El manejo de los residuos orgánicos en el virreinato del Perú: El caso de los muladares de la ciudad de Lima

 

 

Paula Ermila Rivasplata Varillas(*)

 

 

Resumen

 

La erradicación de los muladares de Lima colonial era manejada por el cabildo a través de los comisarios elegidos entre los regidores ayudados por los alguaciles, fieles ejecutores, pregoneros, carretoneros, teniente de policía, incluso los vecinos. También, algunos virreyes participaron activamente en mantener la capital del virreinato limpia, con ayudas temporales monetarias derivadas de sisas. Sin embargo, los muladares eran generados diariamente, pero la eliminación no iba a la par, lo que daba como resultado calles, plazas, muros de conventos, ribera del río Rímac con montículos de desechos orgánicos de los animales de trasporte de la ciudad.

 

Palabras clave: Muladares; Cabildo; Lima; Virrey; Higiene, Salud pública.

 

 

 

 

The management of organic waste in the Viceroyalty of Peru: The case of the dumps of the city of Lima

 

Abstract

 

The eradication of the colonial Lima garbage dumps was handled by the council through the commissioners chosen from among the councilors, assisted by the bailiffs, faithful executors, town criers, carters, police lieutenant, even neighbors. Also, some viceroys actively participated in keeping the capital of the viceroyalty clean, with temporary monetary aid derived from armholes. However, the garbage dumps were generated daily, but the elimination did not go hand in hand, which resulted in streets, squares, convents walls, a river bank with mounds of organic waste from the city's transport animals.

 

Keywords: Dumps; Cabildo; Lima; Viceroy, Hygiene, Public health.


 

El manejo de los residuos orgánicos en el virreinato del Perú: El caso de los muladares de la ciudad de Lima

 

Introducción

 

Este artículo es una aproximación a los muladares de la ciudad de Lima colonial, capital del Virreinato del Perú. El manejo de los muladares fue un problema de difícil solución porque los animales de carga defecaban diariamente en las calles y en los corrales de las viviendas de los vecinos. El cabildo se hacía cargo de la eliminación de los producidos en la calle, considerándolo un problema público. Los vecinos contrataban capacheros y carretoneros para eliminar los muladares acumulados en sus corrales. El destino final era principalmente el río Rímac, por lo que había varias entradas a lo largo de su ribera a modo de pasajes por donde transportarlos. Sin embargo, algunos vecinos eran reacios a gastar en su eliminación y formaban muladares clandestinos que eran muy caros de erradicar.

Algunos estudios han sido básicos en este trabajo por sus aportes teóricos en cuanto a salud pública. Entre ellos mencionaré al libro de George Rosen A history of public health y Georges Vigarello Lo Sano y lo Malsano. Historia de las prácticas de la salud desde la Edad Media a nuestros días. Un artículo interesante y que proporciona luces al trabajo es “Eliminación y reciclaje de residuos urbanos en la castilla bajomedieval” de Ricardo Córdoba de la Llave que nos hace un acercamiento de cómo iba el manejo de los muladares en la Metrópoli previo al descubrimiento de América y, sobre todo, anota que la presencia de grandes montículos de estiércol se debía a la abundancia de animales domésticos que compartían con el hombre el espacio urbano (Córdoba, 1998, p. 147; Rosen, 1958, p.57). También destacan los investigadores José María López Piñero, Esteban Rodríguez Ocaña y Luis Urteaga. El primero ha realizado libros sobre la historia de la medicina española y americana; el segundo se ha ocupado de la historia de la salud pública desde la Ilustración y el tercero de la historia de las ideas medioambientales y de la conservación en la cultura española. Otros importantes estudios son Acequias y gallinazos: salud ambiental en Lima del siglo XIX de Jorge Lossio y Urbe y orden: evidencias del reformismo borbónico en el tejido urbano de Gabriel Ramón Joffrée, pero ambos autores, entre otros, se centran en la época final de Lima colonial. De esta manera, es necesario resaltar que los investigadores en salubridad urbana colonial han enfocado su atención desde la segunda mitad del siglo XVIII, existiendo menos estudios de los siglos anteriores no sólo en el área geográfica elegida, Lima colonial, sino de otras partes del imperio español. Respecto a los siglos XVI, XVII y comienzos del XVIII destaca el libro Salud Publica en Lima colonial (1535-1821) de Paula Rivasplata; sin embargo, se encuentran algunos apuntes sobre salubridad en investigaciones enmarcadas en temas más amplios, como historia de las ciudades, pestes, medicina y de hospitales en contextos urbanos, donde se aprecian los cambios a lo largo de los siglos estudiados. Queda, también, por mencionar un importante número de trabajos históricos que aportaron una valiosa información y permitieron un adecuado acercamiento a la sociedad limeña de la época, que es necesario conocer para encuadrar el tema tratado, sobre evolución social y política, destacando en especial, Lima en el siglo XVII. Arquitectura, urbanismo y vida cotidiana de María Antonia Durán Montero y los libros de Guillermo Lohmann Villena, sobresaliendo, entre todos, Los regidores perpetuos del Cabildo de Lima (1535-1821), Crónica y estudio de un grupo de gestión. No obstante, los estudios específicos sobre muladares son muy escasos, destacando los trabajos arqueológicos y paleobiológicos de Eloísa Bernáldez Sánchez y María Bernáldez Sánchez Muladares y basureros de ayer, historia de hoy. Restos orgánicos en los extramuros de la ciudad de Sevilla que a través de varios cortes estratigráficos estudiaron la composición de la basura en distintos puntos de la capital hispalense en el Antiguo Régimen español y otros estudios arqueológicos sobre algunos famosos muladares en Sevilla (Bernáldez y Bernáldez, 1998, pp. 21-44; Carrasco et al, 2013, pp. 119-167).

Este trabajo busca indagar el manejo de la eliminación de los muladares por las autoridades coloniales limeñas durante los siglos XVI al XVIII. También, identificar quienes eran los encargados de hacerlo y si tuvo importancia su eliminación entre los que tomaban decisiones de salud pública en la ciudad, asignando suficientes recursos económicos y humanos para erradicarlos. No cabe duda que estos montículos de residuos orgánicos provenientes de los animales utilizados para transporte, dominaban el paisaje urbano limeño, afeándola y convirtiéndose en un serio peligro para la salud de la población, y deslucían la imagen de la capital del virreinato del Perú. La presencia de muladares en distintos puntos de la ciudad reflejaba un aparente escaso interés en la gestión de su limpieza, o un desborde de botaderos informales imposibles de gestionar por la rapidez con que eran creados, formando paulatinamente grandes montículos, a medida que aumentaba la población, que solo podían ser resueltas temporalmente, ante la necesidad de ejecutar actividades laicas y festividades religiosas representativas de la ciudad como procesiones y recibimiento de virreyes, y reaccionando ante un tema de salud pública si constituía una seria amenaza de propagación de pestes.

Las fuentes primarias provienen del Archivo Histórico de la Municipalidad de Lima (AHML). La metodología aplicada fue la heurística en la búsqueda de información documental en los libros de cabildos y libros cedularios y provisiones reales de los siglos estudiados. Estas fuentes primarias recopiladas fueron ordenadas, procesadas y comparadas, contrastando la información y aplicando la hermenéutica para reconstruir la historia de la problemática y gestión de los muladares en Lima Colonial. La información secundaria sobre el tema es muy escasa sobre todo en los siglos XVI hasta mediados del siglo XVIII, a excepción de algunos trabajos de historia de la medicina, de la ciudad y de pestes de Lima colonial donde son mencionados muy escuetamente. Este estudio se enmarca en la historia del urbanismo, de la higiene, de la administración, de la historia local, de la ambiental e incluso de la historia social.

 

Gestión de la eliminación de los muladares en Lima colonial en los siglos XVI y XVII

 

A mediados del siglo XVI, las autoridades estaban conscientes que la suciedad atentaba a la salud y buen ornato de la ciudad, y la necesidad de mantener las calles limpias fue reflejada en la ordenanza de 1551, obligando a los vecinos y moradores de la ciudad a tener limpias las calles colindantes a sus casas (Lee, 1935, p. 189).[1] Ninguna persona debía tirar basura y muladares en ninguna parte de la ciudad ni fuera de ella, sino en el lugar que la justicia y cabildo señalara (Carmona, 2005, pp. 26-27).[2] Incluso en aquel siglo, algunos vecinos solían traer el ganado cada noche a pernoctar dentro de la ciudad de Lima, lo que estaba prohibido, a excepción del ganado destinado a la carnicería o al rastro para su matanza. El Corral de la Mesta que había servido de establo de algunos animales ya no se usaba en el siglo XVII, convirtiéndose en un muladar que, al estar cerca al convento de San Francisco, ocasionaba molestias a los frailes (Bromley, 1958, p. 260). Sin embargo, cada vecino podía tener hasta seis cabras para proporcionarle leche y los carneros necesarios para transportar leña o yerbas.

En Lima proliferaban las mulas y otros animales, en cuyos corrales acumulaban los excrementos que se sacaban periódicamente pagando a capacheros. En caso contrario, los solares abandonados, callejones sin salida e incluso calles no muy transitadas eran utilizados como muladares clandestinos. Las autoridades las temían porque eran caros de erradicar. Eliminar los muladares resultaba muy difícil porque la acumulación de muchos años producía su mineralización y compactación. Algunos muladares por su larga permanencia en algún lugar de la ciudad eran utilizados para localizar lugares que alguna persona necesitaba ubicar. De esta manera, muladares de estiércol animal y humano y todo tipo de basura había en las calles principales, secundarias y, sobre todo, en los callejones donde gran cantidad de inmundicias eran depositadas, provenientes de las casas por la costumbre de vivir con animales. Estaba prohibido tener letrinas o “necesarias” en las acequias porque perjudicaban a los vecinos que recibían estas aguas.[3]

Desde el siglo XVII, el cabildo se organizó para solucionar el problema de la acumulación de muladares en la ciudad de Lima. El primer paso fue la elección de dos comisarios de la limpieza y eliminación de los muladares que era realizada anualmente el primer día laborable en el cabildo. Dos regidores eran elegidos según su turno, por rotación, al igual que los fieles ejecutores. Una vez nombrados debían acudir a la limpieza de la ciudad. Por ejemplo, el 2 de enero de 1632, dos regidores, el alcalde Gabriel de Acuña y Verdugo y el regidor Tomas de Paredes, fueron elegidos como comisarios, encargados de gestionar y controlar la limpieza y mandar quitar los muladares existentes en Lima, quienes elegirían a los almotacenes, encargados de la parte operativa. Esta comisión dispondría lo que hubiere de hacer para lograr el objetivo de mantener limpia la ciudad, repartiendo los gastos entre los vecinos cercanos a los muladares y la renta de pregonería, a la que correspondía entregar el dinero anual para la limpieza y el mantenimiento de los carretones. El mayordomo del cabildo de la ciudad de Lima, a cuyo cargo estaba la cobranza de la renta y sus libranzas, entregaría algún dinero si sus arcas lo permitiesen.[4]

Las sisas o impuestos podían ser utilizadas para obras públicas si el virrey lo concedía. Por ejemplo, el virrey García Sarmiento de Sotomayor y Luna (1648-1655) otorgó a la ciudad una merced temporal, cuatro mil pesos de la sisa impuesta a la carne de vaca para la limpieza de la ciudad a mediados del siglo XVII. Los comisarios de eliminación de muladar coordinaron esta limpieza con los carretoneros, previo pago proveniente de la sisa que lo tenía resguardado el mayordomo del cabildo. El 4 de abril de 1652, el cabildo trató la limpieza de la ciudad y el encargado de la eliminación de los muladares, Felipe de Espinosa y Mieses, dijo que haría quitar uno que estaba junto a las casas del regidor Gabriel de Acuña, con la mencionada sisa, despachada por el mayordomo. El comisario recibiría ciento y cincuenta pesos de ocho reales que serían suficientes para quitar el mencionado muladar y, si fuere menester más, la pondría de su hacienda. El cabildo se lo agradeció.[5] En aquel entonces, el aporte económico a las obras públicas era una estrategia para promocionarse y conseguir futuras mercedes y beneficios. También, los vecinos cercanos a los muladares estaban obligados a cooperar monetariamente o denunciar a los culpables para librarse del pago.

El 7 de mayo 1652, el cabildo acordó que el alcalde ordinario Joseph Delgadillo de Sotomayor reconociese y ubicase los muladares que había en la ciudad, para posteriormente eliminarlos. Los muladares identificados estaban cerca del comercio y en calles públicas y algunas obstaculizan el libre tránsito. El maestro carrocero Juan Blanco debía quitarlos si consentía hacerlo con la cantidad ofrecida.[6] Entre todos los lugares identificados como botaderos informales, uno destacaba entre todos, el que estaba a espaldas del convento de San Francisco, frente a la barranca del río Rímac, que afectaba principalmente a la enfermería de aquella institución. Ante esta situación, el padre fray Alonso Gómez del mencionado convento pidió al cabildo el 17 de mayo de aquel año quitarlo con toda brevedad, por el daño que provocaba a las personas que estaban en la enfermería. Los alcaldes irían a ver el muladar e informarían lo que podría costar quitarlo.[7] Al cabo de algunos días, el 24 de mayo, uno de los alcaldes dio cuenta en el cabildo que el camino que se mandó hacer junto a la casa de Antonio de Tejeda y de la acequia de un molino, a espaldas del convento de San Francisco, serviría de pasaje para llevar la basura de la zona, para echarla al río. Aquel camino había costado cuatrocientos pesos de a ocho reales al convento. Doscientos cincuenta pesos provendrían de los cuatro mil pesos que el virrey García Sarmiento de Sotomayor y Luna concedió de la sisa para la limpieza que el mayordomo entregaría a fray Alonso Gómez del convento San Francisco, previa orden del cabildo; los ciento cincuenta pesos restantes para cubrir los gastos serían repartidos entre los vecinos de la zona.

Asimismo, el 25 de octubre de 1652, el cabildo mandó al mayordomo entregar de la cantidad que tenía en su poder para “la quita de los muladares” cincuenta pesos al carrocero Juan Blanco que había eliminado el que estaba frente del colegio seminario limeño. Ese mismo día, el alcalde Joseph Delgadillo propuso quitar seis muladares, distribuidos en partes importantes de la ciudad, y los tenía concertado con el mismo carrocero en doscientos ochenta y cinco pesos de a ocho reales, previa escritura notarial. También, el alcalde planteó que, si se obtenía algún dinero de los vecinos más cercanos a los muladares, se haría escritura para que se comprometieran a cooperar, y así eliminar los muladares.[8]

El año de 1653, el cabildo continuó limpiando de muladares a la capital. El 27 de marzo de aquel año, el convento de Santo Domingo había solicitado al cabildo que quitara un muladar que estaba en la otra banda del río, frente al convento, más específicamente en la puerta del matadero del barrio de San Lázaro. Doscientos veinte pesos fueron destinados a ello. Los sacerdotes temían que aquel muladar alterase el curso del río y provocara desbordes en la parte que daba al convento porque “topaba el agua del dicho río y por no tener pasaje y de ocurrir la carga, golpearía sobre sus tajamares”.[9]

La inspección fue realizada por los comisarios nombrados por el cabildo para el arreglo de los tajamares o muros de contención del río, el alcalde ordinario de la ciudad Joseph Delgadillo de Sotomayor, el tesorero Alonso Sánchez Salvador y el regidor Francisco Fajardo de Campoverde. Esta comisión y el alarife Juan de Mansilla determinaron que era preciso quitar el muladar y que la basura fuese arrojada al río o por lo menos abrir un pasaje en su cauce para el desfogue del agua que cargaba el río. Algunos tajamares estaban arrimados en el mencionado convento, expuestos a la erosión del agua del río (Rivasplata, 2015, pp. 111-131). Doscientos pesos de a ocho reales serían destinados a ayudar a encaminar el agua del río, llevándose la basura y estiércol. Ante esta situación, el cabildo prohibió arrojar desperdicios en aquel paraje, aceptando el ofrecimiento del padre prior del convento de Santo Domingo que pondría un religioso lego con dos esclavos, encargados de controlar e impedir el arrojo de más estiércol en el muladar.

El mayordomo del cabildo entregaría los doscientos pesos a los comisarios de los tajamares, al alcalde y al tesorero, parte de los cuatro mil pesos que estaban en su poder que cobró del depositario general de la corte Alonso de Bustamante, proveniente de la sisa librados por el real acuerdo para la limpieza de la ciudad de Lima. También, los comisarios de tajamares y los fieles ejecutores recibirían dinero para la eliminación del muladar formado en la puerta del matadero en el barrio de San Lázaro, al otro lado del río Rímac, hasta la cantidad de veinte pesos de ocho reales.[10]

El 6 de mayo de 1653, el alcalde ordinario Joseph Delgadillo de Sotomayor dio cuenta que, en conformidad de la comisión del 7 de mayo de 1652, había reconocido los muladares y que el mayordomo de propios y rentas de la ciudad le debía entregar la cantidad ofrecida al carrocero para la eliminación del muladar de la sisa. Sin embargo, el mayordomo Joan Zauzo denunció que el oidor de la Real Audiencia y juez de la sisa, Sebastián de Alarcón y Alcocer, indicó que los cuatro mil pesos, a pesar de lo dispuesto por el virrey, no se gastasen en la limpieza de los muladares porque la Real Audiencia de Lima reclamó el resto del dinero de la sisa. El retiro de esta ayuda económica causaría un grave perjuicio a la ciudad y al bien común, en cuanto a su limpieza. El cabildo comunicó al virrey este problema a través de un memorial.[11] Después de un mes y medio, el 27 de junio de 1653, el cabildo aún no había recibido respuesta, por lo que volvió a insistir en el tema, con la anuencia, esta vez, del procurador general.[12] Este sería un ejemplo de cómo algunas instituciones no eran conscientes de que la eliminación de muladares era costosa y debía ser constante porque los muladares se formaban diariamente, y que se necesitaba de la participación de todos para lograrlo y , en vez, de cooperar, arrebataban ayudas económicas fundamentales para hacerlo.

Durante el virreinato de Luis Enríquez de Guzmán (1655-1661), la eliminación de muladares de la ciudad continuó, siendo cada vez más costoso quitarlos, afectando a la salud pública. Por ejemplo, en la sesión capitular del 17 de diciembre de 1655, el alcalde Felipe de Espinosa y Mieses propuso la eliminación de un gran muladar, ubicado en la pescadería, porque significaba:

 

Un daño que amenazaba a los moradores de esta ciudad con su mal olor e inmundicias… el lustre de ella en su limpieza por estar cuadra y media de la plaza pública. La eliminación de aquel muladar era un servicio al cabildo y ser bien público, lo tenía empezado a quitar con muchos negros y bueyes con rastras a muy poca costa del cabildo y que para poderlo continuar…[13]

 

El mencionado alcalde pidió alguna cantidad que ayudara en el gasto para continuar con la limpieza de aquel muladar. El cabildo mandó al mayordomo entregar de sus fondos al mencionado alcalde 500 pesos de ocho reales para la limpieza del muladar, quien debía dar razón de lo gastado. Casi tres meses más tarde, aquel muladar causado por los vecinos y personas que vivían en aquel barrio resultó más caro que lo previsto y, en marzo de 1656, aún no se acababa de limpiar. El cabildo nombró comisarios al alcalde ordinario capitán Luis de Sandoval y Guzmán y al contador Diego Bermúdez de la Torre, para que continuaran con la limpieza y realizaran un nuevo presupuesto, haciendo una repartición de los gastos entre los vecinos.[14] La eliminación de aquel muladar era importante para mejorar la salud de los vecinos y la hermosura de la ciudad. El muladar de la pescadería había costado al cabildo ochocientos pesos y aún no acababa de eliminarse, según la sesión capitular del 29 de mayo de 1656. Los comisarios elegidos para la limpieza de aquel muladar lo inspeccionaron con un religioso del convento de San Francisco que asistía como sobrestante o capataz para acabar de quitarlo. El costo total alcanzaría los mil pesos. El dinero faltante debía ser repartido entre los dueños de las propiedades y los inquilinos que las habitaban, es decir, los vecinos de aquel barrio en un radio de una cuadra en contorno, por ser los que echaban basura y habían causado el mencionado muladar.[15]

El cabildo no gastaba lo suficiente para eliminar los muladares de la ciudad y los vecinos tampoco cooperaban en mantener las calles limpias de desechos orgánicos y sólo algunos vecinos asumían los gastos que les correspondían. El carrocero almotacén exigía el pago de lo que se le debía, pero a duras penas el cabildo accedía a cumplir con sus deudas. Por ejemplo, el 9 de noviembre de 1663, el cabildo determinó no pagar al capitán Francisco Vásquez la cantidad de pesos que pedía por la eliminación de un muladar, ubicada junto a la fuente de la Plaza mayor. Uno de sus regidores, el capitán Bartolomé de Azaña, logró una rebaja en la deuda que el cabildo no quería asumir porque alegaba que no había ordenado su ejecución.[16] Casi cinco meses más tarde, en junio de 1664, el virrey conde de Santisteban ordenó al cabildo pagar al encargado de ejecutar el recojo del muladar.[17] Sin embargo, el 9 de julio de aquel año, aún no se le pagaban los 260 pesos.[18]

 

Gestión de la eliminación de los muladares en Lima en el siglo XVIII

 

Desde el siglo XVII, el arrendador de toldos y asientos de la Plaza mayor tenía a su cargo su limpieza, a cambio de las ganancias obtenidas en las fiestas y recibimientos de personalidades. El silencio documental evidencia ninguna contrariedad hasta el gran terremoto de 1746 que provocó la caída de muchas casas. Este material fue dejado en el lugar por muchos años, pues pocos se hacían cargo de eliminarlo. En este contexto, el 9 de marzo de 1752, el arrendador Joseph Guillermo Armendáriz presentó una queja al cabildo por exigírsele un trabajo que no le competía, según escritura de arrendamiento. Aquella amonestación lo consideraba injusta porque no tenía la obligación ni condición alguna de limpiar las casas y corrales de la plaza, ni de quitar desmontes provenientes de los terremotos, ni quitar muladares, sino solo de aquellas basuras generadas por los vendedores. El terremoto de 1746 provoco la caída de parte de los arcos y viviendas altas que dio principio a un muladar. Andrés Quintanilla había comprado aquellas posesiones, sacando lo inservible y la basura de sus corrales en la Plaza mayor. Este ejemplo fue replicado por otros vecinos del lugar. El arrendador de toldos y asientos alegó que no era su obligación la limpieza de aquel desmonte que se hallaba frente del oficio del mencionado Quintanilla. El cabildo aceptó este alegato y mandó auto y notificación a los inquilinos de las puertas y casas del portal para que cada uno limpiase su pertenencia en tres días y, en caso de no ejecutarlo, el cabildo lo limpiaría a costa de aquellos vecinos.[19]

También, los carreteros que transportaban mercancías (madera, carne y otros productos) del puerto del Callao a Lima, se comprometieron a retirar algunos muladares de la ciudad en sus carretas. Lo mismo sucedía en la ciudad de México y en otras ciudades indianas (López, 1975, p. 239). Asimismo, el cabildo compraba carretas y bueyes que entregaba a carretoneros y borriqueros, quienes recogían la basura y excremento de mulas y otros animales. Durante el gobierno de Manuel de Guirior (1777-1780), el 7 de octubre de 1777, a fin de evitar los perjuicios a la salud pública, el procurador general y las justicias ordinarias cuidaron de que los carretoneros y borriqueros, ni otra persona alguna, descargasen basura fuera de la muralla, debiendo hacerlo en sus baluartes, sobre todo los desmontes de terremotos, y para el exacto cumplimiento de esta orden se notificaría a los guardias destinados en las diversas portadas de la ciudad celar y retener las carretas o recuas que contravinieren. “Para mantenerla como se hallaba (la muralla), mande que la tierra y fragmentos testáceos que se arrojaban fuera de la ciudad inútilmente, se echasen en el espacio de los baluartes vacíos para que con su continuación aspirasen a terraplén.” (Fuentes, 1859, p. 223). Los guardias aprehenderían a los infractores para conducirlos a cualquiera de las justicias, quienes recibirían la mitad de la multa de cuatro pesos que se impondría a los transgresores y para que no alegaran ignorancia el bando fue publicado.[20]

En la segunda mitad del siglo XVIII, la Metrópoli envió al virreinato del Perú al visitador y superintendente de la Real Hacienda Jorge Escobedo y Alarcón en 1782, permaneciendo hasta 1788. Escobedo, también, fue nombrado intendente de la Provincia de Lima y asumió responsabilidades desarrolladas por el cabildo (Navarro, 1995, pp. 96, 101 y 106). Una de las primeras acciones que llevo a cabo fue el Nuevo Reglamento de Policía que agregó a la Instrucción de alcaldes de barrio. Acto seguido nombró a un teniente de policía en la persona de José María de Egaña quien se encargó de la limpieza de la ciudad y de los muladares, en cooperación con el cabildo (Rivasplata, 2017, pp. 267-298). Según el Reglamento de policía, los alcaldes de barrio debían hacer una relación de los muladares y basureros de la demarcación geografía a la que pertenecían y de los escombros de obras u otro material que impidiese el curso de las aguas de las acequias y el libre tránsito peatonal por las calles. Este informe debería entregarse al cabildo. Cada regidor con la lista que le había dado el alcalde de barrio repetiría en su compañía el reconocimiento del mismo, llevando consigo los peritos necesarios para que se hiciese una puntual tasación del costo de la limpieza de cada muladar. El alcalde de barrio debía controlar que los vecinos se responsabilizaran de los escombros que hubiesen generado.

Para que la evaluación se hiciera a satisfacción, asistirían a la diligencia doce vecinos del mismo barrio de los que el regidor escogería nueve, tres de la clase más distinguida, tres artesanos y los restantes de la plebe. Estos vecinos firmarían lo acordado al final de la inspección. Acto seguido, los vecinos, autoridades y testigos prorratearían entre todos los gastos calculados para la limpieza, haciéndose con la debida justificación e imparcialidad. Esta práctica de distribuir los gastos entre los vecinos siempre se había realizado con la salvedad que, esta vez, se exigiría más formalidad a través de la generación de documentación. También, el alcalde de barrio debía identificar entre sus vecinos quienes eran considerados imposibilitados de contribuir, ya sea en todo o parte. Acto seguido, el total era dividido, otra vez, en dos partes, entre los vecinos capaces de pagar y la tercia parte se supliría de fondos públicos o arbitrios. Se aceptaría el pago de la cuota con trabajo del propio vecino o de sus esclavos.

El alcalde de barrio iniciaría la limpieza, dispondría de barretas, lampas y capachos. Un alguacil que, además hiciese de sobrestante, le ayudaría vigilando el trabajo de los que recogían el muladar. El teniente de policía José María Egaña y el alcalde de barrio tratarían con los alcaldes del gremio de carretoneros y capacheros para que cumplieran con lo prevenido diariamente, hicieran la faena, pagándoseles lo acordado. La mano de obra de este trabajo podía provenir de las cárceles de la ciudad y los presos recibían una paga y eran vigilados para evitar fugas o que la ociosidad retrasara las tareas. El teniente de policía visitaría diariamente la obra, dando razón de los que trabajasen y teniendo en cuenta los gastos, pues nunca excederían de la prorrata acordada con el vecindario. Los vecinos que no pagaran, la autoridad retendría el dinero que ganaran, a excepción de los eclesiásticos quienes podían estar exceptos de contribuir monetariamente. Incluía el embargo de esclavos y los artesanos que no pagaban, irían presos.[21] La limpieza era asumida en parte por los vecinos a través de redistribución de gastos que conllevaba eliminar el muladar. Evidentemente, existía resistencia a asumir esta responsabilidad por lo que era lento el pago de los honorarios a los trabajadores. Algunos lugares permitidos para tirar muladares estaban desbordados y uno de aquellos casos fue la gran cantidad de basura que yacía en los baluartes de las murallas.

 

Sitios de acumulación de muladares en Lima

 

Muladares en las plazuelas, calles y callejones limeños

Los muladares eran acumulados progresivamente en las distintas plazas limeñas: la Plaza Mayor, la Inquisición, Santa Ana y otras. El cabildo controlaba que en la plaza principal de la ciudad no hubiera muladares, poniendo un vigilante, a veces, que cuidara la fuente y su desagüe. Otro sitio donde acumulaban muladares era la plazuela de matadero de vaca en el barrio de Malambo en San Lázaro, al otro lado del río. A mediados del siglo XVII, aquella plazuela tenía una ramada, utilizada para predicar los domingos y los días de fiesta y, también, parte de un muladar que se había formado en unos solares en venta de propiedad jesuita. El cabildo mandó quitarlo, permitiendo que el padre jesuita Francisco de Castillo fuese el encargado de su limpieza, sin que la ciudad ni sus propios hiciesen gasto alguno en ello, con el fin de que tuviesen paso los coches.[22]

El 3 de noviembre de 1661, una petición fu presentada al cabildo por Julián de Heredia, Alejandro Bejel, Francisco de la Fontanilla, Pedro del Castillo Guzmán y Juan de Terrones, vecinos de la calle de San Jacinto, quienes denunciaron dos muladares en los callejones que iban a la recoleta de la Magdalena y a la plaza de San Marcelo, formados a consecuencia de la basura que la misma vecindad había echado, que impedían el pasaje a la calle Real por donde solían pasar carrozas. El cabildo determinó que a costa de todos los vecinos y moradores de aquel barrio fueran quitados los muladares, dividiendo entre todos la cantidad de pesos que resultara. Para que esto fuera ejecutado, fueron nombrados entre los regidores dos comisarios: el capitán Pedro Álvarez de Espinosa y a Joseph de Vega. Su misión fue erradicar aquel muladar y prorratear los gastos entre todos los vecinos interesados en su limpieza y entre los que conducían la basura a aquel lugar. También, el cabildo debía nombrar ministros ejecutores que realizaría la cobranza de lo que cada vecino debía pagar, según la prorrata elaborada por los comisarios. [23]

La eliminación de muladares de las calles limeñas a comienzos del siglo XIX era organizada, principalmente, por el intendente de policía. Por ejemplo, el 20 de enero de 1804, esta autoridad informó de la limpieza de un muladar en la calle de la picantería, de otro que estaba concluyéndose en la de Argandoña y del número de carros y peones que trabajaron en erradicarlos y del auxilio que prestaron a los crecidos del río en la zona de Mercaderes, Huérfanos y Corazón de Jesús.[24]

 

Muladares como rellenos de tajamares

Los muladares podían ser utilizados para rellanar tajamares o muros de contención. El 29 de octubre de 1695, en la plazuela de los Desamparados, fue abierto un desagüe al río para que aliviara el descenso del agua proveniente de la ciudad de Lima. Los comisarios nombrados para tal fin, mandaron reparar el muro de contención, poniendo piedras grandes y pequeñas. El relleno serían cestones con tierra y basura, para lo cual debía notificarse a los dueños de recuas llevar al paraje toda la tierra, muladar y basura que sacaren.[25]

En el barrio de San Lázaro, una alameda nueva que partía del matadero estaba realizándose en la primera mitad del siglo XVIII, durante el gobierno de José Antonio de Mendoza Caamaño y Sotomayor, marqués de Villagarcía (1735-1745). La autoridad mandó hacer un hueco entre la barranca y el tajamar de cuatrocientas doce varas de largo frente al matadero, para asegurar que no entrase el río a la población de San Lázaro. Aquel hueco de tres varas de altura fue rellenado con desmontes y estiércol de la ciudad. El 2 de mayo de 1739, el cabildo solicitó una merced de un riego de agua para la alameda nueva del matadero, con el objetivo de remojar el estiércol y crear un área verde y de paseo para el desahogo de los vecinos y ornato de la ciudad con árboles que delinearan las calles de dos varas de ancho, formando una alameda “hermosa en sitio que antes era una ruina y notorio peligro del barrio” (Penco, 2007, p.190).[26] A comienzos del siglo XIX, el aumento del caudal del río obligó a construir tajamares a lo largo de su ribera para evitar desbordes, como todos los años sucedía, pero esta vez eran colocados pedrones para reforzar los espigones.[27] Estos muros de contención servían para reducir la erosión provocado por el rio y para evitar que se desbordarse, destruyera la propiedad privada e incluso provocar muertes. Por eso, las sisas a la carne de vaca eran destinadas para desviar el cauce del río con los tajamares que construían los indios camaroneros, siendo dirigidos por el juez de aguas y posteriormente los ingenieros militares entrado el siglo XIX. Por ejemplo, el juez de aguas de 1797, Lucas de Vergara Pardo, había concluido el trabajo de desviar el río que golpeaba parte del muro de Acho, erosionándolo (Rivasplata, 2015, pp.111-131).

 

Rastro y otras actividades económicas

Sin duda, las zonas más expuestas a los muladares en Lima eran donde se realizaban las actividades económicas que generaban basura que no era deber del cabildo eliminar sino de los que la producían: los comerciantes y los dueños de talleres. En diciembre de 1701, el cabildo tuvo noticia de que Pedro Álvarez había sacado todos los desmontes de su ollería en medio de la calle, por lo que le notificó que lo quitara en quince días, limpiándolo a su costa.[28] El cabildo de la ciudad limpiaba los sitios públicos, pero no los residuos creados por actividades económicas particulares. Así, el 8 de abril de 1750, el cabildo ordenó a Marcela de Araujo que limpiase el corral de la cárcel, respecto de haberlo causado las mulas de su uso y, en caso de no hacerlo, lo ejecutaría el cabildo, a cargo que la señora pagare lo gastado.[29]

La eliminación de los muladares formados en el rastro era cubierta por el cabildo. Aquel lugar era uno de acumulación de basura, formándose enormes muladares que caracterizaban su paisaje. Los vecinos solicitaban su erradicación. Por ejemplo, los regidores trataron un memorial en el cabildo, presentando al virrey el 5 de diciembre de 1696 por Cristóbal Gutiérrez de Villavicencia y de la Cueva, heredero y poseedor de la casa que fue de Cristóbal de la Cueva, para que acelerara la eliminación del muladar de la “plazuela del rastro del peso de la carne”, pues ya estaba hecha la tasación y la inspección por los especialistas.[30] Otro tanto consta que se solicitó el 30 de marzo de 1700 por el procurador general quien apoyó la petición de algunos vecinos notables de eliminar el muladar de la plazuela del rastro. De esta manera, el cabildo ordenó dar pregones para admitir posturas de limpieza.[31]

A mediados del siglo XVIII, un soldado de la guarda del virrey, Clemente Acosta, era el encargado de limpiar los muladares. A la llegada del virrey Manuel Amat y Junyent, en 1761, fue limpiada la ciudad para su recibimiento, sacando varios muladares y Acosta solicitó varias pagas al cabildo: ciento veinte pesos por la limpieza del rastro, además de doce pesos que pagó al almotacén, doscientos pesos por erradicación de los antiguos desmontes de la Plaza Mayor y ciento cincuenta pesos por los patios de palacio.[32] Estas cantidades el cabildo debía mandar pagar al mayordomo de propios. Además de los cien pesos que debían pagarse por limpiar los patios de una institución pública.[33] Sin embargo, también los vecinos colindantes al rastro cooperaban en su limpieza.[34]

 

Solares abandonados, depósito de muladares

Algunos solares estaban sin cercar, a pesar de la obligación del propietario de hacerlo. Estos solares abandonados afeaban la ciudad porque pronto eran convertidos en muladares por los vecinos. Esta reiterada mala costumbre de la población obligó a la autoridad a no entregar solar a persona que ya lo tuviese para evitar la formación de futuros muladares al no habitarlos. Los dueños debían cercarlas al cabo de seis meses de la publicación de las ordenanzas de 1551, en caso contrario quedarían vacos y se le daría a cualquier persona que lo pidiere.

El problema de los solares abandonados continuaba a comienzos del siglo XVIII, y con ello la formación de muladares en ellos. El 17 de febrero de 1701, Bernardo Delgado hizo postura por unos solares, que rentaba la ciudad en el barrio de San Lázaro, en que había un muladar que lindaba por las espaldas del Matadero, a unas calles de la Alameda. Mandaron medir y tasar el solar.[35]Asimismo, un solar abandonado que era utilizado como basurero en el barrio de San Lázaro fue reclamado por Micaela Villegas para construir en el mencionado sitio. El 11 de julio de 1794, el cabildo reconoció el sitio como perteneciente a la vecina y las autoridades hicieron inspección en el lugar para evaluar el costo del muladar que sería asumido en parte por la dueña del lugar.[36]

El regidor comisionado de solares informó al cabildo el 19 de enero de 1813, que a la salida de la ciudad frente al convento de Guadalupe había un sitio sin fabricar de bastante extensión, el cual servía de muladar, aumentando cada día las basuras, de modo que dentro de breve tiempo excedería su altura a la de los edificios con las que lindaba. Asimismo, denunció otro solar abandonado cerca a la plazoleta que llamaban de Otero donde estaba formado un muladar que casi impedía el tránsito (Bromley, 2019, p.72).[37] El regidor solicitó al cabildo fijar carteles en los lugares públicos a fin de que aparecieran los dueños y personándose alguno se le obligara a labrarlo, cercarlo o venderlo para que de este modo se evitara el muladar y fuese madriguera de malhechores. En caso de no aparecer los dueños, serían vendidos a beneficio de los propios de la ciudad.[38]

 

La eliminación de la basura desde el puente de piedra

Los vecinos de la ciudad tenían la costumbre de tirar basura desde el puente de piedra, formando un desmonte que se acumulaba bajo los arcos del puente que era periódicamente retirado y a veces quemado, lo que estaba prohibido. La costumbre de arrojar basura, estiércoles y otras inmundicias desde el puente de piedra continuó en el siglo XVIII, a pesar de las diversas prohibiciones dadas en los siglos anteriores. El 29 de abril de 1750, el cabildo gastó quinientos treinta y tres pesos en retirar este desmonte.[39] El 11 de mayo de 1789, el virrey Teodoro de la Croix volvió a tomar medidas para evitar los graves perjuicios, que de lo contrario podían ocasionar a aquella infraestructura como ya había sucedido anteriormente, si no se hubiese socorrido a tiempo, apagando los fuegos que se prendían en las mencionadas basuras intencionadamente. Si no se hubiese controlado aquellos incendios hubieran sido suficientes para reducir en polvo las mezclas que unían las piedras del puente.[40]

Su conservación debía velarse por lo que aquel virrey ordenó que ningún carretonero o capachero ni otros individuos arrojaran estiércoles y otras inmundicias por parte alguna de aquel puente, bajo la pena de cuatro meses de presidio en el Callao. Los infractores serían aprehendidos por los alcaldes ordinarios o de barrio, teniente de policía o cualquier ministro de justicia quienes trabajarían con los comerciantes que vendían en cajones portátiles en las esquinas del puente y avisarían apenas advirtiesen que arrojaran basura, convirtiéndose en cuidadores o celadores del lugar. Es decir, el cabildo al alquilar unas casetas, los “cajones de Ribera”, en la Plaza Mayor obligaba a los comerciantes a encargarse de la limpieza de las calles colindantes a estos establecimientos (Mexicano, 2001, p. 177).[41] La medida fue publicada por bando, fijados en los sitios públicos acostumbrados, para que todos lo supieran y no alegaran ignorancia, pasándose una copia autorizada al ayuntamiento para su diligencia y, así, cuidar su cumplimiento.[42]

Otros puentes también eran utilizados por los capacheros o carretoneros para arrojar los desechos orgánicos al río. En la sesión capitular del 14 enero de 1794, el marqués de San Miguel indicó que era preciso y muy urgente proporcionar algún medio para limpiar los muladares periódicamente incendiados y acumulados en el río en la zona de las Cabezas, con el fin de “evitar la calcinación de las piedras del puente con los muladares y fuego que se les hecha”.[43] El mayordomo sindico proporcionaría lo que fuese preciso para la limpieza del muladar, lo que el juez de aguas verificaría, sin gasto de los vecinos.

 

Los muladares acumulados a lo largo de los muros de las iglesias, conventos y monasterios

A fines del siglo XVII, Melchor Antonio Portocarrero y Laso de la Vega, III Conde de Monclova (1689-1705) afrontó las consecuencias del terremoto de 1687, uno de los más destructores de la memoria colonial limeña. Este virrey reactivo la preocupación por la limpieza de su capital que se vio reflejada en el cabildo. En la sesión capitular del 29 de enero de 1692, el procurador general respondió el escrito presentado por parte del capitán Bartolomé Jiménez de Lara sobre quitar un muladar, que estaba en la “huaquilla de mi señora Santa Ana”, en los barrios altos de Lima, cerca de la iglesia del mismo nombre, mandándose al maestro mayor de fábricas fray Diego Maroto a reconocerlo y declarar en juramento lo que costaría eliminarlo (Bromley 2019, 272).[44] El 20 de febrero de 1692, tres peticiones de postura a la limpieza de aquel muladar fueron presentados al cabildo.[45] Sin embargo, hasta el 9 de mayo de 1692, no se había hecho cosa alguna por lo que fueron nombrados comisarios las personas de Juan de la Cueva, Jorge Merino y Gerónimo de los Riso para que remataran el muladar en la persona que menos cobrara por limpiarlo.[46]

Asimismo, los monasterios exigían la erradicación de los enormes muladares acumulados en sus extensos muros, como fue el caso del monasterio de Santa Clara. Su abadesa solicitó al cabildo a través de un escrito, leído el 23 de octubre de 1789, que por el teniente de policía fuesen enviados los requerimientos necesarios a fin de que se limpiaran unos muladares que estaban en el rincón contiguo a la iglesia de las Cabezas. El teniente de policía lo confirmó y se envió copia al procurador general.[47] El trabajo de José María de Azaña resultó bastante eficiente (Rivasplata, 2017, pp. 267-298). Este lugar era uno de esos que solían formarse muladares. En la sesión capitular del 14 enero de 1794, el marqués de San Miguel indicó que era preciso y muy urgente proporcionar algún medio para limpiar los muladares periódicamente incendiados y acumulados en el río en la zona de las Cabezas, con el fin de “evitar la calcinación de las piedras del puente con los muladares y fuego que se les hecha”.[48] El mayordomo síndico proporcionaría lo que fuese preciso para la limpieza del muladar, lo que el juez de aguas verificaría, sin gasto de los vecinos. El teniente de policía, los comisarios elegidos entre los regidores para eliminar los muladares o el juez de aguas, podían confirmar el cumplimiento de la limpieza de los muladares. Así, el 6 de julio de 1798, el virrey comisionó al conde de Velayos como juez de aguas a fin que bajo su inspección fuese verificado el desmonte del muladar de las Cabezas.

Los vecinos solían formar muladares a lo largo de los lugares poco frecuentados como los extensos muros de los conventos. El teniente de policía juez comisionado José Feliz Francia en nombre del monasterio del Carmen en el expediente presentado en el cabildo pidió mayor control y vigilancia para evitar la formación de nuevos muladares, desmontes y acumulación de desmontes y, así, evitar malos olores y el desborde de las acequias. Los desmontes habían sido quitados de la plazuela colindante, pero era probable que volvieran a formarse, por lo que era necesario prevenir para evitar inundaciones por rebalse que hiciesen las aguas de la acequia.

También, la práctica de usar la puerta falsa del monasterio del Carmen como letrina fue denunciada:

 

Que se han evitado los hediondos precedentes si los excretos que pone la gente soez al costado de la puerta falsa del monasterio porque los serenos no han cuidado del debido aseo, mandado por la superioridad, sin duda que se distraerían de alguna ocupación que les privase de tal cual actividad. Esta puede comprárseles con el premio de ocho reales que les contribuya todo aquel que sea sorprendido infraganti y en su defecto se le ponga entre puertas de la real cárcel por el termino de tres días.[49]

 

Los malos olores de los excrementos eran considerados portadores de enfermedades. Según sus creencias:

 

La experiencia tiene acreditada tristemente que son inexcusables esos excretos en las calles más concursadas…, en cuanto los fetones que reciben hoy la iglesia y el monasterio son intolerables por indecorosos y destructores de la salud de unas ejemplares religiosas esposas de Jesucristo, instruidas a profesores médicos que pueden apestarlas tales hediondeces interesándose igualmente en su extinción el mismo público con la percepción de aquellas cuando concurre allí según es público y notorio.[50]

 

Por eso, en mayo de 1808, las monjas a través de su priora María Petronila de Santa Teresa pedían al cabildo mandar a los serenos del barrio del Carmen Alto tuviesen mayor control del entorno, exigiéndoles que a los que sorprendieren estercolando en el costado de la puerta falsa del monasterio pagasen multa o en su defecto los trasladasen a las reales cárceles.

La mala costumbre de acumular muladares en sitios poco transitados como los largos muros de los conventos creaban constantes quejas de los religiosos, quienes solicitaban al cabildo el envío de las recuas de borricos, bueyes y carretas empleados para la limpieza de muladares. Así, el 2 de diciembre de 1805, el cabildo comunicó al virrey marques de Avilés que este equipo limpió el muladar ubicado en el muro del convento de Santa Catalina, así como la extracción y disposición final de los escombros resultantes de la limpieza del “río de Santa Clara” o Huatica.

 

Los muladares a lo largo del flanco izquierdo de la ribera del río Rímac

Los muladares estaban frente a los mercados, conventos, hospitales y, sobre todo, estaban ubicados en la ribera del río desde el convento de San Francisco al hospital del Espíritu Santo. A lo largo de este tramo existían entradas al río para evacuar la basura, generada en la ciudad por los encargados de ello. Estas salidas al río estaban a la espalda del beaterio de Santa Rosa, atrás del convento de Santo Domingo, del convento de San Francisco, de la salida desde la iglesia de Nuestra Señora de la Cabeza, del rincón del callejón de Romero, de la calle anterior a la Alameda del Acho y otros puntos.

El 28 de abril de 1653, el regidor capitán Pedro Álvarez de Espinosa informó que el muladar que estaba en la calle que iba de la puerta falsa del hospital del Espíritu Santo al río era “tan grande el alto que sube y llega hasta los techos de las casas circunvecinas”. El mencionado muladar había cerrado el pasaje de la calle referida que iba al río. Su eliminación costaba seiscientos pesos de ocho reales y que para ayudar a la paga tenía reservados los cien pesos que le dio el cabildo para la limpieza de las calles de aquel barrio del que era comisario. También, el padre procurador del convento de Santo Domingo ofrecía dar por cuenta del convento y por las casas que allí tenía otros cien pesos para ayuda a quitar el mencionado muladar. Asimismo, el fraile dominico pidió al cabildo entregar otros cien pesos de los cuatro mil pesos por auto del real acuerdo para la limpieza de la ciudad. Los trescientos pesos faltantes serían repartidos entre los vecinos del barrio de San Sebastián, previa escritura notarial de concierto a cargo del comisario para aquella limpieza el alguacil mayor Álvaro Torres.[51] Después de cerca de cinco meses, el 16 de septiembre de 1653, el comisario de la limpieza de aquel muladar, el regidor capitán Pedro Álvarez de Espinosa, dio cuenta que la eliminación de aquel muladar la había tomado a su cargo el vecino y morador de aquel barrio Agustín Iturriaga, y recibió los doscientos pesos de ocho reales que se le habían librado por el cabildo para el mencionado efecto, para lo cual tenía otorgado la escritura de obligación y recibo de los mencionados pesos.[52] Este es un ejemplo de la activa participación de las autoridades y de algunos vecinos para eliminar los muladares.

Una costumbre muy extendida y permitida por el cabildo era que los carroceros almotacenes, criados o vecinos tiraran los desmontes y la basura al río, haciendo uso de caminos que conectaban el líquido elemento a la ciudad. Parte del paisaje a lo largo de la ribera del río eran los grandes muladares formados en las casas abandonadas. Por esa razón, el cabildo prohibió que los vecinos los utilizaran para acumular basura y si lo hacían asumirían los gastos de limpiezas.[53] Estos muladares eran tan grandes que permitían a los ladrones escalar y entrar en los solares para robar incluso puertas y ventanas.

Algunos vecinos bloqueaban aquellos caminos consentidos por el cabildo, construyendo sobre ellos. El 17 de julio de 1671, el procurador informó que el capitán Cosme de Céspedes, un vecino, había cerrado la salida de un camino que bajaba del rastro grande para la iglesia de Nuestra Señora de la Cabeza. Además, aquel vecino se había apropiado de parte de los solares que la ciudad tenía a la vera del río que estaban a la espalda de su propiedad. El cabildo exigía que trajese sus títulos de propiedad y los derechos por haberlo hecho. El procurador recibió la documentación requerida. Sin duda, el basurero principal de la ciudad estaba a lo largo de la ribera del río grande como llamaban al Rímac en la época colonial. Durante el gobierno del virrey Manuel de Sentmenat-Oms de Santa Pau y de Lanuza, el cabildo mandó que se hiciera la limpieza de los muladares a lo largo del río el 9 de enero de 1709.[54]Sin embargo, la limpieza solía ser parcial, dependiendo de las denuncias de los perjuicios ocasionados a los propietarios.

Una tendencia de los vecinos era ocupar los pasadizos con muladares, a veces para apoderarse de este espacio al incorporarla a las propiedades próximas. Por ejemplo, uno de los tantos pasadizos que iban al río era utilizado por el vecino Juan Panizo para tirar la basura y estaba obstaculizado por los escombros. Esta situación había sido denunciada por el procurador general el 28 de febrero de 1799, por lo que notificaron al infractor que dejara libre el callejón porque era necesario para sacar los escombros generados en la elaboración del terraplén y del empedrado de la Plaza mayor. Las autoridades, jueces y teniente de policía no habían cumplido con su obligación de exigir al vecino a liberar el espacio para dar paso libre a los vecinos para “arrojar por el sus basuras a la caja del rio”, que solía ser el destino final de los desechos. [55] También, este vecino impedía que discurriera libremente el agua de una acequia que llevaba la basura al río.

En la sesión capitular del 17 de abril de 1798, fueron presentadas unas cuentas de los gastos invertidos en la eliminación del muladar de San Francisco elaboradas por una comisión del superior gobierno. El virrey ordenó copiarlo y entregarlo al procurador general para que con acuerdo del ayuntamiento fueran examinados y expusieran el dictamen. El cabildo en pleno acordó que debían aprobar el pago.[56] También, el 6 de julio de 1798, el virrey comisionó al conde de Velayos como juez de aguas a fin que bajo su inspección fuese verificado el desmonte del muladar de las Cabezas.

 

Un caso de estudio: Las entradas al río Rímac desde la ciudad, habilitadas para eliminar muladares a comienzos del siglo XIX

 

Muchos de los vecinos de la ciudad que tenían sus casas más inmediatas a la ribera del Rímac, sabían que las bajadas para arrojar sus basuras eran por la barranca, callejón de San Francisco, Nevería, Sierrabella, toma de Santo Domingo y Matienzo. Sin embargo, en 1802 aquellas entradas estaban obstaculizadas, sin tener más recurso que usar los que estaban más alejados, cerca de los baluartes, Cabezas o Alameda de Acho. La comisión de policía reconocía que experimentaba las mismas dificultades, distancias y demoras en el trasporte del aseo público y que de esto dependía lo poco que se avanzaba diariamente en la limpieza de la ciudad. Al estar obstaculizadas varias entradas a lo largo del río, el teniente de policía José María de Egaña mandó tirar los muladares del aseo público en lugares alejados donde no vivía gente, como en Martinete. Esto creó un precedente entre los vecinos que vivían cerca al río y sufrían las consecuencias de formación de grandes muladares cerca a sus viviendas, y pedían al cabildo copiar el ejemplo del teniente de policía en el manejo de los muladares. Este pleito duró desde 1802 hasta 1808.  Ante este contexto, el 7 de julio de 1802, el vecino Francisco Calatayud denunció los perjuicios que ocasionaba a su casa, situada al término del callejón de San Francisco, una callejuela que entraba al río donde desfilaba un tráfico de borricos en manada cargados de muladares.

 

Cargados de lo más inmundo de corrales, descargan al pie de sus muros por la parte de río, su asquerosidad hasta una elaboración que sus vapores corrompidos infecciona el aire, ofende la salud de mi familia y atraen otros desórdenes públicos en materia de costumbres y sirve igualmente de albergue la madre del rio en la noche a toda gente perdida ladrones.[57]

 

El vecino había pedido a los borriqueros que descargaran los muladares por aquellos parajes donde no vivía gente como hacían los carros de basura manejados por la policía para el aseo público. Aquellos lugares eran los barrancos inmediatos al barrio del Martinete y otros lugares públicos que por falta de vecindario no se gravaba la salud del público.

El borriquero, contratado por vecinos para tirar los muladares formados en sus corrales, prefería minorar el camino, haciendo más viajes en utilidad del dueño de la recua. El vecino denunciante sugería que los borriqueros cesaran de utilizar la mencionada callejuela, haciendo esta operación por donde la practicaban los carros del aseo público, además pedía al cabildo mandar cerrar la callejuela que descendía al río.

El 22 de julio de 1802, el sitio fue reconocido por el teniente de policía José María Egaña, el maestro mayor, el mayordomo del Real Hospital de Santa María de la Caridad, el síndico procurador general, el maestro mayor de obras públicas Martin Gómez y otras autoridades, acordándose fuese cerrada aquella entrada.

Así mismo, otros vecinos cuyas casas estaban cerca al río sugerían poner paredones u obstáculos colindantes a sus propiedades. Por ejemplo, el 10 de marzo de 1806, el alcalde de barrio Juan Panizo solicitó al cabildo permiso para cerrar la bocacalle del rincón de la casa nevería de San Francisco y de todas las que tuviesen una bajada al río porque eran lugares peligrosos y era “un lugar que se busca para maldades”. Juan Panizo y Foronda exigía un reconocimiento y vista de ojos, que debía también extenderse al de la barranca frente a la cerca del convento de San Francisco, que era otro lugar habitual para basureros. En la sesión capitular del 22 de abril de 1806, el cabildo ordenó hacer la inspección de los sitios indicados al juez de aguas, al comisionado de la policía, al procurador general, al alcalde barrio Juan Panizo y al maestro mayor de obras públicas. En el primer sitio de bajada al río, inmediato a la casa de la nevería antigua, después de visto y reconocido todo, las autoridades expusieron que aquel callejón convenía al desahogo de todo aquel vecindario y que debía mantenerse abierto sin que por pretexto alguno intentara cerrarlo. Juan Panizo indicó que su solicitud no era taparlo todo, sino ponerle a su costa una puerta por donde pudiese entrar un borrico con sus capachos de basura la que tendría abierta todo el día hasta las oraciones y cerrarla en la noche. A esta propuesta no respondieron ni acudieron a hacer inspección las mencionadas autoridades, quienes pasaron inmediatamente al sitio de la barranca frente a la cerca del Convento de San Francisco y se reconoció que aquella calle que siempre había servido de tránsito hacia el río por donde los vecinos de aquel barrio arrojaban su basura, estaba firmemente cerrado con una pared de adobes. La orden de cerrarlo provino de los mayordomos del Real Hospital de la Caridad y que se había hecho sin el previo permiso del cabildo. Las autoridades acordaron de que era indispensable que aquella pared fuera eliminada para el libre paso y su uso por toda la vecindad. En la zona, los capacheros al no poder llegar al río por estar bloqueadas las entradas a ella, formaban grandes muladares para no ir más lejos a tirar la basura.

El 9 de mayo de 1806, el mayordomo de la Real Hospital de Santa María de la Caridad denunció que los capacheros habían desbaratado con lampas y barretas las paredes de una de sus propiedades para obtener los adobes y las tierras, y además extrajeron las puertas y ventanas. Al hospital le hacían dos daños. El uno formarle el muladar que costaría mucho dinero el quitarlo, y el otro, llevarse la tierra y los adobes, en cuya huida los ladrones fueron capturados, embargándoles la recua cargados de adobes. El mayordomo del mencionado hospital pidió vista de ojos, para no abrir las entradas al río para tirar los muladares, clausuradas por particulares.

Sin embargo, el procurador de la ciudad no estaba de acuerdo con estas peticiones, que iban en contra de la opinión general de que las zonas frente al río deberían quedar libres y limpios para arrojar al rio las basuras que sin “grandes rodeos y trabajo de los carretones y recuas no se pudiesen vaciar en otras partes”. El bien común debía preferirse al particular. El 31 de mayo de 1806, el procurador indicó que la ciudad tenía una serie de entradas al río para el arrojo de basuras desde dos siglos y medio de su fundación. A fines del siglo XVIII, algunos vecinos proponían cambios “que bien examinados son particulares y nos son públicos”. De esta manera, el procurador general sugirió que las entradas al río debían dejarse libres y expeditas, desbaratándose cualquier pared que se encontrara a su paso puesto por particulares y que esto mismo se ejecutara en las demás entradas al río por la parte de la ciudad o por la del arrabal de San Lázaro.

Dos años después, el 8 de febrero de 1808, la autoridad dispuso que las referidas bajadas a la caja del río estuviesen expeditas como habían estado antiguamente. Un mes más tarde, el escribano teniente del cabildo notificó a los vecinos que habían bloqueado los pasos al río que los liberaran. La marquesa viuda de San Miguel debía dejar el paso franco para bajar al río por el costado de su casa, quitando la cochera que lo impedía. Asimismo, José Foronda debía liberar el tránsito hacia el rio que pasaba por la puerta de su casa. También, al mayordomo del hospital de Santa María de la Caridad debía quitar la pared o tabique que había ordenado colocar al costado de su finca, frente a la cerca de San Francisco.

El mayordomo del hospital de la Caridad no estaba de acuerdo con la resolución porque las cosas habían cambiado en el lugar después de dos siglos y medio de fundada la ciudad. Aquella bajada al río para carretones y recuas, colindante al terreno del hospital, ya no existía porque había un muro antiguo tapado con muladares de cinco a seis varas de altura. Antes aquella entrada era llana, pero por aquel entonces no podía acceder a ella de modo alguno. Además, el mapa de la ciudad no designaba tal comunicación al río, y si se puso fue porque el hospital de la Caridad habiendo comprado en años pasados al cabildo todo aquel terreno hasta el beaterio de Viterbo por el que le pagaba trescientos pesos de censo anual, había construido unas tiendas al costado y una especie de callejoncito desde donde sacar agua y arrojar sus inmundicias. Pero no fue aquella una calle publica de entrantes y salientes, ni su ancho ni su largo era como el de las demás cuadras de la ciudad. Además, a media cuadra había dos entradas al río, aunque más angostas para beneficio del vecindario, y poco más adelante se encontraba una bajada ancha y corriente de mucha extensión frente de Viterbo para carretones y recuas. De modo que, aunque el hospital dejara cerrada la comunicación que se había mandado abrir, no recibiría perjuicio alguno el público y, si se abría, obstaculizaría la construcción en curso afectando, además, la propiedad del vecino Francisco Calatayud que deseaba lo mismo para evitar los daños ocasionados en su casa por los capacheros.

Esta solicitud fue comprobada en la visita realizada el 23 de abril de 1808, por varios regidores, el comisionado de la policía Joaquín Manuel Cobo, al abogado de la Real Audiencia José de Herrera, el mayordomo del hospital de la Caridad Juan de Herrera y un perito. Estas autoridades reconocieron que aquel sitio jamás había sido ni podía ser bocacalle por haber en corta distancia tres entradas francas al río para beneficio del vecindario. El cabildo en pleno acordó que el mayordomo del hospital quedara libre y exento de proporcionar paso franco por aquel lugar, y por consiguiente, tenía permiso para continuar la obra que estaba trabajando a beneficio de aquel hospital.

 

Conclusiones

 

Los muladares eran difíciles de erradicar porque el espacio urbano era compartido, sobre todo, con animales de transporte, y sus desechos orgánicos eran acumulados diariamente en diferentes puntos de la ciudad. Las autoridades y los vecinos eran conscientes de que los muladares eran nocivos a la salud pública porque los estercoleros generaban los temibles miasmas o el mal olor, que en aquel entonces creían portadores de enfermedades y la propagación de pestes. La gestión de la eliminación de los muladares en la ciudad de Lima era asumida por diversas autoridades, destacando el cabildo, a través de sus sesiones capitulares semanales y por la labor realizada por los comisarios de la eliminación de muladares elegidos entre los regidores anualmente. También, destacaban los virreyes, algunos con más ahínco y presencia que otros, a través de sus bandos y decretos y el teniente de policía un oficio ilustrado que surgió a fines del siglo XVIII.

La gestión de la basura tenía dos procesos el recojo y la eliminación o disposición final. Los vecinos debían hacerse cargo de los muladares generados en sus negocios y corrales, y a veces, compartir los gastos con las autoridades para erradicar los muladares públicos. Los fieles ejecutores obligaban a los pobladores de la ciudad a amontonar sus muladares en sitios señalados. Sin embargo, otros muladares informales eran formados clandestinamente en los sitios abandonados, en los largos callejones, en las paredes exteriores de los conventos y a lo largo de la ribera del río Rímac y los vecinos debían denunciar a los culpables para no asumir los gastos de su eliminación. En cuanto al destino final de estos desechos orgánicos, los capacheros o carretoneros eran contratados por los vecinos para deshacerse de los muladares acumulados en sus solares, que los arrojaban al río Rímac, a través de los diferentes accesos para acceder a su ribera. Algunos de los cuales fueron cerrados por los propietarios de los terrenos colindantes, originando litigios que duraban años. Incluso, la muralla construida en 1687 se convirtió pronto en el nuevo foco de formación de muladares a lo largo de sus muros y colindante a sus siete entradas, fomentado, incluso, por las mismas autoridades. El dinero para la erradicación de los muladares públicos e informales cuyos causantes no eran identificados provenía de los fondos del cabildo y de otras instituciones, de las sisas, de los arrendamientos de oficios y de los mismos vecinos, quienes participaban según su capacidad económica. Pero, la resistencia a cooperar en la disposición final de los muladares fue un problema de cara, difícil y lenta solución.

Desde comienzos del siglo XVII, las autoridades empezaron a realizar periódicamente un registro de los muladares de la ciudad de Lima. Una vez identificados se procedía a su eliminación, pudiendo contratar a particulares para que se encargaran de ello e incluso, a veces, se subastaba este trabajo al mejor postor. Este registro de los muladares de la ciudad era actualizado por los fieles ejecutores, para entregarlo al juez de aguas, quien con dos almotacenes sacarían los muladares de la ciudad, pagado con las multas recaudadas por el cabildo u otros medios en el siglo XVII. Este trabajo de identificación de muladares y su ordenada eliminación fue, también, llevado a cabo por los alcaldes de barrio y la intendencia de policía, una institución del despotismo ilustrado, que creó la superintendencia de Lima, que destacó en su organización para la eliminación de los muladares, trabajando con las otras autoridades coloniales, los gremios artesanales y los vecinos laicos y religiosos desde mediados del siglo XVIII. Otra estrategia empleada para liberarse de estos muladares fue comprometer a los dueños de las carretas que trasportaban mercaderías de Lima al Callao y viceversa a cooperar con la tarea de sacar la basura orgánica acumulada en la ciudad. Pero esta medida generalmente no tuvo éxito porque las carretas terminaban por destruir las acequias y el encañado de agua, causando un perjuicio aún peor a la ciudad, por lo que podía ser restringida su entrada por algunas calles de la ciudad.

A pesar de todas estas medidas, los muladares aumentaban en número y en tamaño, y el servicio de su limpieza no iba al ritmo de su generación, por lo que terminaban formando parte del paisaje urbano en las plazas, calles principales, solares abandonados, callejones solitarios y a lo largo de la ribera del río colindante a la ciudad. Desde el siglo XVII, a pesar de la escasez de dinero en los fondos del cabildo, las autoridades trataron de limpiar algunos muladares a través del uso de las sisas, de la cooperación de algunos vecinos laicos y religiosos, proporcionando trabajadores o dinero. Pero, indudablemente, no era suficiente porque existía desproporción entre los muladares formados diariamente por la creciente población limeña y su lenta y difícil erradicación, ya que se solidificaban y costaba mucho esfuerzo y tiempo de parte de los trabajadores deshacerse de ellas. Además, a veces, las autoridades no bregaban en la misma dirección, al grado de quitar la ayuda de sisas a la limpieza pública de muladares, como fue el caso del otorgado por el virrey García Sarmiento de Sotomayor y Luna por la intervención de otra institución, la audiencia de Lima, que no entendía lo caro que resultaban la eliminación de los muladares o no le daba la importancia necesaria. Incluso, problemas considerados más importantes acaparaban el dinero recaudado de los impuestos o sisas como la construcción de tajamares o muros de contención para contener la furia del río Rímac y sus destrozos.

 

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Recepción: 17/04/2022

Evaluado: 14/10/2022

Versión Final: 31/10/2022

 



(*) Licenciada en Historia. (Universidad de Sevilla). España. Licenciada en Arqueología (Universidad Nacional Mayor de San Marcos. UNMSM). Ingeniera Ambiental (Universidad Federico Villarreal. UFV). Ingeniera Geográfica (UNMSM). Licenciada en Educación. Especialidad Historia y Geografía (UFV). Perú. Doctora en Historia, literatura y poder: Procesos interétnicos culturales en América (Universidad de Sevilla). España. Doctora en Ciencias Sociales aplicadas al Medio Ambiente (Universidad Pablo de Olavide. UPO). Doctora en Europa, mundo mediterráneo y su difusión Atlántica (UPO). España. Docente Universitaria (Universidad Nacional Mayor de San Marcos). Perú. Email: rivasplatavarillas@gmail.com. ORCID: https://orcid.org/0000-0001-7036-6436

[1] Ya en 1549, la acumulación de basura empezó a convertirse en un grave problema, por el “gran concurso de gente y oficiales y las calles están en algunas partes con muladares e otras inmundicias”.

[2] En la península Ibérica, la obligación de cada vecino de limpiar lo que le correspondía de delante de su casa y las autoridades señalaban donde debían formarse los basureros.

[3] AHLM. Libro tercero de cedulas y provisiones. Ordenanza de 1551, s/f.Que no tenga necesarias sobre acequias (…), lo cual es en perjuicio de los herederos de la dicha agua”.

[4] AHLM. Libro de cabildo de Lima 21 (1631-1633), 02/01/1632, s/f.

[5] AHLM. Libro de cabildo de Lima 25 (1649-1655), 04/04/1652, s/f.

[6] AHLM. Libro de cabildo de Lima 25 (1649-1655), 07/05/1652, f. 184v.

[7] AHLM. Libro de cabildo de Lima 25 (1649-1655), 17/05/1652, f. 189r.

[8] AHLM. Libro de cabildo de Lima 25 (1649-1655), 25/10/1652, f. 208r.

[9] AHLM. Libro de cabildo de Lima 25 (1649-1655), 27/03/1653, fs. 239v-240r.

[10] AHLM, Libro de cabildo de Lima 25 (1649-1655), 06/05/1653, f.247r.

[11] AHLM, Libro de cabildo de Lima 25 (1649-1655), 06/05/1653, fs.246v-247r. Sobre la limpieza de la ciudad y quita de muladares y que suplica a su excelencia se gasten en ellos los cuatro mil cobrados del efecto de la sisa.

[12] AHLM, Libro de cabildo de Lima 25 (1649-1655), 27/06/1653, f.252 r-v.

[13] AHLM, Libro de cabildo de Lima 26 (1655-1659), 17/12/1655, f.190 v. Sobre la quita y limpia del muladar que está en la pescadería y se manda dar libramiento de quinientos pesos para ello.

[14] AHLM, Libro de cabildo de Lima 26 (1655-1659), 16/03/1656, Comisión para la limpia del muladar de la pescadería, f. 40r.

[15] AHLM, Libro de cabildo de Lima 26 (1655-1659), 29/05/1656, Muladar de la pescadería, s/f.

[16] AHLM, Libro de cabildo de Lima 27 (1660-1664), 09/11/1663, f. 281v.

[17] AHLM, Libro de cabildo de Lima 27 (1660-1664), 01/06/1664, s/f.

[18] AHLM, Libro de cabildo de Lima 27 (1660-1664), 09/07/1664, s/f.

[19] AHLM, Libro de cabildo de Lima 35 (1730-1756), 09/03/1752, s/f.

[20] AHLM. Libro de cedulas y provisiones 24 (1777-1785). Sobre que no se echen las basuras fuera de la muralla, 07/10/ 1777, f. 17r.

[21] AHLM, Libro de cedulas y provisiones 28(1782-1786). Nuevo reglamento de policía.

[22] AHLM, Libro de cabildo de Lima 27 (1660-1664), 23/10/1660. Petición del padre Francisco del Castillo de la Compañía de Jesús sobre la limpia de un muladar en el matadero viejo, f. 82r.

[23] AHLM, Libro de cabildo de Lima 27 (1660-1664), 03/11/1661. Los comisarios para quitar dos muladares que estaban en los callejones de la recoleta de la Magdalena y el que va a San Marcelo, f. 185v.

[24] AHLM, Libro de cabildo de Lima 40 (1801-1805), 20/01/1804, s/f.

[25] AHLM, Libro de cabildo de Lima 32 (1689-1695), 29/10/1695, s/f.

[26] Según Penco, el uso de los muladares como fertilizantes era común y demandado en Castilla. AHLM. Libro de cedulas y provisiones n. 22 (1737-1762), 02/05/1739, s/f.

[27] AHLM, Fondo cabildo colonial, Sección administrativo, Serie documental, Obras públicas 1638-1822. Colocación de pedrones con que debe concluirse el espigón, sin el cual no hay resguardo para las próximas avenidas.

[28] AHLM, Libro de cabildo de Lima 33 (1696-1706), 01/12/1701, s/f.

[29] AHLM, Libro de cabildo de Lima 35(1730-1756), 08/04/1750, s/f.

[30] AHLM, Libro de cabildo de Lima 33 (1696-1706), 05/12/1696, s/f.

[31] AHLM, Libro de cabildo de Lima 33 (1696-1706), 30/03/1700, s/f.

[32] AHLM, Libro de cabildo de Lima 36 (1756-1781), 15/09/1761, s/f.

[33] AHLM, Libro de cabildo de Lima 36 (1756-1781), 22/12/1761, s/f.

[34] AGN(Perú), ca-gc4, legajo 29, expediente 16, 4 folios, 29/10/1784. José de Prados y Salvatierra, arrendatario de una casa en la plazuela del rastro antiguo, calle de San Francisco, solicita limpieza de un muladar existente en esa plazuela, porción de su importe para ser costeado por los vecinos del lugar. Visto en audiencia pública del cabildo de Lima. procedente de la Superintendencia General de Real Hacienda.

[35] AHLM, Libro de cabildo de Lima 33 (1696-1706), 17/02/ 1701, s/f.

[36] AHLM, Libro de cedulas y provisiones 26(1778-1798). Título y posesión de un sitio vendido a censo a doña Micaela Villegas, 11/07/1794, f. 157r-v.

[37] En ella se realizaban algunas corridas de toros hasta que frente a la misma se construyó la Plaza de Acho.

[38]AHLM, Cabildo colonial junta municipal, Correspondencia interna (1800-1839), 29/01/1813, s/f.

[39] AHLM, Libro de cabildo de Lima 35(1730-1756), 29/04/1750, s/f.

[40] AHLM, Libro de cedulas y provisiones n 29 (1785-1802), s/f. No arrojar inmundicias por los arcos del puente del rio ni quemarlo, 11/05/1789. De la Croix al ayuntamiento.

[41] Los cajones de Ribera eran covachuelas o pequeñas tiendas donde se vendían productos, contiguos a la casa de gobierno del virrey, en la Plaza Mayor de Lima.

[42] AHLM, Libro de cabildo de Lima 29, (1785-1802). Bando para que no se eche basura por el puente del rio, 1789, f.171r.

[43] AHLM, Libro de cabildo de Lima 39 (1793-1801), 14/01/ 1794, s/f.

[44] AHLM, Libro de cabildo de Lima 32 (1689-1695) 29/01/1692, s/f. Huaquilla de Santa Ana era un lugar donde existió una pequeña huaca o enterramiento indígena, en las inmediaciones de la iglesia y hospital de Santa Ana.

[45] AHLM, Libro de cabildo de Lima 32 (1689-1695) 20/02/1692, s/f.

[46] AHLM, Libro de cabildo de Lima 32 (1689-1695) 09/05/1692, s/f.

[47] AHLM, Libro de cabildo de Lima 38 (1784-1793), 23/10/1789, s/f.

[48] AHLM, Libro de cabildo de Lima 39 (1793-1801), 14/01/1794, s/f.

[49] AHLM, Cabildo colonial, Documentos varios, Cuarteles y Barrios 1785-1833. Mayo de 1808, s/f.

[50] AHLM, Cabildo colonial, Documentos varios, Cuarteles y Barrios 1785-1833. Mayo de 1808, s/f.

[51] AHLM. Libro de cabildo de Lima 25 (1649-1655), 28/04/1653, f. 244 v.

[52] AHLM. Libro de cabildo de Lima 25 (1649-1655), 16/09/1653, f. 262r.

[53] AHLM. Libro de cabildo de Lima 29 (1670-1675), 17/07/1671.

[54] AHLM. Libro de cabildo de Lima 33 (1696-1706), 09/01/1709, s/f.

[55] AHLM. Libro de cedulas y provisiones 29 (1785-1802), 28/02/1799.

[56] AHLM. Libro de cabildos de Lima 39 (1793 – 1801), 17/04/1798.

[57] AHLM, Fondo cabildo colonial, Sección administrativo, Serie documental, Obras públicas 1638-1822, Caja 1, n° 010-cc-op.