Las estrategias represivas en las dictaduras militares de los años setenta en el Cono Sur. Los casos de Uruguay, Chile y Argentina

 

Marianela Scocco(*)

(UNR, maria_nob4@hotmail.com)

 

Introducción

 

En los años setenta, en pleno desarrollo de la Guerra Fría, los métodos “convencionales” de las guerras habían cambiado. Estados Unidos se proponía detener la “infiltración comunista” dentro de su “zona de influencia”. Así es como su política de intervención en América Latina tomó nuevas formas y se extendió a casi todos los países del continente. Las experiencias de intervención militar de Estados Unidos en las guerras de Corea o Vietnam, con altos costos técnicos, económicos y sobre todo políticos, le servían para decidir adoptar nuevos modos. Por ello, la estrategia norteamericana en los países de América Latina se basó en una intervención indirecta, reemplazando el principio de la “defensa hemisférica” por el de la “seguridad interna” que se tradujo en la necesidad de combatir los focos de la “subversión”, según ellos alentados por el comunismo internacional. De esta forma, se instalaron sangrientas dictaduras militares en varios países con el apoyo económico y militar de los Estados Unidos. Si bien este tipo de intervención ya había sido practicado anteriormente (Brasil 1964), en los años setenta tomó dimensiones diferentes.

Este trabajo pretende realizar un análisis comparativo de los golpes de Estado perpetrados en esta década en los países del Cono Sur; Uruguay, Chile y Argentina, prestando especial atención en las características de la represión que implementaron los distintos gobiernos de facto. Para ello no podemos limitarnos sólo en la descripción de los sucesos (secuestros, asesinatos, desapariciones) de la actuación de los aparatos represivos. Tampoco podemos quedarnos con una visión parcial acerca del Terrorismo de Estado en un país, sin analizar que los regimenes represivos que se instalaron en todo el Cono Sur así como en otros países de Latinoamérica tenían características y fundamentos comunes. Es imprescindible, entonces, intentar comprender cuáles fueron esas estructuras subyacentes y comunes. Al mismo tiempo, para alcanzar una perspectiva crítica sobre estos procesos es necesaria la construcción de modelos explicativos que sirvan para captar los elementos invariables de estos regimenes, para interpretarlos y comprenderlos en la búsqueda de su significado común así como en sus particularidades. En este sentido, la perspectiva comparada nos confiere una útil herramienta pedagógica para trabajar procesos tan difíciles como fueron las dictaduras militares en el Cono Sur.

Inferidos en la defensa de los valores “occidentales y cristianos” contra los enemigos “apátridas y foráneos” de la nación, los militares latinoamericanos llegaron al poder de sus respectivos países haciéndose cargo del Poder Ejecutivo directamente, terminando con el principio tradicional de la división de poderes del Estado, convirtiendo al Poder Judicial en un simple instrumento formal  e instaurando gobiernos dictatoriales altamente represivos no sólo hacia la parte de la población identificada como “subversiva” sino hacia la sociedad civil en general. La política del terror fue uno de los instrumentos que les permitieron a estos gobiernos castrenses estabilizarse en el poder. Sin embargo, la toma del poder por parte de los militares en los distintos países fue variando debido a las diferencias que subsistían en los gobiernos anteriores que habían derrocado. En Uruguay, bastó con adoptar, desde la misma Presidencia, sin desplazamientos físicos ni cambios de personas, las medidas concertadas por el bloque de poder con las Fuerzas Armadas y el propio gobierno constitucional. En Chile, en cambio, luego de una larga campaña de propaganda y de desestabilización hacia el gobierno de la Unidad Popular, los militares creyeron necesario salir a la calle como un ejército de ocupación, bombardear el palacio presidencial y provocar la muerte del Presidente. En Argentina, por último, produjeron la detención de la Presidenta y asumió en su lugar la Junta Militar ocasionando un simple cambio de despachos sin la menor resistencia.

Tanto en Uruguay como en Argentina, las Fuerzas Armadas ya habían establecido la plena autonomía con respecto a la represión en los débiles gobiernos civiles. En el primero, bajo el amparo de las “medidas prontas de seguridad” y del “estado de guerra interna”[1] y, en el segundo, mediante la ley de aniquilamiento de la subversión firmada por el propio Poder Ejecutivo. En Chile, en cambio, el gobierno no ejercitaba la represión política ni social y desarrollaba su política dentro de los marcos constitucionales y democráticos. Además, en este último no existían organizaciones político-militares como en Uruguay y Argentina ni legislación alguna que permitiera la participación de las Fuerzas Armadas en la represión. Asimismo, los pretextos que asumen los militares para realizar los golpes son diferentes en dichos países. Mientras que en Uruguay y Argentina la excusa fue acabar con “la subversión y el caos”, en Chile se adujo el peligro para la “seguridad interna y externa” del país que significaba la existencia de un gobierno socialista. Especialmente en las clases medias, el temor por la continuidad en el gobierno de la izquierda se transformaría en complacencia, sin dudas más tarde, cuando la institución militar desmanteló rápidamente la democracia chilena.

De la misma forma, estas diferencias que marcamos entre los países determinaron también que los gobiernos militares adoptaran distintas estrategias represivas. Así, en Uruguay ya antes del golpe de Estado, los tupamaros habían comenzado a poblar las cárceles del país, a tal punto que en el año 1972 la mayoría de sus dirigentes estaban presos o exiliados, y ese mismo año los líderes militares realizaron una serie de negociaciones con ellos intentando llegar a un pacto que finalmente no prosperó[2]. Sin embargo, este sistema carcelario formal no impidió la tortura generalizada y los vejámenes aplicados a los “subversivos” para obtener información. En Chile, en cambio, los primeros momentos del régimen militar fueron meses de fusilamientos en masa. La mayoría de las personas ejecutadas habían sido detenidas anteriormente, trasladadas a centros de detención y luego asesinados, abandonando sus cuerpos sin vida en la vía pública. La cantidad de detenidos fue enrome en este momento, a tal punto que excedía cualquier capacidad carcelaria. Por lo tanto, fueron habilitados como centros de detención el Estadio Nacional y el Estadio de Chile, así como diversos regimientos y unidades militares, donde también fueron fusiladas cientos de personas. Estos hechos, precisamente por su gran visibilidad, fueron muy repudiados a nivel internacional. Los militares argentinos, por su parte, acusaron recibo de estos “errores” cometidos por sus pares chilenos y por ello implantaron un sistema represivo oculto y secreto, generalizando la práctica de la desaparición forzada de personas luego de haber sido secuestradas y alojadas en centros clandestinos de detención.

 

La Doctrina de Seguridad Nacional

 

Las dictaduras militares instauradas en Uruguay, Chile y Argentina pretendieron legitimarse intentando construir un fundamento ideológico bajo la Doctrina de Seguridad Nacional, creada y propagada por los Estados Unidos. Ésta comenzó a elaborarse a partir de teorías geopolíticas, antimarxistas y de tendencia conservadora y de extrema derecha difundidas a lo largo del siglo XX. Con la Guerra Fría, como ya hemos visto, la forma específica de estas teorías subrayaba la “seguridad interna” frente a la amenaza de la “subversión interna”. Como afirma Waldo Ansaldi, para los teóricos de dicha doctrina, la bipolaridad del mundo llevaba a “la desaparición de las guerras convencionales y a su reemplazo por guerras ideológicas disputadas dentro de las fronteras nacionales de cada país”[3]. Las Fuerzas Armadas de los diferentes países debían combatir a un enemigo que estaba en todas partes y para hacerlo debían entrenarse para un enfrentamiento “no convencional”, no sólo para vencer, sino para “aniquilar” al enemigo. Esta tarea requería una formación especial, de la cual carecían los políticos y el sistema democrático en sí mismo.

No obstante, la formulación de la Doctrina de Seguridad Nacional no es originaria de los Estados Unidos sino que comienza a estipularse a partir de las experiencias de los militares franceses en las guerras de liberación de Argelia e Indochina. En ambas los franceses fueron derrotados, perdiendo sus colonias. Las técnicas de los escuadrones de la muerte y de la aplicación de torturas seguidas de muerte con la desaparición física de los cuerpos fueron invenciones de los militares franceses, que combatían a un enemigo escurridizo entrenado en las prácticas de la llamada “guerra de guerrillas”. Los procedimientos aplicados por los franceses contra ese enemigo se convirtieron en materia de enseñanza y estudio en el Centro de Entrenamiento en Guerra Subversiva, creado por el gobierno francés. Sin embargo, las derrotas en las colonias significaron un traslado del entrenamiento contrainsurgente de Francia hacia Estados Unidos.

Finalmente, la tarea formativa fue dada a los militares latinoamericanos a través de sus pares estadounidenses, sobre todo en la Escuela de las Américas, instalada en el canal de Panamá en 1946 y especializada en la guerra antisubversiva a partir de los años sesenta. Pero también existían otros centros de entrenamiento y adoctrinamiento en el territorio de los Estados Unidos.

Ese “enemigo a aniquilar”, genéricamente el “comunismo”, la “sedición” o la “subversión”, era valorado como un “terrorista apátrida” influenciado por “ideologías foráneas, extrañas al ser nacional”, con quien no es posible dialogar y por eso es preciso destruirlo definitivamente. De allí la “guerra sucia” con sus prácticas secretas y clandestinas, desde el secuestro y asesinatos hasta la desaparición forzada de personas, las torturas, los vejámenes, los centros clandestinos de detención, etcétera. Esta “guerra total” no admite límites ni plazos, ni reconoce fronteras físicas. Además requiere impunidad e impone asegurar la exclusión de todo juzgamiento, tanto contemporáneo como futuro. Sin embargo, como afirma Gustavo Roca: “Toda esta vasta empresa represiva… no se ocultó sino que por el contrario se difundió y… estaba dirigida deliberada y concientemente a sembrar el terror y el miedo y a impedir por ende toda forma de protesta y resistencia”[4]. Así, el Estado mismo se transformó en Terrorista dejando a sus ciudadanos indefensos, el terror fue el instrumento eficaz elegido para disciplinar a la sociedad en su conjunto e imponer el la dominación de los militares y de los intereses económicos y políticos que ellos representaban.

 

Los golpes de Estado

 

Uruguay

El 27 de junio de 1973 el propio Presidente constitucional de Uruguay, José María Bordaberry, decretó la disolución del Congreso bicameral, el cual fue reemplazado por el Consejo de Estado, y permaneció en el ejercicio de la Presidencia[5]. Por ello, la instauración de un régimen autoritario aquí se diferencia de los otros países porque las Fuerzas Armadas no hicieron uso del poder formal de manera directa, al menos durante los primeros años de la dictadura. Como ha sostenido Aldo Rico, “el golpe es un autogolpe dado por el propio Presidente de la República y ello no representa, precisamente, un caso típico de ‘usurpación’ del poder por el dictador”[6].

Sin embargo, si bien existe una continuidad de las mismas personas en la mayoría de los cargos del Estado, no existe tal continuidad en el ordenamiento legal-constitucional que limita el ejercicio del poder estatal ni tampoco en la forma democrática-republicana de gobierno. A través de la disolución de las Cámaras y de la suspensión de la Constitución se institucionaliza la dictadura como una nueva forma de dominación política, que crea sus propios órganos y legalidad, aunque esto es mayormente acentuado a partir del año 1976.

La periodización histórica de la dictadura en Uruguay usualmente utilizada fue la que diagramó Eduardo Luis González[7] quien plantea que los doce años del régimen autoritario tienen tres etapas: la primera, se extiende entre 1973 y 1976 y es llamada etapa comisarial, caracterizada por la falta de un proyecto político propio junto con la intención manifiesta de “poner la casa en orden”; la segunda, es la que busca sentar las bases de nuevo orden político, aunque nunca llegaría a configurarse como un proyecto verdadero, por lo que se denomina a esta etapa como ensayo fundacional e incluye desde 1976 hasta 1980; y la tercera, iniciada en 1980 con el rechazo al plebiscito para realizar una reforma constitucional, abría a partir de este hecho el camino hacia la transición democrática, por eso se la conoce como la etapa transicional, que se prolongaría hasta 1985.[8]

En cuanto al carácter represivo que adquirió el régimen, Aldo Rico sostiene que “en ese acto rupturista del 27 de junio de 1973 el ejercicio de la fuerza pública resultó administrado políticamente. Dicho de otra manera, el momento de la violencia militar de la acción golpista estuvo subordinada a los cálculos políticos y no se ejerció abiertamente, como aconteció, por ejemplo, en Chile, con el bombardeo al Palacio de la Moneda”[9]. El autor relaciona esta “economía de la violencia” con varios factores. En primer lugar, la actuación de las Fuerzas Armadas como corporación, sin divisiones internas, y la inexistencia de resistencias armadas que se opusieran al golpe. Segundo, el hecho de que el golpe sea ejecutado por el propio Presidente no sólo hizo innecesaria su deposición por la fuerza, sino que también evitó la posibilidad de la existencia de que grupos dentro de las Fuerzas Armadas leales al gobierno se enfrentaran con los golpistas. Otra de las particularidades del golpe de Estado en Uruguay fue el masivo movimiento de resistencia que se le opuso, tras el llamado de la Convención Nacional de Trabajadores (CNT) a la huelga general, apoyada por la Federación de Estudiantes Universitarios de Uruguay (FEUU). Pero en lugar de instaurar una represión militar abierta e indiscriminada contra dicha resistencia, que hubiera llevado a un alto costo en vidas humanas y a un mayor aislamiento internacional del régimen, como ocurrió en Chile, la represión al movimiento asumió características más policiales que militares, es decir, más orientadas a asegurar el orden público y el reestablecimiento de la normalidad laboral que a exterminar físicamente al enemigo. Las medidas adoptadas fueron: encarcelamiento masivo de militantes y dirigentes sindicales y estudiantiles, la ilegalización y desarticulación de la CNT y la persecución y captura a sus dirigentes, los desalojos por la fuerza de las fábricas y centros estudiantiles ocupados, numerosos despidos, etcétera.

 

Chile

En la madrugada del 11 de septiembre de 1973 las Fuerzas Armadas chilenas salieron a la calle con tanques de guerra y la intención de derrocar al Presidente elegido por el voto popular, Salvador Allende, quien encabezaba un proceso de cambios estructurales económicos, políticos y sociales[10]. Desde el Interior del Palacio Presidencial, denominado La Moneda, el Presidente acompañado por un pequeño séquito débilmente armado decidió resistir al ataque. A las 10.30 horas los tanques abrieron fuego contra la Moneda, les siguieron las tanquetas y los soldados, fuego que fue respondido desde el Palacio y por francotiradores apostados en los edificios aledaños. Al mediodía, La Moneda fue atacada con aviones británicos, el daño causado fue devastador. El ataque prosiguió con el uso de gases lacrimógenos, pero al ver que La Moneda todavía se negaba a rendirse, el general Javier Palacios decidió tomarla y envió a un grupo de soldados a derribar la puerta del Palacio, eran las dos y media de la tarde. Finalmente, Allende decidió rendirse pero en su lugar se disparó con un fúsil, muriendo al instante. En su lugar, asumió la Presidencia el Comandante en Jefe del Ejército General Augusto Pinochet, líder del movimiento golpista.

Así comenzaba uno de los golpes de Estado más sangrientos de la historia del continente. “El golpe fue un acto de guerra que provocó alrededor de dos mil muertes, condujo al suicidio al Presidente de la República y obligó a exiliarse a decenas de miles de chilenos”[11]. Esto se debió, en parte, a la intención de inhibir cualquier intento de resistencia armada sensata que podría haber surgido.

Las Fuerzas Armadas chilenas mantenían lazos muy estrechos con los Estados Unidos. Chile era el segundo país más beneficiado por la ayuda económica y militar que los norteamericanos prestaban a América Latina, superado sólo por Brasil[12]. Allende disponía de pocos medios para contrarrestar la influencia norteamericana sobre las Fuerzas Armadas chilenas.

Manuel Antonio Garretón[13] ha presentado una periodización de la evolución de la represión general en Chile, divida en varias etapas. En los primeros meses hubo una represión masiva, sin gran coherencia ni coordinación técnica, dirigida hacia los líderes militantes y hacia los simpatizantes del gobierno de la Unidad Popular. No existían procesos legales ni se podía procurar protección judicial. De ahí también la gran cantidad de fusilamientos en masa que se produjeron en esta primera fase.

La segunda etapa se inicia a comienzos de 1974, momento en el cual la presencia militar era menos obvia y la represión menos arbitraria. Entonces, por la necesidad de coordinación y especialización de la represión, Chile centró su inteligencia y sus operaciones de seguridad en un solo organismo, encargado de coordinar e implementar la represión: la Dirección Nacional de Inteligencia (DINA[14]), que fue una policía secreta con funciones casi ilimitadas, a cargo del Teniente Coronel Manuel Contreras. En esta fase la represión se hizo más selectiva, combinando secuestros o asesinatos clandestinos con acciones espectaculares que, presenciadas por la totalidad de la población, estaban destinadas a imponer el terror. La DINA también operaba en el exterior. Actuó, de manera similar a los servicios uruguayos y argentinos, en los países vecinos, y a diferencia de aquellos, también en los Estados Unidos y en Europa. Entre 1974 y 1977 la DINA tuvo la principal responsabilidad en los secuestros, torturas y desapariciones.

En 1977 la presión de la comunidad internacional por el asesinato del ex canciller de Allende, Orlando Letelier[15], y también de la Iglesia Católica, la DINA se disolvió y fue reemplazada por la Central Nacional de Informaciones (CNI). Los modos de operar de la CNI diferían poco de los de la DINA, pero se caracterizaba por una violencia menos gratuita. La principal diferencia residía en que las desapariciones en Chile prácticamente cesaron. Sin embargo, como ha sostenido Patricia Weiss Fagen, las desapariciones anteriores (620 desapariciones plenamente documentadas y por lo menos el doble de esta cifra denunciada) ni se reconocieron ni se castigaron, mientras que las detenciones políticas, y los incidentes de la tortura persistieron y, durante la década de 1980, habían aumentado.[16]

 

Argentina

En el mismo año en que en Uruguay y en Chile se producen los golpes de Estado aquí analizados, Argentina salía de un régimen militar que se había extendido por siete años (1966-1973) para entrar en un breve interregno democrático. El 11 de marzo de 1973 Héctor Cámpora, con el apoyo y el partido político[17] de Juan Perón, ganaba las elecciones presidenciales después de dieciocho años de proscripción del peronismo. Cámpora era un hombre identificado con la Tendencia Revolucionaria y la elección por parte de Perón se debe a que el viejo caudillo recurrió a las organizaciones político-militares que lo apoyaban para inclinar la correlación de fuerzas a su favor y obtener la salida democrática del régimen sin la proscripción del peronismo. Como ha sostenido Maristella Svampa, este breve intervalo democrático puede dividirse en tres etapas. Primero, el gobierno de Cámpora, que sólo duró desde el 25 de mayo al 12 de julio de 1973, período que corresponde al momento de mayor movilización social. Luego, asumió la Presidencia de la Nación el propio Perón en persona. Esta es la fase de mayor confrontación entre las distintas tendencias dentro del peronismo, polarizándose entre la “izquierda revolucionaria” y la “extrema derecha”, que es resuelta a favor de la “derecha” tras el repudio que realiza el líder de sus “formaciones especiales”[18]. La tercera etapa comienza después de la muerte del Perón, con la Presidencia de su viuda, Estela Martínez y la crisis política y económica que es desatada a partir de allí. Cobran centralidad los sectores del sindicalismo peronista tradicional y la extrema derecha representada por el Ministro del Interior, José López Rega.

Desde fines de 1973 y, con mayor intensidad, a lo largo de 1975 la ofensiva militar y policial se conjugó con el aumento de asesinatos de militantes políticos y sindicales, atribuidos generalmente a grupos paramilitares, sobre todo a la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), quienes perpetraron más de 900 asesinatos.  Esta organización reunía oficiales policiales y militares retirados y en actividad junto con matones provenientes de sindicatos y de la extrema derecha peronista. Su impunidad y eficacia se ven reflejadas en que las Tres A publicaban periódicamente las listas de personas que serían asesinadas. Llevaron a cabo una represión selectiva, dirigida a los líderes políticos, dirigentes gremiales e intelectuales comprometidos. Se dispersaron después del golpe de Estado, cuando sus miembros fueron integrados a las patotas de la dictadura.

El 25 de febrero de 1975 el Poder Ejecutivo Nacional emitió el decreto 261/75 encomendándole “al comando General del Ejército la misión de ejecutar las operaciones militares que sean necesarias a efectos de neutralizar y/o aniquilar el accionar de elementos subversivos que actúan en la provincia de Tucumán”. El llamado Operativo Independencia incluyó la creación de los primeros centros clandestinos de detención y la organización de grupos operativos que secuestraron, torturaron y asesinaron a centenares de personas. El día 6 de octubre de ese mismo año el PEN organizó a través del aparato del Estado la represión de la denominada “subversión” dictando tres decretos presidenciales.

El golpe militar que derrocó al gobierno constitucional de Estela Martínez de Perón se produjo el 24 de marzo de 1976. La mayoría de los argentinos no ofreció resistencia alguna. Se iniciaba así el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional. Las Fuerzas Armadas asumieron el control total del Estado, que quedó en manos de la Junta Militar.

La cacería humana por parte de un ejército clandestino de represores que implementó la dictadura no estuvo exenta de coherencia sino que respondió a un plan sistemático orquestado y ejecutado desde el Estado. Ese plan consistía, según Marcos Novaro y Vicente Palermo, en “involucrar al conjunto del sistema de defensa y seguridad estatal, de modo orgánico, en la formación de un ejército secreto para llevar a cabo un plan de operaciones que sistematizara y perfeccionara lo que las bandas paramilitares habían venido haciendo”[19]. Esto transformó al Estado en terrorista, al aplicar un programa sistemático de represión, censura, saqueo, apropiación de niños, desapariciones y asesinatos. Fue práctica común que las víctimas fueran a menudo secuestradas con una demostración pública de la fuerza, luego alojadas en los más 350 centros clandestinos de detención que se instalaron a lo largo y ancho del país, que fueran sometidas a todo tipo de torturas y vejámenes generalmente para obtener información pero también para intimidar y atemorizar y hasta para “divertirse” y finalmente que las hicieran “desaparecer” sin el reconocimiento público de su paradero. Sus cuerpos fueron arrojados al mar o enterrados en cementerios como NN sin que sus familiares vuelvan a tener conocimiento de la suerte que habían corrido.

 

La represión en perspectiva comparada

 

Los gobiernos militares del Cono Sur violaron sistemáticamente los derechos humanos dentro del marco de la represión política. La Doctrina de Seguridad Nacional, compartida por los dirigentes militares de Uruguay, Chile y Argentina, postuló la existencia de una conexión entre los conceptos de nación y Estado y el rol de las Fuerzas Armadas en relación con los mismos. Así, adoptaron esquemas de control autoritarios y represión sistemática. Asimismo, esto se vio reflejado en lo que fue conocido como el Plan Cóndor, un operativo de coordinación sistemática de acciones represivas por parte de las Fuerzas Armadas de Chile, Uruguay y Argentina (entre otros países como Brasil, Paraguay y Bolivia), cuya vigencia pudo ser comprobada con certeza a partir del descubrimiento de los archivos de la Policía Secreta de Paraguay en 1992 y de la apertura de documentos sobre el caso por parte del Departamento de Estado de Estados Unidos en 1999 y la apertura de los archivos de los Departamentos de Policía Secreta de Brasil.

Sin embargo, si bien el uso extendido de la represión fue común a los tres países y las estrategias de control público que aplicaron fueron similares, se pueden percibir ciertas diferencias significativas.

En Uruguay, después del golpe de Estado, la estrategia represiva se basó en arrestos masivos llevados a cabo, muchas veces, en espacios públicos; largas sentencias a los detenidos condenados; torturas[20]; asesinatos y, por lo general, víctimas claramente identificadas, a diferencia de Argentina y con cifras menores a esta última. Los centros de detención se organizaron para deshumanizar y quebrar el espíritu de los prisioneros.  Como afirma Rico, “a diferencia de las dictaduras en los países vecinos que aplicaron un sistema de terror asentado fundamentalmente en los asesinatos de opositores y la desaparición forzada de personas-, la estrategia represiva central del régimen cívico-militar uruguayo fue el encierro masivo y prolongado de cerca de 6.000 hombres y mujeres en alrededor de 50 establecimientos carcelarios y cuarteles y cerca de 9 centros clandestinos de reclusión”[21]. Esa cifra de presos políticos representa un alto porcentaje en relación a la población total del país y aumenta más si se tiene en cuenta la cantidad de detenidos en forma transitoria. Según Weiss Fagen: “Se calcula que cerca de 50.000 personas han sido detenidas, a menudo varias veces, entre 1972 y 1983 (población total en menos de tres millones), y unos 5.000 fueron declarados culpables de delitos contra la seguridad nacional”.[22]

A modo de ejemplo, nos parece ilustrativo señalar aquí algunas frases que reafirman el carácter del sistema represivo en Uruguay: analizando en forma comparada las dictaduras del Cono Sur, Alfred Stepan expresa que “si estuviéramos evaluando el porcentaje de la población que fue detenida, interrogada e intimidada por las fuerzas de seguridad, el Uruguay ocupa el primer lugar”[23] y, por su parte, Gillespie sostiene que “Uruguay tenía en el año 1976 el mayor índice de presos políticos per cápita de toda América del Sur”[24]. Gerardo Caetano, afirma que: “Acá no tuvimos el nivel de matanza de Chile. No tuvimos el operativo siniestro de Argentina. Pero también tuvimos nuestras cosas. Hubo tortura indiscriminada, hubo un nivel de prisioneros que en proporción a la población, fue uno de los más altos de América Latina”.[25]

Sin embargo, también se registran casos de personas desaparecidas en Uruguay. Los antecedentes se remontan a antes del golpe aunque bajo la dictadura dicho método se incorpora definitivamente como práctica de las fuerzas del seguridad del Estado. Entre fines de 1975 y 1978, las desapariciones adquieren forma masiva tras el objetivo no sólo de personas sino de colectivos militantes, tanto en operativos represivos desplegados en Uruguay como en Argentina, estos últimos en coordinación con las fuerzas de dicho país en el marco del denominado Plan Cóndor[26]. Con todo, la cantidad de personas desaparecidas en ínfima comparada con el número de personas apresadas. Se estima que son 172, de las cuales 145 desaparecen entre 1975 y 1978[27]. Según Rico, el fenómeno de la desaparición forzada de personas y el carácter colectivo que asumió, “marca un cambio sustancial en la caracterización y periodización del régimen dictatorial e inaugura la etapa de abierto terrorismo de Estado en Uruguay”.[28]

Por su parte, el Informe Uruguay Nunca Más registra 4.933 casos de detenidos divididos en dos oleadas: entre 1972 –antes del golpe– y 1974 los detenidos eran  mayoritariamente Tupamaros y entre 1975 y 1977 pertenecían especialmente al Partido Comunista. Según el Informe: “La guerra en Uruguay no tuvo la espectacularidad de la casa de Gobierno bombardeada por Pinochet en Chile, ni el genocidio cometido por las Juntas militares en Argentina con miles de desaparecidos. Pero se caracterizó por una sofisticación sin par”[29]. Ésta fue caracterizada como el “gran encierro”.

En contraste con Argentina, las Fuerzas Armadas y de la Policía en Uruguay recibieron órdenes más precisas en cuanto a los métodos y los focos de la represión. Los militares uruguayos mantuvieron su esquema de deliberación durante su gobierno y elaboraron políticas propias de control de manera más regular y flexible. Instituyeron un sistema que si bien no llegó al grado de atrocidades cometidas por sus pares argentinos, en muchos sentidos fue más coercitivo y penetró en forma considerable en la sociedad y en la cultura.

Por su parte, como han sostenido Luis Roniger y Mario Sznajer, el caso chileno puede ser considerado más cercano al uruguayo en cuanto a la cantidad de arrestos, pero más similar al argentino en lo que se refiere a la generalización de la represión y a las prácticas de aplicación de la tortura, asesinatos y desapariciones. Sin embargo, la represión en Chile fue conocida mundialmente por el bombardeo a La Moneda, la muerte del Presidente Allende y por la gran cantidad de ejecuciones que se produjeron en los primeros meses del régimen. Esto lo diferencia claramente de sus vecinos.

La gran pregunta que se hace Arraigada[30] es acerca de cuántos fueron los que murieron en los días iniciales del golpe. Las cifras estimadas por los distintos organismos son contradictorias. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, en su informe de 1974, estimaba que en los “enfrentamientos” del 11 de septiembre y en los días subsiguientes “los cálculos más moderados hablan de unos 1.500 muertes, 80 de los cuales pertenecían a las Fuerzas Armadas”[31]. Por su parte, el informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación –conocido como Informe Retting– también se acerca a las cifra de 1.500 muertos por la represión para estos primeros días, mientras que entre los militares cuentan a 30. En el otro extremo, organizaciones como Americas Wath de Nueva York apreciaron un número de 15.000 víctimas, cifra que parece demasiado excesiva. Por último, el Informe Retting en el análisis completo de la dictadura, desde el 11 de septiembre de 1973 al 11 de marzo de 1990, registra 2.905 víctimas por parte de agentes del Estado, divididos en 1.720 muertos y 1.185 desaparecidos[32].

Empero, más allá de la cifra exacta, la falta de legalidad y la completa carencia de un debido proceso circunscriben a tales fusilamientos como graves violaciones a los derechos humanos, pese al marco de legitimidad que quisieron darle. El 22 de septiembre se crearon los Tribunales Militares en Tiempo de Guerra, una institución difícilmente justificable para la propia legislación castrense. Lo cierto es que afloraron los Consejos de Guerra: se constituyeron 303 en treinta ciudades que juzgaron cerca de 2.000 personas[33]. Algunos fueron ejecutados como consecuencia de cumplimientos apresurados de sentencias dictadas por los Consejos de Guerra. Más aún, en algunos casos éstos ni siquiera se constituyeron sino que fueron el modo de explicar una ejecución después de haber sido cometida. Pero la mayoría de los asesinados fueron acribillados a balazos sin haber tenido por lo menos la oportunidad de un juicio. Posteriormente sus cuerpos eran abandonados en la vía pública, como forma de diseminar el terror en la población y amedrentar cualquier resistencia al golpe que pudiera producirse. A esto se debe sumar la continua aplicación de la “ley de fuga”, que se empleaba con todo detenido que intentaba escapar (por lo menos en lo que informaban los militares) y al no obedecer a la voz de alto se les disparaba. Por último, a la represión militar se agregaron las “venganzas” de los propietarios, sobre todo en el sector rural. Eran grupos civiles que asesinaron a decenas de personas acusadas de ser agitadores campesinos o dirigentes sindicales con la colaboración de la policía.

Asimismo, todavía existió una gran cantidad de presos políticos en Chile. Al término del primer mes del golpe, éstos alcanzaban la cifra de 40.000. De esto se deriva que regimientos, cuarteles y unidades militares y policiales fueran usados como centros de detención, y también la utilización paradigmática de estadios de fútbol para dicho fin. Los ex ministros y más altos funcionarios del régimen de Allende fueron enviados a la Isla Dawson donde permanecieron detenidos, bajo condiciones inhumanas, cerca de dos años.

En el interior del país, después de unos días en que se produjeron focos de resistencia armada aislados, las fuerzas de la ex Unidad Popular se desintegraron y varios de sus miembros fueron arrestados, huyeron del país o se refugiaron en diferentes embajadas. Según Gazmuri estos últimos fueron alrededor de 9.000 personas, mientras que los exiliados políticos cerca de 30.000[34], aunque en los meses y años siguientes el éxodo continuó pero no sólo por razones políticas sino también por cuestiones económicas, al igual que en Uruguay.

Otra vez puesto en comparación con Argentina, el aparato represivo chileno era coordinado más jerárquicamente. En los primeros meses del golpe la actividad represiva se llevó a cabo por canales separados por los respectivos servicios de inteligencia de las diferentes ramas de las Fuerzas Armadas y Carabineros. Sin embargo, como ya hemos visto, desde principios de 1974 se logró una coordinación jerárquica con la implementación de la DINA.

En Argentina, el método que desencadenó secuestros clandestinos, torturas y desapariciones, que ya se venía implementando antes de la dictadura pero que ésta instrumentó de modo sistemático y masivo, distingue a este régimen tanto de las anteriores experiencias de golpes militares en el país[35] como de los regimenes contemporáneos en Uruguay y en Chile. Como afirman Novaro y Palermo: “Las desapariciones no fueron desconocidas en Uruguay, Brasil ni Chile, pero en ninguno de esos casos alcanzaron la significación que tuvieron en la Argentina”[36]. En Uruguay, como ya hemos mencionado, la proporción de presos políticos llegó a niveles inusitados en relación a la población total pero no puede hablarse de un genocidio. En Chile, si bien existe un número considerable de desaparecidos, lo que mayormente caracterizó al régimen militar fueron las ejecuciones masivas con la especificidad de la visibilidad cotidiana. Por lo tanto, la represión llevada a cabo por la dictadura argentina fue, tanto por su masividad como por el método, cualitativamente diferente.

Siguiendo a Luis Roniger y Mario Sznajer[37], en Argentina la estructura típica fue la represión generalizada y descentralizada. Esta estructura tenía vinculación con los grupos paramilitares que habían actuado antes del golpe de Estado. Esa descentralización y la falta de coordinación produjeron un esquema de represión desigual. Las Fuerzas Armadas dividieron el país en cinco áreas militares bajo el mando de distintos cuerpos, usando el modelo de organización de la guerra internacional. Dentro de cada comando había una nueva subdivisión y se establecía la coordinación con la Policía Federal y las policías provinciales, integrantes de las distintas fuerzas formaban los grupos de tareas o patotas que llevaban a cabo las operaciones. Los altos mandos introdujeron un esquema de rotación que involucró a todos y consolidó el “pacto de silencio”. El carácter no unificado de las directivas, la subdivisión operativa de las fuerzas y el hecho de que la responsabilidad del accionar fuera asumida en forma directa por los oficiales a cargo de regiones, generaron un esquema de autonomía sin coordinación en la implementación de la estrategia represiva.

Sin embargo, para comprender mejor el por qué de la masividad y el método de la represión llevados a cabo por la dictadura, así como la estructura de dicha represión, debemos retrotraernos a los años anteriores al golpe de Estado.

El 25 de mayo de 1973, el mismo día que asumía Héctor Cámpora, se produjo el llamado Devotazo. Se trató de una gran movilización popular que se dirigió hasta la cárcel de Devoto para exigir la liberación de todos los presos políticos que se encontraban allí, muchos ligados a las organizaciones político-militares. Luego de apresuradas negociaciones, el flamante Presidente otorgó la amnistía general a todos ellos. Este hecho político tuvo varias consecuencias a corto plazo. Así lo expresa Maristella Svampa: “Por un lado, el Devotazo asumió el carácter de un hecho irresistible, una expresión de la fuerza de las cosas, natural colorario de un proceso histórico-social. Por el otro, legitimó, sin grandes distinciones, todas aquellas formas de resistencia desarrolladas contra la dictadura. Desde esta perspectiva, conllevaba la justificación de la violencia como respuesta a la del Estado. Por último, para las Fuerzas Armadas y otros sectores de la derecha, no sólo ponía en evidencia la orientación ideológica del gobierno recién asumido, sino que lo confrontaba a las futuras consecuencias de la liberación de los principales dirigentes de las organizaciones armadas que venían constituyéndose en los últimos años”[38]. Por lo tanto, esa amnistía comenzó a ser vista como el fracaso del sistema penal. Sin embargo, como se pregunta Ulises Gorini, “¿cómo se puede someter a debido proceso a presos aprehendidos por una dictadura, en su mayoría puestos a disposición del Poder Ejecutivo de la dictadura o sujetos a juicio ante tribunales ‘especiales’?”[39]. Lo cierto es que frente a ese “fracaso” la única alternativa que quedaba era el aniquilamiento.

En el mismo año se produce el golpe de Estado en Chile. Éste fue recibido con estupor y rechazo por la sociedad internacional. Por un lado, porque existía una imagen idealizada de la Unidad Popular y el Presidente Allende[40]. Pero por otro lado, la dureza del golpe, la represión de los primeros meses, los asesinatos en masas y el exilio intenso que  produjo, provocaron una protesta mundial generalizada. En Argentina, los militares que hacía pocos meses habían entregado al poder a los civiles pero que no se resignaban al curso que estaban tomando los acontecimientos, tomaron nota de los excesos de sus pares chilenos. Además, en agosto de 1972 con la Masacre de Trelew[41], la aplicación de una suerte de “ley de fuga” a gran escala[42], como se aplicó en Chile después del golpe, había avivado también duras críticas. Por ello, ya desde ese momento comenzarían a pensar en un sistema represivo anónimo y clandestino.

Por consiguiente, el método de las desapariciones persiguió varios objetivos. En primer lugar, permitía la propagación del temor en la sociedad y, al mismo tiempo, generaba confusión e incertidumbre en las organizaciones político-militares. Segundo, dificultaba la tarea de denuncia y la posibilidad de emprender acciones colectivas, desmantelaba la solidaridad en los reclamos, pues ocultaba a los responsables ante quien reclamar y evitaba toda comunicación con los detenidos, desde la total falta de conocimiento sobre lo que les había ocurrido. En tercer lugar, el método de la desaparición además permitía resolver el problema de mantener la represión fuera de los alcances de la opinión pública, sobre todo la externa, y de los alcances de la legalidad, para garantizar su propia impunidad. Esto también autorizaba que la tortura se extendiera sin límites, sin tener que rendir cuentas por las marcas que dejara. Se trataba de ocultar el acto mismo de la represión.

En 1984, la Comisión Nacional para la Desaparición de Personas (CONADEP) reclamó por 8.961 casos de desaparecidos en Argentina durante la última dictadura, en base a las denuncias que acumuló sobre las víctimas de la represión ilegal. El registro actualizado en la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación cuenta con 13.000 desapariciones, y está conformado por la base que preparó la CONADEP, más las denuncias aportadas durante las dos últimas décadas[43]. Los organismos de derechos humanos estiman, sin embargo, que los desaparecidos son cerca de 30.000. No obstante el número exacto de desaparecidos, queda claro que excede abrumadoramente a los de Uruguay o Chile, aunque también se registraron en Argentina una gran cantidad de presos políticos y exiliados.

Santiago Garaño y Wernet Pertot sostienen que: “Durante la vigencia del estado de sitio entre noviembre de 1974 y octubre de 1983, hubo entre diez y doce mil presas y presos políticos legales en las distintas cárceles de máxima seguridad a lo largo de todo el territorio de la Argentina”[44]. Por su parte, Marina Franco expresa que: “Dadas estas evidentes dificultades [de la cuantificación] tomaré la cifra estimativa de 300.000 personas [que salieron del país entre 1974 y 1980 por razones de persecución política] para dar una idea muy general del fenómeno”[45].

 Todo ello hace del régimen castrense argentino el más cruel de todos, sin embargo esto no se debe al azar. Más allá de las características propias que presentaba el país (con una historia plagada de golpes militares en el siglo XX), los militares argentinos se basaron en sus experiencias anteriores y en las de sus pares para llevar a cabo una represión más encubierta que, ellos consideraban, les traería menos problemas. Sin embargo, la masividad de la masacre generó un vasto movimiento de denuncia que los líderes castrenses nunca imaginaron, pero este análisis excede los marcos de este trabajo.

 

Consideraciones finales

 

Antes de asumir el control de los gobiernos directamente, las Fuerzas Armadas de los tres países, sobre todo de Uruguay y Argentina, expandieron sus poderes sustancialmente en el curso de la derrota de las organizaciones político-militares que habían elegido como método la lucha armada. Al principio, militares y policías hicieron uso abundante de los escuadrones de la muerte y los grupos paramilitares de derecha. La progresiva polarización, a su vez, inspiraba miedo, confusión y desconfianza y también generó el apoyo social a fuertes medidas de seguridad. Los líderes castrenses del Cono Sur aprovecharon en general las dudas sobre la capacidad de los gobiernos civiles para restaurar la confianza económica o para poner fin a las crisis políticas.

Así, antes de los golpes de Estado, los militares que luego tomaron el poder habían empezado a reorganizar y reorientar las estructuras militares y policiales, en gran parte gracias a la ayuda económica, la influencia ideológica y el asesoramiento para la organización y la formación en la contrainsurgencia impartida por Estados Unidos y Europa Occidental. La contrainsurgencia constituyó la base, así como las técnicas, para la participación militar en el control social.

Los sectores ideológicamente conservadores, cuyos líderes previeron que pronto heredarían las riendas del gobierno, facilitaron los golpes militares. En cuanto a las clases medias, que se sentían amenazadas no sólo por la izquierda armada, sino también por la izquierda no armada y el incremento de militantes de base y organizaciones populares, en su mayoría recibieron los golpes con poca reticencia. Ellos veían a las Fuerzas Armadas como la única institución capaz de corregir el equilibrio político y restablecer la confianza en la economía destrozada.

Los altos mandos militares, sin embargo, tenían otros planes. En los tres países se aprovecharon de su mayor legitimidad institucional para monopolizar el poder del Estado. La “guerra contra la subversión” se convirtió rápidamente en una cacería de las organizaciones sociales de las que se pensaba que podía surgir la “subversión”. El enemigo llegó a ser descripto como un cáncer ha ser extirpado quirúrgicamente y destruido con el fin de restaurar la salud social. Las Fuerzas Armadas tenían la ventaja no sólo de la superioridad numérica y de armamentos, sino también del entrenamiento en la contrainsurgencia, estaban preparadas psicológica y técnicamente para una guerra sin cuartel en contra de la subversión internacional.

La protección judicial y el debido proceso de igual modo se socavaron en los tres países. Las legislaturas fueron suprimidas. Los militares actuaron decididamente, e inmediatamente después de tomar el poder, declararon el estado de excepción. La tortura y otras formas de intimidación se convirtieron en técnicas profesionalmente aceptadas, ampliamente percibidas como esenciales para las operaciones represivas.

Las estructuras represivas, sobre todo en Uruguay y Argentina, implicaron a todos los militares y policías en la represión ilegal y en los asesinatos. El objetivo era garantizar que ningún sector de las Fuerzas Conjuntas pudiera resultar “manchado” por el proceso y que todos estuvieran en deuda con el sistema.

En organización y técnicas específicas, las fuerzas de seguridad eran diferentes en cada uno de los tres países. Todos estaban involucrados en la represión ilegal pero lo llevaron a cabo de diferentes maneras. Weiss Fagen los enumera de esta forma: por escuadrones de la muerte integrados por paramilitares civiles (en Argentina antes de 1976; en Chile en el período inmediato posterior golpe de Estado); por unidades especiales de militares y policías, dispersas por todo el país (Argentina); por especializadas agencias de inteligencia centralizada (Chile) y por represión y tortura en numerosos cuarteles militares y comisarías por todo el país (Uruguay y Chile, 1973-74)[46]. En esta última la autora no incluye a Argentina precisamente por el carácter clandestino que adoptó la represión allí. De todas formas, las particularidades desarrolladas en cada país no impidieron que se realice una estrategia supranacional como ha sido la aplicación del Plan Cóndor.

Los gobiernos militares en Uruguay, Chile y Argentina profundizaron la transformación de la sociedad civil. La violencia estatal generalizada y la psicología del terror causaron ciudadanos hacia adentro. Este fenómeno no era un resultado accidental de la amplia violencia. Era el resultado esperado del régimen del terror, sea cual fuera la forma que adoptó, diseñado para inhibir la acción colectiva, disminuir las redes de apoyo y despolitizar las relaciones sociales.

 

Propuestas para el trabajo en clase

 

Al análisis comparado de estos procesos como herramienta pedagógica podemos incorporarle el trabajo con ejes conceptuales que articulen estas experiencias, planteándolos en términos de problemas que ordenen la descripción en estructuras significativas. Esos ejes pueden partir del concepto de represión –y sus particularidades– y avanzar en la comprensión de problemas como los orígenes de los golpes de Estado (y los discursos que los legitimaron), las dictaduras militares en América Latina simultáneamente en el poder, el Terrorismo de Estado, el Plan Cóndor como estrategia supranacional, entre otros. Esto nos permitirá avanzar luego sobre otras dimensiones explicativas, que nos dejen visualizar tanto las particularidades como las similitudes de los objetivos y su forma de llevarlos a la práctica en los procesos de los distintos países del Cono Sur.

Las dictaduras de los años setenta en el Cono Sur presentan varias problemáticas que se pueden abordar a través de trabajos prácticos o debates en clase. Para realizar el análisis de dichos procesos, es sugestivo plantear distintas consignas. Por ejemplo: ¿Cuáles son las similitudes y diferencias que se ocasionaron en las estrategias represivas que se dieron los gobiernos militares en los tres países? ¿A través de qué factores podemos explicar tanto las similitudes como las diferencias? Y a raíz de ellas, se puede llegar al análisis más puntual del caso argentino: ¿Cuánto peso tuvieron las experiencias golpistas anteriores a la última dictadura militar argentina en la adopción de su estrategia represiva?

Estas son algunas de las problemáticas que podemos abordar para obtener una mayor comprensión de los procesos aquí desarrollados. Para esto es de gran utilidad releer toda la bibliografía utilizada en este trabajo, reforzándola con materiales específicos de nuestro país, así como también avanzar más sobre el concepto de Terrorismo de Estado, entre otros.

 

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RESUMEN

 

Las estrategias represivas en las dictaduras militares de los años setenta en el Cono Sur. Los casos de Uruguay, Chile y Argentina

 

En los años setenta, en varios países de América Latina se establecieron, a través de sangrientos golpes de Estado, atroces dictaduras militares con el apoyo económico y militar de los Estados Unidos. Si bien este tipo de intervención ya había sido practicado anteriormente (Brasil 1964), por entonces tomó dimensiones diferentes. Este trabajo pretende realizar un análisis comparativo, que sirva como herramienta pedagógica, de los golpes de Estado perpetrados en esta década en los países del Cono Sur; Uruguay, Chile y Argentina, prestando especial atención en las características de la represión que implementaron los distintos gobiernos de facto.

 

Palabras clave: Golpes de EstadoDictaduras militares – Represión – Terrorismo de Estado

 

 

ABSTRACT

 

Enforcement strategies in the military dictatorships of the seventies in the Southern Cone. The cases of Uruguay, Chile and Argentina

 

In the seventies, in several countries of Latin American atrocious military dictatorships were established, through bloody coups, with the economic and military support of the United States. While this type of intervention had been performed previously (Brazil 1964), then took different dimensions. The paper aims to provide a comparative analysis, that serve as a teaching tool,of the coup in this decade in the Southern Cone countries; Uruguay, Chile and Argentina, particular focus on the characteristics of repression that implemented the various de facto governments.

 

Key Words: Militaries coups – Military Dictatorships – Repression – Terrorism of State

 

 

Recibido: 01/03/10

Aceptado: (16/07/10)

Versión final: 26/07/10

 

 

Notas



(*) Profesora en Historia por la Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario. Adscripta de la cátedra Teoría Económica de dicha carrera.

[1] Las medidas prontas de seguridad son un instituto de excepción que permite al Poder Ejecutivo básicamente detener personas y que se aplicó también para la censura de la prensa. Es una institución que en principio fue pensada para tomar medidas puntuales ante una conmoción interior o un ataque exterior, pero que se transformó en un estado que rigió casi ininterrumpidamente hasta el período de Bordaberry, con el estado de guerra interna y la suspensión de la seguridad individual.

[2] Durante el año 1972 las Fuerzas Conjuntas dieron parte de 1.142 tupamaros detenidos. Ver: CAULA, Nelson y SILVA, Alberto: Alto al fuego. La obra completa. Ediciones B. Uruguay. 2009.

[3] ANSALDI, Waldo: “Matriuskas de terror. Algunos elementos para analizar la dictadura argentina dentro de las dictaduras del Cono Sur”, en PUCCIARELLI, Alfredo: Empresarios, tecnócratas y militares. La trama corporativa de la última dictadura. Siglo XXI Ed. Buenos Aires. 2004. P. 31.

[4] ROCA, Gustavo: Las dictaduras militares en el Cono Sur. El Cid Editor. 1984. Pp. 237 y 238.

[5] Sin embargo, según Aldo Rico, si bien la medida rupturista fue la disolución del Parlamento, la misma tiene más que ver con la destrucción de la vieja institucionalidad del Estado de derecho que con la creación de una nueva dictadura. El Consejo de Estado, para el autor, recién comenzará a integrarse a fines de 1973 y las otras medidas aprobadas el mismo 27 de junio (prohibición del derecho de reunión, libertad de expresión, censura de prensa, entre otras) ya tienen varios antecedentes en los años precedentes, bajo el régimen democrático. Ver: RICO, Aldo: “Sobre el autoritarismo y el golpe de Estado. La dictadura y el dictador”, en DEMASI, Carlos; MARCHESI, Aldo; MARKARIAN, Vania; RICO, Aldo y YAFRRÉ, Jaime. La dictadura Cívico-Militar. Uruguay 1973-1985. Ediciones de la Banda Oriental. Montevideo. Uruguay. 2009. P. 182.

[6] RICO, Álvaro: “Sobre el autoritarismo y el golpe de Estado…” op. cit. P. 206.

[7] GONZÁLEZ, Eduardo Luis: “Transición y restauración democrática”, en GILLESPIE, Charlie; RIAL, Juan y WINN, Peter: Uruguay y la democracia. Ediciones de la Banda Oriental. Montevideo 1985. Tomo III. Ver también: CAETANO, Gerardo y RILLA, José: Breve historia de la dictadura. Editorial de la Banda Oriental. Montevideo. 1987.

[8] Como Afirma Álvaro Rico, esta periodización aún no fue cuestionada y/o complementada utilizando otros cortes de la realidad u otras variables de análisis. RICO, Álvaro: “Sobre el autoritarismo y el golpe de Estado…” Op. cit. P. 183.

[9] RICO, Álvaro: “Sobre el autoritarismo y el golpe de Estado…” Op. cit. P. 220.

[10] El gobierno de la Unidad Popular (1970-1973) integraba principalmente al Partido Socialista, al Partido Comunista y al Movimiento de Acción Popular. La elección de Allende es el punto culminante de un largo proceso de organización del movimiento obrero chileno como así también de los partidos políticos que aseguraban su representación.

[11] GAZMURI, Cristián: “Una interpretación política de la Experiencia Autoritaria (1973-1990)”. Instituto de Historia. Pontificia Universidad Católica de Chile. Documento de Trabajo N° 1, mayo de 2001. P. 2.

[12] Chile recibió 169 millones de dólares estadounidenses de los programas militares de Estados Unidos entre 1946 y 1972, 122 millones entre sólo 1962 y 1972. Entre 1950 y 1970, 4.374 militares chilenos fueron entrenados en las instalaciones militares norteamericanas en Panamá o los Estados Unidos, unos 2.000 de estos militares entre 1965 y 1970. Ver: BETHELL, Leslie: “Los militares en la política Latinoamérica desde 1930”, en Política y sociedad desde 1930. Colección Historia de América Latina. Cambridge University Press Crítica. Tomo 12.

[13] GARRETÓN, Manuel Antonio: “La evolución política del régimen militar chileno y los problemas de la transición a la democracia”, en Transiciones desde un gobierno democrático/2. Ediciones Paidós. Barcelona-Buenos Aires-México. 1986.

[14] Si bien se crea formalmente en junio de 1974, ya operaba desde principio de ese año.

[15] El 21 de septiembre de 1976 Orlando Letilier fue asesinado en Washington. El gobierno de los Estados Unidos no toleró este acto y realizó investigaciones que dieron como resultado que el crimen había sido llevado a cabo por la DINA, por lo que pidieron la extradición de los responsables, incluyendo a Contreras, aunque nunca se concretó.

[16] WEISS FAGEN Patricia: “Represión y Seguridad de Estado”, en CORRADI, Juan E.; WEISS FAGEN Patricia y GARRETÓN, Manuel Antonio: El terror en el borde. Terrorismo de Estado y Resistencia en América Latina. Publicación Data. Prensa de la Universidad de California. Berkeley, Los Ángeles y Oxford. 1992. La traducción es mía.

[17] El FREJULI (Frente Justicialista de Liberación) se creó en 1972 encabezado por Perón desde el exilio para participar de las elecciones del año siguiente.

[18] El 1° de mayo de 1974 se realizaba un acto en conmemoración por el día del trabajador en la histórica Plaza de Mayo. El séquito que acompañaba a Perón, entre ellos su esposa Isabel y su Ministro del Interior José López Rega, fue recibido con hostilidad por la JP y Montoneros. Como respuesta, el viejo líder los trató de “imberbes” y “estúpidos”. Frente a ello, las columnas de la juventud abandonaron la Plaza. Este hecho marcó claramente la separación, pero ésta ya se avecinaba desde los meses anteriores. Ver: SVAMPA, Maristella: “El populismo imposible y sus actores, 1973-1976”, en JAMES, Daniel: Violencia, proscripción y autoritarismo (1955-1976). Colección Nueva Historia Argentina. Editorial Sudamericana. 2003. Tomo IX.

[19] NOVARO, Marcos y PALERMO, Vicente: “El imperio de la muerte”, en La dictadura militar (1976-1983). Del golpe de Estado a la restauración democrática. Paidós. Buenos Aires. 2003. P. 82.

[20] Según Luis Roniger y Mario Sznajer, en Uruguay la tortura fue más controlada y limitada que en Argentina. RONIGER, Luis y SZNAJDER, Mario: “La represión y el discurso de las violaciones de los Derechos Humanos en el Cono Sur”, en El legado de las violaciones de los derechos humanos en el Cono Sur. Argentina, Chile y Uruguay. Ediciones Al Margen. Buenos Aires. 2005. P. 47.

[21] RICO, Álvaro: “Sobre el autoritarismo y el golpe de Estado…” Op. cit. P. 235.

[22] WEISS FAGEN Patricia: “Represión y Seguridad de Estado”. Op. cit. P. 60.

[23] STEPAN, Alfred: Repensando a los militares en política. Buenos Aires. Planeta. 1988. P. 32. Citado en RICO, Álvaro: “Sobre el autoritarismo y el golpe de Estado…” Op. cit. P. 225.

[24] GILLESPIE, Charles: Negociando la democracia. Montevideo. Fundación de Cultura Universitaria – Instituto de Ciencia Política. 1995. Pp. 63 y 64. Citado en RICO, Álvaro: “Sobre el autoritarismo y el golpe de Estado…” Op. cit. P. 225.

[25] Entrevista a Gerardo Caetano. 12 de julio de 1995. Citada en RONIGER, Luis y SZNAJDER, Mario: “La represión y el discurso de las violaciones de los Derechos Humanos…” Op. cit. P. 47.

[26] Operativo de coordinación sistemática de acciones represivas por parte de las Fuerzas Armadas de Chile, Argentina, Uruguay, Brasil, Paraguay y Bolivia, cuya vigencia pudo ser comprobada con certeza a partir del descubrimiento y análisis de los archivos de la Policía Secreta de Paraguay en 1992 y de la apertura de documentos sobre el caso por parte del Departamento de Estado de Estados Unidos en 1999 y la apertura de los archivos de los Departamentos de Policía Secreta de Brasil.

[27] Según un informe del CELS, 120 uruguayos fueron desaparecidos en territorio argentino. Ver: CELS: Uruguay/Argentina: Coordinación represiva. Colección: “Memoria y Juicio”.

[28] RICO, Álvaro: “Sobre el autoritarismo y el golpe de Estado…” Op. cit. P. 234.

[29] Informe Uruguay Nunca Más. 1989. SERPAJ. Montevideo. P. 7. Citado en GROPPO, Bruno: “Traumatismos de la memoria e imposibilidad del olvido en los países del Cono Sur”, en GROPPO, Bruno y FLIER Patricia (compiladores): La imposibilidad del olvido. Recorridos de memoria en Argentina, Chile y Uruguay. Editorial AL Margen. La Plata. 2001. P. 53.

[30] ARRAIGADA, Genaro: Por la razón o la fuerza .Op. cit. P. 22.

[31] “Primer Informe de la Situación de los Derechos Humanos en Chile”. OEA. Citado en ARRAIGADA, Genaro: Por la razón o la fuerza. Op. cit. P. 23.

[32] Nunca Más en Chile. Síntesis corregida y actualizada del Informe Retting. 1999. Santiago. Ediciones LOM. Pp. 229 y 230. Citado en GROPPO, Bruno: “Traumatismos de la memoria…”. Op. cit. P. 52. La Asociación de Familiares de Detenidos-Desaparecidos consigna 1.198 casos de desapariciones, número que no varía demasiado del anterior. Referido en GARCÍA CASTRO, Antonio: “¿Quiénes son los desaparecidos en la trama política chilena? (1973-2000)”, en GROPPO, Bruno y FLIER Patricia (compiladores): La imposibilidad del olvido… Op. cit. P. 197.

[33] La legislación castrense los había establecido sólo para la presencia de “fuerzas rebeldes militarmente organizadas” y no para juzgar delitos ocurridos después de su instalación, es decir, del 22 de septiembre de 1973. Ver: ARRAIGADA, Genaro: Por la razón o la fuerza… Op. cit.

[34] GAZMURI, Cristián: “Una interpretación política de la Experiencia Autoritaria…”. Op. cit. P. 5.

[35] En la dictadura anterior (1966-1973) los presos políticos superaban numéricamente a los asesinados y, aún más, a los desaparecidos, que habían sido sólo unas pocas personas. Esta relación cuantitativa fue invertida en la dictadura siguiente (1976.1983) en la cual los desaparecidos superaron enormemente a la cantidad de asesinados y presos políticos.

[36] NOVARO, Marcos y PALERMO, Vicente: “El imperio de la muerte”. Op. cit. P. 107.

[37] RONIGER, Luis y SZNAJDER, Mario: “La represión y el discurso de las violaciones de los Derechos Humanos en el Cono Sur”, en El legado de las violaciones de los derechos humanos en el Cono Sur... Op. cit.

[38] SVAMPA, Maristella: “El populismo imposible y sus actores…” Op. cit. P. 396.

[39] GORINI, Ulises: “Introducción”, en La rebelión de las Madres de Plaza de Mayo. Historia de las Madres de Plaza de Mayo. Tomo I (1976-1983). Editorial Norma. Buenos Aires. 2006. P. 42.

[40] El modelo chileno representaba la esperanza de la posibilidad de llegar al socialismo por “vía pacífica”.

[41] El 15 de agosto de 1972, tras un masivo intento de fuga de la cárcel de Rawson, donde sólo seis de los 110 detenidos que pensaban escapar pudieron abordar una avión que los condujo a Chile, fueron recapturados 19 de los fugados que no llegaron a tiempo. Luego de ofrecer una conferencia de prensa este contingente se entregó sin oponer resistencia ante los efectivos militares de la Armada y fueron llevados a la Base Aeronaval Almirante Zar, en Trelew. En la madrugada del 22 de agosto, los 19 detenidos fueron sorpresivamente despertados y sacados de sus celdas. Según testimonios de los tres únicos sobrevivientes, mientras estaban formados y obligados a mirar hacia el piso fueron ametrallados indefensos por una patrulla a cargo del capitán de corbeta Luis Emilio Sosa y del teniente Roberto Bravo, falleciendo la mayoría en el acto, y algunos heridos fueron rematados en el piso. La versión oficial indicaba que se había producido un nuevo intento de fuga, con 16 muertos y tres heridos entre los prisioneros, pero sin bajas en las filas de la Marina.

[42] GORINI, Ulises: “Introducción”… Op. cit.

[43] CALVO, Pablo: “Una duda histórica: no se sabe cuántos son los desaparecidos”. Clarín. 6 de octubre de 2003. Extraído de: http://www.clarin.com/diario/2003/10/06/p-00801.htm.

[44] GARAÑO Santiago y PERTOT Wernet: Detenidos-aparecidos. Presos y presas políticos desde Trelew a la dictadura. Ed. Biblos. Buenos Aires. 2007. P. 26.

[45] FRANCO, Marina: El exilio. Argentinos en Francia durante la dictadura. Siglo XXI. Buenos Aires. 2008. P. 39.

[46] WEISS FAGEN Patricia: “Represión y Seguridad de Estado”. Op. cit. P. 57.