Evolución y desarrollo de la Gestión del Riesgo de Desastres en Chile

 

Fabiola Barrenachea Riveros(*); Gloria Naranjo Ramírez(**)

y María Inés Díaz Morales(***)

 

ARK CAICYT: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s24690732/rxd3b46q0

 

 

Resumen

 

El contexto nacional e internacional en Gestión del Riesgo de Desastres ha influenciado en la configuración de la reducción del riesgo de desastres en Chile. Los grandes desastres han favorecido el avance en materias de gestión, ayudando a superar la etapa reactiva frente a emergencias en pro de una acción preventiva. Sin embargo, aún se hace evidente la falta de instrumentos y una institucionalidad que tenga la autoridad suficiente para poder normar las acciones destinadas a aminorar los impactos de los desastres en la comunidad. Desde el terremoto del año 1960 (el más fuerte registrado de manera instrumental en el mundo) hasta el terremoto del año 2010, han existido avances que se basan, fundamentalmente en el cambio de mirada desde la reacción a la prevención.

 

Palabras clave: Gestión del riesgo; Desastres; Gobernanza.

 

 

 

Evolution and development of Disaster Risk Management in Chile

 

Abstract

 

The national and international context in Disaster Risk Management has influenced the configuration of disaster risk reduction in Chile. Major disasters have favored progress in management matters, helping to overcome the reactive stage in the face of emergencies in favor of preventive action. However, it is still evident that there is a lack of instruments and an institutional framework with sufficient authority to be able to regulate actions aimed at reducing the impact of disasters on the community. Since the earthquake of 1960 (the strongest earthquake ever recorded in the world) until the earthquake of 2010, there have been advances based mainly on the change of perspective from reaction to prevention.

 

Key word: Management; Disaster Risk; Governance.


 

Evolución y desarrollo de la Gestión del Riesgo de Desastres en Chile[1]

 

Introducción

 

La singularidad de su posición geográfica y las características físico-naturales del territorio, influyen y explican que los eventos naturales extremos sean parte de la historia de Chile. Es un país constantemente afectado por fenómenos naturales tanto en intensidad como en magnitud (Brignardello, 1997).

De acuerdo con el estudio realizado por Naciones Unidas, cada año el país gasta el 2% del PIB (5.000 millones de dólares aproximadamente) en acciones de respuesta, rehabilitación y reconstrucción por los riesgos que enfrenta. Sin embargo, los mismos estudios establecen que por cada dólar invertido en prevención, el país se ahorra siete dólares en respuesta y reconstrucción, dejando en evidencia la necesidad de contar con capacidades que permitan mejorar la gestión del riesgo de desastres (GRD) (UNISDR, 2010).

Las tendencias mundiales precisan la necesidad de avanzar hacia una gestión integral del riesgo de desastres, la que considera su incorporación efectiva en todos los instrumentos de ordenamiento territorial a través de políticas e instrumentos de planificación para el desarrollo sostenible. Esta tendencia se ha configurado como una prioridad a nivel nacional en todos los países del mundo, al observarse un aumento considerable tanto del número de eventos naturales desastrosos como de las poblaciones afectadas (Global Assessment Report of UNISDR, 2015).

De acuerdo con Cardona (2013), como riesgo se entiende a “la probabilidad de consecuencias perjudiciales o pérdidas esperadas (muertes, lesiones, propiedad, medios de subsistencia, interrupción de actividad económica o deterioro ambiental) resultado de interacciones entre amenazas de origen natural o antropogénicas y condiciones de vulnerabilidad”. En palabras simples, es la probabilidad de que una amenaza se transforme en un desastre.

Se tiene entonces que el riesgo es la probabilidad de que una amenaza se convierta en desastres, dependiendo de la vulnerabilidad de un territorio (Barrenechea-Riveros, 2016). Expresado matemáticamente sería:

 

RIESGO = AMENAZA x VULNERABILIDAD[2]

 

La vulnerabilidad está íntimamente ligada a los procesos sociales que se desarrollan en las áreas propensas y usualmente tiene que ver con la fragilidad, la susceptibilidad o la falta de resiliencia de la población ante amenazas de diferente índole. Podría decirse entonces que los desastres son eventos socio-ambientales cuya materialización es el resultado de la construcción social del riesgo (Cardona, 2013).

Chile ha sido un país reactivo que ha aprendido a golpes cómo avanzar en la Gestión de Riesgo de Desastres. Este trabajo busca describir los avances que ha tenido el país en esta materia, evidenciando cómo los desastres (sean de origen natural o antrópico) han marcado la historia en su gobernanza, en conjunto con el contexto internacional que fue presionando para avanzar en materia de prevención y preparación ante la respuesta.

 

Gestión del Riesgo de Desastres (GRD)

 

La GRD es un instrumento para lograr la reducción del riesgo de desastres, por medio de la disminución de la vulnerabilidad, sobre la base a acuerdos sociales que surgen como resultado del análisis de riesgo. Se basa en procesos orientados a formular planes y ejecutar acciones de manera consciente, concertada y planificada, entre los órganos y los entes del Estado y los particulares, para prevenir o evitar, mitigar o reducir el riesgo en una localidad o en una región, atendiendo a sus realidades ecológicas, geográficas, poblacionales, sociales, culturales y económicas (Lozano, 2011). Contempla las etapas que indica la Figura 1:

 

Figura 1

Etapas de la GRD

 

Escala de tiempo

Descripción generada automáticamente

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fuente: Risk Management Standard, AS/NZS 4360:2004

 

Ahora bien, dependiendo de la postura adoptada para enfrentar el riesgo, se pueden identificar tres tipos de GRD.

Si se trabaja sobre la base de un riesgo aceptado, es decir sobre aquel riesgo que se conoce y se sabe el impacto que puede generar, aceptándolo y sólo estableciendo medidas de mitigación que buscan aminorar sus impactos, se considera como GRD Reactiva, que implica el manejo de la preparación y la respuesta, bajando los costos de la emergencia y supone una resiliencia alta por parte de la comunidad. Considera el establecimiento de medidas de mitigación sobre las amenazas ya conocidas, disminuyendo así los impactos (Aquino, 2010).

La GRD Correctiva en cambio, trabaja sobre el riesgo existente y conocido, pero no aceptado, es decir sobre aquel riesgo que conociendo su existencia y forma de desarrollo e impacto, busca la forma de promover acciones de reducción de riesgos enfocado en la vulnerabilidad. En términos simples, busca bajar los impactos estableciendo acciones previas que apuntan a mejorar la resiliencia y capacidades de respuesta de las comunidades. A diferencia de la anterior, asume que el riesgo existente es producto de las dinámicas sociales que han llevado a una construcción social del riesgo (Aquino, 2010). Este tipo de gestión es característica de los países en vías de desarrollo donde los riesgos están inherentes a las acciones de planificación territorial (Winchester, 2006). La falta de planificación de los territorios, sumado al crecimiento exponencial que han presentado sus ciudades en las últimas décadas, ha obligado a las autoridades competentes a asumir los riesgos existentes, estableciendo medidas de mitigación y preparación a la comunidad para evitar futuros desastres.

Cuando los procesos de desarrollo consideran la planificación y manejo de los riesgos, estamos frente a una GRD Prospectiva, basada sobre el riesgo no existente. Lavell y Arguello (2003, p.12) mencionan que

 

el riesgo futuro constituye un reto insoslayable e impostergable. El crecimiento poblacional y económico combinado con la persistencia de múltiples amenazas ya existentes y otras nuevas, muestran un futuro poco optimista si los procesos históricos y actuales no se modifican de manera dramática.

 

Los nuevos procesos de desarrollo sostenible apuntan a incorporar desde un comienzo los procesos de GRD, identificando los posibles nuevos riesgos asociados con nuevas vulnerabilidades, lo que establece medidas preventivas antes de que éstos se generen.

 

Contexto Internacional de GRD

 

Los fenómenos de origen natural han ocurrido desde que la tierra existe. En la antigüedad, los “dioses” eran culpables de todas las calamidades que impactaron al ser humano, a quienes se ofrecían sacrificios y ofrendas que minoraran su ira, bajando el riesgo del imperio de sufrir algún tipo de desastre.

No es hasta fines del siglo XX y comienzos del siglo XXI que comienza a manejarse internacionalmente el concepto de “riesgo de desastres” enfocado a los riesgos de origen natural. Hasta este momento, el desastre no era un producto de un escenario de riesgo preexistente, relacionado con los procesos de desarrollo impulsados. Se pensaba que la sociedad era una víctima que no contribuía a que los desastres ocurrieran, y el fenómeno natural detonante era sinónimo del desastre en sí mismo. De esta manera, los Estados no se hacían responsables de la mala planificación territorial y los impactos que estos fenómenos ocasionaban a la población más vulnerable.

Los eventos desastrosos producto de fenómenos naturales comenzaron a afectar los planes y programas de desarrollo que se venían trabajando en los países subdesarrollados para ayudarlos a superar la pobreza. La falta de incorporación de esta temática en la planificación, generaba un retroceso en el estado de desarrollo cada vez que ocurría un evento. Es por esto Naciones Unidas declaró entonces el Decenio Internacional para la Reducción de los Desastres Naturales (DIRDN) entre los años 1990 al 1999, cuyo objetivo era “reducir, por medio de una acción internacional concertada, especialmente en los países en vías de desarrollo, la pérdida de vidas, los daños materiales y trastornos sociales y económicos causados por los desastres naturales...”.[3]

Así, poco a poco los conceptos sobre la necesidad de reducir la vulnerabilidad, como parte de los procesos de desarrollo social y económico de cada país fueron teniendo relevancia. Se dio una revisión del tema a partir de entonces, adquiriendo ahora más protagonismo el concepto de “riesgo” que el de “desastre” (Lavell, 1997). Se instaura así el concepto de riesgo asociado con la “prevención” por sobre la respuesta, como un tema no resuelto del desarrollo territorial.

En el año 2000 la Asamblea General de Naciones Unidas crea la Estrategia Internacional para la Reducción de Desastres (EIRD), encargada de dar continuidad a lo establecido en el DIRDN, cuya misión es “catalizar, facilitar, movilizar los recursos y el compromiso a nivel nacional, regional e internacional de los actores del Sistema de la EIRD para construir resiliencia en las naciones y las comunidades ante los desastres”.

Entre el 18 y el 22 de enero de 2005, en el marco de la novena sesión plenaria de la Conferencia Mundial sobre la Reducción del Riesgo de Desastres, celebrada en Kobe, Hyogo, Japón, se aprueba el “Marco de Acción de Hyogo (MAH) 2005-2015: Aumento de la resiliencia de las naciones y las comunidades ante los desastres”. La Conferencia constituyó una oportunidad excepcional para promover una visión integral de la GRD, a diferencia de cómo se había llevado hasta ese momento.

El MAH es el instrumento más importante en materia de GRD, dictando orientaciones claras en torno a cinco áreas prioritarias de acción:

  1. Velar porque la reducción de los riesgos de desastre constituya una prioridad nacional y local dotada de una sólida base institucional de aplicación.
  2. Identificar, evaluar y vigilar los riesgos de desastre y potenciar la alerta temprana.
  3. Utilizar los conocimientos, las innovaciones y la educación para crear una cultura de seguridad y de resiliencia a todo nivel.
  4. Reducir los factores de riesgo subyacentes.
  5. Fortalecer la preparación para casos de desastre a fin de asegurar una respuesta eficaz a todo nivel.

A pesar de la adopción e implementación del MAH, los resultados no fueron los esperados. De acuerdo al Global Assessment Report (GAR) del año 2015, los impactos generados por desastres en este periodo habían reducido considerablemente las personas fallecidas, sin embargo, las pérdidas económicas se elevaron de manera casi exponencial. Mil quinientos millones de damnificados, setecientos mil fallecidos y más de un billón de dólares en pérdidas económicas son las cifras que ese decenio dejó, pese a los esfuerzos de Naciones Unidas por mejorar la gestión de desastres en los países signatarios del MAH.

Con estas cifras, surge la necesidad de establecer un instrumento que ayude a los estados a disminuir los impactos económicos de los desastres. Se establece entonces el Marco de Sendai para los años 2015-2030, definiendo un solo objetivo: “centrarse en la prevención de nuevos riesgos de desastres, reduciendo los existentes, lo cual también aumenta la resiliencia” (UNISDR, 2015). Uno de los avances más importantes que se puede apreciar, es el cambio de mirada desde un enfoque en la gestión de riesgo de desastres. El MAH centraba su objetivo en mejorar la gestión de desastres, considerando sólo la gestión reactiva y correctiva del riesgo. Este nuevo enfoque centrado en evitar que nuevos riesgos se desarrollen ayuda a crear instrumentos con un enfoque prospectivo del riesgo contribuyendo de manera importante a la sustentabilidad.

 

Gestión del Riesgo de Desastres en Chile: Contexto Nacional

 

En Chile, desde 1540 a la fecha ha habido 114 terremotos con magnitudes superiores a 7.0 en la escala de Richter; 40 erupciones volcánicas y 150 inundaciones que han generado diversos efectos sobre la población, destruyendo, en varios casos, ciudades completas (Centro Sismológico Nacional, Servicio Hidrográfico y Oceanográfico de la Armada de Chile, Dirección Meteorológica de Chile, s/a).

Dentro de los terremotos, cabe destacar por su magnitud e impactos a la comunidad el sismo del 16 de agosto de 1906 ocurrido en Valparaíso. Alcanzó una magnitud de 8.2 Mw, de acuerdo con el Centro Sismológico Nacional. Considerando la envergadura de la emergencia y la recurrencia de este tipo de fenómenos, surgió la necesidad de contar con un servicio que llevara un registro de los sismos y su frecuencia, con la finalidad de obtener información científica que permitiera conocer la realidad nacional. El 1 de mayo de 1908, se funda entonces el Centro Sismológico Nacional, al interior de la Universidad de Chile a cargo del científico francés de l'Ecole Polytecnique de París, don Ferdinand Montessus de Ballore, contribuyendo de manera importante a la GRD del país.

Con el Centro Sismológico Nacional funcionando, se registran grandes eventos como el terremoto de Chillán de 1939, donde se presentó la mayor cantidad de fallecidos. Según cifras oficiales las víctimas ascendieron a 5.000, según la prensa de ese momento, la suma eran 30.000 (ONEMI, 2014).

El año el 1960 se registra entonces el mayor sismo medido instrumentalmente: el terremoto tsunamigénico de Valdivia. Afectó a trece de las veinticinco provincias del país y cambió radicalmente la geomorfología de la zona (Urrutia y Lanza, 1993). Dada la situación, se crea por primera vez un comité dentro del Ministerio del Interior para enfrentar una emergencia.

Como medida de prevención, luego del desastre que dejó el terremoto de Valdivia, el gobierno de turno ordena la creación de una norma sismo-resistente para todas las construcciones de edificaciones y viviendas, la que se actualizaría posteriormente, por los terremotos de 1985 y 2010.

Debido a las emergencias que habían afectado al país, en 1974 se crea la Oficina Nacional de Emergencias del Ministerio del Interior (ONEMI). En 1977 el entonces presidente de la República designa a los Ministerios del Interior y Defensa la creación de una comisión para elaborar un plan orgánico que definiera las líneas de trabajo para enfrentar las emergencias que derivaran de terremotos u otras catástrofes.

Dado el contexto internacional, en la década de los noventa, comienza en el país la necesidad incipiente de migrar la mirada desde una visión de respuesta a una visión de prevención. Sin embargo, no es hasta el año 2002 cuando, oficialmente, se le encarga a la ONEMI, por medio del Plan Nacional de Protección Civil,[4] la misión de gestionar la prevención para la reducción del riesgo de desastres en el país. Si bien, previo a esta fecha, ONEMI realizaba acciones destinadas a la prevención como capacitaciones a municipios, microzonificación de riesgo con comunidades y otras acciones, estas no eran de una gran cobertura y dependían de la voluntariedad de quienes asistían, ya que no era un procedimiento mandatado oficialmente por algún organismo del Estado.

En el año 2005 Chile se adscribe al MAH, estableciendo así, las bases de la Gestión del Riesgo de Desastres que comenzaría a tener relevancia en el territorio nacional. Si bien en el país habían comenzado las acciones de GRD, éstas no lograban penetrar la barrera política de la institucionalidad chilena.

 

Figura 2

Evolución de la Gestión de Riesgo de Desastres en Chile

Escala de tiempo

Descripción generada automáticamente

Fuente: elaboración propia.

 

Posteriormente, en el año 2010, después del terremoto de Cauquenes del 27 de febrero (27/F), el Gobierno de Chile pide a Naciones Unidas una misión que evalúe la implementación del MAH en el todo el Sistema Nacional de Protección Civil,[5] que diera cuenta de las acciones destinadas a mejorar la resiliencia de la comunidad frente a situaciones de desastres. La evaluación arrojó grandes falencias en el cumplimiento de las cinco áreas prioritarias,[6] donde la temática de gobernanza y fortalecimiento institucional, evidenciaban que los instrumentos normativos existentes, estaban orientados a la respuesta y superación de la emergencia, dejando de lado la preparación y prevención. Finalizada la misión, Naciones Unidas entrega 75 recomendaciones para avanzar en materia de GRD (UNISDR, 2010).

Dando cumplimiento a las recomendaciones mencionadas en el párrafo anterior, el año 2011 se constituye la Plataforma Nacional para la Reducción del Riesgo de Desastres (PNRRD), instancia que coordina a 50 servicios públicos, ONG y sociedad civil organizada en materias de GRD y cuya primera tarea fue redactar la primera Política Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres, basada en las cinco áreas prioritarias del MAH. La Política fue promulgada por el presidente de la República en diciembre del 2014. En ella se establecen las principales acciones que debiera seguir el país en materia de GRD, con el objetivo de minimizar los impactos de los desastres y mejorar la resiliencia de la población afectada por ellos.

Dicho instrumento de gestión y gobernanza fue actualizado el año 2015 de acuerdo a los lineamientos del Marco de Sendai, dando paso, además, a la elaboración del primer Plan Estratégico Nacional, el cual sentó las bases para el trabajo mancomunado de todos los integrantes del Sistema Nacional de Protección Civil. Sin embargo, al año 2017, sólo se había cumplido con un 33% de ellas, dejando en evidencia que, pese a los avances existentes en la materia, aún era precaria Gestión de Riesgo de Desastres que se estaba realizando en el país. Lo más preocupante es que el eje temático de Fortalecimiento Institucional es uno de los que presenta menor grado de cumplimiento con tan sólo un 27% de las metas establecidas, siguiéndolo de cerca el eje temático de Fortalecimiento de los Sistemas de Monitoreo y Alerta Temprana con un 28% de cumplimiento. Estas cifras fueron obtenidas luego de un riguroso análisis de la información solicitada a la ONEMI por medio de transparencia, donde se pidió documentación que demostrara el cumplimiento de lo establecido en las metas del Plan Estratégico Nacional, por cada uno de las entidades responsables.

Si bien se reforzaron los protocolos con los organismos de primera respuesta, como el Servicio Oceanográfico e Hidrográfico de la Armada (SHOA), el Centro Sismológico Nacional (CSN) y la Dirección Meteorológica de Chile (DMC), Chile aún se configura como un país centralizado en la toma de decisiones gubernamentales, incluso cuando se ha avanzado en la descentralización por medio de reformas que traspasan responsabilidades al nivel regional (OCDE, 2011). Lo anterior se refleja aún más con el desastre por pandemia por Covid-19, donde no se consideró la estructura de gobernanza frente al riesgo establecida ni se valoró el aporte que los gobiernos regionales y municipios podía realizar para la gestión de la emergencia (Sandoval, González, Orellana y Farías, 2020; Fuentes y Orellana, 2020).

Así, la línea de fortalecimiento institucional seguía estando muy al debe. Finalmente, el 27 de julio del 2021 se promulgó la Ley 21.364 que “establece el Sistema Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres, sustituye la Oficina Nacional De Emergencia por el Servicio Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres (SENAPRED), y adecúa normas que indica”, donde se logró cambiar la institucionalidad de la ONEMI, pasando de ser una oficina a un servicio nacional. Este simple hecho, implica un avance en materia de gobernanza y gobernabilidad en materia de GRD, dado que implica nuevas funciones y un rol más de supervisión por parte de SENAPRED que la antigua ONEMI no tenía. También implica el reconocimiento de un Sistema Nacional de Prevención y Respuesta (SINAPRED), que viene a reemplazar el antiguo Sistema Nacional de Protección Civil, identificando claramente a las instituciones que lo integran.

El análisis retrospectivo de las principales iniciativas impulsadas en Chile para mejorar la gestión del riesgo de desastres, se puede observar que una parte muy importante corresponde a medidas de carácter reactivo frente a las catástrofes (Camus, Arenas, Lagos y Romero, 2016). Como se muestra en la figura 2, los avances que ha habido en materia de GRD en Chile, se ha configurado bajo la lógica de respuesta / reacción, particularmente, reacciones sobre grandes terremotos, entendiendo grandes terremotos como aquellos que han generado un gran impacto en la población afectada (intensidad igual o superior a VII en escala Mercalli). Esta forma de “avanzar” ha generado una cultura de aceptación y resignación frente los desastres, volviendo a las comunidades y autoridades muy resilientes frente a este tipo de eventos.

 

De la Gestión Reactiva a la Gestión Prospectiva

 

Se ha descrito en el punto anterior, la evolución de la reacción del país en cuanto a normativa e institucionalidad producto de los principales desastres que han ido azotando al país, lo que ha dado cuenta de la falencia principal en la gestión que se ha llevado a cabo todos estos años: se trabaja siempre sobre el riesgo “aceptado” minimizando probables daños y pérdidas, es decir sobre la base de una GRD Reactiva y Correctiva, sin ejercer acciones que conlleven a evitar nuevos riesgos. Por cada evento descrito, se ha logrado un avance en materias de GRD, pero siempre ha sido una vez ocurrido el desastre.

Históricamente la construcción del riesgo en el país se ha encontrado marcada por la fuerte presión que ha ejercido la sociedad sobre lugares naturales que no presentan las condiciones óptimas para el emplazamiento de viviendas. De acuerdo con el Informe Global de Evaluación sobre Reducción del Riesgo de Desastres de Naciones Unidas (UNISDR, 2011), es común que en los países en vías de desarrollo, dado su acelerado crecimiento, se configuren nuevas condiciones de riesgo producto de factores como el crecimiento demográfico, migración, pobreza, desigualdad, una rápida urbanización y la ausencia de planificación en terrenos no aptos.

Según Narvaez, Lavell, y Pérez Ortega (2009) los desastres son riesgos no manejados, dado que se requiere que el riesgo no haya sido efectivamente reducido previamente y, además, que ocurra o se manifieste un fenómeno físico potencialmente peligroso que actúa como detonante. Bajo esta premisa, los eventos desastrosos que hemos tenido en el país han sido consecuencia de una falta de gestión de riesgo prospectiva, donde la planificación de desarrollo no ha estado orientada a evitar nuevas vulnerabilidades. Si bien los instrumentos de planificación y ordenamiento territorial consideran dentro de su análisis la variable de riesgo, ésta es manejada desde la perspectiva de la exposición a la amenaza y no desde una visión integral del riesgo, que considera la resiliencia y capacidades como parte fundamental de la vulnerabilidad.

El desastre que dejó el incendio de Valparaíso ocurrido el 2014, es un claro ejemplo de lo anterior. Valparaíso es una ciudad portuaria rodeada de cerros, donde la planificación territorial no ha tenido un papel relevante. En sus quebradas se mezclan poblaciones irregulares con frondosa vegetación, creando condiciones inminentes de riesgo. Así, el 12 de abril se desencadenó el mayor incendio interface – estructural que la historia de Chile recuerde. En esa ocasión 2.900 viviendas se quemaron por completo, dejando a 12.500 personas damnificadas (ONEMI, 2014). La misma situación se repitió el 2 de enero del año 2017, dejando más de 140 viviendas destruidas. La falta de recursos por parte de la población que habita los asentamientos informales, ha llevado a generar una situación de riesgo inminente en un sector donde no existen condiciones de habitabilidad. Pese a esto, llama la atención que a pesar de haber sufrido estos desastres, las autoridades autorizaron la instalación de las viviendas nuevamente en el mismo lugar, sin haber tomado ninguna medida de mitigación que evite o disminuya los impactos de un nuevo incendio. La alta concentración de viviendas, el material ligero de las construcciones y la falta de planificación fueron las causantes del desastre.

Rubiano y Ramírez (2009) plantean que los procesos de desarrollo tienen que ver tanto con las amenazas socio-culturales y antropogénicas como con las vulnerabilidades de los diferentes elementos expuestos.

En Chile, la planificación territorial y los instrumentos de desarrollo local no consideran el riesgo de desastre como un factor de retroceso en el desarrollo económico de localidades. La necesidad de reducir la frecuencia e intensidad de las situaciones de desastre conduce de manera directa a la necesidad de disminuir el potencial de daños y pérdidas que en el futuro se puedan presentar. El desarrollo social, económico y ambiental no puede ser sostenible sin la eficiente previsión y control del riesgo de desastres (Rubiano y Ramírez, 2009). Según ONEMI sólo entre los años 2015 y 2016 se gastaron alrededor de 110 millones de dólares en acciones de respuesta de las grandes emergencias, generando una reasignación de los presupuestos locales y nacionales, afectando la planificación de desarrollo territorial definida con anterioridad. Esto, sin contabilizar el gasto generado por riesgos de tipo extensivo, como los sistemas frontales, que no presentan registro directo en la base de datos del Estado.

Otro factor importante en el desarrollo de eventos desastrosos en el país ha sido el inoportuno manejo ambiental. La constante adaptación del entorno natural a las condiciones de habitabilidad que requiere la sociedad, ha generado la modificación de cauces de ríos, estabilización de laderas y deforestación del suelo, entre otras. La degradación del medio ambiente ha contribuido al aumento de la frecuencia e intensidad de los desastres (Lavell, 2004). Un ejemplo de lo anterior es lo ocurrido en la ciudad de Copiapó el año 2015 donde fuertes precipitaciones provocaron que el Río Copiapó recuperara su cauce normal, arrasando con 2.000 viviendas que habían sido emplazadas dentro de éste, dejando más de 35.000 afectados (ONEMI, 2015). Las obras de infraestructura redujeron su cauce y los puentes construidos no consideraron periodos de retorno de 20 o 30 años, lo que facilitó el desborde del río, actuando como verdaderos diques.

Ahora, si se compara el impacto de los desastres en Chile con el resto de países de la región, se puede observar que ha habido avances importantes que han permitido disminuir el número de fallecidos. No obstante, el número de afectados no ha disminuido, por lo que los costos económicos se han incrementado. Si bien entre los años 2015 y 2016, las emergencias sólo dejaron 31 fallecidos, los afectados alcanzaron la suma de 662.644 personas (ONEMI, 2015).

El año 2013, el Banco Interamericano de Desarrollo evaluó a los países de la región por medio del “Índice de Gestión del Riesgo”.[7] Pues bien, de acuerdo con este índice, Chile ha experimentado un aumento sustancial en el valor de este índice, pasando de 19,66 puntos en 1995 a 41,67 puntos el año 2013. Este aumento en los valores del índice obedece principalmente al mejoramiento en los sistemas de alerta temprana (donde destacan la Red Nacional de Vigilancia Volcánica implementada por el Servicio Nacional de Geología y Minería, y la Red de Sismógrafos y Acelerógrafos implementada por el Centro Sismológico Nacional) y el progreso que ha presentado la educación con la incorporación de la temática de riesgos en la malla curricular de la educación básica el año 2013. Sin embargo, la evaluación obtenida en el indicador de gobernabilidad y gobernanza en GRD, es sumamente bajo en comparación con otros países, debido a la ausencia de instituciones empoderadas que puedas coordinar, planificar y fiscalizar el cumplimiento de las mismas. Colombia, Costa Rica, Perú y México cuentan con institucionalidad e instrumentos legales que les permiten gestionar el riesgo desde la prevención, lo que se traduce en planificaciones y transferencia del riesgo que ayudan a mitigar los impactos de los desastres.

En este sentido, de acuerdo al mismo estudio, los mayores impactos son producto, en buena medida, de la gestión local, ya que Chile figura como el segundo país con más afectación en las zonas locales de acuerdo al índice de desastre local, el que considera personas fallecidas, personas afectadas y pérdidas económicas (ver Gráfico 1).

 

Gráfico 1

Índice de Desastre Local

 

 

Fuente: Banco de Desarrollo Interamericano (2013)

 

Dadas las características geográficas de Chile se hace fundamental contar instrumentos de ordenamiento territorial que incluyan la GRD en pro de un desarrollo sostenible. La falta de planificación en sectores con exposición a la amenaza ha impedido establecer medidas de mitigación acorde a la realidad local. Cómo se explicó anteriormente, sólo se ha logrado establecer una Política Nacional para la Gestión de Riesgo de Desastres, pero al ser de carácter indicativo, no existe la obligatoriedad en su cumplimiento. Este tema ha sido una deuda permanente por parte de las autoridades políticas del país. Si bien existen algunos intentos de orientación por medio del desarrollo de los Planes Regionales de Ordenamiento Territorial (PROT) que promovió la Subsecretaria de Desarrollo Regional, sólo se configuran como instrumentos orientadores. Actualmente, el Plan Regulador –comunal e intercomunal o metropolitano– tiene definido la identificación de zonas de riesgo en las cuales se establecen regulaciones o prohibiciones para el uso de suelo. Sin embargo, la ley permite realizar modificaciones por medio del Plan Seccional lo que ha favorecido la ocupación de terrenos con riesgo. Resulta fundamental entonces, que los instrumentos de ordenamiento territorial normativos restrinjan efectivamente el uso de suelo en las zonas que se encuentran definidas como riesgosas.

Otro punto no menor a considerar en la GRD prospectiva dice relación con la gestión de las capacidades. Se entiende por capacidad como aquella aptitud y potencialidad que posee un individuo, organización, entidad o institución, de índole pública o privada, derivada de las destrezas, competencias, habilidades y entrenamiento de sus recursos humanos y materiales especializados, que permitan desarrollar de manera eficiente, eficaz y oportuna determinadas funciones, actividades o acciones que son necesarias o ventajosas para contribuir a la reducción del riesgo de desastre en todo el ciclo del riesgo (ONEMI, 2014).

Por lo anterior, el centro de gravedad actual ante riesgos conocidos (tal vez no discriminados, pero si identificados), es cómo el país es capaz de identificar, desarrollar, mantener y disponer las capacidades que se requieren de manera de mitigar los riesgos a los cuales se ve expuesta la población, sus bienes e infraestructura en general.

Según Ortiz (2015), bajo este concepto, lo que el país debe hacer es gestionar un conjunto de capacidades existentes o por crear, las cuales se distribuyen entre organismos del Estado y organizaciones privadas, que en conjunto permiten efectivamente reducir los impactos de las amenazas.

La capacidad (o capacidades) se transforma entonces en el elemento esencial a gestionar en todo el ciclo del riesgo para lograr que la Reducción del Riesgo sea una realidad en el país. Para lo anterior, se debiera contar con un Sistema Nacional de Prevención y Respuesta (SINAPRED), estructurado, integrado y coordinado para poder llevar a cabo esta función (Ortiz, 2015). El no contar con esta gestión se debe en parte, a la falta de gobernanza y gobernabilidad que permitan planificar y coordinar estas capacidades. Si bien, como se mencionó, la ley 21.364 crea el SINAPRED, y nombra las organizaciones que deben ser parte de él, falta definir el reglamento bajo el cual trabajarán y sesionarán.

Los organismos públicos pertenecientes al SINAPRED debieran tener dentro de sus lineamientos estratégicos la reducción de las probabilidades de ocurrencia y de los efectos de desastres, poniendo especial énfasis en las actividades que dicen relación con la prevención, la mitigación y la preparación, lo que por consecuencia lógica disminuirá las necesidades de recursos, medios y esfuerzos en la etapa de respuesta durante una crisis, emergencia o desastre. Sin embargo, el SINAPRED tiene al día de hoy una muy precaria organización y deficiente coordinación. No existe un documento oficial que establezca cómo se estructura y cuáles son los roles y funciones de cada integrante en el sistema. Esto ha traído como consecuencia que las acciones destinadas a la prevención y mitigación de los desastres sean llevadas a cabo por la experiencia individual de cada servicio, las que a su vez no han contado con ningún tipo de planificación, organización, dirección ni control, conceptos claves en la GRD.

El SINAPRED es un sistema organizacional (de similares características que la SENAPRED, el SHOA, el Ejército, el Ministerio de Salud, etc.), y que existe para los fines de la Reducción de Riesgo de Desastres en todo el ciclo del riesgo (prevención, mitigación, preparación, monitoreo, alerta, respuesta, rehabilitación y reconstrucción), cuya materialización se logra mediante la aplicación sobre el sistema los elementos constitutivos de la gestión (planificación, organización, dirección y control). Así mismo, el SINAPRED es un sistema abierto el cual pertenece a un sistema superior: Sistema País (Suprasistema), y a su vez, al SINAPRED pertenecen el Sistema Regional de Prevención y Respuesta y el Sistema Comunal de Prevención y Respuesta. Ahora, la interacción entre los sistemas indicados corresponde al intercambio de capacidades necesarias para lograr la Reducción de Riesgo de Desastres en todo el ciclo. Lo que produce esa interacción es precisamente la acción de los componentes de la gestión sobre el sistema (Ortiz, 2015).

Dado lo anterior, resulta fundamental entonces estructurar y gestionar el SINAPRED para poder, de esta manera, coordinar las capacidades que contribuirán a la reducción del riesgo de desastres en el país. Si no está estructurado, resulta difícil que el SENAPRED, organismo a cargo de la coordinación del Sistema, pueda ejercer algún tipo de gestión sobre las capacidades existentes.

La creación de consejos de ministros que involucran al sector público mejoraría la coordinación y levantamiento de capacidades disponibles. No obstante, la falta de capacidades de los gobiernos locales no está considerada en la nueva ley. La mayoría de los municipios no cuentan con recursos ni personal especializado en materias de GRD, siendo paradojalmente, los que presentan una mayor recurrencia de amenazas que termina en emergencias o desastres. Así, la ley endosa la responsabilidad de identificación y evaluación del riesgo, la planificación territorial preventiva y la coordinación para la respuesta, pero no considera recursos para que estas capacidades sean adquiridas por los municipios, generando un vacío en el objetivo final del proyecto de ley: reducir los impactos de los desastres en las comunidades.

 

Conclusiones

 

Es un hecho que el país se encuentra emplazado en una zona geográfica donde los fenómenos naturales son una constante en el tiempo, así como también, es un hecho que el proceso de crecimiento y desarrollo que ha tenido la sociedad han sido a costa de la “sociabilización” de este entorno, modificando seriamente sus condiciones naturales para adaptarlas a las necesidades de las grandes urbes. Pues bien, todo este proceso de grandes transformaciones ha traído como consecuencia una larga historia de desastres donde las comunidades más vulnerables han sufrido los impactos.

La GRD que se ha llevado a cabo en el país ha estado marcada por la reacción. Cada vez que ocurre un desastre se toman acciones que permitan reducir los impactos en el caso de repetirse el mismo evento, pero en ningún caso se ha considerado contar con una institucionalidad que permita prever los riesgos como consecuencia del nuevo desarrollo que experimenta. Los instrumentos de planificación territorial no han sido capaces de incorporar de manera eficaz, dentro del proceso de planificación para el desarrollo territorial, a la GRD como un componente clave en la sostenibilidad de un territorio. La GRD prospectiva es una necesidad imperante que debe ser incorporada en los nuevos proyectos de fortalecimiento institucional.

El no contar con un SINAPRED integrado que permita planificar, organizar dirigir, y controlar los organismos del Estado poseedores de las capacidades necesarias para enfrentar la Reducción de Riesgo de Desastres en el país, redundará en que los efectos de los amenazas sobre la población, sus bienes y el medio ambiente, serán tan catastróficos como en el pasado, teniendo igual o más víctimas fatales y dejando el destino de las personas al comportamiento individual en cuanto a la Reducción de Riesgo de Desastres y no a una acción concertada del Estado.

Si bien el número de fallecidos por desastres en el país ha disminuido, el número de afectados ha aumentado, demostrando la falta de una institucionalidad que planifique, organice, dirija y controle al SINAPRED. Las acciones tomadas una vez ocurrido un desastre no siempre son eficientes, eficaces ni oportunas, ya que la evaluación de los impactos y la coordinación de las capacidades in situ retrasan la toma de decisiones en las primeras horas, generando situaciones de crisis que afectan directamente a la comunidad impactada.

Resulta sumamente urgente entonces que el nuevo proyecto de ley que crea una nueva institucionalidad, le entregue al organismo coordinador del Sistema las facultades, capacidades y competencias necesarias para poder gestionar el riesgo de desastre y responder de manera adecuada a las emergencias.

En cuanto a desastres naturales, este centralismo ha quedado de manifiesto anteriormente con la instalación de la figura del Delegado Presidencial por mandato directo de la Presidencia, por ejemplo, tras la erupción del Volcán Chaitén en 2008 y tras el 27/F en 2010. Esta figura asume la coordinación para abordar la recuperación y reconstrucción de los daños, dejando en evidencia “que las autoridades de Gobierno han superpuesto a la estructura de gobernanza existente una estructura paralela en el contexto de un desastre” (Sandoval, González, Orellana y Farías, 2020), dificultando en muchos casos el control y los mandos previamente establecidos para su manejo.

 

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Recepción: 26/04/2023

Evaluado: 03/07/2023

Versión Final: 27/07/2023

 



(*) Doctora en Geografía (Universidad Nacional de Cuyo). Magíster en Geomática (Universidad de Santiago). Geógrafa (Pontificia Universidad Católica de Chile), Chile. Directora de la Escuela Ciencias de la Tierra y jefa del Observatorio en Gestión de Riesgo de Desastres (Universidad Bernardo O’Higgins), Chile. Email: fabiola.barrenechea@ubo.cl ORCID: https://orcid.org/0000-0002-8377-2158

(**) Doctora en Arquitectura y Estudios Urbanos (Pontificia Universidad Católica de Chile). Magíster en Asentamientos Humanos y Medio Ambiente (Pontificia Universidad Católica de Chile). Geógrafa (Pontificia Universidad Católica de Chile), Chile. Profesor Asociado de la Escuela Ciencias de la Tierra (Universidad Bernardo O’Higgins), Chile. Email: gloria.naranjo@ubo.cl  ORCID: https://orcid.org/0000-0002-1802-1657

(***) Doctora en Bioquímica (Universidad de Chile). Bióloga y Licenciada en Ciencias Biológicas (Pontificia Universidad Católica de Chile), Chile. Docente (Universidad Bernardo O’Higgins), Chile. Email: maría.diaz@ubo.cl ORCID: https://orcid.org/0000-0002-3083-9646

[1] El artículo se encuentra basado en el documento inédito "Gestión del Riesgo de Desastres en Chile: Avances y Debilidades" de autoría de Fabiola Barrenechea, el cual estuvo disponible en algún momento en la página web www.observatorioubogrd.cl , no habiéndose publicado en ninguna revista científica y/o libro.

[2] UNISDR, 2010.

[3] Anexo a la Resolución 44/236, 22 de diciembre de 1989, Asamblea General, Naciones Unidas.

[4] Plan Nacional de Protección Civil, instrumento indicativo, creado por medio del decreto N°156 del Ministerio del Interior. Es marco conceptual y metodológico que sustenta el modelo de gestión del riesgo en Chile.

[5] El Sistema Nacional de Protección Civil es el conjunto de instituciones públicas, privadas y de la sociedad civil organizada, las que coordinadas por ONEMI, aportan capacidades para lograr reducir el riesgo de desastres en el país, por medio de la GRD.

[6] Prioridad 1: Velar por que la reducción del riesgo de desastres constituya una prioridad nacional y local con sólida base institucional de aplicación; Prioridad 2: Identificar, evaluar y seguir de cerca el riesgo de desastres y potenciar la alerta temprana; Prioridad 3:Utilizar el conocimiento, la innovación y la educación para establecer una cultura de seguridad y de resiliencia a todo nivel; Prioridad 4: Reducir los factores subyacentes del riesgo; Prioridad 5: Fortalecer la preparación ante los desastres para lograr una respuesta eficaz a todo nivel.

[7] Instrumento indicativo que evalúa el desempeño de la GRD, por medio de un sistema de indicadores. Estos indicadores permiten la comparación de las evaluaciones para cada país en diferentes períodos de tiempo, desde una perspectiva económica y social.