La explicación por la “ira de Dios”: los terremotos a luz de tres sermones del siglo XVII

 

Eduardo Pinzón Avendaño (*)

 

ARK CAICYT: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s24690732/d3dllpx62

 

Resumen

 

En la literatura homilética los terremotos se han explicado como una consecuencia del pecado. Se ha considerado que los defectos morales de las gentes provocan la “ira de Dios” y que los desastres relacionados con amenazas de origen natural son una forma de venganza justa de la divinidad. Este esquema interpretativo no está exento de controversias teológicas e inclusive puede dejar entrever dificultades propias de la labor pastoral en contextos específicos. Teniendo esto en cuenta, se analizarán las condiciones que permiten utilizar la "ira de Dios" para explicar los sismos acaecidos en Manila (1645), el Cuzco (1650) y Málaga (1680).

 

Palabras clave: Siglo XVIII; Terremotos; Sermones; Ira Dei.

 

 

 

The explanation through the "wrath of God": earthquakes according to three 17th-century sermons

 

Abstract

 

Earthquakes have been explained as a consequence of sin in homiletic literature. It has been considered that the moral defects of people provoke the "wrath of God" and that natural disasters are a form of righteous vengeance on the part of divinity. This interpretative scheme is not exempt from theological controversies and can reveal difficulties inherent to pastoral work in specific contexts. With this in mind, we will analyze the conditions that allow using the "wrath of God" to explain the earthquakes in Manila (1645), Cusco (1650) and Malaga (1680).

 

Keywords: Earthquakes; Sermons; Wrath of God.

 


 

La explicación por la “ira de Dios”: los terremotos a luz de tres sermones del siglo XVII

 

Introducción

 

A lo largo de los siglos la ira y la sed de venganza se han considerado turbaciones del espíritu completamente reprochables, por lo menos así lo refleja Séneca, autor que gozó de popularidad dentro de los autores cristianos. Adujo Séneca que en lo referente a la ira o “locura breve”, como la llamaban los antiguos, “hasta cuando se muestra más violenta, desafiando a los dioses y a los hombres, no existe nada grande ni noble; y si algunos se empeñan en ver en ella cierta grandeza, que la vean también en el lujo”,[1] en otras palabras, se trataba de una pasión puesta en las antípodas de la virtud. En vista de lo anterior, en el periodo medieval, los doctores de la Iglesia, San Agustín y Santo Tomás, tuvieron que hacer algunas salvedades. Por un lado, la ira de Dios es justa en la medida en que recae sobre el pecado, más no sobre el pecador mismo. Por otro lado, se trata de una reprobación del altísimo sin que haya un desborde de las pasiones en sentido propio (Viller, Baumgartner y Rayez, 1969, pp. 29-50).

La venganza divina, por su parte, se la reservaba para el Dies irae, el día de la pena justa (famoso por la secuencia litúrgica tridentina), cuando las trompetas anuncian el Juicio Final. En este sentido, las amenazas de origen natural pudieron interpretarse como signos anunciadores del advenimiento del fin de los tiempos, siguiendo la tradición apocalíptica:

 

Miré cuando abrió el sexto sello, y he aquí hubo un gran terremoto; y el sol se puso negro como tela de cilicio, y la luna se volvió toda como sangre; y las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra, como la higuera deja caer sus higos cuando es sacudida por un fuerte viento (Apocalipsis 6: 12-13).

 

Dichos fenómenos naturales que entrañaban peligros para la sociedad aparecen igualmente dentro de las profecías del evangelio: “y habrá grandes terremotos, y en diferentes lugares hambres y pestilencias; y habrá terror y grandes señales del cielo”, (Lucas 21: 11).

Según la filosofía griega las señales del cielo causaban estupor desordenando las pasiones, si se considerasen mensajes de la divinidad producidos por la ira esto podría contradecir la idea de apatheia divina, es decir, podrían considerarse dichas luminarias celestes como gestos iracundos que no corresponden al estado de indiferencia y sosiego propio de los seres superiores, por consiguiente, no serían otra cosa que signos de corrupción y vicio.

Los Padres de la Iglesia tuvieron que hacer frente a esta idea dado que la ira se llegó a considerar también un pecado mortal. Fue Lactancio quien, en abierta polémica contra las “doctrinas equivocadas” de los estoicos y de Epicuro, ofrecerá una respuesta. El hombre llevado por la conmoción y perturbación del espíritu “derrama sangre, desola ciudades, aniquila pueblos, reduce regiones a cenizas”, no obstante, la ira de Dios no opera por sobresaltos pasajeros sino que es eterna como su naturaleza, su venganza se sirve por así decirlo en plato frío, siendo la ira la inquietud virtuosa por impartir justicia, añade Lactancio, si no existiera la ira no hubiera cabida a su contrario, a saber, al favor o la gracia, haciendo de Dios algo meramente accesorio (Caballero González, 2014, pp. 113-158).

Argüir que no existe la ira de Dios era para Lactancio tan grave como dudar de la justicia divina, moverse hacia el bien iría en consonancia con rechazar activamente el mal, sin esa voluntad la existencia de Dios carecía de lógica. Loris de Nardi y Macarena Cordero Fernández citan a los apologistas Cipriano de Cartago y Tertuliano, para ellos la ira Dios se desata tanto contra los cristianos como contra los paganos que los persiguieron en la antigüedad; usando las expresión “calamidades públicas”, que encontraremos en los sermones modernos, se da por entendido que Dios manifiesta la ira a través de sucesos de origen natural, los cuales, si bien siguen sus propias dinámicas físicas, o causas segundas, encuentran en la voluntad divina su causa eficiente o primera (De Nardi y Cordero Fernández, 2022, pp. 265-267), ante estos eventos naturales el ser humano es completamente vulnerable y no hay más escapatoria que la penitencia y el arrepentimiento sincero. Muy rara vez las leyes de la naturaleza son violadas por Dios para manifestar su descontento, ahora bien, algunos fenómenos pueden considerarse sobre o supernaturales, cuando Dios pasa por encima de las propias leyes que animan su creación (Thorndike, 1923, p. 230).

 

Imagen 1. Lot y su familia huyendo de Sodoma, destruida por la ira de Dios[2]

 

 

En la modernidad temprana existió una mayor reivindicación de la ira virtuosa, de hecho, a partir de Francisco Suárez, se discute la posibilidad de que Dios odie al pecador en tanto pecador, ya no solamente por el acto pecaminoso (Viller, Baumgartner y Rayez, 1969, pp. 29-50). El movimiento de los flagelantes durante la peste negra, así como las hogueras de las vanidades celebradas en Florencia por Girolamo Savonarola, son algunas muestras importantes del endurecimiento de la predicación contra los pecadores, al punto que tuvieron lugar momentos álgidos en donde la devoción popular chocó con el celo doctrinal y en donde la “justa ira” contra el pecado llevó a venganzas de sangre contra los supuestos pecadores, pasando por alto las instancias de justicia y llevando a excesos que aterraron a las mismas autoridades religiosas (Cohn, 1981, pp. 126-145).

Los falsos profetas y anunciadores del fin del mundo de todo pelambre bien pudieron interpretar fenómenos naturales extraordinarios bajo la óptica de la inminencia del fin del mundo, generando de esta manera en sus audiencias ansiedades milenaristas frente a un movimiento telúrico o una anomalía meteorológica.

A lo largo del siglo XVII algunos clérigos edificaron una predica según la cual para Dios era más fuerte su odio al pecado que su amor a la virtud, es el caso del oratoriano Jean Lejeune, para quien la ira de Dios era “infinita, inconmensurable y necesaria”, de modo que fue más grande el odio del Padre al pecado que el amor por su hijo (Lejeune, 1873, pp. 214-244).

En parte para evitar el alboroto del vulgo frente a sucesos de connotación catastrófica se desplegaron argumentos “organicistas” en el siglo XVIII, en el marco de lo que se conoce como la revolución científica. Prospero Lambertini, quien llegaría al Papado en 1740, bajo el nombre de Benedicto XIV, advertía que los terremotos eran por lo general efectos producidos por la naturaleza y, en este sentido, concordaba con la opinión de algunos novatores quienes mencionan la Instrucción 22 de sus Pastorales dentro del prólogo a las cartas de Benito Feijóo, recogidas bajo el título Nuevo Systhema, sobre la causa physica de los terremotos, explicado por los phenomenos eléctricos de 1755 (Roche y Feijoo, 1756, p. 35). Con todo, Benedicto XIV hizo un recuento de actos de penitencia y contrición luego de terremotos, por un lado, durante el reinado del emperador Teodosio se presentó un sismo en Constantinopla que propició la conversión de varios herejes, razón por la cual se consideró milagroso, por otro lado, el Papa afirmó que los movimientos de tierra luego de la muerte de un mártir podían obedecer a causas sobrenaturales, es decir, milagrosas (Benedicto XIV, 1766, p. 181).

A lo mejor la reacción espontánea ante una catástrofe natural no admite elucubraciones teológicas complejas, estas generalmente se elaboran a posteriori, sea como fuere, la “mentalidad providencialista” hizo que ante estos eventos desafortunados se tomarán toda una serie de medidas de corte religioso, las cuales para el caso americano incluyeron sacramentos y procesiones, rogativas de sangre (disciplina de azotes), letanías, exorcismos y, ulteriormente, acción de gracias cuando menguaban los estragos de la catástrofe o simplemente cuando no se presentaban mayores daños a raíz del fenómeno natural. Lo anterior ha sido abordado ya por Rogelio Altez y María Eugenia Petit-Breuilh quienes han profundizado en eventos americanos y, para el caso europeo, ha sido trabajado por los estudiosos del gran terremoto de Lisboa, el estudio de ambos escenarios ha dejado claro que la interpretación de la “ira de Dios” era defendida tanto por funcionarios del poder temporal como por autoridades eclesiásticas (Altez, 2019; Petit-Breuilh, 2017; Martínez, 2001).

Más que una mentalidad difusa, la “ira de Dios” constituyó una estrategia léxico-discursiva para mostrar los terremotos en tanto consecuencia del pecado del hombre, por ejemplo, panfletos, relaciones de sucesos, avisos y hojas sueltas, dieron cuenta del terremoto de Nápoles, acaecido en 1632, estos papeles informativos fueron traducidos, “trasladados”, a varios idiomas a lo largo de Europa con el fin de ofrecer una interpretación sobre los motivos por los cuales la ciudad había sido castigada (Iraceburu, 2023, p. 41-66). La teodicea cristiana fue el principio rector de explicación del terremoto de Lisboa de 1755, las catástrofes eran descritas hasta entonces bajo distintas teodiceas (dualistas, del libre arbitrio, del mejor mundo posible, existenciales, retributivas y caóticas), sin embargo, el debate público en torno a Lisboa llevó a que se pusiera en jaque la teodicea leibniziana, según la cual el hombre no puede nunca saber la razón detrás del sufrimiento causado por los desastres; según algunos autores, a partir de este momento se empezó a hablar de un orden natural estable y duradero en donde los terremotos dejaron de ser extraordinarios y no se interpretaron necesariamente a la luz de la escatología o el milenarismo de raigambre bíblico (Kemkens, 2013, p. 41-71).

La comprensión del desastre mediante la noción de ira de Dios pudo coexistir con consideraciones físicas surgidas en el seno de la filosofía natural, estas se nutrían del pensamiento aristotélico y de lo que los especialistas denominan una visión organicista del mundo. Así y todo, los avances en materia de magnetismo y electricidad que empezaron a impulsar los novatores españoles no invalidaron el discurso moralizante y, en ocasiones, se elucubraron consideraciones meteorológicas y morales en torno a las calidades y cualidades de un territorio. A manera de ejemplo, Juan Carlos Ruiz (2022) ha mostrado cómo, desde las crónicas tempranas, se vinculó el clima de la Tierra Caliente michoacana con la presencia del demonio, a las consideraciones hipocráticas se sumó el miedo producido por ruidos subterráneos ante los cuales se solicitó auxilio espiritual, los bramidos de las profundidades eran en realidad señales de actividad volcánica, sin embargo, los habitantes de la región respondieron erigiendo una estatua de San Miguel Arcángel, llevando a cabo misas, novenarios y confesiones en masa.[3]

A la luz de otros casos concretos podríamos detenernos en la lectura moral de la actividad geológica: ¿cuál fue el talante de los sermones luego de los temblores ocurridos en el mundo hispánico?, ¿cómo se conjugaba la explicación por la ira de Dios con medidas concretas de gestión del riesgo? y ¿los estragos producidos por un movimiento sísmico pudieron ser interpretados como un fracaso de la labor misional, teniendo en cuenta que para muchos dichos daños fueron causados por la proliferación del pecado?, son algunas preguntas sobre las que vale la pena empezar a reflexionar, con el fin de entender mejor la racionalidad que llamamos de manera genérica providencialista, enfoque a la luz del cual se ha tenido en cuenta la vulnerabilidad de los habitantes de las ciudades ante los temblores y, ulteriormente, ante los incendios o epidemias que pulularon en esos momentos de confusión.

 

Lágrimas que extinguen el fuego de la ira

 

El terremoto ocurrido en el Cuzco el jueves 31 de marzo de 1650, a las dos de la tarde, es bien conocido por la historiografía e inclusive por los habitantes de la ciudad. Existen numerosas fuentes documentales y un lienzo en donde se levanta inventario de las edificaciones religiosas que se vieron afectadas (Angles, 1999, pp. 163-164), en especial, se ha hecho hincapié en la reacción piadosa que suscitó el sismo con sus numerosas réplicas, de una parte, ese mismo día los dos cabildos ordenaron una procesión con el Santísimo Sacramento, al cabo de la cual se iniciaron otras rogativas con la imagen de la Virgen de Nuestra Señora de la Soledad y el Santo Cristo a cuestas; de otra parte, se empezó a consolidar la devoción al Señor de la Buena Muerte, imagen que hasta el día de hoy es venerada en el Cuzco el Lunes Santo, como Señor de los temblores o Taytacha de los temblores.

 

Imagen 2. Señor de los temblores, siglo XVII, óleo sobre lienzo anónimo [4]

 

 

Imagen 3. Cuadro anónimo del terremoto del Cuzco de 1650 mandando a pintar por Alonso de Monroy y Cortés [5]

 

 

Según el cabildo de la ciudad de Cuzco, del 31 de marzo al 20 de mayo se sintieron doscientos veintiséis temblores en la noble ciudad, los cuales no solo echaron por tierra casas de personas prestantes, sino que además afectaron conventos (Santo Domingo, San Francisco, San Agustín y Nuestra Señora de las Mercedes), iglesias (la Catedral, la de la Compañía de Jesús y parroquias) y el Hospital de los Naturales. Como lo muestra la imagen, ante el resquebrajamiento de los techos se tuvieron que sacar algunas imágenes religiosas en medio de sentidas procesiones, una de las de mayor recordación es la del Cristo negro que logró calmar por un momento la intensidad del sismo (Gascón, y Fernández, 2001). En la escala de Mercalli (MMI), que mide los daños provocados por un temblor entre I y XII, se ha estipulado que los temblores afectaron varias regiones del sur del Perú y se sintieron tanto en Lima, en donde estaba en ese momento Juan Alonso Ocón, obispo del Cuzco, como en lo que actualmente es Bolivia, las curvas isosistas marcan VIII MMI para el Cuzco y IX MMI para el eje Yaurisque, Oropesa y Paucartambo, pueblos al sureste del otrora “ombligo del mundo” (Alva, 2022).

Vale la pena destacar algunos detalles del sermón escrito por el obispo del Cuzco Don Juan Alonso Ocón, quien previamente ya había ejercido como Obispo de Yucatán, y que se encontraba fuera de su obispado ese fatídico jueves (Cucho Dolmos, s.f.). El obispo firma como Iván el Indigno un texto impreso en Lima el 30 de mayo de ese mismo año, intitulado Carta pastoral consolatoria. Dirigida a los dos nobilísimos Cabildos, Eclesiástico, y Secular de la gran ciudad del Cuzco, y a sus habitadores todos. A la consolatoria la precede una carta enviada por el Padre jesuita Juan de Córdoba, rector del colegio de la Compañía, al obispo, en donde explica lo sucedido, Ocón se dirige entonces a los dos nobilísimos Cabildos, posteriormente, estos responderán la misiva a través del Doctor Don Vasco de Contreras y Valverde, Dean de su Iglesia y Gobernador de su obispado.

En primer lugar, el obispo Ocón, es decir el Indigno, emplea el recurso de la comparación del Cuzco con Jerusalén, principalmente refiriéndose a la profecía de Isaías sobre la caída de la ciudad, la que era tumultuosa y alegre ahora yace humillada “in valle visionis” (Isaías 22: 5).

O amada ciudad del Cuzco! ó pueblo alto, y levantandola quien como a valle han corrido los favores de Dios y lluvias de su gracia contigo habla este castigo, que aunque tienes nombre encumbrado, y estás con una como oculta providencia edificada sobre montes: In vertice montium, o por corona, que fuiste de tantos Reyes, y Monarcas, o por cabeza que eres de este nuevo mundo, pero ahora ha descargado sobre ti tan recio castigo, que te ha humillado, como un valle: eraslo de hermosa vista en tu fundación y regalo, pero ya lo eres sin hermosura ni alegría a golpes de la horrible tempestad, que ha venido sobre ti, hasta asolarte.[6]

 

Lo que más duele al obispo es ver la ruina de las edificaciones religiosas, las cuales en el Cuzco eran de gran esplendor, “entre ellas nuestra Cathedral lastimada en tantas partes, abiertas roturas en el alcázar de Sión, y principal palacio del verdadero David, Scissuras Domus David videbitis”. Ocón se lamenta de no haber estado presente durante la calamidad acompañando a sus feligreses, habiéndoles dejado solos. Al recibir la noticia de la destrucción de la ciudad imperial, por aquel tiempo comparable a la “arruinada Troya”, la congoja del obispo fue tal que le vino a la mente la muerte súbita del Papa Nicolao V tras enterarse de la caída de Constantinopla a manos de los turcos, o el sobresalto de Benedicto I tras darse cuenta del estrago que hicieron los longobardos en Galia.[7]

 

Lloraré la pérdida de mi amada ciudad del Cuzco, arrancaré suspiros del alma, haré el sentimiento de las Sirenas. Declarando este lugar San Cyrilo, dice que las Sirenas son unas aves, que hacen su nido a las orillas del mar, y tal vez acontece desmandarse el agua, y envolver en olas el nido, y los pollos, y entonces heridas deste dolor, cantan una música triste, hacen endechas con notable melodía a la pérdida de sus prendas.[8]

 

En segundo lugar, Iván Indigno declara abiertamente la necesidad de escribir una epístola consolatoria por estar ausente en momentos de calamidad que aquejan a sus ovejas, tomando como modelo la epístola de San Pedro Damián, en ella se explicaría que las calamidades públicas sirven para castigar en la tierra y por única vez, es decir, de manera expedita, las culpas, configurándose entonces sucesos como los terremotos en muestra de compasión divina puesto que esto liberaría del castigo eterno en el más allá.

 

Muy grande debe ser el consuelo en los amigos de Dios (dice el santo) la tribulación, con que los aflige en esta vida mortal, pues las calamidades Temporales, con que los castiga en ella, son el más seguro medio para alcanzar las felicidades de la eterna. Pues como enseña la Escritura Santa, el Señor no juzga, ni castiga dos veces a sus criaturas, qué como en los malos, y obstinados, a quien no enmienda el azote de su justicia, las penas que reciben en este mundo, son principio de los tormentos que han de padecer en el otro.[9]

 

El castigo colectivo que refiere Damián se inspira en el capítulo primero del libro de Nahúm, en donde nuevamente encontramos la profecía de la caída de Nínive: “Quién permanecerá delante de su ira?, ¿y quién quedará en pie en el ardor de su enojo? Su ira se derrama como fuego, y por él se hienden las peñas” (Nahúm 1:6). Así las cosas, la ira de Dios, ocasionada por los pecados de los habitantes del Cuzco, se descarga en una sola calamidad pública, en este caso, un terremoto, el prelado interpreta el suceso como un acto de misericordia toda vez que el castigo recibido en la tierra evita una condena mayor, en palabras del obispo, el azote que castiga la espalda del esclavo del pecado se rompe con una sola descarga de la ira del amo, “para que no descargue con postrero golpe el brazo de su rigor” (Ocón, 1650, pp. 5).

En tercer lugar, la importancia de la carta consolatoria radica en mostrar a un obispo compungido, las lágrimas sinceras apagan el fuego de la ira divina, siempre y cuando se lleven a cabo actos de penitencia como los desarrollados efectivamente en la ciudad imperial. La intercesión de Ocón por los feligreses de su obispado es efectiva también en términos fiscales, en la respuesta que da el jurista Vasco de Contreras y Valverde, en nombre de los dos cabildos, se reconocen las lágrimas del Indigno como sinceras, no fruto de “vanas apariencias”, lo cual se comprueba porque el obispo consiguió satisfactoria respuesta del Conde Salvatierra y del real acuerdo de justicia sobre no cobrar el tributo de las alcabalas, unión de armas y papel sellado, en socorro de la ciudad penitente, la Nínive incrustada en los Andes. De la diligencia de Ocón para restituir el antiguo esplendor de la ciudad imperial es testigo todo el pueblo, Vasco de Contreras y Valverde da cuenta de las numerosas cartas que escribió el obispo oportunamente, cuya “vara de la visita levantada” tuvo toda la dulzura y suavidad para otorgar consuelo:

 

Y de las que ha escrito a diversos intentos en los chasquis, previniendo las cosas más menudas, se pudiera formar un libro, o otro pastoral, como el de San Gregorio. De haber despachado a su mismo secretario con crédito abierto, y orden de gastar toda su hacienda, y empeñarse en toda la necesaria, para el socorro de las Religiosas, somos testigos todos, para aclamar a V.S. ilustrísima con San Agustín. Tu es illa gallina evangelica, qui sub alas colligis et foues pullos tuos, sataguendo et in omnia te vertendo. ...gallina evangélica, tan ansiosa y solícita, que debajo de sus alas acoja y caliente sus ovejas [¿o polluelos?], porque su oficio es convertirse en cuántas cosas son necesarias para su bien y consuelo.[10]

 

Un corazón de piedra no se agrieta por el temblor

 

El 9 de octubre de 1680 se sintió un temblor en buena parte de la Península Ibérica, cuyo epicentro ha sido difícil de establecer por los especialistas, pero que causó gran devastación principalmente en la provincia de Málaga,[11] según información consignada en “relaciones”, actas capitulares municipales, un memorial eclesiástico dirigido al Rey Carlos II solicitando exenciones tributarias y un par de cédulas reales (Goded, 2006). Dentro de las numerosas fuentes documentales destaca la carta pastoral del obispo de Málaga, Alonso de Santo Tomás, escrita a la semana de haberse producido el suceso.

El prelado de origen noble, al parecer hijo ilegítimo de Felipe IV, ya había tenido que vérselas con los estragos de la peste que asoló a la ciudad de Orán tres años antes del terremoto y de la que la ciudad de Málaga hasta ahora se estaba recuperando, el obispo entonces había tenido que desarrollar una labor pastoral a la par que asistencial (Hornedo, 1964).

Sobre las 7:15 de esa fatídica mañana un temblor afectó buena parte de las edificaciones de la ciudad, con la llamativa excepción de la Catedral que se encontraba a una manzana de la muralla exterior frente al Mediterráneo. Hay por lo menos tres teorías sobre el epicentro del sismo en las que no ahondaremos, en todo caso se sabe que este se dejó percibir en poblaciones andaluzas alejadas como Antequera al norte, Ronda al oeste, Competa al este y mar adentro pues igualmente se registró lo que parece ser un maremoto. Vale la pena indicar que más allá de las dificultades científicas para determinar la magnitud del sismo, el tono de la predicación cambiaba de acuerdo con el rigor del temblor, el discurso religioso en “Córdoba se limitó a un “piadoso aviso de dios” y en Granada quedó como “amago misericordioso de las iras divinas”. Aún más, Barcia y Zambrana [en el famoso compendio de los cinco tomos del Despertador Christiano, 1687] proclama a Granada como “Ciudad tan querida de dios y de maría Santísima, como lo están publicando tan repetidos y singulares beneficios” (López-Guadalupe Muñoz y García Bernal, 2010, p. 343). El obispo Fray Alonso de Santo Tomás, resguardado precisamente dentro de la Catedral ese día, sería el encargado junto con el Cabildo de informar y mediar ante el Rey Carlos II para socorrer a los malagueños a los que no los acompañaba la fortuna desde hacía varios años.

 

Imagen 4. Intensidades percibidas en pueblos de la provincia de Málaga durante el terremoto de 1680 y los posibles epicentros de este (Goded, 2006, p. 76).

 

 

 

La Carta pastoral del Ilustrissimo y Reverendissimo Señor D. F. Alonso de S. Tomas, obispo de Málaga, a los fieles de su obispado en el tiempo que Dios N. Señor castigó esta ciudad, y su comarca con un temblor de tierra, escrita el 16 de octubre, presenta un discurso en tono de reprimenda contra los habitantes de la provincia. En primera instancia, el obispo critica la vida licenciosa en medio de comodidades de los malagueños, el terremoto había sacado corriendo a los habitantes de la ciudad a buscar refugio en los campos junto con las fieras, “con las que compartían sus costumbres”.

Alonso de Santo Tomás no parece optimista frente a la reconstrucción de los templos derribados por el sismo, toma como referencia en su sermón al profeta hebreo Amos, en el libro se profetiza que los templos de Jerusalén no se volverían a levantar tan fácilmente, “estas son las palabras de Amós, uno de los pastores de Tecoa. Es la visión que recibió acerca de Israel dos años antes del terremoto, cuando Uzías era rey de Judá y Jeroboán, hijo de Joás, era rey de Israel” (Amós 1:1-3). Recuerda el obispo los salmos 17 y 48 a propósito de la ira de Dios y el evangelio de Mateo, “porque se levantará nación contra nación, y reino contra reino; y habrá pestes, y hambres, y terremotos en diferentes lugares” (Mateo 24:7).

El prelado no cree en la sinceridad de los actos de penitencia de los malagueños, según él, sus peticiones nacen del mero amor propio, del ruido de la vanidad y los golpes de pecho no son más que exterioridades vanas. El error por las relajadas costumbres de los fieles no fue acreditado a los miembros de la iglesia, más bien a la falta del temor de Dios, de no tener presente el peso de su justa venganza, es por eso que incita a los malagueños a la contemplación y a no pretender evitar el sufrimiento porque evitarlo era una forma de eludir la justicia divina, “penitencia es la deuda”, afirma en la carta, de esta manera, aunque siempre se tendrá una deuda impagable, exhorta a “todos los eclesiásticos y seculares” del obispado a realizar de forma pública penitencias el primer domingo después de recibida la carta.

 

Muy temeroso estoy que nuestra penitencia sea como la de faraón que mientras experimentaba las plagas daba palabra de la enmienda, y en cesando el castigo, volvia contumaz; protervo a su antigua pertinencia, y desobediencia así son los arrepentimientos que nacen de los peligros presentes, que en pasando el conflicto, volvemos con la antigua dureza a recaer en más peligrosos accidentes.[12]

 

Enseguida nombra en la pastoral a San Dionisio Areópago, quien al parecer reconoció los principios naturales del terremoto que hubo en la muerte de Cristo, “pero hasta lo inanimado tiene razón en no poder sufrir nuestras maldades, y así intentó la tierra sacudir el vil peso que la oprimía, para quedar libre de tan indigna carga”.[13] A la muerte de Cristo, “hasta se hicieron sensibles los peñascos”, es decir, los elementos inanimados de la tierra se habían dado cuenta de la perfidia de los judíos, sin embargo, el corazón del hombre a veces parece más duro que dichos riscos y no reconoce que los fuertes movimientos de tierra son señales de que lo inanimado tiene conciencia de su creador.

 

Quédense, pues, de piedra nuestros corazones, pero sea para que se despedacen, no como los de los pérfidos judíos, que ha vista de aquellos prodigios, no conocieron que era Dios quien los obraba y más duros que los peñascos no hicieron sentimiento, ni le hacen moviéndose a verdadera penitencia. Sean de piedra, que, a menos repetidos golpes de la vara, ya saben los pedernales desatarse en fuentes.[14]

 

El duro corazón del obispo se enterneció en todo caso al ver a las monjas de clausura salir corriendo de sus conventos, los cuales tuvieron graves daños, la primera referencia documentada es la sesión del cabildo que se celebró el 10 de octubre de 1680, día siguiente al suceso, con apenas asistencia por parte de los capitulares, llama la atención que en ella solo se tratara el problema de las monjas de la Encarnación que sufrieron daños en su convento y necesitaban ayuda económica para reconstruirlo y habitarlo nuevamente, mientras tanto, estuvieron habitando otros sitios como lo serían el Convento del Cister, Santa Clara, y San Bernardo, edificaciones que estaban también maltratadas, pero que ofrecían mejor cobijo que los conventos que presidían las religiosas.

El discurso se inscribe en el contexto de una serie de políticas de renovación urbana de corte confesional, como la prohibición del teatro y el control de la prostitución en varias ciudades andaluzas (Moreno Mengíbar y Vázquez García, 2004); en este marco general es que debemos situar el llamado final del obispo, a saber, a no ver con congoja el terremoto sino con alegría, pues es un signo de que a pesar de los pecados de los malagueños Dios no se olvida de ellos, gracias a la vara de su ira que espera sirva para encaminar a sus feligreses a una vida virtuosa dentro de una ciudad remodelada.

 

De la castigada Tiro a la penitente Nínive

 

La historia redactada por Baltasar de Santa Cruz (1627-1699), teólogo nacido en Granada, con una brillante carrera misional en Filipinas, retoma de alguna manera la tradición de la predicación popular de la orden dominicana para ofrecer un relato edificante y a la vez pintoresco de los vaivenes de la evangelización de Oriente. Dentro de sus obras se destacan predicaciones en tagalog, la traducción al castellano del famoso cuento de Barlaan y Iosaphat, sermones y guías para novicios, lo cual le valió el reconocimiento por parte de hombres de Iglesia al punto de convertirse en prior y provincial de la orden dominicana en Manila (González-Reviriego, “Baltasar de Santa Cruz”). En su Tomo Segundo de la Historia de la Provincia del Santo Rosario de Filipinas, Japón y China del Sagrado Orden de Predicadores aparecen terremotos, prodigios celestes, exorcismos y otros hechos curiosos, los cuales desempeñan un papel importante en el desarrollo de la labor misional en tanto señales de las “iras de Dios” (Ferrando, y Fonseca, 1871, p. 718).

Baltasar de Santa Cruz comienza poniéndonos en contexto acerca del fallecimiento del Papa Urbano Octavo en el año de 1644, recordado por impulsar el Colegio de Propaganda Fide:

 

En el cual se crían mozos, y sujetos hábiles, en divinas y humanas letras promiscuamente de todas la Naciones del Mundo: para que Doctos, y bien criados en temor de Dios, y Política Cristiana, vuelvan a sus tierras a predicar en sus Imperios, y Reinos (Santa Cruz, 1693, p. 83).

 

 Al año siguiente, tiene lugar la reelección de Fray Domingo González como Provincial de la orden dominicana, septuagenario, que por temor de Dios no se excusó en la edad a la hora de tener que asumir tamaña responsabilidad hasta el día de su muerte. Ambos clérigos ocuparon grandes dignidades y los demás religiosos reconocieron su virtud cimentada en el “temor de Dios”, caso muy diferente al de los habitantes de Manila, quienes al carecer de temor de Dios sufrieron la espada de su justo rigor, ensangrentada con los nunca vistos ni oídos terremotos que comenzaron el treinta de noviembre de 1645 en horas de la noche (Santa Cruz, 1693, p. 84).

Se trató del terremoto de Luzón, fruto de la interacción entre las fallas de San Manuel y Gabaldón en la región central de la isla principal del archipiélago, como resultado del evento se vinieron a pique alrededor de diez iglesias, también varios monasterios, colegios y hospitales quedaron completamente destruidos; tal como en el caso de Málaga, se habla de varias réplicas y un subsecuente maremoto. Cartas civiles y eclesiásticas empezaron a fluir hacia Nueva España y Madrid, dando a conocer el infortunio y solicitando limosnas urgentes para la reconstrucción (Machuca, 2016).

El texto de Baltasar de Santa Cruz no es una homilía escrita inmediatamente después de los hechos, sino una crónica en donde se recaba información sobre una gran cantidad de sucesos, dejando entre el terremoto y la publicación de la Historia de la Provincia unos 48 años de interpretación. A diferencia de los textos homiléticos precedentes, cuyos destinatarios pudieron ser el poder temporal o la feligresía adscrita a los obispados, los posibles destinatarios de la obra de Santa Cruz pudieron ser prelados dominicos junto con la jerarquía eclesiástica romana, toda vez que dichas crónicas pretendieron dar mayor importancia a la evangelización de las islas del sudeste asiático y hacer apología de la labor de la Orden de los Predicadores en un territorio marginado. Con todo, es importante traer a colación el discurso edificante y aleccionador de Santa Cruz, quien dentro de varias capas de historia les da una función a los temblores en tanto manifestación de la “ira de Dios” en un contexto en donde afloraron conflictos interétnicos propios de la colonización.

Antes de entrar en los pormenores del desastre, el autor realiza un recuento histórico para situar el incidente. Desde la llegada de los primeros conquistadores al archipiélago filipino se generó gran expectativa en Perú, España la Nueva y España la Vieja, ante el hecho de poder articular el comercio de la Mar del Sur y la Mar del Norte con un sinfín de islas ricas en sedas, especias, losas, etcétera; el buen suceso de las armas españolas a la larga redundó en la gloria de Felipe II, defensor de la religión católica, por quien se les da el nombre a las islas hasta hoy. La época dorada del archipiélago se enmarca entonces en este boyante comercio, sobre todo con el Perú y la Nueva España, ahora bien, fue esta misma riqueza la que empezó a provocar la “ira de Dios”, puesto que, en los habitantes de las Filipinas, la ambición, la codicia y la soberbia crecieron más rápido que el temor que todo cristiano le debe al altísimo.

 

Viéndose en tan alta fortuna, olvidó las mañas del tiempo, ó lo que es más cierto, se descuidó mucho de sus Cristianas obligaciones y dándose presto plazemes de inmortal cogió entre manos el cap. 27 del Profeta, Ezequiel, y se halló dispuesta por los mismos tamaños, y tocada con las mismas cintas que en la Ciudad de Tiro, vestida a la letra por sus mismas medidas. Allá remitimos al curioso, donde no echará en menos ápice y observe desde el verso 26 adelante, que es en substancia lo que nos queda que decir (Santa Cruz, 1693, p. 85).

 

 Imagen 5: La bahía de Manila según el ingeniero militar francés Allain Manesson-Mallet[15]

 

 

En opinión de Baltasar de Santa Cruz, se fue fraguando muy lentamente la posibilidad de un gran desastre, debido a que las décadas de prosperidad del comercio del Nuevo Mundo con el archipiélago filipino generaron avaricia y vanagloria, tanto de los indígenas de la región como de los navegantes españoles. En tono profético, se hace un parangón entre Manila y Tiro, el famoso puerto Fenicio clave en el comercio del Mediterráneo oriental, cuyos habitantes se jactaban de la hermosura de su ciudad y la calidad de los cedros del Líbano con el que se fabricaban las embarcaciones; empleando a Ezequiel, quien profetizó la ruina de remeros, pilotos, calafateadores y agentes de negocios, las riquezas de Tiro naufragaron a causa terremotos y maremotos: “al estrépito de las voces de tus marineros temblarán las costas” (Ezequiel 27: 28).

El recuento histórico del predicador dominico tiene como finalidad dar cuenta de las múltiples ocasiones en que Dios les dio a los filipinos posibilidad de enmienda, es decir, el llamado que hizo a la corrección de las costumbres pecaminosas a través de “ordinarios estragos” que tendrían que servir de recordatorio de su poder y las obligaciones de los cristianos para con él. Las insurrecciones de los comerciantes y remeros de origen chino, conocidos como sangleyes, fueron signo del descontento de Dios; Manila y otras islas importantes fueron objeto de levantamientos en el año de 1603, siendo Gobernador General de Filipinas Don Pedro Bravo de Acuña, también en 1639 bajo el gobierno de Sebastián Hurtado de Corcuera, mismo año en el que el Consejo de Indias retiró el comercio de Filipinas con el Perú.

Según Baltazar de Santa Cruz, a pesar de estos asedios y bajas en el bando español, aún se conservaban en Manila dignas casas en piedra y tanto los levantamientos violentos como la ralentización del comercio fueron instrumentos de la misericordia divina puesto que la pobreza y la humildad eran el remedio para evitar un desastre mucho mayor (Santa Cruz, 1693, p. 85).

 

Cuanto a las costumbres, con lo que está dicho quedaban bien conocidas, pero al fin digamos algo: juegos, pasatiempos, regalos, visitas, músicas, murmuraciones, y odios, que son pasiones in quarto modo propias de la ociosidad; los demás vicios, que como sombras de vanidad, y de la pereza, las siguen, también los suponemos. Y lo que era más digno de lástima, el mal ejemplo que se les daba a estos nuevos Cristianos, que acabado de predicarles un Ministro Apostólico (que entonces eran contados, y tenían mucho trabajo) acabado de explicarles la Doctrina Cristiana y de intimarles la Ley de Dios, que ellos abrazaban con sinceridad, veían a los españoles tan metidos en pensamientos del mundo, y se desarmaba tristemente toda la obra, y aun salía falta de estimación nuestra Santa Fe. Basta esta apuntación, que ya el Lector entenderá (Santa Cruz, 1693, p. 86).

 

Los neófitos eran víctimas del mal ejemplo de los españoles, a lo que los hombres de Iglesia no pudieron responder adecuadamente, no por falta de empeño sino porque el mensaje evangélico se veía deslegitimado ante los vicios ya mencionados que promovieron los comerciantes españoles. En vista de que sus empeños eran en vano, Dios, el “verdadero médico”, visitó Manila en la noche para no dejar casas en pie y así infundir definitivamente el temor a través de reiterados temblores.

El 30 de noviembre de 1645, visitó Dios la Provincia en horas de la noche, precisamente para despertar a los pobladores de su letargo, causó estragos el convento de Santo Domingo, del que Baltasar de Santa Cruz llegaría ser prior, y se vinieron abajo dos de las torres mayores de la catedral de Manila, cinco días más tarde ocurrió un maremoto que causó daños a las embarcaciones del puerto, dando así cumplimiento a la profecía de Ezequiel a propósito de Tiro. A pesar de los “ordinarios estragos” con los que Dios había anunciado su ira, todavía quedaba bastante “dolo”, por una parte, los habitantes de origen chino que vivían en los arrabales tenían la reputación de ser adictos a los juegos de azar y al pecado nefando, vicios que los españoles no habían podido erradicar efectivamente, de hecho, terminaron auspiciándolos; por otra parte, los indígenas filipinos se mantenían en la ociosidad y por el mal ejemplo, tanto de los chinos como de los españoles, encontraron poca motivación para asumir un modo de vida acorde a los preceptos cristianos. Podríamos ver aquí un eco de Lactancio sobre la ira de Dios, sin el odio al pecado, sin el repudio visceral al vicio, no hay volición para encaminarse al bien y permanecer sólidamente en él.

Santa Cruz refiere, respecto del paisaje urbano, lo mal acostumbrados que estaban los indígenas a vivir cómodamente en las casas de arquitectura europea, situación que se vio súbitamente interrumpida por el sacudón:

 

Entre los lndios en sus casas pajizas, donde al fin comían un bocado, y dormían un sueño con algún reposo y los que antes vivían, en Palacios, en alcobas defendidas de salas y antesalas, subiendo por escalas anchas y artificiosas, ahora se veían obligados a trepar por unas cañas (de qué hacen estos naturales sus escaleras) para meterse en unas como jaulas de pájaros, y no cesaban de dar gracias a Dios. El fruto que su Magestad sacó fue sin duda grande pues todo era frecuencia de sacramentos, confesiones generales, procesiones, rogativas, restituciones de lo mal ganado, amistades entre personas enemigas de muchos tiempos, olvidados juegos y vicios, y dejadas malas familiaridades. De suerte que esta castigada Tiro, se vio por la eficaz predicación de tantas plagas, y por las voces de tan repetidos terremotos, convertida en una penitente Nínive (Santa Cruz, 1693, pp. 87-88).

 

Resulta pertinente recalcar que algunos estudios aclaran que años antes del terremoto en cuestión habían sucedido una serie de desastres como incendios y pérdidas de cosechas en la región (Cervera, 2015, pp. 136-143). Debido a la temporada de monzones, hacia finales del siglo XVI y principios del XVII, se presentaron carestías y un declive económico que fue atribuido a los sangleyes, por sus malas costumbres y porque sus corporaciones de artes y oficios acapararon algunas de las actividades económicas más rentables (García-Abásolo, 2013, pp. 24-29).[16]

En el año de 1583 un incendio consumió el Parián de Manila, mercado de la seda en bruto que por entonces estaba construido de caña, paja y nipa (un tipo de palmera del sudeste asiático), lugar frecuentado por artesanos y comerciantes de origen chino, el mercado tuvo que ser reubicado extramuros en donde los dominicos impulsaron la conversión de sus habitantes (Cervera, 2015, pp. 142-146). En este contexto, Baltasar de Santa Cruz, interpreta los levantamientos sengleyes como advertencias de Dios, quien tomó como instrumento de su ira a una población mal vista por los avecindados de Manila y el Tondo pero que, gracias a la incansable labor de los misioneros, dicha población estaba siendo corregida mediante la evangelización. Posteriormente, para el año de 1686, se les atribuyó a los panaderos chinos de Manila el haber utilizado vidrio molido en la fabricación del pan, sin embargo, en esta oportunidad una investigación desestimó la acusación gracias a los testimonios de vecinos muy prestantes de la ciudad como el prior del Convento de San Pablo (Sales-Colín Kortajarena, 2016, p. 110; García-Abásolo, 2013, p. 27).

La devoción a la Virgen del Rosario, junto con una serie de obras de infraestructura con fines benéficos fueron las medidas concretas que adoptaron los predicadores para aplacar la ira de Dios y, al mismo tiempo, promocionar la evangelización en Oriente, por ejemplo, se creó el Colegio de Niños Huérfanos de San Juan de Letrán, además, se edificaron viviendas de alquiler para sortear el problema del hacinamiento en los barrios periféricos, por tal razón el dominico hace referencia a las mejoras en los materiales de construcción de cara a eventuales temblores, al tiempo que reconoce explícitamente la vulnerabilidad latente de los habitantes de los arrabales: “hoy con este miedo se fabrican, y han fabricado casas decentes aseguradas de madera y tablazones, con que se resisten mejor los temblores, de que esta tierra por su flaqueza es muy acosada” (Santa Cruz, 1693, p. 88).

 

A manera de conclusión

 

Hasta aquí se han tratado de sintetizar tres interpretaciones acerca de temblores acaecidos en diferentes regiones del Imperio, a pesar de las coyunturas particulares en que se da cada uno de ellos podemos afirmar que la noción de “ira de Dios” es recurrente y vehicula distintos usos retóricos. Por un lado, las ciudades de Manila, Cuzco y Málaga se comparan con urbes mencionadas por los profetas del antiguo testamento (Ezequiel, Nahúm y Amos, respectivamente); Tiro, Nínive, Jerusalén e incluso la antigua Troya sirven de parangón para explicar el porqué de la violencia del movimiento telúrico.

Por otro lado, los textos coinciden en culpar a las vanidades y el modo de vida cómodo que llevaron los habitantes de estas ciudades por entonces pujantes, el esplendor de una época dorada habría dado pie a la ociosidad, la avaricia y el pecado en términos generales; los prelados estarían exentos de culpa por los pecados de sus fieles, los pastores en este orden de ideas fungen como diligentes y temerosos siervos de Dios preocupados por lo temporal, también como sirenas que sollozan por las desgracias de los hombres y como gallinas que cobijan entre las alas a sus polluelos.

Las rogativas y los actos públicos de penitencia fueron la primera medida concreta que impulsaron las autoridades religiosas en los casos señalados, las cartas escritas por iniciativa de los prelados se enviaron al poco tiempo de lo sucedido, en otras ocasiones, como lo muestra Andrea Noria, era el poder civil el que solicitaba las pastorales y los actos de expiación (Noria, 2013, pp. 47-49). En Manila existió un interés creciente por los materiales empleados para la construcción de las viviendas porque los incendios habían sido frecuentes, mientras tanto, en el Cuzco se persigue una exención fiscal para la reconstrucción, finalmente, en Málaga, el prelado interpretó que signos como la peste del año anterior no habían sido acatados para la enmienda de las costumbres, razón por la cual se presentó una calamidad pública mayor que pudo haber sido, sino prevenida, al menos mitigada al apagar la ira divina.

La historia del dominico Baltasar de Santa Cruz resaltó la importancia de su orden en la evangelización de una minoría étnica, adicta a los juegos de azar, susceptible de levantarse en contra de los españoles, quienes por demás no eran un buen ejemplo para los nativos filipinos recién convertidos. El obispo del Cuzco se excusa por su ausencia ante el poder civil, como un pastor que se compadece por sus ovejas, mientras buscaba a toda costa alivios económicos para recuperar el esplendor de la ciudad imperial. El prelado a cargo de Málaga, por su parte, hizo hincapié en los pecados de los avecindados en su obispado y mostró serios reparos a las muestras de arrepentimiento de los fieles, para él se debía realizar un nuevo pacto colectivo con la divinidad.

Quedan por esclarecer las relaciones de sucesos, cartas y noticias coetáneas al terremoto de Luzón, este evento es el único que se relata a muy grandes rasgos y varias décadas después del temblor, a diferencia de lo que pasa con los terremotos de Cuzco y Málaga, en donde los obispos sienten la afectación, Ocón desde Lima y Fray Alonso en el seno de su obispado. De la ciudad andaluza se conservan muchos más sermones que de las ciudades ultramarinas, sin embargo, los estragos alcanzaron una dimensión catastrófica dentro del discurso religioso en los tres casos en cuestión e inclusive, por la proliferación de devociones populares, se atestigua una importancia regional de estos eventos sísmicos.

En los tres casos los terremotos fueron, para los autores del discurso homilético, muestras de la “ira de Dios”, a la vez que signos de su misericordia; la pobreza que aquejaba Manila iba a incrementar el celo religioso, la destrucción del Cuzco en la tierra iba a permitir recuperar su esplendor en el cielo como Nueva Jerusalén, y los estragos en Málaga propiciarán un verdadero temor de Dios, categoría fundamental para explicar ciertos fenómenos naturales como manifestaciones de su ira.

 

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Recibido: 24/04/2023

Evaluado: 03/07/2023

Versión Final: 29/07/2023

 



(*) Máster en historia del mundo medieval mediterráneo. Especialidad Bizancio (Universidad Paris-Sorbonne), Francia. Doctorando del Instituto de Historia (Universidad Católica de Chile), Chile. Miembro de la Sociedad Internacional para el Estudio de las Relaciones de Sucesos, España. Email: epinzon@uc.cl. ORCID: https://orcid.org/0009-0001-0563-3558

[1] Séneca, Libro primero, De la ira, 41 d.C. Recuperado de: https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/de-la-ira--0/html/fefae560-82b1-11df-acc7-002185ce6064_2.html.

[2] Schedel, H. (1493). Liber chronicarum, vulgo notus Chronica Nurembergensis. Nuremberg: Anton Koberger, folio XXI.

[3] El siglo XVII, en particular, se ha considerado el siglo del demonio por la proliferación de teorías demonológicas, con todo y que en los sermones aquí seleccionados no se menciona su agencia explícita, es importante tener en cuenta que al maligno se le atribuyó, por aquel entonces, la capacidad de generar explosiones subterráneas y sismos, bajo el imaginario milenario de que habitaba el inframundo. Hasta el astrónomo jesuita Don José Zaragoza daba cabida a su responsabilidad respecto de los terremotos, siempre y cuando le fuera permitido por Dios efectuar dichos movimientos subterráneos (Gelaberto Vilagran, 2013).

[4] Museo Colonial (s.f.). Señor de los temblores. Recuperado de http://www.museocolonial.gov.co/colecciones/piezas-del-mes/Paginas/Se%C3%B1or-de-los-temblores.aspx

 

[5] Anónimo. Terremoto del Cuzco y procesión del cristo de los Terremotos. (1600 - 1699). Recuperado de https://arca.uniandes.edu.co/obras/2082

[6] Ocón, J.A., Carta Pastoral Consolatoria Dirigida a los Nobilissimos Cabildos, eclesiástico, y secular de la gran ciudad del Cuzco, y a sus habitadores todos. Con ocasión de un formidable temblor, que hubo en ella el 31 de marzo de este año 1650, impresa en Lima, John Carter Brown Library, Rare Books; BA631. D723s., p. 90.

[7] Ocón, J.A., Carta Pastoral Consolatoria Dirigida a los Nobilissimos Cabildos, eclesiástico, y secular de la gran ciudad del Cuzco, y a sus habitadores todos. Con ocasión de un formidable temblor, que hubo en ella el 31 de marzo de este año 1650, impresa en Lima, John Carter Brown Library, Rare Books; BA631. D723s., pp. 90-93.

[8] Ocón, J.A., Carta Pastoral Consolatoria Dirigida a los Nobilissimos Cabildos, eclesiástico, y secular de la gran ciudad del Cuzco, y a sus habitadores todos. Con ocasión de un formidable temblor, que hubo en ella el 31 de marzo de este año 1650, impresa en Lima, John Carter Brown Library, Rare Books; BA631. D723s., pp. 16-17.

[9] Ocón, J.A., Carta Pastoral Consolatoria Dirigida a los Nobilissimos Cabildos, eclesiástico, y secular de la gran ciudad del Cuzco, y a sus habitadores todos. Con ocasión de un formidable temblor, que hubo en ella el 31 de marzo de este año 1650, impresa en Lima, John Carter Brown Library, Rare Books; BA631 .D723s., p. 6.

[10] Contreras (de) y Valverde, V., Respuesta a la Carta Consolatoria del iLLmo., S. Don Juan Alonso Ocón, Obispo del Cuzco, del Consejo de su Magestad, Visitador General de los tribunales de la Santa Cruzada, 1650, John Carter Brown Library, Rare Books; BA631. D723s., p. 21.

[11] Archivo Histórico Nacional de Madrid. V.E. 69-4 y 69-71. Relacion verdadera de la lastimosa Destruicion, que padeciò la Ciudad de Malaga, por el espantoso Terremoto que sucediò el Miercoles 9. De Octubre deste presente año de 1680.

[12] Biblioteca Nacional de Madrid. VE/196/123. Santo Tomás (de), Alonso, Carta pastoral al Illustrísimo y Reverendissimo Señor D.F. Alonso de S. Tomas, Obispo de Málaga. A los fieles de su Obispado en el tiempo que Dios N. Señor castigo esta ciudad y su comarca con un temblor de tierra. Málaga. 16 de octubre de 1680, p. 8.

[13] Biblioteca Nacional de Madrid. VE/196/123. Santo Tomás (de), Alonso, Carta pastoral al Illustrissimo y Reverendissimo Señor D.F. Alonso de S. Tomas, Obispo de Málaga. A los fieles de su Obispado en el tiempo que Dios N. Señor castigo esta ciudad y su comarca con un temblor de tierra. Málaga. 16 de octubre de 1680, p. 8.

[14] Biblioteca Nacional de Madrid. VE/196/123. Santo Tomás (de), Alonso, Carta pastoral al Illustrissimo y Reverendissimo Señor D.F. Alonso de S. Tomas, Obispo de Málaga. A los fieles de su Obispado en el tiempo que Dios N. Señor castigo esta ciudad y su comarca con un temblor de tierra. Málaga. 16 de octubre de 1680, p. 12.

[15] Manesson-Mallet, A. (1683). Description de l'Univers, contenant les differents systemes du Monde : les Cartes genérales & particuliéres de la Geographie Ancienne & Moderne, (vol. 2). Paris: D. Thierry, p. 67.

[16] De acuerdo con Antonio García-Abásolo la relación conflictiva con los chinos en Manila se fundamentaba en los grandes flujos de sengleyes, “gente que viene y va”, lo que hacía difícil su asimilación. Los alzamientos de esta comunidad, tan necesaria en distintas actividades económicas, hicieron que se configuraran como el alter ego de los vecinos españoles blancos, de manera que, advenidos ciertos hechos de infortunio se les achacaba la responsabilidad, bien sea por sucesos súbitos como tempestades o incendios, o bien por eventos más lentos como años de carestías y malas cosechas sucesivas.