sociales por las
que éstas eran obligadas a usar vestimenta acorde a su sexo. Por otro lado, y
en la base de esta prohibición, quizás se manifieste la negación de la
identidad de las mujeres como trabajadoras, excluyéndolas inclusive de reclamos
históricos del movimiento obrero como el suministro de vestimenta por parte de
las patronales. Esta prohibición inclusive resultaba antieconómica, pues
afectaba el rendimiento de su trabajo. En el mismo sentido Beatriz recuerda que
tampoco era bien visto que las mujeres anduvieran en bicicletas porque tenían
que abrir las piernas. Por ello, y sin importar las distancias, se trasladaban
caminando hacia los lugares de trabajo, demorando más que los varones.
Adentrándonos
ya en el ámbito de la reproducción social, entendiéndola como “el trabajo de
hacer personas” no sólo en su sentido biológico sino también el de crear y
nutrir social y culturalmente la fuerza de trabajo (Arruza, Bhattacharya y
Fraser, 2019), éste ocupaba un lugar central en la vida de las mujeres rurales.
La reproducción biológica estaba íntimamente vinculada a la organización social
del trabajo, necesitada de la mayor cantidad de brazos del grupo familiar hasta
mediados de 1960. A la vez, al no disponer de métodos anticonceptivos eficaces,
las mujeres tampoco podían evitar tener una gran cantidad de descendencia,
viviendo una gran parte de su ciclo vital productivo embarazadas. En estas
zonas, el embarazo no era considerado un momento particular, por lo que las
mujeres trabajaban en el surco el mayor tiempo posible. Si tomamos el caso de
la mamá de Beatriz, entre los años 1951 y 1968 tuvo 8 hijos e hijas,
prolongándose esa etapa al menos por 17 años. Casi idéntica cantidad habían
parido ambas abuelas de Beatriz, aunque en el caso de Goya los parió en un
contexto en el que en la actividad azucarera la demanda de mano de obra
disminuyó abruptamente, contrastando con las necesidades de su familia que se
multiplicaban con cada nacimiento.
En
distintas oportunidades, las mujeres llegaban a parir en el mismo lugar de
trabajo. Beatriz señala que su mamá “venía de pelar caña… y empezó a tener
dolores de parto y tuvo que parir… Dos veces parió mi vieja en el surco.” La
clase social a la que pertenecían determinaba el tipo de atención de salud que
podían llegar a recibir, pues el hospital del ingenio no era utilizado por las
y los trabajadores temporarios. En su mayoría, eran asistidas por otra mujer
que ejercía el rol de partera. Beatriz indica “…Quien nos atendió a la mayoría
era doña Jesús… Era la partera, era la médica, era la que te curaba.” La
partera ejercía un rol comunitario de gran importancia y era depositaria de los
conocimientos ancestrales del lugar. Era también la encargada de realizar
clandestinamente los abortos, pues eran ilegales, “…te hacía abortar de la
forma que hoy te hacen abortar en la villa, te ponía un canuto de alguno de
estos yuyos, como el perejil ... o te ponía una sonda...”.[27]
En
el tiempo de la zafra, como parte de las tareas de reproducción social, a pesar
de la gran cantidad de horas fuera del hogar, era la madre de Beatriz quien
organizaba el funcionamiento de la casa. Ella planificaba diariamente lo que
debía realizarse en su ausencia, por medio de “papelitos” que dejaba con
indicaciones. Las tareas domésticas recaían siempre en otras mujeres. Por un
tiempo fueron sus hijas más grandes las que asumieron la responsabilidad de
cuidado, hasta que por distintos motivos no pudieron ejercerlo. Cuando ello
sucedió, Goya apeló a otra mujer, una amiga mayor.
Beatriz
compara la organización de su familia con la de su amigo, que también provenía
de una familia numerosa, cuya madre sufría de alcoholismo. Beatriz indica que
cuando se iba a trabajar en el surco, “quedaban solitos igual que nosotros,
pero con la diferencia que no tenían la organización que teníamos nosotros de
parte de mi vieja...”. En ambos ejemplos, tanto en la presencia como en la
ausencia, se manifiesta el rol de las mujeres en las tareas de reproducción
social, en las tareas de cuidado, sostén y organización familiar. Así, “…la
organización de la reproducción social descansa en el género: se basa en
los roles de género y refuerza así la opresión de género” (Arruza,
Bhattacharya y Fraser, 2019, p. 39).
Cuando
la zafra terminaba y una parte de la población debía migrar en búsqueda de
nuevas fuentes de trabajo por tres o cuatro meses, eran las madres las que se
quedaban. Beatriz recuerda “Nosotros pasábamos más tiempo con las mamás que con
los papás... Y ellas eran muy buenas administradoras... eran muy buenas
cuidadoras…”. Muchas veces eran las mujeres quienes administraban el escaso
dinero y la economía del hogar. Beatriz recuerda que su padre le daba a su
madre el salario y que en muchas familias sucedía lo mismo. Su papá cobraba
quincenalmente y el día de cobro era vivido con mucha alegría, aunque el sueldo
se gastaba casi íntegramente en comida. Beatriz enumera los víveres que podían
comprar: “harina y grasa, para hacer el pan; fideos, arroz... yerba, ¡Azúcar! A
pesar de ser nosotros trabajadores del ingenio, nos cobraba el azúcar... Cuando
se terminaba, se terminaba... No había otros lujos... No teníamos cuchillos para
todos, o sea íbamos por tanda…”.
La
vida cotidiana de los niños y las niñas transcurría entre la escuela, cuando
tenían las condiciones materiales para hacerlo, el trabajo y los juegos. Al
igual que el resto del grupo familiar, sus vidas estaban organizadas alrededor
del trabajo. El trabajo infantil estaba muy difundido en las tareas rurales.
Beatriz recuerda que la dejaban salir más temprano de la escuela para llevarle
la comida a su madre. Indica que “tenía que llegar puntual porque la sirena del
ingenio marca un tiempo… Entonces por ahí no llegabas a tiempo y se quedaban
sin comer. Entonces había muchas responsabilidades.”
Así,
la sirena del ingenio marcaba el horario de trabajo de las y los adultos y
también ordenaba a las y los niños, quienes ejercían muchas veces tareas
necesarias para la reproducción de la fuerza de trabajo. En ese sentido indica
Beatriz: “En general comía con mi mamá en el surco. Y ya nos quedábamos a
juntar la caña, a apilarla y a veces cargar los carros.” Desde el presente
reflexiona:
Me daba tanta lástima mi vieja… que yo me quedaba para
trabajar…le hacía creer a ella que estaba jugando, pero yo en realidad estaba
trabajando, lo hacía para ayudar, para sacarle trabajo (…) Entonces los chicos,
¡muchos! no era solo yo, muchas chicas hacíamos eso, apilábamos la caña y
cargábamos en el surco.
El
tiempo de trabajo invadía todas las áreas de la vida cotidiana pues era el
organizador de las familias. Beatriz concluye: “éramos chicos grandes... de
hecho, no gozábamos de ser chiquitos...”. Recuerda que no tenían juguetes
comprados, sino que los fabricaban a partir de viejos accesorios. Un juego
frecuente en la infancia refiere a las aspiraciones de que pasará en un futuro
cuando sean “grandes”. Beatriz cuenta que el anhelo de ella y de sus amiguitos
era llegar a ser “…empleados del ingenio”. Beatriz, al mismo tiempo que
recuerda la pobreza material, valora el enorme sacrificio que realizó su
familia, especialmente su madre, para enseñarle valores como el esfuerzo, la
solidaridad y la dignidad.
Creciente participación de las
mujeres en las luchas y el peso del patriarcado
“El sistema de
explotación que nosotros teníamos, ése era el mayor patriarcado”
Beatriz
Con
el regreso del gobierno peronista en 1973, como en gran parte de la Argentina,
las manifestaciones obreras se multiplicaron por el territorio tucumano. Un
punto de inflexión fue la huelga de septiembre de 1974. En plena cosecha, la
FOTIA paralizó la zafra por más de dos semanas, desafiando a la política del
“Pacto Social” y ocasionando cuantiosas pérdidas a los empresarios.[28]
Una de las reivindicaciones más sentidas por el proletariado azucarero rural
fue la exigencia de que cada mil surcos de caña se empleasen a un obrero y
medio. La FOTIA evaluaba que la mecanización en el campo dejaría a más de 30.000
personas sin empleo (Nassif, 2018). Frente a ello, y al no generarse nuevas
fuentes de trabajo, se impidió el funcionamiento de las máquinas integrales en
el campo.
Quizás
hasta el momento no se dimensionó en su justa medida el salto cualitativo en la
conciencia que transitaba el movimiento obrero azucarero en su conjunto y, en
especial, el sector de trabajadores rurales. Hasta entonces el puesto de
secretario general del sindicato correspondía a un trabajador de fábrica y el
de adjunto a uno del surco. En los años ’70 el sindicato de La Fronterita fue
dirigido por un pelador de caña, Jacobo Ortiz. Asimismo, la FOTIA discutía
condiciones de trabajo, incumbiéndose en el terreno del capital, que ejerce la
dirección de la producción. Si bien la Federación no planteó el control obrero
de la producción, como algunas corrientes de la izquierda marxista y del
peronismo revolucionario, disputó en ese campo. En ese sentido Beatriz destaca:
“yo creo que hubo como una toma de conciencia. En algún momento nosotros cruzamos
una línea que antes no la habíamos cruzado...”. Esa toma de conciencia, en
especial para el proletariado rural, implicaba un paso en desandar los
arraigados y arcaicos procesos de alienación que enfrentaban al trabajador con
el producto de su trabajo, enajenándolo de su decisión consciente del uso de su
fuerza de trabajo en manos del capital.[29]
Beatriz
advierte que a pesar de esa toma de conciencia y de contar con un dirigente
como Ortiz en el sindicato, no incorporaron a las mujeres entre sus
reivindicaciones. Pero que las mujeres se expresaron con fuerza en las
movilizaciones de aquellos años, como Hilda Guerrero de Molina, peronista y
organizadora de las ollas populares, asesinada en una huelga de la FOTIA en
1967 (Nassif, 2017). Beatriz señala: “aunque estaban al frente de esa lucha, no
se habla de las mujeres... Ellas decían en esos momentos, ¡y lo decía mi propia
vieja! que ‘Era para que no dejen a nuestros maridos sin trabajo’. Pero ellas
también se quedaban sin trabajo...”.
Los
estatutos de la FOTIA de los años 1944, 1954 y 1969 no prohíben la
participación de las mujeres, pero tampoco las mencionan. La única evocación
explícita se registra en el de 1954, cuando la FOTIA pasó a ser una Asociación,
indicándose que “…agrupa a los obreros y empleados de ambos sexos...”.[30]
Beatriz
indica que en La Fronterita las mujeres no participaban ni tenían
representación en el sindicato.[31]
Recuerda que en la huelga del ‘74, las mujeres se encargaban de llevarles la
comida a los que estaban discutiendo en el sindicato. Las únicas mujeres que
aparecían en esas asambleas eran las estudiantes universitarias de la Ciudad,
pues era frecuente la participación del movimiento estudiantil en las acciones
obreras (Nassif, 2016).
Sin
embargo, Beatriz tuvo una activa participación en esa huelga junto a sus
compañeros del PRT. Asumió tareas de sabotaje, impidiendo que las máquinas
integrales funcionaran, quemando cañaverales. Previamente había trabajado en el
hotel del ingenio, a pedido de su mejor amigo que militaba en el PRT. Él le
había dicho que era para juntar plata para panfletos, pero ella luego se dio
cuenta que “era para que observara quienes estaban adentro… porque yo les
servía la comida a los jerarcas del ingenio”. Trabajó allí cuatro meses. La
despidieron cuando descubrieron que les llevaba sándwiches a quienes trabajaban
en el surco y que no cobraba algunas provisiones. También Beatriz participó de
una escuelita de formación política revolucionaria. Indica “a mí me decían:
‘vamos a prepararnos… vamos a ser dueños del ingenio, vamos a trabajarlo para
nosotros’...”.
La
huelga de 1974 rompió el congelamiento salarial del Pacto Social al obtener un
aumento de la mitad de lo que había reclamado la FOTIA -llegando a superar los
índices de la inflación-. También evitó temporalmente el masivo desplazamiento
de mano de obra, poniéndole un límite a las patronales (Nassif, 2018, p. 105).
Sin embargo, para el movimiento obrero el fin de la medida de fuerza significó
el recrudecimiento de la represión. Beatriz señala “Nosotros quedamos sin poder
organizarnos... Quedamos como desarticulados por la presión, por la vigilancia
que estos tipos hacían. De hecho, yo que creo que lo que ha pasado en esa huelga
es que han identificado a todos los que estaban allí... Por eso luego van y los
buscan a todos…”.
Desde
el presente, signado por la lucha del movimiento de mujeres, de la que Beatriz
también se siente parte, reflexiona:
Las mujeres no luchábamos en esos momentos por una
conquista como género… No... Estábamos en la misma dirección que los hombres...
estábamos contra el sistema, estábamos contra el imperialismo, y eso
englobaba... las desigualdades que sufríamos nosotros. Ahora te hablo por mí...
Yo no podía ver el enemigo en mi propio compañero varón... si bien había una
cuestión de fuerte machismo. Mis enemigos eran otros... Era el sistema que me
explotaba... porque el sistema nos explotaba a los dos... a ellos y a mí... No
era el compañero, que era machista… No, era el sistema el que lo hacía machista
al compañero...
No estoy diciendo que estoy viendo con benevolencia al
patriarcado. ¡No! El patriarcado y el sistema colonialista... el sistema de
explotación que nosotros teníamos, ése era el mayor patriarcado... Que, de ahí,
distribuía determinadas cuestiones y formas que nos afectaban a cada uno, pero
no era el compañero que de pronto me decía: - ‘¿y vas a andar en bicicleta
abriendo las piernas? – ‘Y sí, y vos sos un machista’, yo le decía... Pero
había otras urgencias... La urgencia era la explotación cotidiana, porque yo
entendía, y los que estaban conmigo, que primero había que pelear contra el
sistema... había que cambiar el sistema que era el que producía todas esas
formas de maltrato hacia todos nosotros... y hacia las mujeres de si éramos
putas, de si usábamos pintura de labios, si nos pintábamos los ojos... nos
pintábamos el lunar... si usábamos pollera corta. ¡Yo no use jamás pollera
corta! Y ¿quién era [el que no quería] que usara pollera corta? ¿Eran mis
amigos con los que nos íbamos a bañar en el río? Yo me sacaba el pantaloncito y
me quedaba en bombacha. ¿Eran ellos los que no querían verme en minifalda? ¡No!
Era la cana que no te dejaba usar la minifalda, era el ingenio que te miraba
como si fueras una prostituta... Era el sistema que bajaba línea para que ese
patriarcado operara contra nosotras de esa manera.
Las
reflexiones vertidas por Beatriz reflejan algunos de los puntos nodales del
debate teórico y práctico en el movimiento feminista actual, vinculados al
lugar que ocupan los varones en la lucha contra la opresión de género, y a la
necesidad de entenderla como parte de la lucha por la liberación social y en
contra de la explotación.[32] A
su vez, Beatriz también hace referencia a los años ’70, en los que ni en las
organizaciones de izquierda ni en las grandes movilizaciones estaba planteada
explícitamente la problemática de género como parte de un programa político,
expresándose un fuerte peso machista. Sin embargo, la presencia de mujeres como
Beatriz en tareas de sabotaje, inteligencia o formación política con el
objetivo de tomar los medios de producción, nos muestra que las mujeres iban
conquistando un terreno de participación no sólo en la producción y en la lucha
social sino también en la lucha política; proceso que fue truncado con el
inicio del terrorismo de Estado.
Proceso
represivo, exilio y reparación subjetiva
“en mi
vieja, en los campesinos... cada día que me levanto hubo en ellos un
recuerdo... y lo más importante son los valores que todas esas personas me han
transmitido... y que son las que hoy me hacen estar fuerte. Yo siempre voy a
seguir siendo... la Beatriz de allá... y la que ha querido un mundo mejor, como
hemos querido muchas personas”
Beatriz
Al
finalizar la huelga azucarera, el sur tucumano se convirtió en el epicentro a
nivel nacional del accionar represivo. En un contexto complejo, signado por las
luchas obreras, el accionar de las organizaciones armadas, y los planes de
golpe de Estado que ya empezaban a resonar contra el gobierno peronista, en
febrero de 1975 se inició el Operativo Independencia. Se lo pretendió
justificar en la defensa del gobierno constitucional frente a la guerrilla del
Ejército Revolucionario del Pueblo del PRT, que desde mayo de 1974 operaba en
Tucumán. No obstante, a la luz de los acontecimientos posteriores entendemos
que vino a disciplinar a la clase obrera y demás sectores populares.
En
ese contexto represivo, la violencia ejercida hacia las mujeres tuvo sus
particularidades. La misma falta de registros oficiales de la fuerza laboral
femenina en el azúcar se refleja en los listados sobre las víctimas
trabajadoras azucareras durante el terrorismo de Estado. Ello conlleva a un
pronunciado subregistro. Así de las 353 víctimas, contabilizamos 12 mujeres
(Nassif, 2020, p. 147).
Resultan
sugerentes las reflexiones de Álvarez (2015) al señalar la doble inscripción de
la violencia sexual hacia las mujeres como parte de la violencia ejercida
masivamente por las fuerzas de seguridad contra los militantes populares y como
parte de una violencia de largo alcance que se ejerce sobre los cuerpos de las
mujeres. Así, “Las militantes eran ‘doblemente subversivas’ ya que no solo cuestionaban
el orden social sino también (…) los estereotipos de la familia occidental y
cristiana que los militares querían imponer y reforzar”, (2015, p. 74). Beatriz
al señalar el acoso y las violaciones que ejercían los capataces a las mujeres
de las colonias, advierte que esa misma metodología fue utilizada después por
los militares:
los capataces... les pasaron toda la posta a los
milicos... Los milicos ya venían con su idea de cómo aniquilarnos... pero éstos
les pasaron las pequeñas cosas de estos lugares para que tuvieran más
conocimiento... Y los milicos… con todas las mujeres quisieron prostituirnos...
Esa era una de las cosas más peligrosas para nosotras las mujeres en esos
momentos... Era tan peligroso como llevar un panfleto... Una cosa es que te
violen cuando te tenían chupada y otra cosa es que seas la prostituta de estos
tipos...
Desde el presente, Beatriz reflexiona sobre el
horror que vivió durante esos años:
yo sé que va a llegar un momento en que todas nosotras
-pero ya estoy hablando como género- vamos a revertir estos dolores que hemos
padecido por ser mujeres... Y porque osamos desde nuestro lugar de mujeres
cambiar nuestras vidas, y pelear por nuestros derechos... Porque eso es lo que
más bronca les daba, que había una mujer que peleaba por los derechos... ¡Estos
tipos nos odiaban a nosotras... porque éramos mujeres! Nos trataban igual que a
los hombres o quizás mucho peor... Pero nosotras lo sabíamos porque éramos
mujeres... y porque estábamos peleando por un mundo mejor... Eso era una cosa
que no les cabía en sus cabezas... Nos odiaban... Pero conmigo no. No me han
derrotado.
La
instalación de las fuerzas represivas en el sur tucumano significó un cambio
drástico en la población. Los propios lugares de trabajo estaban militarizados.
Beatriz describe que mientras estaban trabajando en la zafra, los helicópteros
sobrevolaban cerca, y los militares aparecían sorpresivamente, apuntándoles con
sus armas. Indica que a diferencia de las ciudades:
en
la Colonia era mucho peor... porque de ahí vos no te podías ir... Los caminos
que nosotros conocíamos, ya no los podías transitar porque si te encontraban
por allí te acusaban de ser guerrillero...
Vos
no sentías tranquilidad en ningún momento. Habíamos quedado sitiados...
Beatriz
recuerda que cuando era niña no tenía miedo de andar en la oscuridad por los
cañaverales, pues no había animales feroces ni nadie que pudiera atacarla. No
obstante, en plena adolescencia, conoció esa sensación durante el Operativo
Independencia: “Yo tenía terror, no miedo”. Recuerda a niños y niñas que fueron
secuestrados en ese período. También adolescentes, como el caso de Graciela, la
sobrina del secretario del sindicato, Jacobo Ortiz, que luego fue liberada. Otros
no regresaron, como Juan Medina, de 13 años, o su mejor amigo el Coco, entre
muchos otros.
Beatriz
recuerda al menos dos situaciones de enorme violencia. Una de ellas ocurrió
cuando secuestraron al novio de su prima y se lo llevaron a la Escuelita de Famaillá,
donde funcionaba un centro clandestino de detención. Beatriz explica que como
ella era chica, la mandaron a buscar información. Describe:
nosotros
veíamos la parte de atrás de la Escuelita... cómo entraban los furgones de la
Policía Federal, y vos escuchabas el impacto de cuerpos muertos que tiraban
adentro de ese furgón...
Después
se empezaron a avivar con el tema de los chicos… Y se la empezaron a agarrar
con los más chiquitos...
En
una visita que realizamos al Espacio para la Memoria de la “Escuelita de
Famaillá”, uno de los sobrevivientes que nos acompañó, Lucho, describió que
cuando estaba allí secuestrado, los militares ingresaron a un niño con el
propósito de que viera a las personas torturadas. Ello tenía el explícito
objetivo de infundir terror en la población que se encontraba afuera, a través
de la mirada de niñas y niños.[33]
El
otro hecho sucedió cuando las fuerzas represivas ingresaron a la vivienda de
Beatriz:
Estábamos
durmiendo... Y entran a patadas... Yo el primer instinto que tengo es proteger
a mi sobrinita que era bebé... La agarro y los tipos interpretan que yo me
quería escapar... Y ahí ligamos. Pero la que más ligó fue mi hermana, que ante
situaciones de mucha violencia le agarraba epilepsia.
Los
hechos que narra Beatriz, relatados por otras víctimas infinidad de veces en los
juicios de lesa humanidad, no tuvieron efectos sólo en la población
directamente secuestrada y desaparecida, sino que impactaron a nivel social.
Con distintos matices, ninguna de las poblaciones de las colonias, estuvieron
exentas de la política del terror aplicada por el terrorismo de Estado. Por eso
hablamos de trauma social, que implica una herida o daño en el psiquismo, y que
afecta con diferentes matices a una comunidad.[34]
Para el caso de las familias azucareras tucumanas que aquí analizamos implica
contemplar, primero la crisis y la destrucción de la base material de su
principal sustento con el cierre de ingenios, y luego la desarticulación de las
organizaciones sociales que intentaban revertir esos procesos.
Por
su gran intensidad, el trauma social resulta difícil de procesar y elaborar y
deja huellas en las formas de interpretar la experiencia tanto en las
emociones, los pensamientos y las modalidades en las que se relacionan las y
los integrantes de esas comunidades. Asimismo, sus efectos pueden tener una
permanencia transgeneracional. Su elaboración implica necesariamente procesos
colectivos. Sobre su comunidad, Beatriz reflexiona:
los grandes… se han muerto mudos, porque no han podido
hablar... Nosotros estamos recién encontrando las palabras para denominar esos
hechos tan dolorosos que han sido las desapariciones... las violaciones... el
hostigamiento permanente, el cambio de vida... el control... Nos cambió a
nosotros... nuestra forma de ser.
Uno de los indicadores del trauma social es
obedecer consciente o inconscientemente al mandato del silencio. Por lo tanto,
que las víctimas intenten hablar sobre lo sucedido es un signo de salud mental
importante que posibilita, en un proceso, reelaborar el trauma social,
desocultando las causas de los hechos y a los verdaderos responsables de sus
padecimientos. Ello significa además romper en la práctica social con el
mandato del silencio que el terrorismo de Estado impuso a la sociedad.
Conclusiones
La
historia de vida de Beatriz nos permitió ahondar en procesos de larga duración.
Su historia fue en parte la de muchas familias campesinas, descendientes de los
pueblos originarios del sur de Tucumán, signadas por procesos de despojos de
sus territorios, obligadas a constantes migraciones y forzadas a procesos de
proletarización. Se trataba de familias cuyas vidas estaban estructuradas
históricamente en base al trabajo de todos sus miembros. Vinculadas unas a
otras a través de tramas de solidaridad y compañerismo.
Las y los trabajadores temporarios del surco
constituyeron una de las fracciones más pobres de la clase obrera azucarera.
Con la modalidad de la contratación a destajo y el pago salarial únicamente a
los varones, se prescindió del contrato laboral a una parte significativa de
quienes dejaban parte de su vida en los campos, tanto mujeres como niñas y
niños. Ello, por una parte, permitió una mayor explotación de las patronales
del conjunto de la clase obrera y, por otra parte, reforzó el dominio
patriarcal del obrero varón sobre su familia. Algunas de estas prácticas se
manifestaron en la prohibición a las mujeres de utilizar pantalones en los
lugares de trabajo o de que anduvieran en bicicleta. Sin embargo, éstas fueron
cuestionadas, con distinta suerte, tanto por Beatriz como por su madre.
Asimismo, la desigualdad entre los géneros limitó a la clase para sí, al
negarles a estas mujeres su identidad como trabajadoras, desconociendo su
representación sindical y sus reivindicaciones.
No
obstante, en el contexto de los años ’70, las y los trabajadores azucareros se
organizaron para enfrentar los procesos de acumulación y concentración
capitalista del azúcar y la eliminación de fuentes de trabajo, llevando a cabo
importantes luchas de las que participaron activamente las mujeres, si bien no
fueron explícitamente incluidas en los pliegos reivindicativos.
La violencia ejercida contra el conjunto de la
clase obrera tuvo también su reflejo específico en las mujeres. Se trataba de
una violencia estructural ejercida por algunas patronales azucareras a través
de violaciones y abusos sexuales, ultrajando los cuerpos de las mujeres, y
humillando a sus familias. Violaciones que eran formas de disciplinamiento de
la clase y de opresión hacia las mujeres. Bajo las condiciones del terrorismo
de Estado, estas formas fueron reproducidas y ejercidas por las fuerzas de
seguridad.
Como ya había ocurrido 500 años antes con la
invasión del español en tierras americanas, el terrorismo de Estado invirtió
los roles: la comunidad de Beatriz fue presentada como “enemiga” e “intrusa”.
Pero estas poblaciones habían estado allí desde hacía siglos, mucho antes de
que arribaran las Fuerzas Armadas; en el caso de la familia de Beatriz, al
menos, por tres generaciones de peladores de caña. Quienes invadieron el sur
tucumano fueron otros, aquellos que a sangre y fuego impusieron un proyecto
económico y social que implicó junto a la desaparición sistemática de personas
y la eliminación de puestos de trabajo, el desmembramiento de familias enteras,
y la desestructuración de esa trama de relaciones sociales y vinculares que les
había permitido a las familias azucareras sostenerse y resistir durante tantos
años a los procesos violentos de despojo y de proletarización forzada.
Para sobrellevar estos procesos, Beatriz se sostuvo
en su identidad constituida internamente durante su infancia: como mujer,
trabajadora, tucumana y revolucionaria, que aún mantiene. Como muchas de las
víctimas del terrorismo de Estado, Beatriz se encuentra transitando procesos
reparatorios, al poder llamar a los hechos por su nombre. Así, no se trató de
mujeres que “se entregaban”, sino que fueron violaciones. Del mismo modo, el
terrorismo de Estado no vino a liquidar exclusivamente a la guerrilla, sino
también a eliminar aquellas redes de solidaridad y de organización que, aún en
condiciones tan adversas, las y los trabajadores del surco llevaron adelante.
Procesos de reparación que se manifiestan colectivamente en los juicios de lesa
humanidad como así también en los persistentes reclamos por fuentes de trabajo
y por transformar las condiciones de vida.
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realizada por la autora. Vía telefónica Buenos Aires – Tucumán, 23 de marzo de
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Olga Yolanda Morales, entrevista
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enero de 2006.
Recibido:
30/04/2021
Evaluado:
23/05/2021
Versión
Final: 03/06/2021
(*) Profesora y Licenciada en Historia (Universidad Nacional de Tucumán-UNT). Doctora en Historia (Universidad de Buenos Aires). Investigadora Asistente (Consejo de Investigaciones Científicas y Técnicas –CONICET, Centro de Estudios del Territorio y Hábitat Popular – UNT). Profesora adjunta interina (Facultad de Ciencias Económicas UBA). Argentina. E-mail: nassifsilvia@gmail.com ORCID: : https://orcid.org/0000-0003-1411-9056
[1] Quiero agradecer especialmente a Beatriz, protagonista principal de este trabajo. Asimismo, a las coordinadoras del dossier, Victoria Basualdo y Andrea Andújar, a las y los compañeros que escribieron en este dossier y a las/os evaluadores de este artículo.
[2] El debate respecto a las relaciones entre género y clase tiene un amplio desarrollo histórico y social, reflejándose también en el ámbito académico. Un interesante balance historiográfico ver: Andújar y D’Antonio (2020).
[3] Entrevista a Jaquelina Silvana Lucena, 35 años, tesorera de la Comisión Directiva del Sindicato del Ingenio Leales. La planta ocupa a 300 personas, de las que 10 son mujeres. Respecto a cómo se expresan las desigualdades de género, ella recurre a su experiencia en el trabajo, indicando que, aunque hoy se manifiestan cambios, le costó ascender “por ser mujer y afiliada al sindicato”. Señala como objetivos el ingreso de más mujeres a los ingenios y a Ingeniería Azucarera, carrera a la que sólo le resta defender su tesis para recibirse.
[4] “La memoria tiene por contenido el pasado, pero es un trabajo desde el presente, una lanzadera problemática que parte del presente y que vuelve enriquecida y consciente del conocimiento crítico del pasado.” (Portelli, 2016, p. 215).
[5] Utilizamos una entrevista realizada a Beatriz en el marco de la tesis de Maestría en Psicología Social (2021) denominada “La incidencia en la subjetividad de trabajadores azucareros de las políticas de cierre de ingenios y del terrorismo de Estado”. Para la elaboración de este artículo realizamos dos encuentros más, contabilizando en total 16 horas de grabación. Beatriz revisó este artículo.
[6] Jelin (2006) advierte que quienes vivieron experiencias traumáticas “…pueden tener memorias muy vívidas y detalladas de lo ocurrido, de los sentimientos y pensamientos que acompañaron esas vivencias.” (p. 65).
[7] Sobre el concepto de identidad nos apoyamos en Racedo (2000).
[8] Procesos que no son exclusivos del NOA, sino que, como refleja Aguiar (1984), se trata de tendencias que se manifiestan por todo el territorio agrario latinoamericano. Asimismo, este proceso, bajo otras circunstancias, fue analizado por Marx en la acumulación originaria del capital en el caso inglés (1999).
[9] Sobre la historia de Famaillá nos apoyamos en Jemio (2019); Bliss (2017); y Mercado y Roja (2008); acerca de Monteros, Ovejero y Nassif (2017).
[10] Dada la centralidad del relato de Beatriz en la composición de este trabajo y a los efectos minimizar las constantes repeticiones en las referencias, debe considerarse que en cada ocasión que se entrecomilla sus dichos y/o se insertan en párrafo separado, la referencia corresponde a las entrevistas realizadas a la informante entre 2019 y 2020.
[11] Sobre la huelga de 1904, María Celia Bravo (2008) destaca que las mujeres “…solo lograron mayor incidencia y protagonismo a través del desorden expresado por la multitud. (…) Sin embargo, cuando la acción espontánea declinó en función de la organización de los centros obreros, las mujeres quedaron ubicadas en la periferia del movimiento.” (pp. 58-59).
[12] Desde su primer petitorio la FOTIA en los años ’40, se contempló la situación de los temporarios, siendo uno de los motivos de su sindicalización la aspiración de llegar a ser permanentes (Gutiérrez, 2016, p. 143).
[13] El informe de Responsabilidad Empresarial fue utilizado por la Oficina de Tucumán de la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad como insumo para el armado de la causa judicial por delitos de lesa humanidad conocida como “La Fronterita”, todavía en proceso.
[14] Subregistros de la actividad laboral de las mujeres en el censo de 1895 fueron analizados para Tucumán en Campi y Bravo (1995, pp. 158).
[15] A mediados del siglo XX se registran mujeres cosiendo bolsas para el azúcar, cocinando o lavando ropa para el ingenio, ver Nassif (2015). Para Bravo (2008, p. 52) estas mujeres a fines del siglo XIX representaban el 20% de la fuerza laboral estable en los ingenios. Según Campi y Bravo (1995, p. 155), los salarios de las cosedoras y cocineras representaban un 55% menos de lo que cobraban los peones.
[16] El historiador Domingo Di Núbila “comenta que la película ‘…suscitó un vivo debate en la Cámara de Diputados de Jujuy.” Citado en Golzman (2013).
[17] Graciela Borges indicó que fue extenuante filmar. “En esa película estuve tuberculosa. Me enfermé mucho durante el rodaje, porque comíamos mal y hacía mucho calor (…) estábamos todo el tiempo tratando de aprender a trabajar la caña, la zafra, con 45 ó 50 grados de calor.” La Voz OnLine, 19/05/2002.
[18] “En el salario por tiempo el trabajo se mide por su duración directa; en el pago a destajo, por la cantidad de productos en que se condensa el trabajo durante un tiempo determinado. El precio del tiempo mismo de trabajo está determinado, en último término, por la ecuación: valor del trabajo diario = valor de la fuerza de trabajo. El pago a destajo, pues, no es más que una forma modificada del salario por tiempo.” (Marx, 1999, p. 673).
[19] Campi y Bravo (1995) plantean que la exclusión de las mujeres rurales del surco de la relación contractual acentuaba “…su subordinación respecto del padre, marido compañero o hermano.” (p. 155).
[20] Doña Rosa Soria de Caro, citada en Racedo (2016, pp. 84-85).
[21] De modo similar, Bravo y Garrido (1994, p. 16) advierten que a fines de la década del ’80 del siglo XX toda la familia participaba del trabajo en el surco, pero que el salario era entregado al “jefe del grupo”. Las mujeres pelaban y acomodaban la caña, aunque en algunos casos también participaban del corte.
[22] El maltrato cotidiano al que eran sometidos las familias azucareras por algunos de los empleados del ingenio junto a la práctica de la entrega-violación de mujeres, ver en Nassif, (2021).
[23] Fragmentos de entrevistas citadas en Gutiérrez (2016, p. 152).
[24] Testimonio de José Antonio Juárez, Prosecretario general de la Asociación de Jubilados de Tucumán. Santa Ana, 1989. Entrevistó: Mónica Salazar; extraído de Rosenzvaig (1989, p. 25).
[25] Diferente al caso descripto por Thompson (2019) en la venta de mujeres en Inglaterra en el siglo XVIII en comunidades trabajadoras protoindustriales, en la que dos hombres, en general del mismo sector social, intercambiaban una mujer como “…un ardid que permitía un divorcio público y unas segundas nupcias mediante el intercambio de una esposa (no de cualquier mujer) …”, (p. 577). La entrega pública “…era esencial porque mostraba el consentimiento de la esposa, o permitía a esta repudiar un contrato hecho entre su esposo y otro hombre sin el consentimiento de ella”. (p. 549).
[26] Como señalan Arruzza y Bhattacharya (2020) “no podemos separar la opresión sexual de la explotación: la opresión sexual es el modo en el que se garantiza la explotación de estas trabajadoras.” (p. 44).
[27] Cabe tener presente que este fragmento de la entrevista fue realizado en 2019 antes de la aprobación de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, sancionada por el Congreso Nacional el 30 de diciembre de 2020.
[28] En este trabajo nos concentraremos en las reivindicaciones específicas del sector rural. Sobre la huelga del ’74 consultar Taire (2008) y Nassif (2018).
[29] Sobre los procesos de alienación nos apoyamos en Marx (2001).
[30] Los tres Estatutos se pueden consultar en Nassif (2016).
[31] Se encuentra el caso de Olga Yolanda Morales, que había colaborado en la obra social del sindicato de La Fronterita, realizando tareas de asistencia social, y sufrió también la represión. Entrevista GIGET (2006).
[32] La postura de Beatriz nos recuerda también a las posiciones del grupo de feministas estadounidenses negras ‘Combahee River’ en la década de los ’70 que, según Teresa De Laurentis, señalaba ‘...aunque somos feministas y lesbianas, nos sentíamos solidarias con los hombres negros progresistas y no defendíamos la faccionalización que hacían las mujeres blancas, que hacen demandas separatistas (…) luchamos junto a los hombres negros contra el racismo, mientras luchábamos contra los hombres negros contra el sexismo.” Citado en Tejero Coni (2021, p. 2).
[33] “…a los más jóvenes los hacían entrar al centro clandestino con la excusa de alguna tarea y, en ocasiones, se reían mostrándoles atrocidades” (Jemio, 2019, p. 206).
[34] Respecto al concepto de trauma social nos apoyamos en Quiroga (2014).