Muchos cadáveres, pocas soluciones. Muertes masivas y cementerios en Caracas: 1764-1856

 

Rogelio Altez(*)

 

ARK CAICYT: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s24690732/agrftipkr

 

Resumen

 

La secularización de los enterramientos en el mundo occidental condujo a disponer de los cadáveres con técnicas modernas basadas en criterios de salubridad pública. Según el contexto que se observe, este proceso tardó un siglo, poco más o menos. En Hispanoamérica, la transformación de los cementerios cabalgó sobre una coyuntura de cambios profundos: entre el desmoronamiento del imperio español y el surgimiento de las repúblicas. La realidad de los cementerios no varió de manera radical en ese proceso; antes bien, su adaptación a las medidas modernas de enterramientos fue lenta y tortuosa. Todos los aspectos que rodeaban a esa realidad se veían impactados severamente cada vez que se producían muertes masivas. En este trabajo atenderemos el caso de Caracas a través de diferentes coyunturas desastrosas que desnudaron sus problemas al respecto, enhebrando datos dispersos entre archivos y diferentes fuentes documentales.

 

Palabras clave: Cementerios; Muertes Masivas; Caracas; Venezuela.

 

 

 

Many corpses, few solutions. Mass deaths and cemeteries in Caracas: 1764-1856

 

Abstract

 

The secularization of burials in the Western world led to disposing of corpses with modern techniques based on public health criteria. Depending on the context observed this process took a century, more or less. In Spanish-American, the transformation of the cemeteries rode on a conjuncture of profound changes: between the collapse of the Spanish empire and the emergence of the republics. The reality of the cemeteries did not change radically in this process; rather, their adaptation to modern burial measures was slow and tortuous. All aspects surrounding that reality were severely impacted every time massive deaths occurred. In this paper, we will attend to the case of Caracas through different disastrous junctures that exposed its problems in this regard, threading scattered data among archives and different documentary sources.

 

Keywords: Cemeteries; Mass Deaths; Caracas; Venezuela.

 


 

Muchos cadáveres, pocas soluciones. Muertes masivas y cementerios en Caracas: 1764-1856

 

Muertos en una frontera simbólica

 

El camino hacia la modernización de los enterramientos en Hispanoamérica no fue solamente una ruta hacia su secularización; sucedió en medio del proceso de transformación estructural más importante de estas sociedades: el paso de la vida colonial a la republicana. Sus problemas, difíciles y dramáticos siempre, exhibieron ese proceso con crudeza.

Los cambios estructurales llegados con la modernidad, especialmente el aumento demográfico y el crecimiento de las ciudades, empujaron a tomar medidas sobre la convivencia con los muertos. Como dice Alzate (2007, p. 205), cuando en el siglo XVIII advirtieron sobre “cementerios atestados y su consecuente mal olor”, la mayor influencia en la atención al problema provino del “ascenso demográfico y la creciente urbanización (…), pero tal amontonamiento no tenía nada de novedoso, lo que resulta original en la época es la manera de entender y de representar esta situación”.

El amontonamiento de cadáveres en las iglesias, problema antiguo, fue atendido hasta esa época, precisamente, en conformidad con una realidad antigua. “Despojos humanos afloraban por las iglesias y sus entornos, así como en los conventos y sus claustros; mezclándose con las materias fecales y los desechos producidos por los habitantes y trajinantes de las urbes en expansión, por lo que era común padecer enfermedades respiratorias, fiebre y diarrea” (Bernal, 2019, p. 47). Cuando se entendió que esos padecimientos se debían al comportamiento humano, se avanzó en la reglamentación de la vida urbana, siguiendo las nuevas ideas de orden y salud.

Sin embargo, más efectiva que los reglamentos fue la modernización en las técnicas de sepultura. La secularización de los enterramientos, que despojó a la Iglesia cristiana del control administrativo sobre la muerte, tardó en naturalizarse dentro de sociedades que, incómodas y, al mismo tiempo, acostumbradas a convivir con cuerpos en descomposición, no aceptaron de inmediato que los cementerios modernos pudiesen ser lugares benditos. El proceso que optimizó las sepulturas alejándolas de la concentración urbana fue social y económicamente costoso.

Asimismo, las inconvenientes con los muertos no se reducían únicamente a las técnicas de enterramiento. Elevadas cifras de fallecidos producidas por eventos que arrojaban montañas de cadáveres en lapsos breves, provocaban problemas explosivos en espacios que no contaban más que con alguna iglesia o estrechos cementerios para la inhumación. Con técnicas que apenas servían para sepultar cadáveres a menos de un metro de profundidad, utilizando lugares limitados y angostos para ello, exponiendo los cuerpos al antojo de los animales, cada sociedad que tropezó con muertes masivas en el pasado colonial hispanoamericano se vio sumergida en crisis que difícilmente habrían de superar. Cuando llegó la vida republicana a las antiguas provincias españolas, pasaron décadas hasta hacer de los enterramientos una responsabilidad pública y sujeta a normas sanitarias modernas.

El caso de Caracas, ciudad pequeña y materialmente pobre, con estrechos espacios destinados al enterramiento, representa un ejemplo característico. Cada vez que sobrevenía una epidemia, sus herramientas para la gestión de cadáveres se veían ampliamente superadas. Al igual que sucedía con un contagio, el problema que suscitan muchos fallecidos juntos podría ocurrir con sismos, huracanes, o bien con la guerra. Numerosos cadáveres que excedían la capacidad de atención, en aquellas condiciones, condujeron a desastres, indefectiblemente. Desde luego, tal circunstancia no era un problema exclusivo de esta ciudad; antes bien, fue una condición común en grandes capitales como en villas muy pequeñas.

Cuando en 1658 la peste invadió a los caraqueños, expresaron “en cortos días las muertes se cuentan por centenares” y “los cadáveres yacen insepultos” (Sucre, 1964, p. 159). Por entonces la ciudad, que no superaba los 5.000 habitantes, alojaba cuatro cementerios, todos anexos a sus iglesias, ahora “inundadas de los despojos de la muerte”, por lo que fue “preciso hacer de las casas de los vecinos cementerios” (Terrero, 1926, p. 133). Por ser muertes producidas por una enfermedad contagiosa los cuerpos se abandonaron en el monte. Se estima que “han muerto más de dos mil personas, y si se hiciera cómputo de toda la provincia, pasan de diez mil”;[1] la mayoría “negros e indios” (Archila, 1966, p. 85). Diez años después solicitaron al cabildo recuperar aquellos muertos abandonados para “que les den entierro en una de las iglesias o cementerios”. Decían que “no pudiendo caber los cuerpos en las iglesias y cementerios de ella, se enterraron más de trescientas personas en el campo”, argumentando “ser contra toda cristiandad el tenerles en el desierto que están”.[2]

El cabildo negó la petición alegando que “donde están enterrados dichos difuntos está bendita la dicha tierra como los cementerios de las iglesias”, y que “por ser mal contagioso”, no lo permitirían: “la experiencia ha enseñado que desenterrando de mucho tiempo cuerpos de apestados, ha vuelto el contagio a reverdecer”. La respuesta se correspondió con la decisión tomada en medio de la epidemia. El temor al cadáver era directamente proporcional al temor al contagio, sentimiento que sobrevive hasta nuestros días y que, entre otras cosas, condujo al desarrollo de técnicas e infraestructuras para los enterramientos que dejaron atrás al deseo cristiano de verse sepultado dentro o muy próximo a las iglesias.

El problema de las muertes masivas, históricamente recurrente, fue trágico en el pasado colonial como en el advenimiento republicano. La modernización de la técnica y el adecentamiento de los cementerios no resolvieron la evidente superación de la capacidad de respuestas para atender cientos o miles de muertos en días o meses, ni siquiera en años. Revisaremos aquí el caso de Caracas en el proceso crítico que va del desmoronamiento del dominio español al surgimiento del Estado independiente, entre cadáveres gestionados por la institución eclesiástica y cementerios administrados por instituciones públicas. Se trata de observar cómo se atendió la ocurrencia de muertes masivas en el centro de esa frontera simbólica y material.

 

Amparados por iglesias

 

En el mundo cristiano, entregar los cuerpos a su eterno descanso bajo terrenos bendecidos y protegidos por imágenes santas condujo a aproximar los cadáveres a las iglesias. Las almas debían saberse defendidas de la acechanza del demonio, más próximo al subsuelo que a la superficie. La preferencia por pasar a la eternidad en tierra bendita hizo de las iglesias un espacio saturado de muertos. Con el tiempo, la proximidad con los cuerpos en descomposición llevó al intento de alejarlos de las casas de oración.[3]

Las disposiciones sobre enterramientos fuera de las iglesias datan de antiguo. El Concilio de Braga I, en 561, mandó “que de ninguna manera se entierren dentro de las Basílicas de los Santos los cuerpos de los difuntos, sino que en caso de ser necesario, se haga por fuera alrededor de los muros, lo cual no es tan horroroso”.[4] Esto no se cumplía, y en el caso de Castilla, a mediados del siglo XIII, Alfonso X, el rey “sabio”, lo subrayó en sus Siete Partidas, indicando que los cementerios debían estar contiguos a las iglesias, prohibiendo el enterramiento dentro de ellas con excepción de reyes y grandes autoridades. Como lo explicó Ariès (1999, p. 46): “mientras imponían la obligación de enterrar al lado de la iglesia, no dejaban de reiterar la prohibición de enterrar en el interior de la iglesia, salvo algunas excepciones a favor de sacerdotes, de obispos, de monjes y de algunos laicos privilegiados: excepciones que inmediatamente se convirtieron en la regla”.

La fusión iglesia-terreno bendito-cementerio quedó clara con Alfonso X: “e los diablos non han poder de se allegar tanto a los cuerpos de los homes muertos, que son soterrados en los cementerios, como a los otros que están de fuera. E por esta razón son llamados los cementerios, amparamiento de los muertos”.[5] El argumento ayuda a entender el deseo de los creyentes por enterrarse en lugares santos.

Las iglesias en Hispanoamérica, así como los cementerios y sitios de enterramiento, no se hallaron exentos de ese deseo. Las capillas, parroquias y catedrales, espacios limitados que tarde o temprano se verían superados por excesos de cuerpos, no podrían ser lugar de oración y sepultura eternamente. Un rosario de disposiciones monárquicas y eclesiásticas intentó poner orden en el asunto. No obstante, tan temprano como en 1539 se permitió que “los naturales de esa tierra como los españoles que en ella residen (…) se puedan enterrar y entierren libremente en la iglesia o monasterio que quisiesen y por bien tuvieren estando bendecida la tal iglesia o monasterio”.[6]

En 1687 el Sínodo de Caracas dispuso que en las iglesias “se hagan cementerios, y estos estén cercados de tapias, de suerte que no entren animales, ni por ellos puedan pasar personas algunas, y dentro del ámbito de estos se hagan osarios, en donde se recojan los huesos que se sacaren de las sepulturas”.[7] Se pretendía que el cementerio fuese un lugar diferente al templo; sin embargo, continuaron los enterramientos en su interior en correspondencia con las calidades sociales, especialmente en la catedral. El Sínodo prohibió los entierros de “esclavos y gente de servicio” que por costumbre sus amos sepultaban en el último tramo. Para esos destinos estaba el cementerio, contiguo al edificio.

Con el sismo de 1641, de 47 entierros formalmente registrados en Caracas, 26 aparecen como “españoles” y 21 como “negros, indios y personas que murieron en el dicho terremoto”.[8] Todos los tenidos por españoles fueron enterrados en iglesias o conventos; las otras calidades se sepultaron en el cementerio. Sin embargo, dos mulatos fueron enterrados en la catedral, y una india en el convento de San Francisco. A pesar de las prohibiciones del Sínodo, nunca se pudo evitar la común preferencia por ser enterrados en lugares santos y “decentes”, anhelo compartido por los dolientes, capaces de asumir los gastos de sepultura incluso si se trataba de sirvientes, solo por ver a sus muertos bien amparados.

 

Caracas, del cadáver al despojo

 

Los lugares de enterramiento en Caracas durante el periodo colonial básicamente eran dos: bajo el suelo de las iglesias y en los cementerios de contiguo. Otros dos espacios de sepultura contaban con actividad aunque no fuesen los más deseados: los cementerios de hospitales y los que estaban en despoblado; estos, por lo general, sobrevenían en tiempos de epidemias. Cuando llegó la cédula de 1789 que mandó sepultar a los muertos fuera de las iglesias y construir cementerios alejados y protegidos con cercas, hubo incomodidades entre los religiosos.[9]

Núñez (2004, p. 185) comenta que, “en ocasiones, la real cédula fue entendida como una prohibición de enterrar a los difuntos productos de las epidemias, y en otras se aplicó a los individuos con sepulturas en el cuarto tramo”. Fernández (2005, p. 60) asegura que “la tradición eclesiástica encuentra en los nuevos parámetros funerarios intromisiones en un terreno que durante siglos había sido de su exclusiva injerencia y monopolio”.

La realidad de los enterramientos, más allá de debates, se hallaba determinada por las condiciones de cada contexto. En Caracas, aún con mejores circunstancias que el resto de la provincia, a finales del siglo XVIII las sepulturas en cementerios e iglesias ofrecían situaciones lamentables. Saturada la catedral, por ejemplo, se ordenaba en 1794 que ya no se sepultase más en el último tramo, que los entierros de limosna fuesen en el cementerio, y que se aprovechasen más espacios, “no solamente en las naves inmediatas a las paredes, sino también en todo el pavimento de las cinco tras del coro, y que en caso necesario pudiesen darse en el tercer tramo por los mismos derechos del cuarto”.[10]

Los enterramientos, incluso aquellos que corrían con la suerte de hacerse en iglesias de pisos enladrillados, aún lapidados con mármol o piedra, no alcanzaban un metro de profundidad. La proximidad de los cadáveres con la superficie acercaba su descomposición a los pies y al olfato de los feligreses. En 1810, a solicitud del arzobispo, el guardián del convento de San Francisco describía cómo sepultaban:

 

…en el pavimento de la Iglesia, en sepulcros excavados en la tierra, con la profundidad de una vara, cuando la muerte del difunto no es provenida de enfermedad contagiosa, y separados unos de otros una tercia, cubiertos después con toda la tierra extraída de ellos, pisados y solados con cuidado.[11]

 

La técnica, desde luego, no podría ser otra hasta la llegada de los recursos modernos de enterramiento.[12] El capellán de la iglesia de la Trinidad, como el de San Francisco, aseguraba que las sepulturas abiertas en su templo eran “pisadas después a satisfacción”.[13] El cura del Hospital Militar explicaba que algunos de sus fallecidos preferían ser enterrados en el cementerio de la Trinidad; abierta la tumba, “se deposita en ésta el cadáver, que cubierto de tierra a golpe de pisón, queda al parecer incapaz de perjudicar al pueblo con su corrupción”.[14] Con todo, las quejas sobre fetideces y temores por epidemias venían de todos lados.[15]

En consecuencia, la seguridad del cuerpo enterrado en un cementerio quedaba a su suerte ante los animales capaces de desenterrar lo que consideraban un alimento. Los sepultados dentro de recintos religiosos estaban algo más protegidos por hallarse entre paredes, aunque la superficialidad del enterramiento los hacía igualmente vulnerables. Las iglesias, por otro lado, contaban con bóvedas o nichos destinados a autoridades eclesiásticas, y un osario, donde se colocaban los huesos de los enterrados bajo el pavimento y de quienes ocupaban los nichos cuando eran removidos para dar espacio a un nuevo huésped.

Los sacerdotes, por supuesto, estaban mejor resguardados que los feligreses en su viaje a la eternidad. Los huesos exhumados del cementerio, seguramente, no eran conservados de la misma manera, y los osarios a los que eran arrojados serían fosas cavadas al efecto para evitar que fuesen mezclados con las autoridades religiosas o con los privilegiados que yacían dentro de la iglesia. Las distinciones sociales que regían la vida eran prolongadas después de la muerte, y los osarios no habrían de ser la excepción (Ver Figura 1).[16]

En el pavimento de las iglesias o en cementerios habilitados a un lado del edificio, el lugar destinado a los cuerpos era limitado y por eso se saturaba en poco tiempo, o bien ese proceso se aceleraba en caso de muertes masivas. Con una profundidad de enterramiento casi superficial, la zona se hacía aún más estrecha. Para resolver el asunto los restos eran exhumados pasados dos años, al menos, y los huesos enviados al osario, habilitando el lugar a un nuevo cadáver; así, los lugares de enterramiento eran reutilizados. A esta práctica de exhumación para reciclar el espacio se le llamaba rasgar las sepulturas, algo molesto si se realizaba en días de oficios.[17]

 

 

 

Figura 1: Estimación de los tramos de sepultura, ubicación de los nichos, osario, y terreno del cementerio en la Catedral de Caracas a finales del siglo XVIII

 

Descripción: Sobre el contorno del terreno de la catedral en 1793 superponemos un croquis de 1799 y añadimos el espacio del cementerio, según un croquis de 1967. Estimamos la ubicación de los tramos de sepulturas dentro de la iglesia, y señalamos el lugar del osario y las bóvedas o nichos donde yacen autoridades eclesiásticas.

Fuente: Elaboración propia sobre croquis de Duarte y Gasparini (1989: p. 128 y p. 210); y el “Plano del terreno ocupado por la catedral” (Archivo General de Indias, MP-Venezuela, 233).

 

La realidad de los cementerios contiguos a las iglesias o los de hospitales, describía el destino de los cadáveres de personas sin recursos, esencialmente. El cementerio de San Pablo, parroquia y hospital, albergaba además a muertos foráneos, contribuyendo con la saturación del lugar. El asunto venía de años, pues en 1776 el gobernador José de Agüero ordenó que allí se encargaran de sus muertos, los de su parroquia y los de otros hospitales. Su situación era deplorable. En 1789, por ejemplo, se quejaban de hacinamiento, humedad, falta de ventilación y el hedor de los cadáveres (Archila, 1966).

El Hospital de San Pablo, además, albergó los inicios del Hospital Militar; en 1751 se habilitó un salón dedicado únicamente para veteranos, y recién en 1798 se independizaron uno del otro al alquilar un edificio aparte, “porque no cabían en aquél los enfermos militares”.[18] Preocupados porque los cadáveres de ese cementerio “se entierran unos sobre otros”, en 1799 se propuso la creación de uno nuevo “en terreno extramuros de la ciudad hasta La Pedrera que llaman”.[19] En 1808 todavía no estaba listo. Se quejaban de los sepultureros por dejar los cadáveres casi en la superficie; y de los “operarios”, por “viciados en la bebida y juegos, solo se encuentran en bodegas y guaraperías”.[20]

Hacia 1811 ya se efectuaban enterramientos en el cementerio “ubicado frente al caserío del Empedrado” (Landaeta, 1906, p. 9),[21] “comenzando la alcabala de La Vega”.[22] No obstante, y aunque el lugar cumplió su función parcialmente varios años, nunca llegó a ser el espacio deseado. En 1821 aún se esperaba por su término, al tiempo que se habilitó uno provisional, el de Anauco, que acabó siendo el cementerio General hasta 1852.

La gestión del cadáver contaba además con el problema de los “expuestos”, cuerpos abandonados a las puertas de la iglesia, mayoritariamente párvulos aunque algún adulto se sumaba. En 1792 hubo un aumento considerable de niños expuestos, según se advierte en los libros de defunciones de la catedral: 14 niños muertos el 17 de mayo; 5 más el día 31; 5 el 1 de junio, y 7 más en días siguientes; ese año hubo 89 en total. En 1794 dejaron allí hasta 144 niños muertos.[23] En 1801 le dieron 15 pesos de gratificación al sepulturero “por los entierros de los párvulos difuntos expuestos a la puerta de la Iglesia”.[24] En 1810 decía el guardián del convento de San Francisco que “es raro el día que no se encuentren expuestos a las puertas de la iglesia algunos parvulitos difuntos, contándose muchas veces hasta cinco”.[25]

En 1826 el Encargado de Negocios británico comentaba en su diario sobre “la costumbre de dejar los niños muertos a la puerta de la Catedral durante la noche con el fin de que los curas los entierren al día siguiente”. Decía que por “el vicio de las relaciones ilícitas” se abandona “a cientos de estos pequeñuelos (producto de amores promiscuos), se les da un suave apretón de cuello al venir al mundo y no tardan en aparecer entre las columnas de la Catedral”. Escribía igualmente que el abandono de niños muertos se debía a la pobreza de los padres (Ker Porter, 1997, p. 83).

Hacia 1818, con el sitio del Empedrado en funciones, aunque precarias, se comentaba que no tenía cerca y que “entran allí los animales y devoran los cadáveres, porque no se profundizan los sepulcros, ni se cierran bien”.[26] El caso es que, decretado desde 1789 que se dejase de enterrar dentro de las iglesias, reiterado por otra cédula en 1804, todavía en 1821, con todo y el inadecuado Empedrado, continuaba la misma costumbre. Cuando Caracas es tomada por el Ejército Expedicionario al mando de Pablo Morillo, el propio comandante emitió una orden subrayando el asunto en 1818.[27] Años después lo haría Bolívar.

El problema del financiamiento para cementerios, así como el mantenimiento de los existentes, llegó a una coyuntura de incertidumbre. Luego de la cédula de 1789 se suceden quejas desde todas partes de la provincia por falta de recursos para ejecutar el mandato, al tiempo que se describían las desgracias de cada camposanto, siempre expuestos a los animales y sin ninguna infraestructura. Todos daban cuenta de la inexistencia de fondos hasta para levantar una simple cerca. En los años de la independencia, la búsqueda de recursos fue una responsabilidad compartida entre eclesiásticos y autoridades de turno, monárquicas o republicanas, sin ningún éxito. En 1821 la municipalidad caraqueña volvía sobre el tema, “tan interesante a la salud pública”, y para describir la emergencia decía:

 

…se veían comúnmente insepultos o mal sepultados cadáveres en el contiguo hospital de San Pablo como en el cementerio de la iglesia de Candelaria, donde ha sucedido que los animales sacaron y arrastraron por las calles restos de cuerpos con oprobio de la humanidad.[28]

 

El Provisor del Arzobispado respondió:

 

Deseando que a la mayor brevedad se dejara de enterrarse en las Iglesias, convine a principios de este año con el Ayuntamiento Constitucional en destinar a la construcción del cementerio los derechos de sepulturas; mas al ejecutarse, se conoció evidentemente ser imposible, como todavía lo es. Es raro el entierro que da limosna, y las parroquias no tienen actualmente otra renta para la oblata y otros gastos igualmente diarios e indispensables que importan mucho más que los dichos emolumentos.[29]

 

El problema del financiamiento de cementerios flotó a la deriva por décadas. No obstante, a pesar de lo descrito, en 1822 el Provisor mandó que “no se haga en lo sucesivo en las iglesias de esta ciudad ni en sus cementerios inmediatos entierro alguno”, y que todos los cadáveres de la ciudad debían inhumarse en el cementerio de Anauco, “exceptuando únicamente los de los religiosos, que por su poco número y las singulares razones que se han tenido presentes en las disposiciones relativas a esta materia, se verificarán en las bóvedas que tienen en las clausuras”.[30] La decisión, como todas las anteriores, parecía definitiva; sin embargo, el problema de la carencia de recursos para acometer nuevos cementerios seguía vigente.

El de Anauco, ahora General, lo mandó examinar el provisor Manuel Vicente de Maya en 1821, y los enviados al efecto concluyeron que “no tiene suficiente capacidad para sepultar en él todos los muertos de estas parroquias y hospitales, de tal suerte que será necesario en pocos meses exhumar antes del debido tiempo cadáveres para enterrar otros”.[31] A pesar de todo, se decidió que los cadáveres fuesen a dar allí, en testimonio de que el Empedrado habría de ser un lugar deplorable.

El resto del territorio, igualmente conminado a construir cementerios y dejar de enterrar en las iglesias, apenas pudo obedecer la antigua orden colonial en tiempos republicanos. En 1820 decían en La Victoria que, en efecto, no contaban con recursos para un cementerio; en 1821 de Barquisimeto indicaban lo mismo, pero aprovecharon a enterrar sus muertos en los restos de la iglesia parroquial, arruinada con el sismo de 1812. Sin fondos para levantar la iglesia, hicieron de ella un cementerio.

El 23 de octubre de 1827, desde Bogotá, Bolívar lanzó un decreto que se suma a la                      cédula de 1789, la de 1804, al de Morillo de 1818, y al de la municipalidad caraqueña de 1822:

 

1º. Se cumplirá en todas sus partes la cédula española […] que dispone que todos los cadáveres sin excepción alguna de estado, condición o sexo se entierren en los cementerios aun cuando sean provisionales, cuya ley se publicará de nuevo y fijará donde corresponda. 2º. En consecuencia, en la Capital,[32] desde el 25 del corriente, y en las demás ciudades, villas y parroquias dentro de diez días después de publicado el presente Decreto, ningún cadáver de cualquier estado, condición o sexo que haya sido, será enterrado en ningún templo, capilla, bóveda, cementerio, ni casa o terreno particular de las mismas poblaciones, y todos los cadáveres irán a los cementerios según queda prevenido en el artículo primero.[33]

 

Sigue el decreto precisando que, “donde quiera que no haya cementerio”, las autoridades civiles y políticas deberán designar un “terreno fuera de poblado”, que “se deslindará y bendecirá inmediatamente”, para lo cual debían ponerse de acuerdo con los curas, “y los cadáveres se enterrarán allí aunque no se la haya puesto cerco”. Queda claro que era una prioridad de salubridad y que se reconocía la demora en su cumplimiento.

En Venezuela pasaron décadas para que esto se ejecutase. Algunos pueblos contaron con cementerio muy adentro en el siglo XIX: Chaguaramal en 1844; El Sombrero, 1845; Papelón, 1849; Bejuma, 1850; Guanare, 1850; Carora, 1851; Cúa, 1858; y Carayaca, tan tarde como en 1893. En medio del proceso, otros pueblos atestiguaban las mismas realidades una y otra vez, como Río Chico, que en 1824 decía que allí no había cementerio ni “donde enterrar los difuntos, que en el lugar donde se entierran, los cerdos y los perros sacan los cuerpos y se los comen”. En Montalbán, en 1861, aseguraban que “los cadáveres se sepultan en un monte profano y hollado de las bestias”.[34]

El problema del destino de los cadáveres era urgente y vertebral a la existencia de aquella sociedad y sus circunstancias. Este mismo problema, apenas resuelto mucho tiempo después de la cédula de 1789, afloraba con dramatismo y sordidez en coyunturas desastrosas y crisis de mortalidad. Lo veremos en algunos casos extremos a continuación.

 

Entierros en la opacidad

 

Para aplacar el contagio de viruelas que llevaba un par de años encendido, el 13 de octubre de 1766 el cabildo de Caracas decidió sacar en rogativa a la virgen de La Merced. La procesión tuvo lugar el 19 de ese mes; descansando la imagen en la catedral, al amanecer del día 21 se sintió un fuerte temblor de tierra, del que no hubo mayores ruinas ni fallecidos en la ciudad. La Virgen del Rosario, abogada de los terremotos, fue enviada a acompañar a la mercedaria. Los capitulares, agradecidos por la protección divina frente al temblor, dedicaron fiestas, rogativas, pasearon ambas vírgenes, e incluso mandaron a hacer una medalla conmemorativa. Mientras tanto, la viruela continuaba matando.

En 1764 inició la epidemia. Ese año, de las 2.365 muertes registradas en los libros parroquiales, 1.934 ocurrieron entre abril y julio, cuando más intensa fue la mortalidad. En un mes, entre junio y julio, se hallaron 41 niños muertos abandonados en la puerta de la catedral. Vendrían años difíciles, pero ninguno como éste, del que se guarda registro de esos fallecimientos. De seguro no todos han de ser víctimas de la viruela, pero la cantidad de muertes registradas formalmente dice de una crisis.[35]

Aunque la cifra de fallecidos es excepcional comparada con otros años y meses, no se especifica en los registros que los casos se deban al contagio. No obstante, años después el entonces gobernador, José Solano y Bote, publicó una carta donde aseguraba que entre 1764 y 1766 había fallecido el 36% de la población de la ciudad por la viruela.[36] La situación era dramática. La reducción demográfica fue grave. En 1764 Caracas sumaba 26.340 habitantes (Cisneros, 1981, p. 96). La matrícula de 1769 arrojó un total de 17.211 personas.[37] En cinco años la población disminuyó un 35%, coincidiendo con lo dicho por Solano. Tal descenso no habría de corresponderse únicamente con muertes, sino también con la huida de la ciudad. Núñez (1963, p. 167) afirmó que hacia 1772 “trece mil personas se cuentan entre muertos y ausentes”. De febrero a junio de 1764 no hubo sesiones del cabildo eclesiástico.[38] Las del cabildo de la ciudad muchas veces no tuvieron lugar o se vieron limitadas a escasos asistentes. Los pocos diputados presentes confesaban que “más fácil es llorar con lágrimas que explicar con palabras los comunes trabajos a los que no se halla otro remedio que el del cielo”.[39]

Se habilitaron degredos procurando que estuviesen alejados. Los hubo en Blandín (dos), Anauco, Agua Salud, Catia, y Tacagua.[40] En 1811 se dijo que fallecieron “más de 6.000 individuos de la epidemia de viruelas”.[41] Humboldt (1826, p. 213), aseguró que “la mortandad llegó hasta seis u ocho mil personas, solo en la ciudad”. Yanes (1940, p. 117), indicó que “la mortandad que hubo en 1766 por la peste de viruelas no bajó de 7.000 en la ciudad”. Queda claro que la mortalidad fue muy elevada.

Llama la atención, sin embargo, que en los libros de defunciones apenas se encuentren menciones; no se ofrecen detalles sobre el destino de esos miles de fallecidos. Antes bien, al totalizar los muertos en los libros parroquiales, se observa un notable aumento en los meses mencionados de 1764; no obstante, en los años siguientes, si bien se advierte un incremento de fallecidos, no se acerca a la crisis de 1764. El cura de la Candelaria, antes que un rastro, dejó un opaco mensaje: “Si el rastro de la muerte debes recordar, toma este libro y sigue sus hojas”.[42] ¿Qué pasó con esos miles de muertos referidos en las fuentes?

Núñez (1963, p. 166) comenta que “en el cementerio de Santa Rosalía eran abiertas grandes zanjas para enterrar a los muertos”. Aunque en ninguna parte se confiesa haber acudido a este recurso, se advierte en algunos documentos que, claramente, se utilizó el cementerio contiguo a esa iglesia, entonces auxiliar de parroquia, para enterrar allí a los virulentos. Por ejemplo, el expediente sobre el registro de muerte de María del Carmen Moscoso dice que falleció en mayo “de sesenta y cuatro de la epidemia de viruelas”, enterrada “en el Campo Santo de la Iglesia de la Gloriosa Santa Rosalía”.[43] Unas pocas partidas de defunción lo mencionan, y nada más.

Sin duda hubo una decisión clara: utilizar un solo espacio para enterrar a los muertos por el contagio, el cementerio de Santa Rosalía, focalizando los cadáveres. No dudamos de que muchos hayan sido enviados fuera de la ciudad, como sucedió con los pestosos de 1658. Sin embargo, no hay testimonio de ello. Por lo que se observa en los libros, los fallecidos de 1764 fueron registrados formalmente en su mayoría; en los años siguientes, tal parece que dejaron de hacerlo, y probablemente acudieron a otros recursos de sepultura que decidieron no documentar. Las “grades zanjas” de Santa Rosalía tampoco se ponen en duda. Lamentablemente, el hecho de que por entonces no fuese parroquia sino auxiliar, hace que no posea sus propios libros de registro, lo que impide contabilizar cuántos fueron enterrados en su camposanto, ya apilados o bien individualizados.[44]

 

Morir en el caos: Cadáveres entre los terremotos y la guerra

 

Los años siguientes no fueron alentadores para Caracas. Acompañando el desmoronamiento del imperio español, la realidad deficitaria de estas regiones fue enseñando sus condiciones con crudeza. Sobrevinieron más epidemias, sismos, huracanes, sequías, hambrunas, aludes, crisis económicas, todo contribuyendo con una vida cotidiana signada por las carencias. En esas circunstancias llegó la independencia. En Venezuela, como en ninguna otra parte, fue sanguinaria y violenta. Para colmo de males, al comienzo de la Primera República sobrevinieron terremotos que produjeron destrucción generalizada en ciudades y villas en un diámetro de unos 800 Km. Es por ello que hemos identificado aquel momento como el desastre más significativo en la historia venezolana (Altez, 2006; 2015; 2016).

Los temblores más intensos tuvieron lugar el 26 de marzo de 1812, un Jueves Santo, ironía que empeoró sus efectos. Caracas, la capital patriota, fue destruida, así como otras ciudades que se le habían sumado, quedando indemnes las que se mantuvieron fieles a la corona. El impacto afectivo se correspondió con los niveles de destrucción generalizada. Huidas, saqueos, disociaciones, deserciones, violaciones, y la caída del ensayo republicano hicieron de aquel contexto una catástrofe inconmensurable. Solo en Caracas hemos estimado unos 2.000 muertos esa tarde (Altez, 2015). Poco después llegó la guerra.

Lo peor vino a partir de 1813 con el decreto de Guerra a Muerte. Terribles manifestaciones de criminalidad y excesos dejarán muertes por todas partes. Con el orden estremecido y sin autoridades estables por varios años, la realidad de los cadáveres reflejaba el caos reinante. En febrero de 1814 cientos de monárquicos encarcelados en La Guaira fueron ejecutados por grupos a diario, como si no fuese posible hacerlo de una sola vez. El 13 de ese mes pasaron por las armas “a ciento de ellos”; el 14 “fueron decapitados ciento cincuenta”; el 15 doscientos cuarenta y siete. Algunos fueron muertos a lanzazos o machetazos; otros fallecieron asfixiados en las cárceles. Los cuerpos fueron incinerados (Uslar Pietri, 1962, p. 114).

En Caracas, en el mismo contexto, los monárquicos que ejecutaron patriotas dejaron sus cuerpos expuestos para que fuesen devorados por los cuervos, “mientras que otros se enterraron en zanjas cavadas en el lugar” (Zucchi, 2000, p. 81). Más adelante, luego de que las atrocidades de uno y otro bando superaron sus propias voluntades, se firmó el Tratado de Armisticio y Regularización de la Guerra (1820), en el que se convenía que “los cadáveres de los que gloriosamente terminen su carrera en los campos de batalla, o en cualquier combate, choque o encuentro entre las armas de los dos gobiernos, recibirán los últimos honores de la sepultura, o se quemarán cuando por su número o por la premura del tiempo, no pueda hacerse lo primero”.[45]

El recurso de la incineración se puso en práctica con los fallecidos en los temblores de 1812. Diversos testimonios lo comprueban en Caracas. El cura de Santa Rosalía, ya entonces parroquia, le escribía al arzobispo tres semanas después de que la ciudad se volviese un amasijo de ruinas, diciendo que los muertos eran “un gran número según lo que he visto y otros que he oído decir han llevado a sepultar al cementerio para allí quemarlos según las disposiciones de justicia”. Con sensatez, el religioso exhortó a “los que tengan alguna relación con los muertos vengan donde mí a dar noticias de ellos para asentar las partidas”; no obstante, “hasta el día solo tres han venido, así es que no sé su número ni quienes sean”.[46]

Agregaba el sacerdote que al lugar del cementerio “nadie se aproxima, por la hediondez”. Otro testigo describía que “con el fin, pues, de evitar una epidemia que habría causado el aire infecto, se amontonó los cadáveres en diferentes lugares y se les quemó con la madera extraída de las ruinas. Así fueron empleados los tristes momentos que siguieron a esta catástrofe”.[47]

Una de esas piras ardió frente a la iglesia de la Trinidad, según testificó Juan Nepomuceno, esclavo, “por haber sido uno de los que sacaron y enterraron” algunos de los cadáveres aplastados por ese edificio. El marido de María Antonia Blanco buscaba certificar la muerte de su esposa, por lo que acudió a testigos que afirmaran “que inmediatamente que acaeció el terremoto sacamos los cadáveres que se pudieron en aquel barrio y se les daba fuego según fue público y notorio”. Juan de la Cruz Argote, moreno libre, declaraba “que consta que la expresada María Antonia fue enterrada detrás de la Iglesia de la Santísima Trinidad cerca de la laguna, como que fue uno de los que la enterraron; que es cierto quemaron muchos cadáveres en la plaza de dicha Iglesia”.[48]

El cabildo volvía en mayo de 1812 sobre un asunto que ya arrastraba años: “la necesidad de establecer un cementerio general para sepultar los cadáveres, y que aquella insta más en el día, en que por efecto del terremoto no hay ya templos en que verificarlo”.[49] En 1813 se repasaba el tema, ahora vinculado a la guerra, obligando a “dar sepultura en lo sucesivo y en el cementerio general destinado al efecto a todos los cadáveres de aquellos que mueran en la ciudad sin proporciones”.[50] Todo parece indicar que ese cementerio general debía ser, para la fecha, el del Empedrado, por lo que las emergencias de los sismos y la guerra fueron atendidas como mejor se pudo en medio de un desastre cuyas ruinas, materiales y afectivas, se arrastraron por todo el siglo XIX.

La reducción de la población en esos años fue generalizada. Solo en Caracas, además de los muertos con los sismos, hay que sumar la migración de 1814 que sacó de la ciudad unas 20.000 personas. A las pérdidas se debe agregar la mortandad de la guerra, que no fue poca. En 1811 había 28.914 habitantes; en 1815 eran 19.415.[51] Tal disminución se debe a esos tres factores, sismos, guerra y migración; las tres variables produjeron muertes masivas que impactaron en toda la sociedad.

 

“No hay cementerios en Caracas”

 

Lejos de resolverse, la situación de los cementerios en Caracas seguía siendo grave a mitad de siglo XIX. El del Empedrado, propuesto en 1799, funcionando con precariedad quizás desde 1811, no se había concluido y jamás alcanzó a ser el camposanto esperado. Esto condujo a que el cementerio de Anauco, habilitado como provisional en 1822, se convirtiese en General por las circunstancias del Empedrado; el de Anauco luego fue llamado del Este, por su ubicación cardinal.

Del Empedrado se sabe poco, más allá de lo que comenta al respecto Landaeta (1906). Las menciones en la documentación dejan de ser específicas con los años, y aquella iniciativa de finales de siglo XVIII no prosperó. Así, luego de los sismos y la guerra, Caracas continuó enterrando en las iglesias y sus cementerios hasta 1828, cuando menos, si seguimos los decretos que perseguían poner fin al asunto. No obstante, las prohibiciones debieron hacer de esa práctica una fechoría entre gallos y medianoche.[52]

Tampoco los cementerios contiguos a las iglesias habrían de prestar mayor servicio, si tenemos en cuenta que ya no daban más de sí desde inicios de siglo y que no había fondos para su mantenimiento. De esta manera, cuando Venezuela se inicia como Estado separado de Colombia en 1830, Caracas debía tener solo dos cementerios públicos operativos: el del Empedrado, menos atractivo, y el de Anauco.[53] Ese mismo año el gobierno nacional decretó la formación de Juntas de Sanidad, encargadas de impulsar cementerios “en el lugar y forma más conveniente”.[54] En 1834 la Diputación Provincial de Caracas decretó que “por ningún pretexto ni motivo se permitirá sepultar los cadáveres en las iglesias, ni en sus bóvedas o campos inmediatos a ellas, que estén dentro de poblados”, conminando a que se construyesen cementerios públicos.[55]

Ese mismo año se inauguró el Cementerio Británico, en correspondencia con una mayor presencia de agentes y comerciantes protestantes con ese origen.[56] Ante los deplorables cementerios de la ciudad, “con violación de la ordenación de la Iglesia y con escándalo de los fieles”, algunos católicos enterraban sus seres queridos en “el cementerio de los disidentes”.[57] Luego, en la década de 1840 se inició un camposanto muy cerca del Empedrado que llamaron del Oeste.[58] La Facultad Médica denunció “la costumbre perniciosa” en ese nuevo cementerio, “de exhumar los cadáveres prematuramente convirtiendo el osario en un anfiteatro de cuerpos en putrefacción”.[59] El sitio, no obstante, arrastraba un problema de derechos sobre sus tierras que trabó su desarrollo. Nunca se terminó, aunque evidentemente se sepultó allí.[60]

En 1852 hubo epidemias de sarampión y coqueluche; en 1853 una de viruela.[61] El aumento de los muertos obligó a revisar la situación de los cementerios una vez más. A instancias de la Junta de Sanidad, la gobernación decidió en 1852 que ya no se enterrase a nadie en Anauco por “la absoluta imposibilidad que hay de sepultarse ni un solo cadáver más”, y que “se principiase a sepultar estos en el proyecto de camposanto que se encuentra al Norte detrás del templo de la Trinidad”. Fracasado el cementerio del Oeste, “puesto que hay un litigio pendiente sobre aquella área”, el del Norte, aún no cercado pero iniciado, habría de constituirse “en Cementerio General y con toda brevedad”, dadas las circunstancias epidémicas. En septiembre se quejaba el gobierno provincial que “el cementerio aún no existe, si se considera el lamentable estado a que está reducido el del Norte”.[62]

El gobernador de la provincia afirmaba en 1853 que “no hay cementerio en Caracas”, confirmando “la irreversible repugnancia que experimentan los ciudadanos al ordenarles que depositen los restos de las personas queridas que les ha arrebatado la muerte en esa área, perpetuo paseo de animales inmundos, que sin cerca ni capillas, se ha llamado acaso por ironía el cementerio del Norte”.[63] Advertía de inmediato que “el cementerio de que se trata se ha de hacer por empresas particulares” o bien conseguir fondos para ello.

 

Cólera, zanja y cal

 

En 1855 llega el cólera. Entre el 26 y el 29 de agosto caen los primeros 26 coléricos. El día 28 la gobernación decidió “abrir una zanja en la Sabana del Blanco, larga y muy honda para enterrar allí a todos los muertos por el cólera” (Rodríguez, 1929, p. 46). Ordenó lo mismo a otros lugares; las zanjas debían estar “a las faldas del Ávila, a una gran distancia del poblado”.[64] La epidemia llegó con los cementerios en crisis. La decisión de 1852 para que el del Norte sustituyese al de Anauco, no fue acometida del todo. Se quejaban en diciembre de 1855 “que no ha habido una sola inhumación en el cementerio del Norte, porque todas han sido en la zanja de los coléricos o a sus costados”.[65]

La profecía del gobernador un par de años antes se cumplió con la epidemia: dos iniciativas privadas acometieron la construcción de cementerios para Caracas. La primera de ellas la emprende el obispo Talavera. Se interesó en la situación del cementerio del Norte con el objeto de obtener su concesión. En septiembre de 1855 visitó el lugar y alcanzó sus observaciones al gobernador, comentando las condiciones de los trabajadores, quienes “hacen las excavaciones profundas, echan la tierra y la pisan sobre los cadáveres”, concluyendo que no es extraño que alguno “haya muerto del cólera”.[66]

En octubre Talavera constituyó una Sociedad Empresaria llamada Cementerio Católico de San Simón, y el 6 de diciembre de 1855 obtuvo la concesión “del área con cimientos en que se entierran actualmente los cadáveres en la Sabana del Blanco, para construir un cementerio decente”. Prometía sepulturas gratis a los pobres de solemnidad y la construcción de un hospital con el producto obtenido, “de manera que los muertos mantengan a los vivos”.[67] El cementerio funcionó por suscripciones y Talavera comenzó a inhumar el 29 de diciembre.

La otra iniciativa parte también de una sociedad; se constituyó en septiembre de ese año y obtuvo en concesión un terreno igualmente ubicado a las faldas del Ávila para acometer un cementerio, al que llamaron Los Hijos de Dios. El 2 de noviembre colocaron la primera piedra y un año después bendecían el lugar con discurso del propio Talavera (Núñez, 1963, p. 223). Así, los muertos del cólera estimularon la empresa privada de los cementerios en Caracas. El emprendimiento no quedó ahí y ya en noviembre de 1856 se estableció un coche fúnebre que cobraba “diez y ocho pesos” por el traslado de los cadáveres hasta los cementerios.

Mientras florecía el negocio en medio de la enfermedad, la zanja de los coléricos era un problema. Sabemos que a los lados se enterraban muertos comunes, en señal de que el cementerio del Norte no funcionaba. La proximidad de uno y otro tampoco ayudaba. El del Norte, luego de San Simón, se hallaba detrás de la iglesia de la Trinidad, y la fosa común “dista menos de una cuadra de aquel”, pues ambos terrenos estaban en la Sabana del Blanco. No se confundían, pero sí se sospechaba que en el de San Simón se inhumaban coléricos, y por ello fue enviado un oficio a Talavera recordando que eso estaba prohibido. El obispo respondió que en el pavimento de su cementerio eso no se permitía, “porque aunque se marquen los sepulcros, con el tiempo y las lluvias desaparecen las marcas”.[68] Esto demostraba que el cementerio no lapidaba: simplemente sepultaba.

La zanja requería cal para evitar emanaciones. El 10 de septiembre, con un par de semanas abierta, el despachador de cal se negaba a entregar los sacos, lo que paralizó el proceso.[69] En febrero de 1856 la Comisión Sanitaria, encargada de atender el problema, decía que “la salubridad pública demanda que sin pérdida de tiempo se proceda a cubrir de hormigón y cercas la zanja donde se han depositado y se continúan depositando los restos de los que perecen del cólera”.[70] El mismo día, la comisión solicitaba la ejecución de la obra al gobierno provincial.[71] Hacían falta 4.500 pesos para “la capa de materias desinfectantes que han de deponerse en forma de hormigón sobre la zanja”. Al día siguiente el gobierno provincial dijo “que solo puede contribuir con la suma de 500 pesos para la obra”.[72]

Cuando se permitió que en los cementerios de particulares se enterrasen coléricos, se les recordaron las normas, algo más ascéticas que la realidad de las zanjas:

 

Que los sepulcros estén separados del común de las otras mortalidades; que tengan la profundidad requerida; y que los cadáveres sean envueltos con una capa de cal; haciéndose inscribir a costa de los interesados o deudos la tumba con este mote: Está prohibido por la policía que el cadáver que aquí reposa sea exhumado en ningún tiempo.[73]

 

La ubicación de la zanja, al norte en las faldas del Ávila, parecía muy alejada de quienes residían en otros extremos de Caracas; la consideraban “un obstáculo para dichas inhumaciones”, pues tocaba atravesar la ciudad para llevar los cadáveres. En esos puntos distantes, donde estaban las alcabalas de entrada y salida, se opinaba que “parece conveniente disponer que en dichas alcabalas, lejos de poblado, se abran zanjas en las cuales se entierren los que mueran del cólera epidémico”. Siguiendo la opinión de la Junta Médica, la gobernación respondió que el único lugar conveniente para la sepultura de esos muertos era la Sabana del Blanco.[74]

La distancia de la zanja con estos puntos de la ciudad producía otras incomodidades: “parte de los que fallecen por el cólera se llevan al descubierto al lugar destinado para sepultura”, para lo cual se exigían medidas.[75] No era esta la única incomodidad; también lo era para los creyentes, pues “el terreno donde están la zanja para los coléricos y las sepulturas laterales no está bendito”: se están “enterrando los cadáveres de los que no han muerto del cólera a los lados de la zanja en lugar profano contra la voluntad de los deudos”.[76]

Otros problemas ocurrían en el ámbito religioso: “No todas las partidas de los que han muerto en estos meses están asentadas, porque como muchos han muerto del cólera morbus, inmediatamente que expiraban los conducían al cementerio sin dar parte”.[77] Algún cura se aprovechó de las circunstancias, como el párroco de La Vega, quien exhumaba cadáveres “sin tener estos los dos años prefijados para ello”, por lo que “se vio que entre los dichos cadáveres había uno que vertía sangre lo mismo que si hubiese acabado de expirar”. Cobraba los entierros de coléricos “sin hacer los oficios ni dar sepultura eclesiástica”, y quitaba a los deudos “lo mejor que les conocía, como ranchos, burros y derechos de tierra”.[78]

En un año, entre el 26 de agosto de 1855 y el 27 de septiembre de 1856, el cólera cobró la vida de 1.948 caraqueños, según Rodríguez (1929, p. 66); 2.250 asegura Núñez (1963, p. 222). La fosa común desnudó con crudeza la realidad de los enterramientos y la carencia de cementerios. La crisis impulsó, asimismo, la empresa privada sobre la muerte. Los nuevos cementerios y la zanja de los coléricos se abrieron en una misma zona, la Sabana del Blanco, al norte de Caracas. Esto, que eventualmente ha generado confusión sobre sus ubicaciones, se debe a que la toponimia designaba en ese momento un lugar deshabitado. Pocas décadas después el lugar fue ocupado y allí se levantaron viviendas. No obstante, sobre el de San Simón se construyó el Hospital Vargas, el primer hospital moderno de la ciudad, todavía en funciones. Como pensaba Talavera: que los muertos mantengan a los vivos.

Los cementerios inaugurados entonces fueron clausurados en 1875 (Figura 2), cuando el gobierno, por fin, acomete una de las obras más importantes en la historia de la ciudad: el Cementerio General del Sur, merecedor de otros estudios.[79] El de los Hijos de Dios lució un nombre que pretendía discriminar a los no católicos, y por ello Talavera dedicó su discurso el día de la bendición a los paganos y disidentes. Sin embargo, la arrogancia de los católicos no era compartida por todos. El nombre de ese cementerio fue debatido, y hubo quienes se negaron a llamarlo así para nombrarle de la Concepción. En algunos planos de la ciudad aparece indistintamente con ambos nombres. No obstante, en 1867 el cura de Santa Rosalía asentaba su opinión al respecto, propia de un futuro que aún no llegaba:

 

Ordenan allá en la Junta del Cementerio que enmiende yo el título de Concepción, cambiándolo por el de Los Hijos de Dios. Esta es una equivocación, porque en mi partida no he tenido que hacer uso del título del cementerio; mas si lo hubiera puesto, no lo borraría, porque no debe llamarse de Los Hijos de Dios, porque los protestantes, los hebreos, los mahometanos y los ateos son hijos de Dios en cuanto que son criaturas suyas, y sin embargo no pueden ser sepultados en cementerio católico. La elección de ese nombre Hijos de Dios es equivocada: la sustitución hecha por Concepción es discreta, natural, y por consecuencia fuera de toda extravagancia.[80]

 

Figura 2: Cementerios que funcionaron antes de 1875 en Caracas

 

 

Descripción: 1, Catedral; 2, Altagracia; 3, Candelaria; 4, San Pablo; 5, Santa Rosalía; 6, sitio del Empedrado; 7, Anauco; 8, del Oeste; 9, Santísima Trinidad; 10, Canónigos; 11, zanjón de los coléricos (ubicado con un círculo en negro); 12, Hospital Vargas, en el sitio del Cementerio de San Simón; 13, Los Hijos de Dios; 14, Británico; 15, de Alemanes. Encerrado en espiral, al norte, el sitio de Sabana del Blanco, todavía para la fecha de este plano (1906) un descampado sin ocupar. Señalamos el Ávila, que flanquea la ciudad al norte, a cuya falda ordenaron se abriesen las zanjas para los coléricos.

Fuente: Elaboración propia sobre un detalle del Plano de Caracas del Ingeniero Razetti, publicado por De Sola (1967, p. 107).[81]

 

Muertes masivas, un problema histórico y recurrente

 

Con la modernidad se comenzó a gestionar la muerte como un problema de salud pública, con el objeto de ordenar los espacios de enterramiento antes que advertir la posibilidad de toparse con grandes cantidades de cadáveres en un mismo momento. Aunque esto resultaba un asunto conocido, también era un problema en aumento que crecía conforme lo hacían las ciudades y sus poblaciones. El crecimiento demográfico y de la ocupación de los espacios incrementó, a su vez, las probabilidades de desastres con mayores pérdidas materiales y, sobre todo, humanas.

Los desastres son eventos que superan la capacidad de respuestas de las sociedades. Si con ese evento se produce un número de muertes que sobrepasa los recursos para el manejo y el entierro de los cadáveres, estaremos ante un desastre de muertes masivas, sin importar la cifra. Entendemos por desastre de muertes masivas al resultado de la articulación decisiva entre ciertas variables: una misma causa; un tiempo finito asociado a la manifestación de esa causa; una población específica; y un espacio determinado donde se asienta esa población (Altez, 2007; Altez y Osuna, 2017). Para este estudio, el espacio y la población se hallaron en la ciudad de Caracas, en coyunturas desastrosas diversas y anteriores a la secularización de los enterramientos.

Muchas muertes, sin embargo, no deberían conducir inexorablemente a un desastre. No se trata de cifras elevadas, sino de la escasez de recursos para atender el problema. No obstante, si las cifras contribuyen a comprender el asunto, conviene sacar cuentas. Comparemos una epidemia capaz de diezmar el 36% de la población en dos años sobre una ciudad de 26.000 habitantes (el caso de Caracas ante la viruela en 1764-1766), con una similar en una ciudad de 26 millones. En el primer caso, se reparte un promedio de 390 cadáveres al mes en ese periodo. En el segundo, estamos hablado de 390.000 muertes mensuales. Si el porcentaje estimado parece exagerado, podemos reducirlo al 5%: el resultado es un promedio de 54.166 muertes al mes; con el 1% serían 10.833. ¿Existen recursos para atender tantos cadáveres en pocas semanas en alguna ciudad del planeta?

La reciente pandemia del Covid-19 lo ha demostrado. Países altamente desarrollados en atención hospitalaria e infraestructuras de salud fueron superados por una explosiva cantidad de fallecidos sucedida en lapsos muy cortos. Aunque las epidemias de alta mortalidad han acompañado a nuestra especie a lo largo de su historia, su presencia sostenida no se corresponde con los grandes niveles de desarrollo alcanzados por algunas sociedades, ni con el conocimiento científico del problema. La prevención sobre un elevado número de fallecidos no ha sido contemplada. Muertes masivas continúan evidenciando la falta de preparación para atender muchos cadáveres en un mismo momento y lugar. El destino final de los cuerpos y la gestión de la muerte se enfrentan al vacío de recursos al respecto. La improvisación sintetiza las representaciones y miedos característicos de cada contexto histórico, material y subjetivo. El tsunami del océano Índico en 2004 o el terremoto de Haití en 2010 ofrecieron sombrías pruebas del asunto. Montañas de cuerpos incinerados dieron la vuelta al mundo en irrefutable corroboración del problema. “A pesar de las muchas veces que la humanidad se ha enfrentado a las muertes masivas, estos problemas están lejos de resolverse” (Osuna, 2022, p. 201).

Esto que advertimos en el presente sucedió en el pasado, igualmente ajustado a cada contexto histórico, como lo vimos con el ejemplo de Caracas. Conviene observar estos casos con la mirada posada en el presente. Fenómenos destructores, epidemias de alta mortalidad, guerras, o bien estallidos sociales que acaban con cientos de muertos en pocos días, acompañan nuestras sociedades y generan muertes masivas con recurrencia. No obstante, podemos afirmar que, luego de muchos siglos apilando cadáveres por eventos que los producen a montones, las fosas comunes, la calcinación, o la incineración han sido los únicos recursos desarrollados. La historia de Caracas continuó demostrándolo: hizo fosas comunes durante la pandemia de influenza de 1918 y las volvió a hacer con el Caracazo en 1989; calcinó y quemó cadáveres en el desastre de Vargas en 1999. Lápidas sin nombres y terrazas anónimas son testigos silentes en el Cementerio General del Sur.

La secularización de la muerte, de las sepulturas y de los espacios de enterramiento, solo atendió la necesidad de aislar los cadáveres y alejarlos de la vida cotidiana, pero no reparó en el problema de elevados números de muertes que, ineludiblemente, deben gestionarse desde la prevención, y no por improvisación.

La investigación histórica del problema revela su recurrencia, pero sobre todo el hecho de que, a pesar de ello, el centro del asunto continúa siendo el terror al cadáver, a muchos o a uno solo, sin que se desarrollen estrategias ni infraestructuras capaces de prevenir aluviones de muertes por diferentes causas. En correspondencia con el crecimiento demográfico y urbano que inició en el siglo XVIII sin solución de continuidad, los desastres producen pérdidas materiales y humanas con una relación directamente proporcional a ese crecimiento. En la medida en que crece la población y la ocupación del espacio, aumentan las probabilidades de riesgo frente a los mismos problemas de siempre. Las muertes por desastres serán cada vez más masivas mientras los recursos para atender los cadáveres permanezcan congelados por el mismo miedo al contagio que inspiró la cédula de 1789.

 

Archivos

 

Archivo Arquidiocesano de Caracas

Archivo de la Academia Nacional de la Historia, Caracas

Archivo del Concejo Municipal de Caracas

Archivo General de Indias, Sevilla

Archivo General de la Nación, Caracas

 

Fuentes

 

Fuentes impresas

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Actas del Cabildo de Caracas (1975). Tomo XII, 1664-1668. Caracas: Tipografía Vargas.

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Prensa

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Recepción: 09/02/2023

Evaluado: 27/03/2023

Versión Final: 04/04/2023

 

 



(*) Doctor en Historia (Universidad de Sevilla). Docente e Investigador del Departamento de Historia de América (Universidad de Sevilla), España. Investigador Asociado del Centro de Estudios Históricos (Universidad Bernardo O’Higgins), Chile. Email: raltez@us.es  ORCID: https://orcid.org/0000-0002-2193-772X

[1] Actas del Cabildo de Caracas (ACC), Tomo X, 1658-1659, 20 de noviembre de 1658, p. 138.

[2] ACC, XII, 1664-1668, 4 de junio de 1668, p. 294.

[3] Véase para Venezuela: Zucchi (2000); Núñez (2004); Flores (2014); Osuna (2022); para la Nueva Granada: Alzate (2007); Bernal, (2010; 2019). Para la cultura Occidental en general, Ariés (1999).

[4] Canon XVIII, citado por Bails (1785, p. 107).

[5] Las Siete Partidas (1555, p. 105), Primera Partida, Ley II.

[6] Real disposición, Madrid, 18 de julio de 1539, Recopilación (1681), Libro I, título 18, Ley 1. Originalmente enviada a Panamá y pronto asimilada para todos los dominios de las Indias Occidentales.

[7] Sínodo de Santiago de León de Caracas (1986 [1687], p. 268).

[8] Archivo Arquidiocesano de Caracas (AAC), Libro de Defunciones, Catedral, 1638-1648.

[9] La cédula: Madrid, 27 de marzo de 1789, en AAC, Episcopales, 40.

[10] Actas del Cabildo Eclesiástico de Caracas (ACEC), Tomo II, 1771-1808, 21 de octubre de 1794, p. 220.

[11] Archivo de la Academia Nacional de la Historia (AANH), Colección Villanueva, Doc. 488, Francisco del Barrio a Coll y Prat, Caracas, 2 de octubre de 1810.

[12] En el caso de los enterramientos: 3 o más metros de profundidad como promedio, evitando los túmulos; sepultados bajo tierra; cadáveres resguardados en ataúdes cerrados y asegurados con clavos o precintos; lapidados con hormigón o, más tarde, con cemento; identificados con lápidas o placas. En el caso de los nichos: construcciones afloradas de estructura vertical que permitiesen varias hileras; embovedadas con tapas selladas para su resguardo y eventual acceso; identificación sobre las tapas. Ambos procesos gestionados por autoridades públicas seculares o por empresas privadas, y registrados por la administración civil. En caso de panteones, han de seguir las mismas técnicas de seguridad, independientemente de su diseño.

[13] AANH, Colección Villanueva, Doc. 488, Santiago Castro a Coll y Prat, Caracas, 29 de septiembre de 1810.

[14] AAC; Episcopales, legajo 40, Sobre la tumulación de cadáveres en el Hospital Militar e Iglesia de la Santísima Trinidad, 1810.

[15] Bails (1785, p. 165), comentando sobre las sepulturas de escasa profundidad en España, recordaba este caso: “habiéndose enterrado el cuerpo de un hombre muy gordo solo pie y medio de hondo, no se le pudo cubrir sino con un pie de tierra y una losa de 7 a 8 pulgadas de altura. Muy en breve salieron vapores cadavéricos con tanta abundancia, que fue preciso desenterrarle”. De los tres sepultureros encargados, dos enfermaron y uno murió.

[16] El Sínodo de Caracas había sido taxativo al respecto: ordenó que en las sepulturas del primer tramo “no se entierren sino personas honradas y principales” (Sínodo, 1986 [1687], p. 295). Pensamos que del mismo modo que se burlaron las prohibiciones de sepultura para “esclavos y gente de servicio” (p. 296), bien podrían haber hecho lo mismo con la honra de quienes fueron a dar en el primer tramo, no así con su calidad; en esto, las jerarquías eran de público conocimiento, y por ello la Iglesia advertía que se veía “gravemente perjudicada” si no se cumplían estos mandatos.

[17] El cabildo catedralicio instaba el 20 de junio de 1794 a que “no se abriesen las sepulturas de estarse oficiando en el coro o el altar, ni para entonces se dejen abiertas”. El 21 de octubre recordaban “que no se abriesen ni cerrasen a tiempo de celebrarse los divinos oficios, ni tampoco se dejen abiertas para entonces” (ACEC, II, p. 214 y p. 220). La expresión “rasgar las sepulturas” resulta muy elocuente si tenemos en cuenta la escasa profundidad de los enterramientos. La práctica de reciclar los espacios para recibir nuevos cadáveres debía sugerir una técnica de rasgado, similar a escarbar con las manos o rastrillar la superficie. No habría de suponer mucho esfuerzo el asunto con sepulturas que apenas contaban un metro de profundidad.

[18] Libro de la Real Hacienda (1962 [1806], p. 143).

[19] AANH, Civiles, Tomo 975, Sobre la construcción de nuevos cementerios, para dar sepultura a los distintos que fallecen en ambos hospitales, Doc. 1, Caracas, 4 de abril de 1799.

[20] Archivo General de la Nación, Caracas (AGN), Gobernación y Capitanía General, Tomo CXCI, Sobre la urgente necesidad de que se concluyan los cementerios de los hospitales Militar y de Caridad, Caracas, 17 de mayo de 1808.

[21] Ver Figura 2, lugar señalado como Nº 6.

[22] AAC, Exhumaciones, 6, Sobre cementerios, 1821. La toponimia del lugar sobrevivió como El Empedrado.

[23] AAC, Libro de Defunciones 24, Catedral, 1788-1794.

[24] ACEC, II, p. 296. El 22 de septiembre le dieron 10 pesos más por lo mismo.

[25] AANH, Colección Villanueva, Doc. 488, Francisco del Barrio a Coll y Prat, Caracas, 2 de octubre de 1810.

[26] AANH, Civiles, Tomo 595, Doc. 4, Expediente obrado en el Tribunal del Gobierno sobre el establecimiento de cementerios en esta capital, Caracas, 1818.

[27] AAC, Exhumaciones, 6, Expediente sobre cementerios en despoblados. La orden, convenida entre Morillo y las autoridades eclesiásticas, la giró el Vicario con fecha 6 de octubre de 1818.

[28] AAC, Exhumaciones 6, Expediente sobre cementerios, La Municipalidad al Provisor del Arzobispado, Caracas, 20 de octubre de 1821.

[29] AAC, Exhumaciones 6, Expediente sobre cementerios, Manuel Vicente de Maya al Gobernador Político, Caracas, 8 de noviembre de 1821.

[30] AAC, Exhumaciones 6, Decreto del Arzobispado, Caracas, 2 de junio de 1822.

[31] AAC, Exhumaciones 6, Domingo Padrón y Juan José Osío a Maya, Caracas, 15 de noviembre de 1821.

[32] Se refiere a Bogotá, pues entonces Colombia era una misma república junto con Venezuela y Ecuador.

[33] En Rodríguez (1924, pp. 14-16).

[34] Todo en AAC, Exhumaciones, 6.

[35] Los datos en AAC, Libros de Defunciones: Catedral, Libro 18, 1757-1768; San Pablo, Libro 1, 1751-1778; Hospital de San Pablo y Hospicio de la Caridad, Libro 2, 1760-1774; La Candelaria, Libro 1, 1751-1773.

[36] Copia de la carta sobre la inoculación. Diario de Madrid, 03/06/1790.

[37] AAC, Matrículas, legajos 2, 9, 14, 15 y 45.

[38] ACEC, I, p. 400.

[39] Archivo del Concejo Municipal de Caracas (ACMC), Actas de Cabildo, 1764-1765, 4 de junio de 1764, f. 70.

[40] ACMC, Propios, Expediente Nº4, 1764.

[41] José Domingo Díaz. Estadística. Sigue la de la ciudad de Caracas. Semanario de Caracas. 07/07/1811.

[42]Si de vestigio mortis, vis memorian, accipe librum, et vide in illo folia”, AAC, Libro Defunciones de La Candelaria, 3, Caracas, 1775.

[43] AAC, Exhumaciones, 6, Sobre haber muerto María del Carmen Moscoso, Caracas, 21 de abril de 1766.

[44] El expediente sobre María del Carmen Moscoso, precisamente, persigue asentar su defunción en el Libro de Registros de San Pablo que, como sabemos, sí era parroquia. Al haberse enterrado en Santa Rosalía, no aparece registrada, y de allí el reclamo de su marido. Esto también explica las escasas menciones en las partidas, pues se trata de registros elaborados en las diferentes parroquias de la ciudad que, eventualmente, contaron con la mención sobre haber sido sepultados en ese camposanto, en caso de que el párroco de turno así lo asentase.

[45] El tratado, del 23 de noviembre de 1820, fue publicado en el Correo del Orinoco, Angostura, 23 de diciembre de 1820, Nº 90.

[46] AAC, Misceláneas, Carpeta 114, Juan Manuel Domínguez a Coll y Prat, Caracas, 17 de abril de 1812.

[47] Louis Delpeche. Relation du dernier tremblement de terre de Caracas. Journal de Paris, 15/05/1813.

[48] AAC, Matrimoniales, 230, Expediente de información de viudedad de Juan Domingo Blanco, 1820.

[49] ACC, 1812-1814, Vol. II, 22 de mayo de 1812, p. 103.

[50] ACC, 1812-1814, Vol. II, 4 de octubre de 1813, p. 193.

[51] Datos en AAC, Matrículas, legajos 2, 9, 14, 15, 45 y 46.

[52] En 1855 decía el obispo Mariano de Talavera, antiguo patriota cuando la Primera República, que “los dolientes pueden extraer del cementerio por la noche los cadáveres desecados de sus deudos para sepultarlos clandestinamente en las iglesias”. Cementerio San Simón, Crónica Eclesiástica de Venezuela, 23/07/1856, p. 577.

[53] También el llamado de San Pedro o de los Canónigos, del que poco se sabe. Debe haber comenzado a funcionar entre 1823 y 1826, y fue un proyecto de la cofradía de San Pedro (Flores, 2014). No fue un camposanto público, sino reservado a los cofrades.

[54] Ley del 14 de octubre de 1830 sobre el Régimen y Organización Política de las Provincias, Cap. VI, De las Juntas de Sanidad, Art. 86: “las Juntas de Sanidad emplearán todo su celo para que inmediatamente se establezcan cementerios en el lugar y forma más conveniente”. El Art. 85 decía: “Las Juntas de Sanidad en caso de epidemia y enfermedad contagiosa, informarán al gobernador de la provincia sobre las medidas convenientes que deben adoptarse para atajar el contagio y conservar y restablecer la salud pública”. Recopilación de Leyes de Venezuela (1890, p. 87).

[55] Reglamento de Policía (1834, p. 8), Cap. 5, De los cementerios.

[56] Luego se hará el de Alemanes en 1853. A estos cementerios se les llamó “de particulares”, por no ser “del común”, es decir: de católicos.

[57] Anónimo, Un baldón para los católicos, Crónica Eclesiástica de Venezuela, 24/10/1855, p. 265.

[58] El Nº8 en la Figura 2. Logramos ubicarlo según aparece en el plano de la Parroquia de San Juan (1836), publicado en De Sola (1967), única fuente que lo indica.

[59] AAC, Exhumaciones, 6, Sobre que no se exhumen los cadáveres prematuramente, Caracas, 20 de marzo de 1841.

[60] ACMC, Sección Administrativa, Caja 1, Expediente sobre mandar a cerrar el cementerio general, 1852. En un plano de la recién erigida Parroquia San Juan de Caracas en 1836 se advierte la presencia del cementerio del Empedrado, y puede verse algo más al norte, pero muy cerca de allí, el recuadro que indica al cementerio que fue llamado del Oeste (De Sola, 1967, p. 60).

[61] Landaeta (1906) dice de un Cementerio de los virulentos que sirvió en las epidemias en 1843, 1853 y 1864, que se llamó El Degrero. Su ubicación no es precisa y no aparece señalado en ninguno de los planos de la ciudad. No dudamos del autor, y pensamos que debió ser una fosa común de la que no hemos hallado información hasta ahora.

[62] ACMC, Sección Administrativa, Caja 1, Expediente sobre mandar a cerrar el cementerio general, 1852.

[63] Memoria a la Diputación Provincial (1853, p. 12).

[64] AGN, Interior y Justicia, Tomo DLXIX, Rufino Blanco al gobernador, Chacao, 4 de septiembre de 1855, f. 144.

[65] Ezequiel González, Cementerio San Simón, Crónica Eclesiástica de Venezuela, 19/12/1855, p. 324.

[66] AGN, Interior y Justicia, Tomo DLXX, Mariano de Talavera al gobernador, Caracas, 5 de octubre de 1855, f. 360.

[67] AAC, Exhumaciones, 4, Copia de la Ordenanza por la cual se concede el cementerio de la Sabana del Blanco al Obispo de Trícala, Caracas, 11 de diciembre de 1855.

[68] M. Talavera. Cementerio San Simón, Crónica Eclesiástica de Venezuela, 23/07/1856, p. 577.

[69] ACMC, Sección Administrativa, Caja 1, Jesús María Blanco al Jefe Político, Caracas, 10 de septiembre de 1855.

[70] AGN, Interior y Justicia, Tomo DLXXIX, Jesús María Blanco al Secretario de Estado, Caracas, 6 de febrero de 1856.

[71] ACMC, Cantón Caracas, Caja 1, Jesús María Blanco al Jefe Político, Caracas, 6 de febrero de 1856.

[72] AGN, Interior y Justicia, Tomo DLXXIX, El Gobernador de la Provincia a Jesús María Blanco, Caracas, 7 de febrero de 1856.

[73] ACMC, Sección Administrativa, Caja 1, Jesús María Blanco al Jefe Político, Caracas, 26 de junio de 1856.

[74] AGN, Interior y Justicia, Tomo DLXVIII, Santiago Terrero al Gobernador de la Provincia, Caracas, 17 de septiembre de 1855.

[75] ACMC, Sección Administrativa, Caja 1, Jesús María Blanco al Jefe Político, Caracas, 6 de septiembre de 1855.

[76] E. González, Cementerio San Simón, Crónica Eclesiástica de Venezuela, 19/12/1855, p. 323.

[77] AAC, Parroquia San Pablo, Libro de Defunciones, 1825-1882, 8 de septiembre de 1855, f. 244 v.

[78] AAC, Judiciales, 149, Diligencias practicadas en la Parroquia de La Vega a instancias de Matías Rodríguez contra el Presbítero Lucio Martínez, 1856.

[79] Núñez, 2004; Cobos, 2009; Osuna, 2022.

[80] AAC, Gobierno Civil, 2, Nota del cura Manuel Yrady a la copia de la partida de Nicolasa Abreu, Caracas, 30 de agosto de 1867.

[81] Hemos elegido este plano y no otros cercanos a la década de 1850 porque se destacan detalles que ayudan a ubicar todos los lugares mencionados, lo que no siempre aparece en conjunto en planos anteriores. Aquí es posible advertir el sitio del Empedrado, así como la Sabana del Blanco. El plano, además, es del mismo año de la publicación de Landaeta (1906), folleto seminal en el estudio histórico de los cementerios de Caracas.