Una Revisión Histórica del Concepto de Políticas Públicas: El Caso de la Monarquía Hispánica (Siglos XVI-XIX)

 

Loris De Nardi(*) y Macarena Cordero Fernández(**)

 

ARK CAICYT: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s24690732/6ak2ufaaq

 

 

Resumen

 

Se ha logrado cierto consenso en considerar el concepto de “políticas públicas” como propio de las democracias liberales y, por tanto, producto de la afirmación del Estado de derecho contemporáneo. El objetivo de este artículo es poner en discusión dicho paradigma, y afirmar que esta herramienta de gobierno no fue una invención de la contemporaneidad, ni menos aun monopolio del Estado de derecho democrático, pues durante el Antiguo Régimen los gobernantes ya impulsaron políticas públicas. Para demostrar la hipótesis propuesta, es decir, que nada obsta a que se pueda utilizar el concepto de políticas públicas para analizar, describir y categorizar la acción gubernamental del Estado del Antiguo Régimen, nos centraremos en un contexto político e institucional específico –la Monarquía Hispánica– para identificar las Políticas públicas de reducción del riesgo de incendio y las políticas públicas sanitarias impulsadas por la corona y sus agentes. 

 

Palabras clave: Políticas públicas; Gestión del riesgo; Monarquía Católica; Incendio; Enfermedades.

 

 

 

A Historical Review of the Concept of Public Policies: The Case of the Hispanic Monarchy (16th-19th Centuries)

 

Abstract

 

Certain consensus has been achieved in considering the concept of “public policies” as typical of liberal democracies and, therefore, a product of the affirmation of the contemporary State of Law. The objective of this article is to discuss this paradigm, and to affirm that this government tool was not a contemporary invention, nor even less the monopoly of the democratic State of Law. In fact, already during the Ancient Regime the authorities promoted public policies. In order to demonstrate the hypothesis that nothing avoids that the concept of “public policies” is utilized to analyse, to describe and to categorize the governmental action of the State of Ancient Regime, the article will focus on a specific political and institutional context, the Hispanic Monarchy, to identify public policies for fire risk reduction and for public health, promoted by the Crown and its agents.

 

Keywords: Public policies; Risk management; Catholic Monarchy; Fire; Diseases.

 


 

Una Revisión Histórica del Concepto de Políticas Públicas: El Caso de la Monarquía Hispánica (Siglos XVI-XIX)[1]

 

Introducción

 

El concepto de políticas públicas ha sido ampliamente estudiado y discutido a lo largo del siglo XX, principalmente por analistas sociales, como sociólogos, científicos políticos, abogados, entre otros.[2] Asimismo, se ha logrado cierto consenso en considerar el concepto de políticas públicas como propio de las democracias liberales y, por tanto, producto de la afirmación del Estado de derecho contemporáneo. Cuestión que habría coincidido, además, con el inicio del estudio de las políticas públicas como una herramienta de gobierno, caracterizada por su alto grado político, desarrollado a partir de los años 50 del siglo XX en Estados Unidos (Torres-Melo y Santander, 2013, p. 15): dado el contexto convulso y tenso de la Guerra Fría, el Estado democrático occidental se autoproclamó como el único detentor de la potestas, y por ello, capaz de diseñar e impulsar políticas públicas, entendiéndolas como un conjunto de medidas (no necesariamente de carácter normativo) dirigidas a satisfacer las más variadas necesidades de la población y solucionar los problemas públicos. Se explica así, por ejemplo, que Mireya Dávila y Ximena Soto Soutullo, al momento de definir las políticas públicas como las acciones del Estado para solucionar un problema definido como “público”, especificaran también que su implementación se solía limitar a los “contextos democráticos, debido a la necesidad de dar valor a este régimen político como único espacio posible para resolución de los temas públicos” (2011, p. 10).

El objetivo de este artículo es poner en discusión dicho paradigma. Afirmamos que las políticas públicas no fueron una invención de la contemporaneidad, ni menos aun monopolio del Estado de derecho democrático. Por el contrario, a lo largo de estas páginas postularemos la hipótesis, que intentaremos demostrar, de que durante el Antiguo Régimen los gobernantes impulsaron políticas públicas, aunque la terminología utilizada para conceptualizarlas fue distinta. Es decir, pretendemos dar cuenta de que también los Estados modernos pensaron y ejecutaron políticas públicas, aunque, valga advertir, como todo concepto histórico, este presenta continuidades y cambios a lo largo del tiempo.

A partir de la hipótesis planteada, nos centraremos en los siguientes objetivos. Primero, verificar que durante el Antiguo Régimen hubo políticas públicas, y que, por tanto, es posible estudiar la acción gubernamental recurriendo a este concepto. Esto contribuye a entender, de manera más acabada, el funcionamiento del Estado moderno y, al mismo tiempo, a asentar la idea de que todas las formas estatales cuentan con mecanismos de participación colectiva, las que, a su vez, permearon y dieron contenido al concepto de las políticas públicas impulsadas por la autoridad constituida. Esto permitirá, además, reafirmar, con fuerza, la naturaleza corporativa y negociada del Estado en el Antiguo Régimen, contradiciendo las interpretaciones, aún arraigadas en ciertos círculos historiográficos, de la real dimensión del Estado absoluto.

Segundo, sentar la idea de que las políticas públicas no son un producto de la contemporaneidad, lo que, a su vez, ofrecerá la oportunidad de profundizar en la formulación primigenia de esta expresión dialéctica de la gobernanza, y, al mismo tiempo, mejorar su comprensión, pues, como subrayaba Helmut Coing, “el estudio de la evolución de las ideas del derecho en la historia es al mismo tiempo el fundamento de la comprensión del derecho vigente y de su dogmática” (1992, p. 48), toda vez que “la consideración histórico-jurídica de una norma nos aclara, en primer lugar, cuál era el problema de orden que se había planteado antes, qué cuestión de orden social se pretendía resolver con dicha norma. Nos muestra también los puntos de vista éticos o las consideraciones sobre su conveniencia, sobre las que se basó la solución adoptada” (1982, p. 255).

Tercero, estudiar las políticas públicas a partir de antecedentes y conceptualizaciones generadas en otros contextos culturales y temporales ofrece la oportunidad de pensar cómo sería posible mejorar su diseño e implementación hoy en día, al mismo tiempo que fortalecer el diálogo entre las disciplinas históricas –fundamentales para la comprensión de cómo se ha construido nuestro presente– y las ciencias políticas y sociológicas, que se proponen definir y elaborar toda una serie de categorías analíticas y herramientas para entenderlo y gobernarlo.

Para demostrar la hipótesis propuesta, es decir, que nada obsta a que se pueda utilizar el concepto de políticas públicas para analizar, describir y categorizar la acción gubernamental del Estado del Antiguo Régimen, nos centraremos en un contexto político e institucional específico –la Monarquía Hispánica– para identificar las políticas públicas de reducción del riesgo de incendio y las políticas públicas sanitarias impulsadas por la Corona y sus agentes. Para poder cumplir con ello, antes, daremos cuenta de qué se entiende por políticas públicas en el escenario actual, y ofreceremos una panorámica general del sistema de gobierno de nuestro objeto de estudio, la Monarquía Hispánica.

 

Características propias de las políticas públicas según la ciencia política

 

Según la ciencia política, la “política pública” tiene como principal objetivo solucionar un problema que en un momento determinado los ciudadanos y el propio gobierno consideran prioritario. Es por ello que se categorizan como políticas públicas únicamente aquellas acciones del Estado que tienen por objeto solucionar un problema definido como público, es decir, problemas concretos que afectan a las sociedades complejas y democráticas en el mundo contemporáneo (Dávila y Soto Soutullo, 2011; Lahera Parado, 2002; Subirats y Gomá, 1998). Dicho de otro modo, es comúnmente aceptado que las acciones que configuran políticas públicas están en estrecha relación con el espacio colectivo, esto es, la dimensión en donde se discuten los aspectos que influyen en la vida social. Esta constatación explicaría por qué las políticas públicas solo son fenómenos propios de regímenes democráticos, pues se consideran el resultado de una negociación y mediación entre los múltiples componentes sociales.

Más específicamente, algunos autores indican que las medidas que conforman las políticas públicas tienen que tomarse de manera democrática, dado que deben ser el resultado de una mediación entre los distintos “agentes (individuos), agencias (instituciones) y discursos (síntesis de la interacción entre agentes y agencias) en pugna por imponer un determinado proyecto de dirección política y de dirección ideológica sobre la sociedad y el estado que son gobernados” (Medellín Torres, 2004, p. 28; Flores Cáceres, 2009; Canto Chac, 2002; Anderson, 1984; Lindblom, 1979; Jenkins, 1978; Friedrich, 1963). Por esta razón, además, las políticas públicas se caracterizan por el hecho de que las acciones o decisiones que las configuran han sido adoptadas “dentro de un campo legítimo de jurisdicción, y de manera conforme a procedimientos legalmente establecidos”, pues de otra manera no podría cumplirse otro carácter identificatorio de la política pública: ser colectivamente vinculante para todos los ciudadanos de la asociación, en el marco de su competencia (Meny y Thoenig, 1992, pp. 89-90).

La política pública, asimismo, tiene que traducirse en un conjunto de decisiones o acciones, tomadas o llevadas a cabo por uno o varios actores políticos, de cualquier nivel institucional, aunque siempre han de ser poseedores de autoridad formal, es decir, legalmente reconocidos. Lo anterior conduce a entender la política pública como un conjunto o secuencia de decisiones, más que como una decisión singular, acerca de una acción de gobierno particular. Seguidamente, dichas decisiones pueden tomar la forma de leyes, órdenes locales, juicios de corte, órdenes ejecutivas, decisiones administrativas y hasta acuerdos (escritos o no escritos) acerca de lo que se debe o no hacer (Plano y Greenberg, 1973, p. 311). Así, hay investigadores que reconocen que una política pública “está hecha de palabras”, mientras que otros consideran que debe ser escrita. Con todo, sea verbal o escrita, se conforma a partir del debate, de la argumentación, que por lo tanto resultan centrales para definir las etapas del proceso de las políticas públicas. Debido a esto, una política pública no debe necesariamente entenderse solo como un conjunto de medidas, sino que, principalmente, como una actividad de comunicación pública que reúne todo el conjunto de actividades “posdecisionales” o “retrospectivas” que buscan aportar “evidencias, argumentos y persuasión” (Majone, 1989, pp. 2-3). En fin, y no es secundario, una política pública, para ser considerada como tal, puede no ser necesariamente efectiva; de ahí que se ha afirmado, por algunos estudiosos, que política pública “es todo lo que los gobiernos deciden hacer o no hacer” (Dye, 2008, p. 1), no importando, para los efectos de esta comprensión, si su aplicación solucionó o no un problema.

 

Un Estado mucho menos absoluto de lo que se piensa

 

La sociedad del Antiguo Régimen tenía múltiples espacios formales (gubernamentales), es decir, públicos, de negociación política (asambleas estamentales, cortes, consejos, estamentos, cabildos, entre otros), además de toda una serie de canales informales (no estatales), que permitían a los gobernados influir en todos los niveles del proceso de toma de decisiones, con el fin de ver satisfechas sus peticiones y resueltos sus problemas. Así, durante el Antiguo Régimen, hubo un complejo entramado institucional, con amplios vínculos sociales y políticos, los que, mediante una dialéctica negociada a un tiempo formal e informal, determinaban y definían la política gubernamental impulsada por el príncipe y sus representantes y, sobre todo, permitían a la autoridad constituida recoger, analizar y resolver las problemáticas e inquietudes sociales, a través de la gestación de políticas públicas específicas. Por esto, contrario a lo que han afirmado algunos analistas políticos, la gestación de estas políticas pasaba por un proceso decisional coral, dialéctico y negociado.

El orden administrativo-político estaba compuesto por muchas instituciones, cuya jerarquía si bien estaba sancionada formalmente, a menudo se veía puesta en discusión en el plano político. Además, todas las córporas que conformaban la arquitectura institucional tenían capacidad de autogobierno, intereses propios, misiones contrapuestas pero también coincidentes y, a menudo, los confines entre las respectivas jurisdicciones resultaban ser muy lábiles.[3] Por esta razón, eran muy frecuentes las interferencias y los roces institucionales, que se solían resolver recurriendo a una instancia superior, que oficiaba de árbitro y mediador entre las varias corporaciones sociales, pues “el conflicto formaba parte de la fisiología (y no de la patología) de los cuerpos políticos en el Antiguo Régimen, siempre necesitados de una instancia armonizadora que, dando a cada uno lo que le correspondiese, garantizara la permanencia del orden jurídico en su conjunto” (Garriga Acosta, 2004, p. 17).

Esto no es todo. Las decisiones políticas se materializaban mediante la justicia o “decir derecho”, y tenían el principal fin de reconocer, reconfirmar o denegar derechos, con miras a reordenar a la sociedad (Agüero, 2006; Garriga Acosta, 2004, p. 11; Costa, 1997; Hespanha, 1994-1995, p. 63). Así, la sociedad del Antiguo Régimen se regía por

 

una “cultura jurisdiccionalista”, constituida sobre ejes y axiomas muy diferentes a los nuestros y donde el poder político se materializaba en la “potestas” (potestad) o poder jurisdiccional, la “jurisdictio” (juris-dictio = decir el derecho), noción que simplemente hace referencia a la posibilidad por parte del titular legítimo de la misma de establecer derecho y administrar justicia, es decir, de ejercer el dominio político sobre los hombres (Carzolio, Pereyra y Bubello, 2017, p. 21).

 

En buenas cuentas, estamos en presencia de un orden político en el que el poder contó con una serie de regulaciones que develan que su ejercicio era casi siempre complejo. Está, por una parte, la tendencia a centralizar el poder que tuvieron las monarquías europeas, para precisamente eludir otras instancias –nobles, gremios, clero, entre otros–, con miras a imponer el ideario regio. En tal sentido, la técnica jurídica de dictar normas por medio de las pragmáticas, que obviaban a las cortes, parlamentos, estados generales, dietas, requiriendo para su formación o derogación la sola voluntad real, es reflejo de esta tendencia.

No obstante, y pese a los esfuerzos de los diversos monarcas, lo cierto es que, al mismo tiempo, las distintas instituciones, corporaciones y grupos de la época bregaron por conservar sus espacios de influjo y poder, lo que implicó que forzosamente el ideario regio debiera negociar con los diferentes grupos de la sociedad , pues cada vez que se quería realizar cambios o normar una situación –incluso, introducir mejoras materiales–, era necesario negociar con los destinatarios, quienes también defendían sus esferas de poder y, mediante ellas, hacían saber de sus necesidades y de sus deseos.

El sistema, aparentemente confuso, funcionaba porque lo que prevalecía era la concepción corporativa de la sociedad, lo que determinaba que cada comunidad era reconocida como una universitas, es decir, los contemporáneos la entendían como un cuerpo político con su propia jurisdicción –atribuida por el consenso del colectivo– para regir y administrar sus propios asuntos. De hecho, ha sido ampliamente demostrado que

 

el tránsito entre las convencionalmente llamadas edad media y edad moderna, se caracteriza precisamente por el desarrollo de un intenso proceso de integración corporativa (y no meramente territorial, toda vez que los territorios estaban por lo común jurisdiccionalmente equipados), cuyo resultado más significativo o vistoso fue la composición de formaciones políticas complejas (o mayores, por agregación de otras menores), que son los tradicionalmente llamados “Estados modernos” (Garriga Acosta, 2004, p. 13).

 

Debido a ello, las distintas córporas que conformaban la sociedad –entre las cuales podemos mencionar ciudades, comunidades campesinas, órdenes, gremios– tenían sus fueros y se regían por su propia normatividad, sin que ello excluyera su subordinación a entidades superiores, que finalmente las complementaban y las limitaban. Es decir, tenían capacidad de autodeterminación (dictar sus propias normas) y autorregulación (administración). Por ello, el Estado se consideraba una comunidad perfecta encabezada por el príncipe y conformada en su interior por comunidades menores (Garriga Acosta, 2004, p. 13).

Como ya hemos dicho, la acción de gobierno se llevaba a cabo exclusivamente a través de la impartición de la justicia, pues esta se consideraba la máxima expresión del poder (Garriga Acosta, 2004, p. 13), y “la única función jurídicamente ‘visible’, al grado que, en el lenguaje legal, la noción misma de potestas publica se expresaba a través del término iurisdictio” (Mannori, 2007, p. 132). En este contexto, había dos tipos de justicia: la “justicia distributiva”, que era facultad exclusiva del Rey, por la cual en uso de su magnificencia y liberalidad podía otorgar discrecionalmente privilegios y mercedes, y la “justicia conmutativa”, es decir, el buen gobierno, ejercido sobre las acciones y el intercambio realizado entre los seres humanos, debiendo recibir cada uno, según su posición, lo que le era justo, es decir, lo que le correspondía por estatuto (Carzolio, Pereyra y Bubello, 2017, p. 23). Sin embargo, esto no significa que “el cuadro funcional de una monarquía del Antiguo Régimen fuese lo mismo que un reino feudal o una comuna libre del Doscientos” (Mannori, 2007, p. 132). De hecho, por un lado, es verdad que el príncipe tenía que lidiar con una cultura que consideraba que el orden social, sancionado por el jurídico, era un orden revelado, es decir derivado directamente de Dios, pues “para los contemporáneos, el poder jurisdiccional remitía por esencia a la idea de un ordo = orden, general y natural, instituido y querido por Dios para toda la creación como lex aeterna” (Carzolio, Pereyra y Bubello, 2017, p. 22); y ello explica por qué hasta la Ilustración,

 

un soberano que quisiera innovar [unilateralmente] el ordo juris hubiera sido tachado de tirano, y a los ojos de los juristas se habría manchado de impiedad, porque no temiendo modificar los núcleos esenciales del derecho, eternos por definición, demostraba su intención de violar la “constitución del reino” y de no tener miedo de Dios, pues todo el derecho, por ser incardinado en el orden universal, directamente de Él derivaba. El rey innovador se manchaba así del crimen más grave: el de lesa majestad divina, y claramente un rey cristianísimo, como el francés, o católico, como el español, no habría podido superar estos límites, sin incurrir en consecuencias gravísimas (Di Donato, 2010, p. 42).

 

Por otro lado, “es indudable que al menos a partir del inicio del Quinientos la actividad del príncipe había alcanzado, en el plano teórico, una marcada autonomía con respecto a la esfera del ius dicere, configurándose no ya como la ‘lectura’ de un orden jurídico precedente, sino más bien como una libre modificación del mismo, fundada en su voluntad imperativa” (Mannori, 2007; Garriga Acosta, 2004, p. 12). Se registra una

 

deriva voluntarista que, arrancando en la fórmula de la potestas extraordinaria o absoluta, culmina en la noción de soberanía y, en el curso de la edad moderna, tiende cada vez más claramente a situar la figura del princeps por encima del derecho, reconociéndole la capacidad de modificar el universo normativo mediante actos de voluntad imperativa (y con unos u otros requisitos según cuál fuera su alcance). Ahora bien, estas facultades se entendieron siempre al servicio (y no en contra) del orden constituido: propias del oficio de princeps, estaban vinculadas a ciertas finalidades y debían ser ejercidas en conciencia; de hecho, como extraordinarias habían de servir precisamente para resolver los problemas que no encontraban solución con los medios ordinarios (i. e., ajustados al orden), pero aquella cultura jurídica consideraba dignos de remedio (Garriga Acosta, 2004, p. 16).

 

Así, el panorama hasta ahora esbozado revela que el “príncipe del Antiguo Régimen” se caracterizaba por ser más un “dispensador” que un legislador, puesto que su rol era el de administrador de una “gracia”, que resultaba ser una forma superior de justicia; empero, esto no significaba que dicho príncipe, y el Estado jurisdiccional que alrededor de él se fue construyendo, no pudiera hacerse cargo de un variado conjunto de asuntos que no tenían nada que ver con la justicia propiamente dicha, pues su principal objetivo era el de imponer una minuciosa reglamentación, con el fin de solucionar los problemas sociales o mejorar las condiciones de vida de la población. De hecho, fue sobre todo en el plano de las funciones subalternas donde las grandes novedades del Estado posrenacentista descienden al ámbito de prácticas y de formas de ejercicio del poder manifiestamente adheridas a la tradición, pues se ha demostrado que la expansión de los deberes públicos durante la edad moderna, en vez de dar lugar a la emersión de un nuevo tipo de función ejecutiva distinta de la judicial, provocó más bien una especialización progresiva en el ejercicio de la jurisdicción.[4]

Debido a la persistencia de la cultura jurisdiccional medieval, que encontraba su implementación práctica en el gobierno por magistraturas, es decir, en un conjunto “de organismos judiciales con competencia específica en cada sector del interés público que se iba agregando a la administración de justicia en sentido propio”, el Estado Moderno pudo encargarse de las principales materias administrativas (fiscalidad, abastos, sanidad pública, caminos, planificación urbanística, reglamentación del comercio, policía, etc.,), creando, “a medida que las necesidades lo exigían, uno o más jueces-administradores, más o menos subordinados a las cortes de última instancia o a la jurisdicción de algún consejo soberano, pero todos recíprocamente autónomos” (Mannori, 2007, p. 132); mientras que,

 

en la periferia, donde una sectorialización de competencias de este tipo no hubiera resultado económica, las nuevas atribuciones fueron en su mayoría asumidas por aquellos iusdicentes locales –ya fueran magistrados regios, ciudadanos o comoquiera que fuesen llamados por las organizaciones estamentales– que desde el bajo medioevo tenían jurisdicción general sobre todas las controversias de un territorio dado y que se convirtieron en los agentes responsables de la ejecución de todas las distintas políticas centrales (Mannori, 2007, p. 132).

 

La configuración de estas nuevas magistraturas no hace otra cosa que complejizar la arquitectura institucional, pues, como ha subrayado Carlos Garriga Acosta, al momento de hablar de Estado Moderno, no se puede olvidar que “lo medieval” no desaparece sustituido por “lo moderno”, sino que “a lo sumo esto se superpone a aquello”, tanto que, “en las formaciones políticas modernas”, deben distinguirse “elementos estatales y elementos no-estatales”, y perduran las viejas jerarquías (2004, p. 7), junto a la concepción corporativa de la sociedad, que otorga a las distintas córporas que la conforman capacidad de autodeterminación (dictar sus propias normas) y autorregulación (administración). Esto claramente terminó por mermar la soberanía del príncipe, que, a fin de cuentas, se mantuvo más limitada que absoluta, por lo menos hasta el comienzo del siglo XVIII.[5] Como ha observado Carlos Garriga Acosta, esto se debía al hecho de que por proceder y concretarse “el orden natural de los derechos tradicionales (o adquiridos) que componen la constitución tradicional, el poder político es un instrumento del orden”, porque “existe y se legitima para mantener el orden constituido, y a este fin (que es el oficio o función que cabe a su titular) va trenzando un conjunto de dispositivos institucionales, que son así procedimientos o mecanismos, prácticas o instrumentos para realizar (hacer realidad) la concepción jurisdiccionalista del poder político (o lo que es igual, para mantener a cada uno en su derecho)” (2004, p. 12). Por lo cual, debemos recordar que

 

contrariamente a la feroz silhouette que el liberalismo del Ochocientos hizo del soberano absoluto, éste casi nunca agredió frontalmente los fundamentos del Justizstaat bajomedieval. Lo que hizo fue incardinar su nueva autoridad personal en el vetusto edificio heredado de los siglos precedentes, afirmando su derecho a derogar el ius inventum, a revisar a su antojo todas las decisiones de los magistrados subordinados y tal vez a interferir libremente en su actividad. Pero esto no incidió a fondo en la cualidad sustancial (por así decir) del poder, que en su esencia permaneció fiel a la propia definición medieval. Poder de juzgar y poder de mandar, así, siguieron siendo inseparables, tanto en la práctica como en la perspectiva teórica (Mannori, 2007, pp. 133-134).

 

En consecuencia, se debe entender que en el Antiguo Régimen la mayoría de las decisiones políticas, incluso las medidas que tenían como norte la resolución de un problema público, o la satisfacción de una necesidad social, que hoy llamamos políticas públicas, no eran el producto de una resolución unilateral de la autoridad constituida, sino más bien el fruto de una negociación llevada a cabo entre las distintas córporas que conformaban la sociedad; y no habría podido ser de diferente manera, pues la sociedad estaba empapada de “un ideario que, legitimado en último término como voluntad de Dios, se imponía como exigencia a quien, como cabeza del cuerpo político, correspondía organizar el gobierno de la justicia, es decir, construir un aparato apto para la debida conservación del orden” (Garriga Acosta, 2006, p. 80), y claramente este objetivo solo era factible de ser cumplido mediante la construcción de un amplio consenso alrededor de las decisiones políticas.

Lo dicho se cristaliza si aceptamos la premisa de que el orden del Antiguo Régimen era un orden de derechos judicialmente garantizados, que la función principal del poder político consistía en hacer justicia, que se identificaba con el mantenimiento del orden social y político establecido, y que el ejercicio de esta prerrogativa se traducía esencialmente en la resolución de conflictos entre esferas de intereses diversos, atendiendo a los derechos y deberes constituidos o radicados en el orden jurídico (Clavero, 1997). Entonces es innegable que se tratara de un proceso decisional participativo y dialéctico; tanto que, como ha destacado muy bien Luca Mannori,

 

la misma actividad de los magistrados desplegada de oficio con el fin de satisfacer intereses de carácter colectivo estaba integralmente sujeta a los principios del proceso, en el sentido de que, al menos en principio, el oficial no podía forzar al súbdito recalcitrante a obedecer su orden sino después de haber verificado en sede procesal que la prestación impuesta era conforme a la ley o a la costumbre, y garantizando, así, al afectado, todas las posibilidades de intervenir que el ordo iudiciorum le reservaba para cualquier controversia con otro particular (2007, p. 134).

 

Por último, es importante mencionar que durante el Antiguo Régimen el proceso de toma de decisiones terminaba sustancialmente por convertirse en una negociación entre las varias córporas que conformaban la sociedad, si bien, como es obvio, tenía un carácter asimétrico. Es decir, no todos los actores sociales, políticos e institucionales que participaban en ella tenían el mismo peso, la misma capacidad de negociación o, simplemente, estaban capacitados o posibilitados para intervenir en igual medida en el proceso definitorio de las políticas. Por su parte, las instituciones de gobierno eran el baluarte político de específicas corporaciones sociales, que aprovechaban su posición para imponer una determinada visión de la sociedad, y defender determinados intereses. Sin embargo, que hubiera actores más aventajados que otros no significó que las autoridades no pusieran sobre la mesa las necesidades de la comunidad, así como las de todas las córporas económicas, sociales o políticas que la conformaban, puesto que al momento de implementar medidas necesarias para salvaguardar el bien público, o reducir determinados riesgos, o hacer frente a situaciones de crisis, la Corona mediaba.

 

Las políticas públicas son más antiguas de lo que se piensa: el caso de la Monarquía Hispánica

 

Como ya hemos visto, la doctrina contemporánea entiende por políticas públicas “…una construcción social donde el gobierno, como el orientador de la acción colectiva, interactúa con múltiples y diversos actores sociales y políticos” (Torres-Melo y Santander, 2013, p. 16). A su vez, pueden ser entendidas “…como programas de acción que representan la realización concreta de decisiones colectivas y el medio usado por el Estado en su voluntad de modificar comportamientos mediante el cambio de las reglas de juego operantes hasta entonces” (Roth Deubel, 2002, p. 19). Así, para estar en presencia de políticas públicas, estas deben darse a partir del accionar del Estado y del impacto que tienen en la sociedad, y las relaciones entre estos. Dicho de otro modo, es el Estado el que mediante su actuar directo pone en marcha las políticas públicas, siendo el responsable de que se verifiquen, para así cumplir con el desarrollo armónico de la sociedad. Pero, además, al Estado le corresponde el rol de adoptar las políticas públicas con miras a dar estabilidad y seguridad social, entre otros objetivos.[6] Seguidamente, los actuales estudios relativos a políticas públicas ponen énfasis en el carácter racional de las mismas y en el importante proceso de deliberación social para acordarlas, factor distintivo, a juicio de los cientistas políticos, de lo que acontece en la actualidad, pues sobre el análisis de datos cuantitativos y cualitativos se tomarían las decisiones (Garson, 1986, pp. 149-179). A ello se debe agregar el factor ideológico, o visiones de mundo, lo que determinaría qué camino seguir (Puello-Socarrás, 2007, p. 88). Incluso más, enfatizan que las formas actuales de gobernar conllevan la necesidad de comunicar y dar a conocer las posibles soluciones a los gobernados, suponiendo un “uso estratégico del lenguaje” con miras a concientizar a la sociedad (Corrochano, 2010, p. 8). Tras ello, plantean que, dados todos los factores enunciados, el concepto de políticas públicas es contemporáneo y puede considerarse un producto específico de la democracia liberal. Mas, lo cierto es que el sentido de lo público, utilidad, prevención, medidas, ya están presentes en la cultura jurídica y política de la Monarquía Hispánica, aunque difieren en cuanto a las formas de gobernar, así como en los actos de gobierno, tal como se ha enunciado. En efecto, la sociedad del Antiguo Régimen, y la Monarquía Hispánica en particular[7], se articuló a partir de una idea de “orden” que puso al centro el concepto de “salvación”, que por su importancia se estructuró como valor jurídico, político, social y religioso, caracterizando las distintas instancias.[8] Es más, se fue configurando como una sociedad conformada por múltiples y entrecruzadas córporas e instituciones con capacidad jurisdiccional, de decir derecho, que se vieron obligadas a negociar entre ellas y con la Corona para lograr normativas, medidas, y políticas conducentes tanto al bien común como al ejercicio del buen gobierno, del que era deudor personalmente el Rey ante Dios; y lo dicho se complejiza aún más si consideramos que la forma de gobernar no descansaba exclusivamente en las leyes, sino que reconocía un papel primario también a la doctrina, la costumbre y el razonamiento judicial, pues estos elementos jurídicos tenían el mismo valor que una ley, y en ciertas oportunidades, primaban sobre ella. Así, la “autoridad pública” estaba radicada en muchas instituciones, a las que les atañían los “negocios públicos”[9] con miras al bien público o pública utilidad.[10] Asimismo, la ley y las demás formas jurídicas debían tener por finalidad el bien común[11] y la equidad,[12] la que se gestaba en una serie de instancias que tenían por objetivo la solución de un problema o conflicto. Así, se distinguía entre el derecho y las políticas públicas, pues se comprendían las relaciones y alcances de uno frente a las otras. Más aún, los oficiales reales que administraban el sistema diferenciaban entre las distintas etapas de un curso de acción: la inclusión de nuevos problemas que debían ser resueltos, las medidas preventivas y sus resultados. En tal sentido, en cada espacio que integró la Monarquía Hispana es posible observar y analizar el modo en que las diversas corporaciones, grupos de interés –en definitiva, la comunidad– ejercieron sus prerrogativas, negociando con la Corona las medidas, normativas y formas de regular sus comportamientos, construcciones, entre otras. Por su parte, la Corona, con el objetivo de centralizar el poder, y con ello la toma de decisiones, tensionó las vinculaciones entre todos los sujetos partícipes. Así, se trató de procesos múltiples en diversas direcciones que debían lograr consensos o acuerdos. No era suficiente “imponer desde arriba” una reglamentación, dado que se necesitaba forzosamente negociar con los diversos cuerpos sociales, todos con capacidad de jurisdicción. De no hacerlo, arriesgaba a que lo ordenado desde la Corona se “obedeciera, pero no se cumpliera”, pues se debía contar, a lo menos, con la anuencia de la población a la que iba dirigida para que pudiese ejecutarse la política. En buenas cuentas, las diversas corporaciones del Antiguo Régimen, conocedoras de sus prerrogativas, bregaron por ejercerlas y oponerlas, si era necesario, a las políticas públicas pensadas desde “arriba” con miras a gestionar negociadamente las posibles soluciones a los problemas que debían enfrentar. En esta dinámica están presentes los procesos de negociación y diálogo explícitos y tácitos basados en la experiencia y cultura jurídica de la que eran portadoras todas las partes. Por lo anterior, podemos decir que las políticas públicas de reducción del riesgo de desastre, así como la administración de las aguas, yacimientos mineros, bosques, construcción de fortificaciones, puentes, entre otras tantas acciones, eran determinadas por los diversos cuerpos de una comunidad, los que, consensuadamente, establecían qué medidas debían implementarse. Todo ello bajo la legitimidad real que era la encargada de resolver los frecuentes conflictos y roces de jurisdicción. Mas, con la irrupción de la Ilustración, los actos de gobierno fueron mutando de manera paulatina, en el sentido de que, en adelante, será el Rey quien tenderá a centralizar y ejercer un poder directo sobre los súbditos, determinando qué medidas o políticas públicas aplicar al interior de su reino[13], tendiendo a omitir lo pensado desde otras córporas. Es necesario mencionar, también, que a partir del siglo XVIII se produjo una fisura en el “orden” dado por las nuevas ideas y los avances en materia científica. Los actos de gobierno, que tradicionalmente eran realizados por un enjambre de poderes, se centralizaron paulatinamente en el Rey, quien pretenderá dar, en forma directa, medidas y soluciones; en definitiva, políticas públicas. Por otro lado, no debemos olvidar que ya durante el Antiguo Régimen los riesgos de incendio, así como los sanitarios e hídricos, entre otros, no tenían únicamente un carácter político, sino que asumieron una clara connotación económica, y esto obligó a las autoridades a hacerse cargo de ellos, con el fin de salvaguardar el bienestar y prosperidad de las sociedades que habían sido llamadas a gobernar y proteger e, indirectamente, contribuían a enriquecer la monarquía que debían servir. Tal distinción implica que el análisis de las políticas públicas conlleva una dificultad metodológica, puesto que se hace necesario comprender que bajo el Antiguo Régimen se está ante la idea del “buen gobierno”, cuyas bases teóricas difieren del orden público, propio de las sociedades contemporáneas, y que se materializan durante el siglo XX.

En buenas cuentas, se trató de un proceso complejo, en que, a lo largo del tiempo, fueron cambiando las estructuras y formas de entender el poder, disímiles por cierto a las que rigen el Estado contemporáneo y las democracias liberales, aunque no por ello ajenas al concepto de políticas públicas. Así, y teniendo presente que desde mediados del siglo XV hubo una intención por parte de las monarquías de centralizar el poder, lo cierto es que, a mediados del siglo XVIII, dicha tendencia se empieza a imponer, apoyada en las nuevas teorías y pensamiento de los filósofos que contribuyeron a sedimentar la intervención directa del Rey y que se concretó en el Estado contemporáneo a finales del siglo XIX. Dicho con otras palabras, la cultura jurídica del Antiguo Régimen debe ser comprendida a priori, con la finalidad de dar cuenta de las políticas públicas de la época. Tal comprensión se justifica, además, porque el tránsito de monarquía a república, de súbdito a ciudadano, no fue de generación espontánea; fue forzoso que los actos de gobierno –los que por cierto pueden tener muchas acepciones, como influir, mandar, ejecutar– primero influyeran sobre la población, mediante un proceso negociado, para luego ejercer las nuevas formas de gobierno. Comprender las políticas públicas del período es, entonces, un asunto difícil de abordar, porque implica entender la cultura jurídica de la época, las formas de poder, así como los actos de gobierno. Y sobre la base de ello, develarlas y analizarlas. Por otra parte, estudiar las políticas públicas de un período y espacio determinado implica establecer cómo y quién las generó, el proceso de negociación subyacente entre los diversos grupos y el contexto complejo o conflictivo que da lugar a la necesidad de pensar qué políticas públicas realizar.

Para demostrar el punto nos centraremos en dos ejemplos: las políticas de reducción del riesgo de incendio impulsadas por las autoridades hispánicas durante el Antiguo Régimen y la campaña de vacunación contra la viruela promovida por la Corona a finales del siglo XVIII. Por obvias razones de espacio, no pretendemos presentar un estudio completo de estas dos cuestiones, sino que poner ante el lector una panorámica general pensada para contextualizar adecuadamente un caso de estudio específico, con el fin de demostrar lo que estamos planteando. Es decir, que durante el Antiguo Régimen ya es posible identificar conjuntos de medidas que podemos categorizar como políticas públicas, considerando las características sociales, políticas, jurídicas e institucionales que caracterizaban dicha sociedad, y que hemos explicado anteriormente.

 

A. Políticas públicas de reducción del riesgo de incendio

 

Somos lo que somos gracias al fuego: su control y manipulación representó el nicho biótico de nuestra especie, pues fue la “carga evolutiva” que posibilitó el desarrollo de nuestra civilización. A pesar de ello, la relación con este elemento fue siempre conflictiva, tanto que un antiguo refrán popular nos recuerda que “si el fuego es un buen servidor es también un terrible amo”. Así, si desde hace milenios no podemos concebir nuestra existencia sin el fuego al servicio de nuestros hogares, de nuestras ciudades y de nuestras industrias, al mismo tiempo le tememos, porque la experiencia nos ha demostrado innumerables veces que nuestras ciudades son vulnerables a las llamas, pues cualquier incendio no controlado podría convertirse en un verdugo para nuestra comunidad. Además, aprendimos, sobre la base de la experiencia, que estos infortunios, si bien pueden prevenirse, nunca podrán evitarse, porque en su gran mayoría se deben a la imprudencia y negligencia del ser humano.

Esta conciencia atávica del riesgo de incendio, que perdura hasta nuestros días, llevó a las sociedades antiguas a impulsar políticas públicas para intentar su reducción. De otra manera, por ejemplo, ¿cómo se podría definir la acción impulsada por las autoridades de la antigua Roma, tanto republicanas como imperiales, para disminuir la vulnerabilidad de las urbes al fuego? Pues, como han demostrado numerosas investigaciones, las magistraturas romanas gestionaron este riesgo para responder a una clara exigencia social. Así, desplegaron una estrategia que abarcaba distintos planes de intervención (derecho penal, derecho civil, plan urbanístico, responsabilización de la población) y que no solo miraba a la gestión inmediata de la emergencia, sino que más allá, pues entre sus metas estaba la reducción de su frecuencia y el número de los incendios.

De hecho, las autoridades romanas no se limitaron a instituir los primeros cuerpos de bomberos de la historia, los vigiles (Fernández Rosáenz, 2004; Baillie Reynolds, 1996; Capponi y Mengozzi, 1993), y a castigar duramente a los incendiarios (Zamora Manzano, 2016, p. 11; Gómez Rojo, 2011, p. 328; Marlasca Martínez, 2005, p. 374), sino que intentaron disciplinar a la población respecto del manejo prudente del fuego, obligando a los responsables de incendios culposos o involuntarios a indemnizar los daños provocados (Zamora Manzano, 2016, pp. 8-9; De Medio, 1908; Digesto, 19, 2, 9.3; 19, 11, 1; 19, 11, 4; Código, 4, 2, 11), y censurando y/o prohibiendo todos aquellos comportamientos considerados conductores de riesgo (Zamora Manzano, 2016, pp. 8-9; Mueller, 2004, p. 107; Paoli, 1942, p. 48; De Medio, 1908.). Al mismo tiempo, dedicaron muchos esfuerzos a aumentar la resiliencia de las ciudades a las llamas, interviniendo en la configuración y estructura del tejido urbano y dictando específicas normas urbanísticas (Zamora Manzano, 2016, pp. 4 y 21-23; Gómez Rojo, 2011, pp. 339-340; Gómez Rojo, 2003; XII Tablas).

Ahora bien, si volvemos la mirada a las sociedades ibéricas medievales y modernas, podemos fácilmente darnos cuenta de que todas las ciudades, grandes o pequeñas, tuvieron una nítida percepción del riesgo de incendio y, debido a ello, hicieron todo lo posible por reducir y gestionar su ocurrencia, diseñando y ejecutando políticas públicas para delinear las directrices de desarrollo urbano, tales como mejorar el acceso de la población al agua, reubicar las actividades más peligrosas o prohibir el uso de determinados materiales de construcción altamente inflamables, reemplazándolos por otros más resistentes al fuego; asimismo, disciplinaron socialmente a los individuos para que aprendieran a manejar, de manera prudente y adecuada, este elemento, a través de la promulgación de ordenanzas ad hoc que tenían el fin de “sancionar económicamente a aquellos vecinos que con su comportamiento imprudente o negligente hubieran podido provocar un incendio”; y estas medidas tomadas a nivel local eran complementadas y respaldadas por el ordenamiento jurídico real, que imponía a los responsables de los incendios involuntarios la indemnización de los daños provocados y condenaba a muerte a los incendiarios (Ortego Gil, 2018, p. 346).

Encontramos así una política pública de reducción del riesgo de incendio conformada por dos capas. La primera, que podemos denominar superior, se gestó producto de las deliberaciones de la autoridad real durante el Medioevo, cuyas bases fueron la doctrina y jurisprudencia romana, que integraba los ordenamientos civiles y penales vigentes en los distintos reinos que conformaban la Monarquía, y en los que se recogían los principios jurídicos básicos que habían sido pacíficamente aceptados desde hacía siglos por la sociedad occidental; así, por ejemplo, en el reino de Castilla algunas normas contenidas en el Fuero Real y en las Siete Partidas establecen que el incendio involuntario obliga solo a la indemnización de los daños, mientras que el doloso conlleva la muerte del responsable (De Nardi, 2020a y 2020b).

La segunda capa, en cambio, resultaba ser mucho más fragmentada, ello porque se articuló territorialmente, conformándose por las ordenanzas promulgadas por las autoridades locales, a partir de las condiciones específicas del espacio y/o de las costumbres de las distintas comunidades. De hecho, no podemos olvidar que fue solo la codificación decimonónica la que determinó el triunfo de la “normativa legal y reglamentaria” y fijó a través de la jurisprudencia las “reglas abstractas aplicables a cualquier persona en cualquier hecho, con independencia de las peculiaridades requeridas en los mismos” (Ortego Gil, 2022, p. 192). Durante la época moderna la reducción del riesgo de incendio se definía a partir del sentido común y de la experiencia. De esta manera, se atribuía un papel primordial propio a la costumbre, la que no estaba subordinada a las normas, por lo que resultaba esencial definirlas y moldearlas. Se puede afirmar que hasta el siglo XVIII fue “de ella que surgieron las condiciones para garantizar el empleo seguro del fuego, con el fin de evitar su descontrol y propagación” (Ortego Gil, 2022, p. 192). Incluso, para entender plenamente la conformación de esta segunda capa, tenemos que considerar el elemento “psicológico”, porque si es verdad que durante el Antiguo Régimen no había sociedad que no considerara los incendios como una problemática prioritaria, esto no significa que todas las comunidades demostraran la misma percepción del riesgo de incendio. Por ejemplo, la ciudad de Panamá fue destruida en repetidas ocasiones por las llamas: en 1671 el incendio fue provocado por el pirata Morgan y obligó a las autoridades a fundar una nueva ciudad (Arroyo, 2015, p. 15); en 1737 ocurrió el llamado “Fuego grande”; en 1756 la ciudad se quemó otra vez debido al “Fuego chico”, y el último incendio de la época colonial acaeció en 1781 (Mena García, 1997, pp. 389 y 394-395). Sin embargo, las autoridades ciudadanas nunca prohibieron las construcciones en madera, y únicamente se limitaron a emitir ordenanzas tendientes a disciplinar y censurar todas aquellas actividades o comportamientos que hubieran podido dar lugar a este tipo de incidentes; esto porque, entre otras razones, las élites ciudadanas se beneficiaban al vender la madera en el mercado interno y exportar piedras hacia Lima (Mena García, 1997, p. 388). De hecho, la población de la capital virreinal estaba aterrada por los incendios, tanto que, a pesar de los frecuentes temblores, las autoridades incentivaron las construcciones en piedra y quincha, a expensas de las edificadas en madera (Rosas Lauro, 2005, pp. 116-117); lo anterior, pese a que la madera era abundante en la zona y habría sido mucho más fácil de trabajar y transportar, implicando un menor coste económico.

Aún más clarificador es el caso de Santiago de Chile: con excepción del incendio causado por el ataque de los indios en 1545, esta ciudad no sufrió en toda su historia ningún incendio general, es decir, un incendio de grandes dimensiones que lograra destruir la casi totalidad de los edificios. Incluso, si se revisan las actas del Cabildo, relaciones y las varias Historias de Chile en circulación, resulta evidente que a lo largo de la época colonial en la jurisdicción del Cabildo de Santiago tampoco se verificaron incendios significativos, con la excepción del incendio que el 22 de diciembre de 1769 causó la destrucción de la catedral de Santiago (Guarda, 1997, p. 171), y de los repetidos incendios de la Real Casa de Moneda. En efecto, según José Toribio Medina Zavala, en 1778 ya se había quemado diez veces (1952, p. 416); y es muy revelador que dichos accidentes ni siquiera se registraron en ocasión de los importantes terremotos del 17 de marzo de 1575 (Barros Arana, 1999, p. 331), 13 de mayo de 1647 (Gay, 1852, pp. 456-467), 8 de julio de 1730 (Valenzuela Márquez, 2012), 19 de noviembre de 1822 (Graham, 1822-1823, pp. 376-397). De hecho, en una época que se caracterizó por un número impresionante de “llamas libres en circulación”, lo corriente era que los terremotos fuesen seguidos por incendios; piénsese, por ejemplo, en el gran incendio que se desató luego del terremoto de Lisboa de 1755 (Molesky, 2012, pp. 148-169).

Lo dicho no significa que en la ciudad de Santiago de Chile no se produjeran incendios, pues seguramente hubo cocinas o chimeneas que se quemaron, vecinos imprudentes que con sus comportamientos atrevidos terminaron con incinerar sus casas, pajares, establos, depósitos de maderas, y, por qué no, las propiedades aledañas, lo que comprueban, entre otras cosas, algunos pleitos judiciales conservados en el fondo de la Audiencia de Chile y Capitanía General.[14] Sin embargo, debió tratarse de incendios que fue posible contener y extinguir fácilmente: episodios que podríamos definir de “ordinaria administración” y que, como tales, nunca llegaron a constituir emergencias públicas, pues si no hubiera sido así, el Cabildo habría tratado de ellos en sus sesiones, mientras que tanto el gobernador como la audiencia habrían informado a Madrid. Esto es lo que hacían regularmente con las inundaciones del Mapocho, los terremotos y otros acontecimientos similares, como efectivamente hicieron con ocasión del incendio de la catedral o de la Real Casa de Moneda, que mencionamos anteriormente.

Si no se admite que durante el Antiguo Régimen las autoridades santiaguinas desplegaron políticas públicas con el específico fin de reducir el riesgo de incendio, este silencio documental sería inexplicable o, mejor dicho, podría justificarse únicamente argumentando que los vecinos de Santiago de Chile se distinguieron de los demás por su extremo celo y cuidado al momento de manejar el fuego o, por qué no, podría afirmarse que la capital chilena gozaba de la protección de la Divina Providencia. En cambio, una rápida mirada a la historia política de Chile y una reseña de las actas del Cabildo de Santiago permiten demostrar una verdad mucho más simple y concreta: la resiliencia de la ciudad al fuego fue el resultado de específicas políticas públicas.

La etapa de colonización del territorio que hoy en día conocemos como Chile empezó en 1541 con la fundación, por parte de Pedro de Valdivia, de la ciudad de Santiago en el valle del Mapocho. La elección de esta ubicación no fue casual, pues como explica Sergio Villalobos Rivera,

 

el escogido pudo haber sido el valle de Aconcagua, pero el del Mapocho, como cabecera del llano central, ofrecía la ventaja de abrirse hacia el sur sin obstáculos. Había también características relacionadas con los indígenas para elegir el lugar. Su población, que habría que trabajar para los conquistadores, era abundante pero no excesiva como para transformarse en un peligro; además la localidad presentaba una agricultura en buen pie, con terrenos despejados y sistemas de acequias que serían fáciles de aprovechar desplazando a los naturales (1983, p. 212).

 

Al principio, para las construcciones se emplearon madera y paja (Secchi, 1941, p. 16); sin embargo, la conflictiva relación con las poblaciones indígenas, que solían emplear el fuego como arma, obligó a los colonizadores a privilegiar como materiales constructivos los adobes, ladrillo, cal y tejas. De hecho, el 11 de septiembre de 1545, Michimalonco, toqui (general) de los picunches del valle de Rancagua, organizó una expedición armada contra la recién fundada ciudad de Santiago, que se encontraba indefensa por haber salido Pedro de Valdivia, con otros soldados, a explorar el territorio y buscar provisiones. Los españoles que quedaron lograron detener el ataque, pero debido al hecho de que la ciudad había sido construida con madera y paja, los indios pudieron fácilmente reducir a cenizas la mayoría de los edificios. Pedro de Valdivia, entonces,

 

mandó levantar auto de reedificación, espresando que debía ser sobre el pié de su primer establecimiento, sin innovar cosa alguna de lo acordado en su fundación, añadiendo por entonces que los edificios se levantasen de adobes o ladrillos, con techo de teja, para evitar otro incendio, i dedicó todo su cuidado i actividad a verificarlo sin dilación (Servallo Goyeneche, 1796, p. 27).

 

Es decir, la difícil coyuntura militar en Chile empujo a las autoridades españolas, encabezadas por Pedro de Valdivia, a impulsar la política pública de reducción del riesgo de incendio, que con el paso del tiempo creó las condiciones propicias para que Santiago no sufriera ningún incendio catastrófico durante toda la época colonial. Su implementación no fue ni lineal ni inmediata, sino que tomó años para que resultase efectiva; tanto que el 4 de marzo de 1552 el Cabildo de Santiago aún apuntaba en sus actas que “al presente la casa del Cabildo es de paja y corre mucho riesgo de fuego”, y ordenaba que, “teniendo la ciudad de qué hacerlo, que ellos lo harán y proveerán en ello lo que fuere conveniente a la República”.[15] Sin embargo, merece precisarse que el retraso en su implementación no se debía tanto a la falta de voluntad, sino que estaba relacionado con las precarias condiciones económicas que caracterizaban a la sociedad santiaguina de entonces, pues reedificar la ciudad con tejas, adobes y ladrillos comportaba altos costes, y no siempre los planes de las autoridades podían ser llevados a buen puerto. Así, por ejemplo, el 4 de septiembre de 1556, la ciudad comisionó la construcción de un puente en ladrillo y cal, por un coste total de “seis mil pesos de buen oro fundido y marcado”,[16] pero muy pronto fue claro que no hubiera sido posible recaudar entre los vecinos una suma tan alta,[17] por lo que se tuvo que optar por un puente de madera, pues su edificación resultaba mucho más barata: “dos mil e quinientos pesos de buen oro”.[18] Sin embargo, esto no quiere decir que se frustraran los planes del Cabildo. Todo lo contrario: la reducción del riesgo de incendio nunca dejó de ser considerada una problemática prioritaria, pues si en un primer momento fue la amenaza indígena la principal preocupación en la agenda gubernamental, sucesivamente luego lo fueron los frecuentes terremotos y la urgencia de hacer a la ciudad más resiliente a las llamas (Rosas Lauro, 2005, pp. 116-117). Lo anterior, sin perjuicio de que las noticias de ciudades quemadas por piratas ciertamente contribuyeron a reavivar el miedo de la población.[19] Se explica así que durante toda la época colonial, el Cabildo vigiló que los productores de tejas y ladrillos no redujeran sus dimensiones y no especularan sobre su venta, pues solo así era posible que todos los vecinos pudiesen comprarlas y se descartara la posibilidad de cubrir las casas con techo de paja;[20] en este sentido, es interesante notar que cuando en 1616 se decidió imponer una nueva sisa para financiar las obras públicas, el nuevo impuesto no gravó ni las tejas, ni los adobes, ni los ladrillos.[21] Hasta la mitad del siglo XVII, el Cabildo se mostró muy laxo al momento de conceder las licencias para fabricar adobes, pese a que la experiencia había demostrado que el recurso masivo a este material de construcción causaba muchos perjuicios a la ciudad,[22] pues muchos vecinos, para sacar la tierra que se necesitaba para producir los adobes, cavaban grandes agujeros dentro de los márgenes de la ciudad, no obstante las reiteradas ordenanzas que lo prohibían.[23] Esta mala práctica, además de representar un peligro por los transeúntes, dificultaba la circulación de los carruajes y arruinaba las calles ciudadanas.[24] Por esta razón, durante el siglo XVII se prohibió fabricar adobes,[25] y las construcciones empezaron a ser prevalentemente de cal y ladrillos (Secchi, 1941, p. 18). También las autoridades ciudadanas se preocuparon por que fueran cabalmente respetados los artículos 16 y 17 de las ordenanzas promulgadas en 1569, que establecían que las calles de la ciudad debían mantenerse amplias y rectas (Gay, 1846, pp. 193-194);[26] tanto, que solían supervisar personalmente las nuevas fábricas, para asegurarse de que los nuevos edificios no sobresalieran hacia la calle.[27] En fin, siempre velaron por que las acequias se mantuvieran funcionando y limpias, con el fin de garantizar a la población el acceso al agua. De hecho, esta era una de las características más peculiares de Santiago de Chile, tanto que Pedro de Córdoba y Figueroa, en su Historia de Chile, escrita entre 1740 y 1745, describiendo la ciudad, comentó: “y lo que es más singular es que casi no hai casa que no goce de beneficio del agua, corriendo las acequias por el fondo de los solares, lo que causa la abundancia de jardines y huertas” (p. 35). Nada de extraordinario si se considera que la abundancia de agua no solo resultaba útil para evitar epidemias, sino que era imprescindible para extinguir eventuales incendios. Lo demuestra, por ejemplo, que

 

para finales de 1736 se experimentaba una escasez de agua en las acequias y el caudal del Mapocho había disminuido considerablemente, por lo que, según los cabildantes de Santiago, fueron comunes las infecciones y la proliferación de incendios que no podían ser atendidos por la falta del recurso hídrico. En medio de este contexto de necesidad, los hacendados generaban conflictos pues se llevaban para sus tomas la poca agua que discurría, por lo que el Cabildo se vio en la obligación de establecer guardias en dichas tomas para evitar tal sustracción y garantizar “la precisa y necesaria para que beba el común, y para su limpieza y reparos para los incendios” (Peña Noria, 2023, p. 144).

 

B. Políticas públicas sanitarias

 

Respecto del segundo ejemplo, es decir, las políticas sanitarias impulsadas por la Corona a lo largo del siglo XVIII, hay que tener en cuenta que estas medidas fueron el resultado de un proceso complejo. Pese a la intención de los príncipes de realizar actos de gobierno de manera centralizada y directa, lo cierto es que, en el enorme espacio territorial que constituyó la Monarquía Hispánica, esto no fue posible del todo, pues la autoridad real se vio obligada a negociar con las diversas córporas, que al final fueron las que cedieron lentamente ante el poder real y luego al del Estado (Cordero Fernández, 2014). Aunque ello no implicó desconocer la voz de los súbditos, sino más bien obtener mayor eficacia a la hora de aplicar una política pública. Por esto, la mayoría de las veces, el acto de gobierno se centró primero en influir o concientizar a la población, para luego ejecutar la política. Este proceder se evidencia, por ejemplo, en el proceso de inoculación contra la viruela o la dictación de una serie de normas para impedir que los objetos personales de tísicos y otros enfermos contagiosos cayeran en manos de otras personas.[28] Como es fácil de ver, tras esta medida no solo está la idea de hacerse cargo del enfermo y de su bienestar, sino que lo que pretende la autoridad es, a fin de cuentas, impedir la expansión del contagio. Así, por ejemplo, para el caso de Chile, ya durante el siglo XVIII es posible observar políticas públicas generadas por las diversas córporas y la superposición del poder real. En 1767, gran alarma causó en el Maule la muerte de un “soldado pagado” debido al virus de la viruela, que, como es bien sabido, era altamente contagioso y causaba grandes estragos entre la población. A ello se agregaba que, en el mismo corregimiento, once personas que vivían en las inmediaciones del río Teno habían fallecido de la misma enfermedad, mientras que otras nueve aún la padecían.[29] El temor[30] ante la posibilidad de contagio generó nerviosismo en la población, por lo que el corregidor del Maule, Alonso Moreira, determinó decretar una cuarentena en la villa de Talca, estableciendo la prohibición de entrada y salida, con miras a impedir que los infectados de las zonas cercanas llegasen y causaran mayores daños.[31] Se trató de un acto de gobierno directo de parte de un oficial de la Corona que, sin mediar consulta, aplicó una medida de carácter preventivo en el sentido de aislar a toda una ciudad de la circulación de personas provenientes de otras zonas. Con todo, lo cierto es que la población no protestó, pues sabían que no sería la última vez que tal riesgo pudiese afectarlos. Por ello, tanto el gobernador de Chile como la población aceptaron sin más la medida preventiva destinada a evitar la expansión del virus.

Diversa es la situación que aconteció unos años después en la capital de la Gobernación. La técnica de la inoculación, introducida en Chile en 1765 por el fraile hospitalario Pedro Manuel Chaparro, sedimentó el camino para constituirla en una política pública de salud (Carvallo y Goyeneche, 1875, p. 311),[32] puesto que mediante la inoculación era posible contrarrestar los efectos adversos de la viruela. Al parecer, alrededor de unas diez mil personas fueron inoculadas por el fraile,[33] acción que dio buenos resultados, puesto que la tasa de mortandad por la enfermedad disminuyó. No obstante, en 1785 se produjo un giro en torno a la técnica de inoculación. En efecto, la Corona expidió una cédula, “dirigida a las autoridades y padres de familia”, de todos los territorios que integraban la Monarquía, en la que remitió la Disertación físico-médica: en la cual prescribe un método seguro para preservar a los pueblos de viruelas hasta lograr la completa extinción de ellas en todo el Reyno, del médico Francisco Gil (1784). [34] El acto de gobierno directo del Rey tuvo por objeto influir en la sociedad para que las personas accedieran a la inoculación. Indicaba:

 

…quiere S.M que haga entender a los pueblos de su mando por medio de los respectivos Parrocos, de los facultativos, donde los hubiere y los demás que estimase conducentes la importancia del beneficio, que su soberana piedad intenta facilitar a sus vasallos de America, su utilidad, y el ningún riesgo, que de su execucion puede resultarles.[35]

 

La finalidad de la cédula real era que todos los súbditos se inocularan. No obstante, había médicos y personas que tenían dudas acerca de la inocuidad del proceso, lo que generó recelos y resistencia. Sin embargo, la disertación del médico explicaba con detalle los beneficios de la técnica, cómo hacerlo y quién debía inocular; además planteaba una serie de otras medidas, como la construcción de hospitales. La disertación caló hondo entre la población, puesto que el “Cabildo de Santiago durante el año 1789 realizó varias sesiones en conjunto con los médicos para aprobar un plan de inoculación contra la viruela. A su vez, determinó la formación de una junta de médicos para controlar dicho mal. Seguidamente, esta comisión conjunta estableció regular y organizar el nuevo hospital San Francisco de Borja”.[36]

Paulatinamente, la cédula real de 1785 –un acto de gobierno tendiente a influir y concientizar a la población, médicos, autoridades y padres de familia– fue generando un cambio de mentalidad, lo que permitió que el Cabildo de Santiago de Chile se organizara en 1789 para aplicar la política pública con el acuerdo de varias córporas. Más aún, en 1803 se dio inicio a un proceso de inoculación más sistemático y organizado. En efecto, el gobernador Muñoz de Guzmán, mediante reglamento, ordenó que la población mayor de 6 años se inoculara preventivamente, [37] lo que tuvo buena recepción de las personas. Ello fue posible porque el acto de gobierno del Rey de 1785, de carácter influyente y que contenía una política pública, había tenido los resultados esperados. Se concientizó acerca de la utilidad de la medida y de su bajo riesgo, demostrando en la práctica que constituía una excelente política pública en resguardo de la salud y felicidad de la población. Esta, ya sabedora de los buenos resultados, no protestó ni opuso resistencia al acto de gobierno directo del gobernador, puesto que, para introducir la medida preventiva, fue necesario primero comunicar de qué se trataba, de los beneficios esperados, y hubo que probar ante los médicos locales su efectividad, negociación mediante.

Sin duda, el reglamento de Muñoz de Guzmán no habría tenido éxito al momento de implementarse si no hubiera sido porque décadas antes la Corona, firmemente basada en el principio del buen gobierno, había iniciado el proceso de implementar una nueva medida preventiva informando a sus súbditos y mostrando cuán efectiva podía ser, lo que traería aparejadas tanto la solución del problema como la felicidad pública.

 

Conclusiones

 

Los dos casos presentados, desde distintos enfoques y profundizando en la gestión de dos específicos riesgos, evidencian con claridad que la Corona y las demás córporas asumieron los desafíos y problemas de la sociedad a través de la gestación de políticas públicas, las que se materializaron en diversas formas jurídicas, y mediante distintos actos de gobierno, en la época de transición entre la Monarquía y el Estado. Estas políticas fueron pensadas y evaluadas a la hora de ser implementadas, para luego ser verificada su eficacia. El leitmotiv de este proceder era la felicidad pública, la que se sustentaba en los nuevos saberes y experiencias, que permitían determinaciones racionales frente a problemas complejos, con los elementos y técnicas que se tenía a la mano. Así, las políticas públicas desplegadas por la Monarquía Hispánica pueden entenderse como acciones focalizadas en la población, cuyo propósito consistió en promover intencionadamente, desde la actividad y organización gubernamental, no solo la solución de problemas, desastres o conflictos sociales, sino, además, su prevención. En este escenario se fue incubando la influencia creciente de diversos saberes y experiencias que aportaron en la toma de medidas preventivas y reactivas ante un problema.[38]

 

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Recibido: 27/03/2023

Evaluado: 14/07/2023

Versión Final: 07/08/2023

 

 



(*) Doctor en Historia y comparación de las instituciones políticas y jurídicas europeas (Universidad de Mesina), Italia.  Investigador (Centro de Estudios Históricos/Escuela de Derecho, Universidad Bernardo O’Higgins), Chile. E-mail: lorisdenardi@gmail.com ORCID: https://orcid.org/0000-0003-3862-3193

(**) Doctora en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile). Profesora del Instituto de Historia (Universidad de los Andes), Chile. E-mail: maca.cordero@yahoo.es ORCID: https://orcid.org/0000-0003-2385-0537

[1] Este artículo es parte de una investigación financiada mediante el proyecto ANID FONDECYT Iniciación (N°11220159), cuyo apoyo se agradece en esta nota.

[2] Véase: Torres-Melo y Santander, 2013; Dávila y Soto Soutullo, 2011; Merino y Cejudo, 2010; Flores Cáceres, 2009; Dye, 2008; Kraft y Furlong, 2007; Cardozo Brum, 2006; Susskind, 2006; Medellín Torres, 2004; Lahera Parada, 2002; Canto Chac, 2002; Grau Creus, 2002; Fernández, 1999; Subirats y Gomà Carmona, 1998; Tamayo Sáenz, 1997; Aguilar Villanueva, 1992; Meny y Thoenig, 1992; Majone, 1989; Subirats, 1989; Anderson, 1984; Hogwood y Gunn, 1984; Lindblom, 1979; Jenkins, 1978; Heclo, 1973; Plano y Greenberg, 1973; Friedrich, 1963.

[3] En cuanto a la multiplicidad y entramado de córporas en el Antiguo Régimen, todas ellas con jurisdicción, véase: Cordero Fernández, 2014; Agüero, 2006.

[4] Sobre este punto véase: Mannori, 1990.

[5] Véase: Mannori, 2007, pp. 133-134; Garriga Acosta, 2004, p. 7; Quaglioni, 1992; y la ajustada visión general de Costa, 1999, pp. 65-80.

[6] Al respecto, en la teoría contemporánea del Estado, este ente o sujeto tiene una variedad de funciones: bienestar social, desarrollo económico y seguridad, las que, a su vez, pueden ser llevadas a cabo por diversas matrices jurídicas y políticas. Así, en lo relativo al bienestar social, el Estado puede tener un papel sobre la distribución de bienes para garantizar la equidad, o bien puede tener un rol subsidiario, siendo un factor de equilibrio entre los diversos intereses, etc. (Zimerman, 2001; Edwards y Sharkansky, 1978).

[7] Cabe mencionar que el sistema jurisdiccional de la organización administrativa propia del Antiguo Régimen, asumió connotaciones peculiares sobre todo en los regímenes monárquicos, y particularmente en la Monarquía Hispánica de los Austrias, ya que, en esta específica realidad política e institucional, a diferencia de otras coronas, el funcionamiento de la justicia representó por mucho tiempo un elemento decisivo (Rizzo, Ruiz Ibáñez y Sabatini, 2004, p. 475).

[8] Se debe hacer presente que, sobre la base de la filosofía moral, sustrato político del Antiguo Régimen, los agentes de gobiernos u oficiales públicos respondían solo ante el Rey. Era una relación directa, en la que los actos de gobernar al ser humanos eran también morales y, por tanto, podían ser juzgados de buenos o malos. Lo dicho redundó en que el Rey y sus agentes tenían la obligación de velar y proteger a los súbditos. Para más detalles véase: Subtil y Hespanha, 2014, pp. 127-166; Clavero, 1994.

[9] Los conceptos de “autoridad pública” y “negocios públicos” se encuentran en las Partidas. Por ejemplo: Partida 7, Tít. 25, ley 9. C9. D1.

[10] El concepto de “pública utilidad” o “utilidad común” se repite en diversos pasajes de la doctrina jurídica, por ejemplo: Murillo Velarde, Tít. XXXII, c. 341. También en el Derecho Real, C.1. de Novi. oper. nuntiat., Paz in Prax. annot.5. ex n.35. Gregorio López, I.12, tit.29, p. 3.

[11] Murillo Velarde, Libro I de las decretales, Tít. II, c. 35.

[12] Sobre la base de Aristóteles, Etica, 5, cap. 10.

[13] Esto significa que es forzoso distinguir, dado que son conceptos que se entrecruzan, entre políticas públicas y actos de gobierno, los que fueron cambiando y sedimentaron las bases para la centralización del poder en manos del Estado, cuestión que se evidenció a finales del siglo XIX. Lo expuesto es clave, dado que el funcionamiento de la Monarquía Hispánica y de los Estados que emergieron luego del proceso de independencia, hasta finales del siglo XIX, realizaron los actos de gobierno bajo las lógicas corporativistas, a las que paulatinamente se superpuso el poder centralizado y directo. En efecto, durante el siglo XVIII y buena parte del XIX, ambas formas de realizar los actos de gobierno están presentes en los espacios hispanoamericanos, superponiéndose, contrarrestándose o imponiéndose.

[14] Por ejemplo: Archivo Nacional Histórico, Chile (en adelante ANH), Capitanía General (en adelante CG), Vol. 798, pza. 5, ff.95-99. Guzmán, José J. Sobre incendio en la casa de pólvora. 27 de enero de 1791; ANH, Real Audiencia (en adelante RA), Vol. 1555, pza. 1, 127 fs. Liñán de Vera, Bernardino. Juicio que sigue con Franco (Francisco) y otro, por cobro de los perjuicios que le ocasionaron con motivo de un incendio que tuvo lugar en unas casas que les arrienda en la traza de esta capital. 1665-1674.

[15] Actas del Cabildo de Santiago (en adelante ACS), Tomo I, Cabildo de 4 de marzo de 1552.

[16] ACS, Tomo I, Cabildo de 4 de septiembre de 1556.

[17] ACS, Tomo I, Cabildo de 2 de octubre de 1556.

[18] ACS, Tomo I, Cabildo de 30 de octubre de 1556.

[19] Lo demuestra el hecho de que, por ejemplo, en la sesión celebrada el 28 de junio de 1624, el Cabildo dio la orden de no desperdiciar balas y pólvora, debido a la presencia de los piratas en los mares del sur, y a la posibilidad de que hubieran podido atacar la ciudad. ACS, Tomo XXVIII, Cabildo de 28 de junio de 1624.

[20] ACS, Tomo I, Cabildo de 29 de febrero de 1557; Tomo V, Cabildo de 18 de marzo de 1594.

[21] ACS, Tomo VIII, Cabildo de 29 de julio de 1616.

[22] ACS, Tomo V, Cabildo de 12 de diciembre de 1586; Tomo VII, Cabildo de 15 de febrero de 1608; Tomo VIII, Cabildo del 9 de enero de 1616.

[23] ACS, Tomo I, Cabildo de 5 de enero de 1555; Tomo VII, Cabildo de 15 de febrero de 1608.

[24] ACS, Tomo VII, Cabildo de 28 de noviembre de 1608; Cabildo de 16 de enero de 1609.

[25] ACS, Tomo XI, Cabildo de 26 de febrero de 1636.

[26] Las calles amplias tenían dos finalidades principales: asegurar a los santiaguinos un espacio seguro en caso de terremoto, y evitar que un eventual incendio pudiera pasar de una cuadra a la otra. Con respecto al primer punto, véase: Gómez de Vidaurre, 1776, p. 68. Para comprobar el segundo, considerarse que durante el siglo XVIII las autoridades ciudadanas de Valdivia, que claramente eran conscientes del alto riesgo de incendio, ordenaron que se aumentara el ancho de las calles a 24 varas para evitar la propagación del fuego (Guarda, 1978, pp. 65-66).

[27] ACS, Tomo X, Cabildo de 29 de diciembre de 1631; Tomo XII, Cabildo del 17 de marzo de 1644.

[28] Novísima Recopilación, Lib. VII, Tít. XI, ley II, 6 de octubre de 1751.

[29] ANH, CG, Vol. 814, pza. 13, ff.88-90, Sobre muerte de un soldado por peste. Talca. 1767.

[30] Respecto al miedo y temor a las pestes, véase: Cordero Fernández, 2019 y 2018; Moscoso, 2011, p. 21.

[31] ANH, CG, Vol. 814, pza. 13v, ff.88-90, Sobre muerte de un soldado por peste. Talca. 1767.

[32] Respecto de dónde aprendió el fraile a inocular, véase: Caffarena Barcenilla, 2016, p. 3; Gutiérrez y Gutiérrez, 2008, pp. 28-32.

[33] ANH, RA, vol. 318, s/f.

[34] ANH, CG, Vol. 734, pza. 13, fj.24, Real cédula que incluye el modo de preservar a la población contra la viruela. 1785.

[35] ANH, CG, Vol. 734, pza. 13, fj.24, Real cédula que incluye el modo de preservar a la población contra la viruela. 1785.

[36] Actas del Cabildo, VII, Tomo XXXV, pp. 99-108. En: Cordero Fernández, 2021, p. 15.

[37] ANH, Fondos Varios, Vol. 914, ff.153-155. Reglamento sobre el tratamiento de la viruela.

[38] En tal sentido, hemos seguido el concepto de salud pública de: Cordero Fernández, 2021.