Independencia política y apertura comercial. El puerto de Quilca, 1821-1827

                                                  

Víctor Condori(*)

 

                                                                          ARK CAICYT: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s24690732/lfqk8rfjn

 

 

 

Resumen

 

Aunque la guerra de la Independencia, trajo consigo una serie de cambios tanto políticos como económicos, estos no llegarían a presentarse de la misma forma y en igual magnitud en todas las regiones del entonces virreinato peruano. Por ello, el presente trabajo busca conocer y comprender las principales causas que llevaron al surgimiento de Quilca como principal puerto de Arequipa a fines de la colonia, así también, las vicisitudes que debió enfrentar durante los difíciles años marcados por la guerra y, finalmente, los factores que influyeron en su reemplazo definitivo por el puerto de Islay, en los albores del periodo republicano.

 

Palabras clave: Independencia; Puerto; Comercio; Aduana; Tesorería; Prefectura.

 

 

 

 

Political independence and trade opening. The port of Quilca, 1821-1827

 

Abstract

 

Although the war of the Independence brought with it a series of political and economic changes, these would not come to appear in the same way and to the same extent in all the regions of the then Peruvian viceroyalty. For this reason, the present work seeks to know and understand the main causes that led to the emergence of Quilca as the main port of Arequipa at the end of the colony, as well as the vicissitudes that it had to face during the difficult years marked by the war and finally, the factors that influenced its definitive replacement by the port of Islay, at the dawn of the republican period.

 

Keywords: Independence; Port; Trade; Customs; Treasury; Prefecture.


 

Independencia política y apertura comercial. El puerto de Quilca, 1821-1827[1]

 

Introducción

 

Los puertos y caletas utilizadas en diferentes momentos de la historia de Arequipa han merecido una escasa atención por parte de los investigadores, tanto locales como nacionales. En ese sentido, todavía no es posible medir o determinar con exactitud su verdadera importancia en el desarrollo económico de la región, dentro de un proceso de larga duración. De ese modo, algunos de estos trabajos realizados sobre los puertos arequipeños, nos acercan más bien a coyunturas bastante particulares, como podrían ser, la guerra de la Independencia o los inicios del periodo republicano.[2]

Durante los años finales de la guerra de Independencia, el último virreinato de América habría de experimentar diversos cambios en materia política, económica y fiscal; cambios, como el establecimiento de un gobierno independiente en la ciudad de Lima y toda la región norte, así como, la ruptura definitiva del sistema monopólico español. Este último, a raíz del quiebre de las relaciones mercantiles entre el territorio peruano y la península, pero, principalmente, debido al arribo incontenible de decenas de comerciantes y empresarios extranjeros, provenientes de distintas regiones de Europa y América del Norte, quienes, atraídos por la posibilidad de hacer ventajosos negocios y obtener pingües ganancias, ya desde 1821 comenzarían a establecer sus primeras dependencias o agencias comerciales, tanto en las regiones liberadas por las fuerzas patriotas como en las ocupadas por el régimen realista. Dentro de estas últimas, estuvo la Intendencia de Arequipa.[3]

A raíz del colapso de importantes actividades económicas como la viticultura y la minería, provocado directamente por la guerra, las autoridades políticas de la referida Intendencia, buscarían obtener los mayores beneficios de aquella inusitada expansión del comercio de importaciones; por un lado, autorizando la llegada de numerosas embarcaciones con bandera extranjera, cargadas con toda clase de efectos mercantiles y eventualmente, de medicinas, azogue y armas; y por el otro, habilitando la pequeña caleta de Quilca, como principal puerto de la región. Como consecuencia de todo ello, el gobierno virreinal pudo obtener importantes ingresos por concepto de derechos aduaneros, mientras la economía regional, lograría integrarse definitivamente dentro de un vasto mercado mundial en constante expansión.

Ahora, la condición alcanzada por el puerto de Quilca como el más importante punto de ingreso y abastecimiento de toda la región sur del Perú habría de mantenerse hasta después de terminado el conflicto por la independencia. En tal sentido, el objetivo de este trabajo busca, ante todo, explicar los factores que provocaron la transformación de aquella pequeña caleta de pescadores en el principal puerto de la región; asimismo, las vicisitudes que debieron de enfrentar autoridades y población cuando la guerra finalmente llegó a las costas de la Intendencia de Arequipa y, finalmente, conocer los motivos que pudieron influir en su posterior reemplazo por el puerto de Islay, durante los primeros años de la República.

 

Un puerto para Arequipa colonial

 

A lo largo de la historia colonial y antes del advenimiento de Quilca como el más importante puerto de Arequipa (1802-1827), las principales actividades marítimas y comerciales se caracterizaron por su dispersión e irregularidad, al punto que, el embarque, reembarque y desembarque de efectos mercantiles, metales preciosos, insumos mineros y pertrechos militares, de tropas regulares, funcionarios y pasajeros; además, de otras actividades inherentes a su naturaleza, como el aprovisionamiento de agua (aguada), de víveres y leña, la reparación y calafateo de fragatas, bergantines, falúas y chalupas e incluso, la internación de mercancías de forma clandestina e ilegal (contrabando); se realizaban, de manera indistinta y hasta simultánea, a través de un conjunto de numerosas caletas y desembarcaderos ubicados en diferentes puntos de la extensa y accidentada costa arequipeña, como Chule, Aranta, Chala, Cocotea, Lomas, Mollendo, Islay, Matarani, además de Quilca (Galdos, 1991).

En ese sentido y hasta fines del siglo XVIII, la ausencia en los documentos administrativos y cartográficos de un gran puerto para la ciudad de Arequipa, capaz de centralizar las principales actividades migratorias y comerciales de la región, relacionadas con la extracción e internación de toda clase de mercancías y, sobre todo, con la capacidad de articular la creciente economía regional con el resto de mercados del virreinato peruano e Hispanoamérica, estaría relacionada, no tanto a la inexistencia de tan importante espacio costero, con cualidades similares a las que en aquella época exhibían notoriamente, puertos como el Callao, Guayaquil, Arica o Valparaíso, sino, especialmente, con las particulares características que habían definido la economía arequipeña a lo largo de casi tres siglos de dominio colonial.

¿Cuáles eran estas? Una limitada relación económica con los mercados de la península; su fuerte dependencia y subordinación hacia los poderosos comerciantes capitalinos agrupados en el Tribunal del Consulado de Lima y vinculados a la distribución de los denominados “efectos de Castilla”; una próspera agricultura de pan llevar (trigo, maíz y papa), basada en las pequeñas y medianas propiedades ubicadas en los alrededores de la ciudad (la campiña); tradicionales vínculos sociales y comerciales con numerosas ciudades, pueblos y centros mineros del Bajo y Alto Perú y principalmente, una muy extendida y eficiente producción de vinos y aguardientes, cuyos centros de consumo más importantes se ubicaban a lo largo del denominado sur andino, desde la ciudad del Cuzco hasta el cerro rico de Potosí.[4]

En definitiva, la economía arequipeña, por lo menos hasta el último cuarto del siglo XVIII, se hallaba integrada de manera regular y competente, dentro de un vasto circuito comercial de dimensiones suprarregionales, constituido por centros de producción agropecuaria, artesanal y minera, y numerosas ciudades, pueblos y villas. Y para conectarse de manera permanente con todos esos espacios, los empresarios y comerciantes de la localidad, hicieron uso principalmente de una amplia red de caminos y trochas, que atravesaban valles, mesetas y cordilleras, por medio de un eficiente y bien organizado sistema de arrieros, troperos y trajinantes, en lugar de los siempre escasos y costosos navíos mercantes o las incómodas y poco implementadas caletas y desembarcaderos (Brown, 2008, pp. 105-138). Así ocurriría también en el caso de los irregulares intercambios comerciales que la ciudad de Arequipa mantenía con la capital del virreinato peruano.[5]

La imperiosa e impostergable necesidad de contar con un puerto principal en la región, surgiría recién a partir de 1778, cuando, como parte de la política reformista de los Borbones, se promulgó el Reglamento y aranceles reales para el comercio libre de España a Indias, que autorizaba el intercambio directo entre unos 13 puertos españoles con cerca de 24 americanos, dentro de los cuales se encontraban Buenos Aires, Valparaíso, Concepción, el Callao, Guayaquil y por supuesto, Arica, el único puerto liberado de la Intendencia de Arequipa.

El denominado “Comercio Libre”, auspiciado por las autoridades borbónicas, favoreció notablemente la integración de la hasta entonces postergada economía arequipeña y su reducida élite mercantil, dentro de un inmenso mercado de producción y consumo representado por el Imperio Hispánico. En otras palabras, permitió que la pequeña comunidad de comerciantes avecindados en esta ciudad se vinculara de manera directa e ininterrumpida, por lo menos hasta el inicio de las guerras de Independencia, con importantes centros de negocios en Hispanoamérica y España, como Valparaíso, Buenos Aires, Cádiz, Santander, además de la Ciudad de los Reyes de Lima.

De manera complementaria, aquella política de liberación de puertos auspiciada por la dinastía francesa daría un gran impulso a las relaciones mercantiles que los comerciantes arequipeños mantenían con otras regiones del sur andino como Cuzco, Puno y la audiencia de Charcas. Al final, todo ello se expresaría de un lado, en el fortalecimiento y expansión de la comunidad de comerciantes locales, cuyos integrantes se cuadruplicaron en unas cuantas décadas, pasando de 112 en 1780 a más de 400, a fines de ese siglo (Wibel, 1975, p. 142); y del otro, en el aumento considerable de los ingresos fiscales de la tesorería arequipeña, por concepto de importaciones.[6] Como se puede observar en el siguiente cuadro elaborado a partir de los datos registrados en la principal aduana de la región.

 

Cuadro 1. Ingresos de la Real Aduana de Arequipa, 1781-1793

 

Año

Monto (pesos)

1781

31.646

1785

71.945

1786

116.502

1787

101.216

1788

72.162

1789

66.554

1790

57.016

1791

78.802

1792

86.362

1793

77.800

 

Fuente: Brown, 2008, p. 251.

 

Como podría imaginarse, dentro de un sistema económico que tradicionalmente había favorecido a privilegiados gremios mercantiles en el Imperio Español (Sevilla, México y Lima), la posibilidad que una parte de aquellas ganancias o beneficios generados por las importaciones terminaran trasladándose a manos de otras comunidades antes postergadas, en virtud a la liberación de puertos y de manera casi inmediata a la promulgación y entrada en vigencia del polémico Reglamento, provocarían las más encendidas protestas dentro de ciertas instituciones mercantiles “perjudicadas injustamente” por el reformismo borbónico, como por ejemplo, el exclusivo y no menos influyente Tribunal del Consulado limeño. Dicho gremio empresarial, que agrupaba a los más poderosos comerciantes de la capital, quienes durante décadas habían disfrutado de un control casi absoluto en la distribución de mercancías importadas sobre una gran parte del territorio sudamericano, se mostró bastante preocupado ante la posibilidad de perder su reconocida preeminencia económica al interior de los ricos y codiciados mercados mineros alto peruanos y, lo peor de todo, en beneficio de emergentes oligarquías como las establecidas en los emporios de Buenos Aires y Valparaíso. Así, en medio de una situación de aparente desesperación, sus representantes gremiales llegarían al extremo de oponerse incluso a la apertura del sureño puerto de Arica, liberado para el tráfico con otras regiones del imperio, manifestando ante las autoridades metropolitanas que “aún sin el comercio libre todo el objeto de los chilenos ha sido siempre abrir esta puerta para hacerse dueños de las internaciones de este reino” (Parrón Salas, 1995, p. 319).

Con respecto a este puerto de la Intendencia de Arequipa, muy a pesar de las incomparables condiciones naturales que exhibía - Arica ya era reconocido en el temprano siglo XVI, cuando fue habilitado por las autoridades españolas como el único punto de entrada del azogue huancavelicano y de salida, de la plata potosina-, además del hecho de encontrarse entre los puertos hispanoamericanos liberados para el comercio con la península, con el paso de los años fue evidenciado una desventaja que no había sido tomada en cuenta en sus inicios como puerto principal de la región y se volvería cada vez más notoria y perjudicial a los intereses del comercio arequipeño. ¿Cuál era esta? Arica se hallaba a 450 kilómetros al sur de la ciudad de Arequipa, sede de la más importante comunidad mercantil de la región, lo que obligaría inevitablemente al traslado de las mercancías por tierra o su reembarque con destino a la caleta de Quilca, ubicada a solo 180 kilómetros al oeste de la ciudad.

Con respecto a la primera de las opciones –el traslado por tierra-, ella presentaba un claro inconveniente relacionado con los altos costos del transporte. Según la tarifa vigente, el envío de mercancías hasta Arequipa tenía un valor de 12 pesos por carga de mula de 300 libras, mientras que, desde Quilca, el costo se reducía en un 50%, es decir, 6 pesos. Sin embargo, la alternativa del reembarque, aunque podría parecer más práctica, conveniente y rentable, no lo sería tanto, dado que obligaba a un doble pago por derechos de internación, a decir de la normativa imperante. Por tal razón, algunos empresarios de la localidad solicitaron insistentemente a la Corona española y en cuanta ocasión se presentaba, “que por ser tanta la distancia desde el puerto de Arica a la ciudad de Arequipa les permitiese transbordarlos para el de Quilca…sin pagar nuevos derechos de almojarifazgo” (Condori, 2014, p. 100). Dicha solicitud fue finalmente atendida en julio de 1802.[7] En consecuencia, desde los inicios del siglo XIX, la pequeña caleta de Quilca, mucho más cercana a la ciudad que el mejor constituido y liberado puerto de Arica, comenzaría a destacar como el principal puerto de la Intendencia y punto de arribo obligado para numerosos navíos mercantes y de guerra de tránsito por aguas del Pacífico.

 

El puerto de Quilca durante la Independencia

 

Aquella posición preeminente alcanzada por la caleta de Quilca a principios del siglo XIX, se habría de consolidar definitivamente dos décadas más tarde, con el inicio de los conflictos por la independencia en la región y a causa de la convergencia de diversas circunstancias por demás excepcionales relacionadas, en primer lugar con, la independencia de la Capitanía General de Chile en abril de 1818; en segundo lugar, el bloqueo del puerto del Callao y la posterior ocupación de la ciudad de Lima por fuerzas chileno-argentinas dirigidas por el general José de San Martín en julio de 1821 y, finalmente, el traslado de la capital del virreinato peruano hacia la ciudad del Cuzco, por orden del general José de la Serna, los últimos días de ese año. Como consecuencia de todo ello, la Intendencia de Arequipa llegaría a convertirse por los próximos cuatro años, en el único punto de conexión y comunicación entre el último virreinato de América del Sur y la metrópoli española, y el cercano puerto de Quilca, en el principal punto de llegada de comerciantes extranjeros, mercancías importadas y toda clase de pertrechos militares destinados al abastecimiento del ejército realista y las numerosas ciudades y pueblos localizados, tanto en el sur del Perú como en la Audiencia de Charcas (Condori, 2010; 2011).

Para no pocos comerciantes nacionales y extranjeros, avecindados o residentes en la región, y en medio del desorden e inseguridad desencadenada por la movilización de tropas insurgentes, la cercanía del puerto de Quilca significaría, además de un menor costo en el transporte, poder disfrutar de una relativa tranquilidad a raíz de la presencia permanente de un fuerte contingente militar de más de 2.600 soldados acantonados en distintas provincias de la Intendencia desde, por lo menos, 1818 (el llamado Cuerpo de Reserva, primero y Ejército del Sur, después).[8] De ese modo, a partir de 1821, esta antigua caleta de pescadores comenzaría a recibir en un número creciente embarcaciones provenientes de distintas regiones del mundo,[9] muchas de ellas atiborradas con toda clase de mercancías o productos manufacturados, lo que llevaría al virrey La Serna a permitir el establecimiento temporal de agentes y consignatarios extranjeros, tanto en el puerto como en la ciudad, previa solicitud enviada al intendente de Arequipa, coronel Juan Bautista de Lavalle.

Adicionalmente, La Serna dispuso de manera casi inmediata la instalación en las inmediaciones del puerto de una oficina de administración de aduanas con sus respectivos funcionarios, varios depósitos para el almacenamiento de las cargas y una pequeña fuerza militar de resguardo, con el objetivo de asegurar el pago de impuestos, garantizar la protección del puerto, la inspección de las embarcaciones y el permanente patrullaje de sus costas. Estas últimas medidas intentaban erradicar, o por lo menos limitar, cualquier forma de actividad ilícita entre los comerciantes locales y las distintas embarcaciones mercantes ancladas en su rada, en las que podían participar de manera directa o disimulada, no solo los capitanes de los barcos, sino incluso, funcionarios menores de la propia administración. A pesar de las previsiones, no sería ninguna sorpresa encontrarse durante esos años a ciertos hombres de negocios provenientes de la ciudad de Arequipa, quienes aprovechando la oscuridad de la noche y en pequeñas embarcaciones, intentando trasladar hacia los navíos extranjeros anclados a varios kilómetros de distancia, considerables cantidades de metales preciosos, en particular plata piña o amonedada, pese a estar prohibidas por las leyes españolas.[10]

De otra parte, en vista que destacadas firmas comerciales como la francesa Le Bris-Bertheaume, la inglesa Gibbs-Crawley y la española Cotera-Murrieta y Compañía, ya se encontraban instaladas en la ciudad de Arequipa desde fines de 1821, Quilca fue convirtiéndose, pese a no contar con todas las condiciones materiales y logísticas, en residencia temporal de funcionarios y empleados de la Aduana; de algunos comerciantes minoristas encargados de abastecer las embarcaciones con productos locales; de numerosos arrieros o propietarios de acémilas, a la espera de ser contratados para transportar grandes volúmenes de mercancías o pertrechos militares; de algunos trabajadores eventuales como cargadores y tripulantes de lanchas; y también, de representantes de grandes compañías mercantiles, los llamados agentes comerciales o marítimos.[11] Con relación a las casas comerciales y sus agentes instalados en la región, el primer cónsul general de Gran Bretaña en el Perú, Thomas Rowcroft, informaba a las autoridades londinenses, en setiembre de 1824, lo siguiente:

 

Alrededor de dieciséis establecimientos británicos o agencias personales se encuentran ahora en Arequipa; en esta ciudad también se encuentran algunas de las familias españolas más respetables de América del Sur. La casa Winter y Compañía tiene a un señor Templeman allí y ha comerciado en gran medida; Cochrane y Robertson, conectados con Parish de Hamburgo y Barings en Londres, tienen un agente; y Gibbs Brothers y algunos otros.[12]

 

Precisamente, durante los últimos meses de 1824, se hallaba residiendo en Quilca el inglés Udny Passmore, segundo agente consular nombrado por el gobierno de Gran Bretaña para el Perú; no obstante tal condición, su situación diplomática se presentaba bastante delicada, en gran medida porque esta región todavía se encontraba dentro de los dominios de la Corona española. Por tal motivo, las autoridades locales encabezadas por el intendente Lavalle, “no le permitían ir a esa ciudad (Arequipa), ni en su función consular ni como individuo particular” (Witt, 1992, pp. 47 y 52).

Ahora, el nombramiento de agentes consulares británicos para las ciudades de Lima (Thomas Rowcorft) y Arequipa (Udny Passmore), en medio de un conflicto bélico y con un país políticamente dividido entre patriotas y realistas, explicaría, por un lado, las enormes dificultades que enfrentaron tales representantes a fin de cumplir con sus obligaciones diplomáticas en vista que no serían reconocidos oficialmente hasta la derrota completa de las fuerzas realistas y el establecimiento del gobierno republicano; en tal situación, tuvieron que resignarse a residir temporalmente en los respectivos puertos del Callao y Quilca. Y por el otro, la gran importancia económica que venía alcanzando, tanto el comercio de importaciones como las inversiones británicas en el Perú, muy a pesar de la incertidumbre política o tal vez a causa de ella. Pues según el mencionado cónsul general, para 1824 las inversiones de los súbditos de su majestad británica en estas dos regiones, sumaban cerca de 3 millones de pesos, tanto en créditos como en propiedades (Humphreys, 1940, pp. 108 y 116).

Aunque muy importante desde el punto de vista fiscal, no todas las actividades en el puerto de Quilca estuvieron relacionadas necesariamente con la inversión extranjera. En tal sentido, en poco tiempo comenzarían a surgir negocios y oficios vinculados al abastecimiento de alimentos frescos y agua dulce para los navíos y la población del puerto; el transporte de arrieraje hacia y desde la capital de la Intendencia; y la construcción de grandes estructuras de almacenamiento en las inmediaciones de la caleta. En este último caso, el arribo frecuente de embarcaciones y el desembarco de grandes volúmenes de mercancías con destino a la ciudad de Arequipa, obligaría a las autoridades políticas a proporcionar algunos espacios –nunca suficientes- destinados al depósito temporal de los numerosos fardos y cajones internados semanalmente y, como consecuencia de ello, los agentes marítimos debían esforzarse diariamente para encontrar y contratar algún arriero con suficientes mulas disponibles para el trasporte. Curiosamente, la incapacidad de las autoridades políticas a la hora de brindar tales servicios, terminaría convirtiéndose en una oportunidad para la iniciativa privada.

En octubre de 1822, Buenaventura Berenguel y Gregorio Vásquez, del comercio de Arequipa, constituyeron una compañía mancomunada, con el fin de levantar y administrar unas barracas o almacenes “para los cargamentos que traen a su bando las embarcaciones que tocan a dicho Quilca y depositan en las bodegas de ellos”.[13] En los dos años siguientes, aquella sociedad empresarial continuaría viento en popa, en vista de la notable expansión experimentada por las actividades comerciales y la creciente necesidad de las autoridades por disponer de tales instalaciones. Con respecto a este crecimiento, en octubre de 1824, el mencionado cónsul británico, Thomas Rowcroft, en uno de sus últimos informes al gobierno de Londres, afirmaba, “Quilca es ahora la entrada a Arequipa, desde donde se distribuyen todas las importaciones para los distritos del sur e interior”.[14] Llamativamente, el arrendamiento de dichos almacenes por parte de los administradores de la aduana, se mantendría incluso después de terminada la guerra de Independencia, en vista que, tanto el gobierno colonial como el republicano, consideraron más rentable alquilar tales depósitos en lugar de construir unos nuevos y propios. Por lo menos así sucedería hasta el traslado definitivo de las actividades del mencionado puerto a la caleta de Islay, en agosto de 1827. Mientras tanto, las autoridades estaban obligadas a entregar a los referidos propietarios las 2/3 partes de los ingresos obtenidos por concepto de almacenaje.[15]

Desafortunadamente, en los últimos años de la guerra por la independencia, el puerto de Quilca se convertiría en un codiciado objetivo para las ocasionales incursiones de fuerzas patriotas, las mismas que buscaban no solo hacerse de un cuantioso botín u obtener los necesarios pertrechos militares, sino sobre manera, limitar el ingreso de mercancías y recursos en perjuicio de los porfiados defensores de la causa real. En ese contexto, la Intendencia de Arequipa fue ocupada más de una vez por tropas provenientes de la región independiente de Lima.

La primera de estas incursiones se produjo a fines de 1822, en el marco de la denominada primera expedición a puertos intermedios y organizada por la Junta de Gobierno establecida en la capital luego de la renuncia y posterior abandono del Perú del general San Martín. Específicamente ocurrió en la madrugada del 21 de diciembre, en circunstancias que el intrépido oficial patriota, el inglés Guillermo Miller, al mando de un reducido contingente militar compuesto de escasos 25 soldados, tomó por sorpresa el pueblo Quilca por algunas horas, luego que los encargados de su defensa, unos 50 soldados realistas huyeran con dirección al pueblo de Camaná, ubicado a unos 40 kilómetros al norte. Semanas después, a inicios de enero de 1823, Miller volvería a ocupar dicho puerto y al igual que la vez anterior, solo por un breve tiempo, el suficiente para informarse de la cercanía de una fuerza punitiva al mando del coronel José Carratalá, enviado por las autoridades virreinales del Cuzco con el objetivo de retomar el control de tales poblaciones (Miller, 1975, pp. 17-23). Consciente de aquella amenaza, Miller optaría por la retirada en dirección a Lima, no por mar, sino a través del desierto costero. Cuando se encontraba por los valles de Camaná y Caravelí, el militar inglés recibiría una lamentable noticia, la mencionada expedición a puertos intermedios había sido derrotada de manera aplastante en las batallas de Torata y Moquegua, a manos de una fuerza militar bien disciplinada y mejor dirigida por los generales Jerónimo Valdez y José de Canterac (19 y 21 de enero).

Medio año después, en julio de 1823, aquella infeliz experiencia de los habitantes del puerto de Quilca se volvería a repetir, esta vez en el marco de una segunda campaña a puertos intermedios, impulsada por el nuevo presidente José de la Riva Agüero y constituida por más de 5.400 soldados en su mayoría peruanos; quienes, al mando del general paceño Andrés de Santa Cruz, debían en primer lugar, tomar el control de los puertos arequipeños, para de ese modo, asegurar un rápido desplazamiento en dirección al territorio alto peruano, donde buscarían obtener una victoria definitiva sobre las fuerzas realistas allí acantonadas. Meses antes, como intuyendo aquella peligrosa situación, los mayores comerciantes monopolistas de Arequipa, el español Lucas de la Cotera, el bonaerense Manuel Marcó del Pont y el vasco Ambrosio Ibáñez, habían decidido trasladar todas sus mercancías almacenadas en los depósitos de Quilca, hacia la “más segura y protegida” capital de la Intendencia, y así colocarlas lejos del alcance de las fuerzas insurgentes. Precisamente, entre los meses de abril y mayo de 1823 cientos de mulas conducidas por decenas de arrieros, luego de atravesar casi 200 kilómetros de un camino desértico llegarían a la Ciudad Blanca, donde serían recibidos por un oficial de la tesorería, encargado de inspeccionar y registrar toda la carga conducida. A decir de las anotaciones de este funcionario llamado “guarda caminero”, el número total de entradas fue de 75, de las cuales 36 (48%) pertenecían a la sociedad Ibáñez-Marcó del Pont;[16] 18 (24%) a Lucas de la Cotera y el resto de entradas a otros comerciantes de la localidad.[17]

En relación a la segunda expedición patriota a puertos intermedios, a mediados de junio de 1823, apenas desembarcado en las costas de Arica, el general Santa Cruz envió al coronel Juan Pardo de Zela, de origen peninsular, al mando de dos compañías de infantería en dirección al puerto de Quilca, con la delicada misión de ocupar dicha plaza y de paso, distraer las fuerzas realistas acantonadas en la ciudad de Arequipa.[18] De otro lado, el inglés Guillermo Miller, quien había partido meses antes al frente de un escuadrón de caballería, desde Lima y con destino a la costa sur, luego de atravesar los valles de Caravelí, Camaná, Majes y Aplao, el 26 de agosto alcanzaría el valle de Siguas, ubicado a solo 60 km. al oeste de Arequipa; lugar designado, para la reunión con el grueso de un segundo ejército patriota de 3.200 soldados, mayormente gran colombianos, quienes bajo la conducción del joven general Antonio José de Sucre, buscarían ocupar la capital de la Intendencia.[19]

Finalmente, el 31 de agosto de 1823, haría su ingreso triunfal y pacífico por las calles de Arequipa el ejército colombiano encabezado por el general Sucre, después que Miller y 200 soldados de caballería hubiesen tomado el control de la ciudad el día anterior. Semanas atrás y en medio del desorden desatado luego de conocerse la noticia de la proximidad de aquella fuerza, un pequeño grupo de vecinos y comerciantes lograría fugar de la ciudad en compañía de funcionarios y autoridades del régimen colonial, algunos en dirección a la sierra y otros a la costa, donde con suerte aspiraban encontrar un navío extranjero dispuesto a darles cobijo. Funcionarios, como el intendente Lavalle y el obispo Goyeneche, y comerciantes, como el mencionado Lucas de la Cotera, quien, gracias a sus vínculos amicales y profesionales, pudo encontrar seguro refugio a bordo de la fragata francesa Florinda, anclada en la rada de Quilca.[20]

Para mala fortuna, sus colegas Marcó del Pont y Jacinto Ibáñez, al no encontrar la forma de escabullirse, fueron obligados por las fuerzas invasoras a entregar una contribución de 5.000 pesos. En realidad, ellos estarían dentro de los pocos comerciantes seleccionados para proporcionar empréstitos o socorros pecuniarios, en la medida que las listas de contribuyentes levantadas por las propias autoridades patriotas tendrían como principales erogantes a hacendados y propietarios de la ciudad. A lo largo de esas semanas, Quilca continuaría en manos de los insurgentes y sus actividades portuarias completamente paralizadas, por lo menos, hasta mediados del mes de octubre cuando, después de su derrota y posterior expulsión de la ciudad, las fuerzas invasoras se reembarcarían definitivamente desde el mencionado puerto con rumbo a la costa de Lima. Sería la última vez que Arequipa y su pequeña caleta enfrentarían una ocupación militar enemiga, por lo menos, hasta el final de la guerra de Independencia.[21]

Casi de manera inmediata al fin de la invasión colombiana de la región, puntualmente, desde fines de 1823 hasta mediados de 1824, las costas arequipeñas se convirtieron en el principal escenario de las actividades de un navío corsario con bandera española, el bergantín-goleta Nuestra Señora del Carmen alias “General Quintanilla”, comandado por el marino y comerciante genovés Mateo Mainery, cuyo accionar decía estar respaldado en un documento oficial o patente de corso proporcionada por el gobernador de la isla de Chiloé, general Antonio Quintanilla.[22] Dicho buque corsario, en unos cuantos meses, llegaría a desplegar una actividad desconocida hasta entonces, capturando y aterrorizando numerosas embarcaciones mercantes extranjeras a lo largo de la costa sur peruana y en no pocas ocasiones, utilizando al puerto de Quilca como su principal base para el abastecimiento de agua, alimentos, medicinas y también, para disponer de la mayor parte de la carga obtenida mediante sus actividades de expoliación. Así, por ejemplo, en enero de 1824, Eugenio Gómez, proto boticario de la ciudad de Arequipa, proporcionaría medicinas al mencionado buque corsario por valor de 120 pesos, pagados por la Tesorería de Arequipa; Manuel Fernández, “cuatro arrobas de aceite y otras tantas de vinagre, con más los odres en que van acondicionadas, todo con destino al bergantín general Quintanilla”, por valor de 44 pesos. Todo ello a través del referido puerto.[23]

Volviendo a la coyuntura particular del año 1823, relacionada con la invasión de la región y la ocupación insurgente del puerto de Quilca, si bien es cierto que los navíos extranjeros no dejaron de arribar a las costas arequipeñas, las actividades administrativas y comerciales en el referido puerto quedarían temporalmente suspendidas y durante varios meses. Del mismo modo ocurriría con el transporte de mercancías a través del sistema de arrieraje, desde la costa hacia la ciudad de Arequipa y viceversa, que evidenciaría una notable reducción, no solo por la imposibilidad de transitar en medio de unos caminos prácticamente tomados por las fuerzas insurgentes, sino también, debido a la escasez de toda clase de animales de transporte, mulas, caballos y burros. Convertidos en el principal objetivo de las correrías y requisas, perpetradas por los ejércitos de la patria (Brandsen, 1910, pp. 69-73). Afortunadamente, una vez concluida aquella invasión, las actividades portuarias retomarían su curva ascendente, al punto que, la aduana lograría disponer de un excedente de 44.700 pesos ese mismo año.[24]

A principios del siguiente, el virrey La Serna, con el objetivo de aprovechar aquella coyuntura tan favorable, estableció el real derecho de alcabala para la totalidad de mercancías importadas, gravamen que alcanzaría el 34% sobre el monto principal.[25] Aunque protestada, fue una medida urgente y necesaria. Así, para noviembre de 1824, la administración de aduanas del puerto de Quilca, remitiría a la Tesorería de Arequipa cerca de 50.000 pesos, pertenecientes solo a los derechos “que tiene colectados de los comerciantes extranjeros” en los primeros meses de 1824[26] y para fines de ese año, lograría recaudar por este mismo concepto, 389.641 pesos, una cifra muy superior incluso, a la registrada durante las primeras décadas de gobierno republicano (Quiroz Paz Soldán, 1976, p. 150).

Como se ha señalado, la recaudación obtenida durante el último año de gobierno español y por concepto de importaciones, no se volvería a repetir en los libros de contabilidad hasta la segunda mitad del siglo XIX y, en el fondo, estaría reflejando no solo una coyuntura económica favorable para el ejercicio del comercio y las inversiones locales, sino también una situación de aparente tranquilidad experimentada por la población de algunas provincias de la Intendencia de Arequipa, en la agonía del régimen colonial en el Perú y en comparación al agitado año anterior.

Aquella situación excepcional, podría evidenciarse a través de cierta conducta o comportamiento un tanto despreocupado, manifestado por ciertos individuos o familias a lo largo de 1824. Según refiere el viajero alemán Heinrich Witt, en su primera visita a Quilca en setiembre del mencionado año, se encontró con varias carpas pertenecientes a unas 40 personas entre hombres y mujeres, quienes poco antes habían llegado procedentes de la villa de Camaná con el objetivo de veranear en las cálidas playas quilqueñas.[27]

Sin embargo, aquel estado de tranquilidad habría de alterarse a principios de 1825 con la llegada de una noticia inconcebible, la derrota completa del ejército realista en la batalla de Ayacucho y la posterior firma de una concertada Capitulación, que obligaba la entrega de todas estas provincias y sus destacamentos militares al triunfante ejército de la nueva patria. Junto a la conmoción generada entre la población y autoridades de la realista ciudad de Arequipa, dicha noticia trajo como consecuencia la deserción de numerosos soldados integrantes de algunos cuerpos del ejército real destacados en el puerto de Quilca o de tránsito hacía otras regiones, quienes, en compañía de partidas de soldados liberados por algunos navíos españoles, sin ningún orden, control o disciplina, se dedicarían al robo y la destrucción de propiedades de los habitantes de aquel miserable poblado, así como, de los valles aledaños; obligando, la intervención de algunos oficiales capitulados quienes se habían congregado precisamente en dicho puerto a fin de abandonar el país en el primer navío disponible. Del mismo modo, motivarían la intervención de pequeños cuerpos militares enviados desde Arequipa, producto de un acuerdo inimaginable en otras épocas, entre una autoridad saliente, el intendente Juan Bautista de Lavalle, y otra entrante, el prefecto Francisco de Paula Otero.[28]

Así, en los primeros meses de 1825, el puerto de Quilca se habría de convertir en el principal punto de concentración y embarque hacía otras regiones de América y los reinos de España, para decenas de militares capitulados, sus familias y algunos funcionarios del extinto régimen colonial, entre los que se encontraban, el general José de la Serna, sus compañeros de armas y colaboradores.[29] La mayor parte de ellos, habían acompañado a la fenecida autoridad desde las pampas de Ayacucho y antes de su partida final, “la escuadra (algunos barcos españoles fondeados en la rada como el Aquiles y el Asia) despidió al Virrey con una salva de artillería” (Paz Soldán, 1870, p. 290).

Este acto simbólico, representaría para la historia regional el verdadero final de la etapa colonial y el inicio del incierto periodo republicano, mientras que, para el puerto de Quilca, sería solo un hecho anecdótico dentro de su breve pero agitada existencia como puerto principal de la Intendencia de Arequipa.

 

El puerto de Quilca a inicios de la República

 

Apenas iniciado el nuevo régimen republicano, en enero de 1825, el Libertador Simón Bolívar, como encargado del poder dictatorial en el Perú, decretó la habilitación de la caleta de Quilca como puerto mayor de la República, comprometiendo al entonces prefecto coronel Francisco de Paula Otero, al establecimiento de las oficinas y el nombramiento provisional de los empleados respectivos, con el objetivo de asegurar “los derechos pertenecientes a la hacienda pública” y en vista de “la concurrencia de buques mercantes en el puerto de Quilca y la utilidad que resulta a la república este tráfico”.[30] Al parecer, no se trataría de una resolución definitiva ni una designación permanente, pues cuatro meses después, el propio Bolívar comunicaba al Prefecto un nuevo proyecto para el establecimiento de una ciudad portuaria en el departamento. Con ese fin, le pedía constituir una comisión integrada por algunos vecinos y notables quienes debían acompañar al coronel de ingenieros Clemente Althaus, de origen alemán y héroe de la Independencia peruana, a un viaje de inspección a la costa, en busca del lugar más adecuado y el que mejores condiciones presentara; o como manifestó el Libertador, “el puerto más inmediato a Arequipa y el que ofrezca las mayores ventajas debe ser preferido”.[31] Lamentablemente, para las intenciones del jefe de Estado, tal proyecto tomaría varios meses en ponerse en marcha y muchos otros en habilitarse, en el ínterin, por fuerza o necesidad, las autoridades locales debieron de mantener a Quilca como principal punto de conexión entre la economía regional y el creciente mercado mundial.

De ese modo y durante varios meses, el prefecto Otero dedicaría todos sus esfuerzos y los recursos del departamento, al establecimiento en Quilca de un cuerpo administrativo encargado de las funciones aduaneras, acompañado de una pequeña fuerza militar como resguardo “y demás oficinas necesarias para la exacción y seguridad de los derechos pertenecientes a la hacienda pública”.[32] ¿La razón? El intenso movimiento portuario que se había experimentado en los últimos años de dominio colonial no había sufrido interrupción alguna con la llegada del nuevo régimen, contrariamente, se fue incrementando en el transcurso de los meses, debido básicamente a la apertura comercial decretada por la dictadura bolivariana al inicio de su mandato; la llegada de un mayor número de empresarios, comerciantes e inversionistas extranjeros a la región; y sobre todo, al incremento considerable en el volumen de las exportaciones de ciertas mercancías americanas, de alta demanda en el mercado europeo, además de los siempre codiciados metales preciosos, como, las lanas (de oveja y camélidos) y la cascarilla.[33]

De otro lado, con el fin de hacer eficiente el trabajo en el puerto de Quilca y sobre todo, mantener un estricto control en los otros desembarcaderos del departamento que corrían bajo su jurisdicción, el prefecto Otero en una de sus primeras medidas, el 19 de febrero, dispuso la compra de un bote a remos y una falúa, así como la contratación de varios marineros; quienes, serían inmediatamente destacados a algunas caletas cercanas como Mollendo, Aranta, Chira e Islay con el objetivo de vigilar y reprimir el inextinguible comercio de contrabando, “señalándoles el sueldo de 18 pesos mensuales del que disfrutarán sin sujeción al descuento”.[34]

Todo parece indicar que, dicha medida sería por demás oportuna. Tan temprano como abril de 1825, el guarda Andrés Valenzuela, encargado de custodiar la caleta de Aranta ubicada al sur de Quilca, recibió noticia a través de unos pescadores del lugar sobre la presencia de dos lanchas inglesas, quienes luego de desembarcar sus mercancías de contrabando, unas 10 o 12 cargas en total, regresaron velozmente a sus respectivas embarcaciones fondeadas a considerable distancia de la costa. Incluso, como fue revelado posteriormente, para evitar que los pobladores llevasen la noticia a las autoridades locales, los contrabandistas proporcionaron la suma de 25 pesos “para que repartiese a los oliveros y pescadores de aquel puerto, a fin de que callasen y no descubriesen aquel contrabando”.[35]

Junto a la organización de una necesaria fuerza de vigilancia, en las inmediaciones de la caleta de Quilca, se comenzarían a levantar las oficinas administrativas, las habitaciones de los empleados de la aduana, el cuartel para el cuerpo de resguardo y, sobre todo, un galpón cerrado destinado al almacenaje temporal de las mercancías de importación y exportación. Tratándose de un gasto considerable, este debía cubrirse en gran medida con los llamados fondos propios, vale decir, los ingresos generados por la mencionada oficina de aduana que, al parecer, no eran de gran consideración.

En la medida que, como la administración principal se encontraba todavía en la ciudad de Arequipa -donde se amortizaban la mayor parte de derechos-, la tenencia de Quilca estaba autorizada a cobrar únicamente algunos impuestos como, por ejemplo, el reembarque o traslado de los bultos de un navío a otro, que equivalían al 1% del valor de las mercancías; el tonelaje, equivalente a 4 reales por cada tonelada de peso de las embarcaciones; el anclaje, que era igual para todos, 7 pesos y también, el almacenaje, para las mercancías que se internaban por el mencionado puerto, por los que debía pagarse mensualmente la suma de medio real el bulto. Asimismo, estuvieron incluidas dentro de las atribuciones de la oficina, el cobro sobre todas las mercancías que en pequeñas cantidades eran desembarcadas para el uso o consumo de los vecinos del lugar y también aquellos productos locales, como vinos, aguardientes y azúcar traídos directamente de los cercanos valles de Majes, Siguas, Vítor y Tambo, sin pasar por la ciudad de Arequipa; para el abastecimiento de la población local y también, de los buques nacionales y extranjeros, cuyos montos a pagar, dependían del reglamento de comercio vigente en aquel momento. Por ejemplo, los vinos y aguardientes arequipeños se hallaban gravados inicialmente con el impuesto colonial de 12.5%, pero al poco tiempo fueron reducidos a 5% la arroba de vino y 10%, el quintal de aguardiente; mientras que, los vinos importados en 1825 pagaban 45% como impuestos y los aguardientes nada menos que 80%.[36]

La necesidad de asegurar el depósito de los crecientes volúmenes de mercancías europeas desembarcadas a nombre de empresarios nacionales y casas de comercio extranjeras, desde el primer día de enero de 1825, obligaría a las autoridades republicanas, de la misma forma como ocurrió a fines del periodo colonial, al arrendamiento de algunos almacenes particulares ubicados en los alrededores de la caleta y de propiedad de vecinos arequipeños como, Buenaventura Berenguel y Andrés Cuadros, quienes en compensación recibirían las 2/3 de todos los ingresos obtenidos por este concepto. En realidad, la falta de suficientes y espaciosos almacenes en Quilca y las pocas posibilidades de construirlos en el corto plazo, no dejaban demasiadas opciones a los administradores de la aduana a la hora de hacer frente a las urgentes necesidades provocadas por una actividad en permanente expansión y de la cual dependían sus más importantes ingresos. Algunos ejemplos podrían darnos una idea más cabal de esta realidad. Entre el mes de enero y el 28 de agosto de 1825 fueron almacenados 2.607 fardos provenientes de distintos navíos anclados en la rada, lo que representaría un ingreso de 488 pesos y 6 reales por concepto de almacenaje; entre el 30 de agosto y el 22 de noviembre de ese mismo año, se recibieron 2.381 fardos o bultos con mercancías europeas, por los que se cobrarían 446 pesos[37] y finalmente, entre el mes de mayo y el 24 de julio de 1826, fueron registrados en los depósitos de Quilca 3.343 bultos, cobrándose en total 208 pesos y 7 reales por almacenamiento.[38] En definitiva, la intensa actividad portuaria y comercial experimentada en los primeros años de vida independiente, llegarían a desbordar completamente la limitada capacidad de almacenaje del puerto de Quilca, situación que se haría más evidente a raíz del incremento en los volúmenes de exportación, de importantes materias primas como las mencionadas, lana de oveja y corteza de la quina o cascarilla.

Con respecto a la lana de oveja -la de alpaca cobraría realce solo dos décadas después-, uno de los primeros extranjeros dedicados a su comercialización en la región fue Antonio von Lotten, natural de Bremen e instalado en la ciudad desde 1822, quien a través de diversos agentes y apoderados se dedicó durante varios años al acopio de lana en diversos pueblos y comunidades del altiplano, particularmente, en la legendaria feria de Vilque en Puno. Reunida toda la lana posible, esta se enviaba en decenas de mulas hacia sus almacenes en la ciudad de Arequipa, donde era enfardaba correctamente para su remisión a los mercados de Europa y los Estados Unidos (Condori, 2016, p. 163-164). Este comerciante, entre octubre y noviembre de 1825, extrajo por el puerto de Quilca nada menos que 1.282 fardos, conteniendo 3.176 arrobas de lana de oveja por las que pagaría el 4% de derecho de consulado.[39]

Lamentablemente, von Lotten murió de disentería en mayo de 1826, dejando como albaceas testamentarios a su esposa María Sierra y a un paisano de Bremen, Daniel Schütte, destacado comerciante alemán, con fuertes vínculos empresariales en Valparaíso, Hamburgo y Baltimore, en los Estados Unidos. Precisamente, a partir de esos años, Schütte reemplazaría a su compatriota como en el principal acopiador y exportador de lana de oveja por el puerto de Quilca. Así, en diciembre de 1826, los funcionarios de esta aduana autorizaron el embarque a bordo del bergantín inglés Devonshire, de nada menos que “1.000 fardos con 6.000 arrobas de lana que se hallan depositados en aquellos almacenes” a nombre del referido comerciante germano.[40] Con respecto a la corteza de la Quina y del mismo modo como había ocurrido con la lana de oveja, ella era obtenida a través de intermediarios comerciales residentes en la región de Carabaya en Puno y Apolobamba, en las Yungas de Bolivia. Posteriormente, en cientos de bultos o zurrones y con sus respectivas guías, era enviada a nombre del principal comprador en Arequipa por esos años, la casa inglesa Gibbs, Crawley, Moens y Compañía, cuyo administrador Samuel B. Mardon en diciembre de 1826 embarcó, desde los almacenes de Quilca, 372 bultos conteniendo 2.189 arrobas con rumbo a los almacenes de la oficina principal de Anthony Gibbs and Son en Londres, por las que pagó 394 pesos en derechos de almacenaje.[41]

Ahora, el traslado de cientos de bultos conteniendo alimentos frescos y secos, efectos importados, plata amonedada, materias primas y pertrechos militares a nombre de diversos comerciantes e instituciones del gobierno, entre la ciudad de Arequipa y el puerto de Quilca y viceversa, requerían no solo de una “legión” de arrieros con sus respectivas acémilas, sino también del adecuado control, vigilancia y organización del sistema de transporte.[42] Con algunas variaciones, este sistema organizativo, heredado de la fenecida administración colonial, continuaría funcionando dentro de la nueva estructura política, hasta el punto de conservarse algunos hombres y cargos del régimen anterior.[43] Por lo menos, así podría entenderse a partir de la presencia recurrente en los contratos notariales y libros de aduana, de un personaje de gran prestigio, un verdadero representante gremial de la comunidad de transportistas de carga pesada, el Juez de Arrieros. Cargo que recayó durante varios años en la persona de José Rivera, quien estuvo encargado de mediar entre las autoridades, los comerciantes y sus numerosos agremiados, en todo lo relativo a esta actividad: prioridad en el servicio, número de mulas a emplearse, destinos y, particularmente, los costos del mismo.

Como ha sido señalado, el costo del transporte entre el puerto de Quilca y la ciudad de Arequipa era de 6 pesos por carga de mula de 300 libras de peso y el tiempo de duración en promedio se estimaría en 4 días. Con respecto al número de animales empleados, si bien antes del inicio de las guerras de independencia existían entre las provincias de Tacna, Moquegua y Condesuyos cerca de 14.000 mulas, para inicios del periodo republicano este número se redujo a menos de la mitad, de los cuales unas 2.000 acémilas estarían al servicio del puerto de Quilca (Wibel, 1975, p. 353). Sin embargo, y así lo hicieron saber diferentes interesados, ellas nunca fueron suficientes para cubrir la creciente demanda de comerciantes, particulares y el ejército acantonado en la región sur, en este caso se trataba de una división compuesta por cerca de 3.500 soldados, en su mayoría gran colombianos al mando del general Jacinto Lara.

En definitiva, fueron estas grandes casas comerciales, propiedad de extranjeros, quienes con reiterada frecuencia y en mayor número demandarían los servicios de tan importante sistema de transporte animal. Y entre las casas más destacadas, estuvo la firma del empresario alemán Daniel Schütte, quien entre julio y setiembre de 1826 envío desde sus almacenes en la ciudad de Arequipa 448 fardos de lana de oveja de 6 arrobas de peso cada una, hacia los depósitos de la aduana de Quilca. Para tal fin se vio obligado a contratar los servicios de más de 20 arrieros de la región, quienes emplearon cerca de 221 mulas en total. Así lo podemos observar en el siguiente cuadro elaborado en base a los registros contenidos en el libro manual de la mencionada Aduana.

 

Cuadro 2. Cargamentos de lana enviados al puerto de Quilca por Daniel Schütte (1826)

 

Fecha

Arriero

Cantidad

Animales

22 de julio

Mauricio Mejía

48 fardos

24 mulas

28 de julio

Mariano Carpio

14 fardos

7 mulas

28 de julio

Francisco Fernández

32 fardos

16 mulas

28 de julio

José Díaz

20 fardos

10 mulas

28 de julio

Melchor Gómez

10 fardos

5 mulas

3 de agosto

Pedro Salinas

32 fardos

16 mulas

11 de agosto

Remigio Carpio

14 fardos

7 mulas

12 de agosto

José Cornejo

22 fardos

11 mulas

12 de agosto

José Cornejo

10 fardos

5 mulas

16 agosto

Ramón Pinto

10 fardos

5 mulas

28 de agosto

Pedro Solís

4 fardos

2 mulas

17 de agosto

Enrique Carpio

58 fardos

29 mulas

18 de agosto

Manuel Perea

76 fardos

38 mulas

26 de agosto

Tadeo Ra

6 fardos

3 mulas

18 de agosto

Juan Benavente

8 fardos

4 mulas

1 de setiembre

Mariano Fierro

8 fardos

4 mulas

2 de setiembre

José Cornejo

22 fardos

11 mulas

5 de setiembre

Manuel López

10 fardos

5 mulas

6 de setiembre

Mariano Peralta

6 fardos

3 mulas

19 de setiembre

Mariano Santos

12 fardos

6 mulas

19 de setiembre

Justo Paredes

10 fardos

5 mulas

22 de setiembre

Ramón Galdos

9 fardos

5 mulas

Totales

 

448 fardos

221 mulas

 

Fuente: AGN, Real Aduana, Administración de Arequipa, Libro Manual de la Tenencia de Quilca, 30 agosto 1827.

 

Con respecto a las características propiamente geográficas y físicas, Quilca presentaba desde su apertura al tráfico internacional, algunos inconvenientes y desventajas que, a la larga, influyeron en su reemplazo como puerto mayor de Arequipa. Dentro de las más resaltantes, se podría mencionar en primer término, las limitaciones técnicas. Al tratarse de una pequeña y angosta caleta, las condiciones portuarias eran bastante deficientes y ellas se hacían más notorias con el aumento de las actividades comerciales y migratorias. Tenía Quilca un fondeadero muy abierto, casi sin ninguna protección contra olas y mareas, lo que ocasionaba un balanceo permanente en las embarcaciones y obligaba su anclaje a una distancia de varios kilómetros de la costa. Ello dificultaba considerablemente las actividades de embarque y desembarque de decenas de bultos, fardos y personas todos los días, debido no solo a la mayor distancia que habrían de recorrer los cargadores entre la caleta y las bodegas de los barcos, sino, sobre todo, a la imperiosa necesidad de suspender las labores portuarias a partir de ciertas horas del día, en vista del mal tiempo que solía presentarse. A la larga, todos aquellos inconvenientes trajeron como resultado, un mayor costo y tiempo invertido, en comparación a otros puertos de la época (Witt, 1992, p. 34. Haigh, 1967, pp. 16-17). En segundo término, estuvieron las condiciones de salubridad. En vista que, parte del camino de acceso y salida del puerto obligaba a los arrieros, trajinantes y marchantes a recorrer por varios kilómetros, un estrecho y cálido valle, en los que, durante los meses de verano, proliferaban ciertas enfermedades endémicas como el cólera y el paludismo o malaria (llamadas fiebres intermitentes o tercianas), que, por lo general, cobraban más de una vida entre poblaciones provenientes de la sierra y uno que otro extranjero.[44]

En relación al costo de vida, la poco privilegiada ubicación del puerto en una zona desértica, sin agua dulce ni vegetación, influiría sustancialmente en el abastecimiento de productos alimenticios y el alto costo de la vida para sus habitantes. Muy a pesar de ello, las autoridades del gobierno local tratarían en todo momento de superarlos, por medio del abastecimiento de agua desde otras localidades, la misma que era traída en burros, y la compra de alimentos frescos de algunos valles cercanos, ubicados a unos cuantos kilómetros, o lejanos, como el valle de Camaná, localizado a 40 kilómetros al norte. Acerca del abastecimiento de alimentos y el costo de los mismos a principios del siglo XIX, Heinrich Witt, nos refiriere en su Diario:

 

El ganado era traído de Camaná y matado por un carnicero inglés, quien vendía la arroba de 25 libras de cualquier filete a 12 reales. Un buey costaba 20 pesos, una oveja 3 pesos, el pan era bien caro, cuatro pequeños trozos mal horneados por un real. Los vegetales eran muy escasos y caros, por ejemplo, un zapallo grande por 3 o 4 reales. Un pollo se conseguía por menos de 1 peso; el servicio de lavado era malo, por una camisa tuve que pagar dos reales (Witt, 1992, p. 52).[45]

 

Epílogo: El fin del puerto de Quilca

 

Una medida lamentable para el futuro de Quilca como puerto internacional de Arequipa y mayor de la República, fue su inevitable reemplazo por una antigua caleta ubicada a unos 60 km. más al sur, Islay; seleccionada por el prefecto Antonio Gutiérrez de la Fuente (1825-1828) por presentar no solo mejores condiciones para el desarrollo de las actividades portuarias y mercantiles, sino, una menor distancia a la ciudad de Arequipa, capital del departamento y centro de operaciones de las más importantes casas comerciales extranjeras de la región. La noticia de su apertura, fue anunciaba por el Libertador Simón Bolívar a través de un decreto publicado en el periódico oficialista El Republicano, en marzo de 1826.

 

El puerto de Islay, situado en la costa del departamento de Arequipa, ha sido habilitado de Mayor en lugar del de Quilca, por las ventajas que presenta en su localidad, fondeadero, facilidad para darle agua y menos distancia de aquella ciudad.[46]

   

Muy a pesar del mencionado decreto y los propios deseos del Libertador, debido a la falta de una infraestructura y servicios básicos en el nuevo puerto, tan necesarios para el desempeño de las funciones más elementales (Islay había sido hasta hacía poco tiempo una caleta deshabitada), la inauguración y el inicio de las labores administrativas quedarían postergadas por varios meses, hasta agosto de 1827, cuando Quilca fue definitivamente marginada de todas las actividades referentes al comercio internacional, al perder su condición de Puerto Mayor. Sin embargo, a decir de los testimonios de viajeros y funcionarios de la época, aquella pérdida de categoría no significaría necesariamente la desaparición del poblado ni el colapso de las actividades propias de muchas caletas de la costa arequipeña. Simplemente, Quilca recuperaría su antigua condición como pueblo de pescadores y desembarcadero menor, en tal situación, sería utilizada regularmente para el abastecimiento con productos agrícolas del nuevo puerto de Santa Rosa de Islay a través del comercio de cabotaje, e incluso, durante las frecuentes crisis políticas del siglo XIX –las llamadas Revoluciones de Arequipa-, volvería a ser utilizada aunque provisionalmente, en actividades de exportación e importación y a partir de la segunda mitad del mencionado siglo, oficialmente elevada a Puerto Menor, con aduana y fuerza de resguardo incluida.[47] Pero esa, es otra historia.

 

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Recibido: 30/05/2023

Evaluado: 11/09/2023

Versión Final: 02/10/2023

 



(*) Licenciado en Historia (Universidad Nacional de San Agustín). Magister en Historia (Universidad Católica San Pablo de Arequipa). Profesor e Investigador (Universidad Nacional de San Agustín / Universidad Católica San Pablo de Arequipa), Perú. Email: jvcondori@ucsp.edu.pe. ORCID: https://orcid.org/0000-0002-8408-5114

* Licenciado en Historia (Universidad Nacional de San Agustín) y Magister en Historia (Universidad Católica San Pablo de Arequipa). Email: jvcondori@ucsp.edu.pe. ORCID: https://orcid.org/0000-0002-8408-5114

[1] Este artículo es parte de un trabajo de investigación más amplio relacionado al “Comercio, abastecimiento y consumo en la ciudad de Arequipa durante la guerra de Independencia, 1818-1825”, que pudo realizarse gracias al Concurso de Investigación: 25 Años al Servicio de la Sociedad, organizado por la Universidad Católica San Pablo (UCSP-2022-25Años-P17).

[2] Algunas investigaciones sobre los puertos en Arequipa, buscan más bien recuperar para la historia local ciertos puertos desaparecidos hace varios siglos, como es el caso de Chule o Cocotea (Llosa, 2021; Boza, 2022 -comunicación personal-); otros, intentan establecer la significancia de un puerto como Islay dentro del proceso de expansión de la economía regional en las primeras décadas del siglo XIX (Bonilla, 1974; Boza, 2019; Condori, 2023).

[3] La Intendencia de Arequipa ubicada al sur del Virreinato del Perú, se extendía entre el río Acarí y el río Loa, en el actual norte chileno y estuvo constituida por siete provincias a saber, Cercado, Camaná, Caylloma, Condesuyos, Moquegua, Arica y Tarapacá. Su capital era la ciudad de Arequipa, “la muy noble y muy leal”, considerada la segunda ciudad más poblada del virreinato después de Lima, Durante esos años estuvo gobernada por el intendente Juan Bautista de Lavalle en lo político y el obispo José Sebastián de Goyeneche y Barreda, en lo eclesiástico.

[4] Las principales rutas para el traslado de mercancías y personas durante el periodo colonial, serían aquellas, en las que la ciudad de Arequipa se conectaba de un lado con la Intendencia de Puno y desde allí, hasta las ciudades alto peruanas de La Paz, Cochabamba, Oruro, Chuquisaca y Potosí; y del otro, con la Intendencia del Cusco y las provincias ayacuchanas. Por tal motivo, en junio de 1825, el Libertador Simón Bolívar ordenó la apertura de tres caminos de ruedas en lugar de los de herradura “que tiene en comunicación las ciudades de Arequipa, del Cuzco y Puno”, precisamente, sobre la base de este camino colonial. Colección Documental de la Independencia del Perú (CDIP), tomo XIV, vol. 1, 1975, p. 582.

[5] La mayor parte de los intercambios con la capital se realizaban por vía terrestre, a través del llamado “Camino de la Costa”, que partía de la Ciudad de los Reyes y atravesaba los poblados y valles de Chincha, Pisco, Nazca, Atico, Caravelí, Camaná, Majes, Vítor, Uchumayo, hasta llegar a la ciudad de Arequipa. Tal distancia era cubierta en un tiempo aproximado de 40 días y su costo a fines del siglo XVIII, variaba entre 15 y 16 pesos por carga de mula de 300 libras o 6 arrobas de peso.

[6] Pero este crecimiento del comercio de importaciones, se observaría también en otras regiones, como por ejemplo Lima. Entre 1778 y 1796, las exportaciones españolas hacia el Perú alcanzaron los 53 millones de pesos, de los cuales, 12 millones se registraron solo el año 1787. Provocando, como era de esperarse, una verdadera crisis por el sobreabastecimiento y en ese sentido una caída en los precios (Parrón Salas, 1995, pp. 326-336).

[7] Testimonio del expediente instruido sobre el transbordo en Arica para Quilca de los efectos que se conducen de España para Arequipa. Archivo General de Indias (AGI), Indiferente General 1623, folios 561-565.

[8] El Cuerpo de Reserva de Arequipa, fue establecido por orden del virrey Joaquín de la Pezuela a fin de proteger la costa sur ante cualquier invasión enemiga proveniente de Chile y hasta 1821, estuvo bajo el mando del brigadier Mariano Ricafort. (CDIP, tomo VI, vol. 1, 1973, pp. 9-44; Mazzeo, 2000, pp. 14-15).

[9] El viajero y comerciante alemán Heinrich Witt quien visitó Quilca por primera vez en setiembre de 1824, mencionaría en su importante Diario que, al llegar al referido puerto encontró numerosos navíos anclados en su rada, como “la corbeta norteamericana Peacock, la corbeta francesa La Diligente, los barcos ingleses Wanderer y Egham, los bergantines ingleses Shakespeare, Alpha, Arab y Dolphin, el barco norteamericano Tartar y los barcos franceses Le Telegreaphe y Ernestine” (Witt, 1992, p. 37).

[10] Heinrich Witt escribía que, el viernes 22 de octubre de 1824, cuando regresaba a su navío anclado en la rada de Quilca, “fuimos abordados por un bote armado que hacía rondas para evitar el contrabando” (Witt, 1992, p. 46).

[11] Los agentes marítimos, eran representantes legales de algunos comerciantes y casas extranjeras, avecindados y bien relacionados en el puerto, quienes a cambio de una comisión se encargarían de la recepción y almacenaje de las cargas provenientes del exterior o interior, el pago de derechos en la aduana principal, la solicitud o admisión de guías, la contratación de cargadores y arrieros, y, sobre todo, el envío de mercancías con dirección al extranjero o la ciudad de Arequipa, como fue el caso de José Vicente Elizalde, agente en el puerto de Quilca y representante de los comerciantes Daniel Schütte y Heinrich Witt. Con el tiempo se convertirían en los personajes más importantes de los puertos y su labor imprescindible, para el funcionamiento de esta actividad.

[12] Informe de Thomas Rowcroft a George Canning. Foreign Office, FO61/1317 de setiembre de 1824.

[13] Escritura de compañía para administrar unas barracas de bodegas con su ramada al frente del mar en la caleta de Quilca. Archivo Regional de Arequipa (ARAR), Protocolos Notariales, Manuel Primo de Luque 1822, legajo 719, fol. 460.

[14] Informe de Thomas Rowcroft a George Canning, Foreign Office, FO 61/3, 18 setiembre 1824.

[15] CDIP, tomo XIV, vol. 1, 1975, p. 819.

[16] La mayor parte de esta carga, estuvo relacionada con las mercancías adquiridas en Londres en 1822 de la casa de Anthony Gibbs and Son por un valor de 120.000 libras esterlinas o 640.988 pesos, trasladados a América del Sur por la fragata Bristol. ARAR, Corte Superior de Justicia, Causas Civiles 62, 15 abril 1833 (Gibbs, 1922, pp. 188).

[17] Archivo General de la Nación (AGN), Real Aduana, Administración de Arequipa, C 16.104-623, Libreta del guarda caminero del Puente, 1823, folios 1-19.

[18] El coronel Mateo Ramírez como gobernador militar de Arequipa, a principios del mes de julio se presentó con una partida de soldados realistas en Quilca, pero fue derrotado en las inmediaciones del puerto por Pardo de Zela; obligado a huir, dejó a uno de sus capitanes muertos y el campo libre para el desembarco del ejército del general Antonio José de Sucre. (Vargas Ugarte, 1981, pp. 261-262; Odriozola, 1873, p. 380; Miller,1975, p. 53).

[19] Miller nos proporciona una detallada descripción de todos los puntos por donde atravesó, las experiencias que tuvo, así como las familias con las cuales se relacionó a lo largo de su recorrido (1975, pp. 53-54).

[20] Poder. Don Juan Bautista Detroyat, residente en esta ciudad, del comercio de Burdeos a Don Juan Armand Chanyeur y Compañía del comercio de Burdeos; da su poder para que a su nombre y representación cobren de las pertenencias de Don Lucas de la Cotera. ARAR, Protocolos Notariales, Manuel Primo de Luque, 20 setiembre 1823, fol. 923.

[21] La ocupación militar de la ciudad de Arequipa por tropas gran colombianas se produjo entre el 30 de agosto y el 8 de octubre de 1823 (Miller, 1975, p. 62; Vargas Ugarte, 1981, p. 273; Proctor, 1920, p. 174).

[22] Antonio Quintanilla (1787-1863) fue un militar español que se desempeñó como gobernador de la Isla de Chiloé entre el año 1817, en que fue nombrado por el Virrey Pezuela y enero de 1826, cuando capituló ante el gobierno independiente chileno.

[23] ARAR, Hacienda Nacional, Libro Mayor de la Real Caja de Arequipa, Otras Tesorerías, 3 enero y 4 febrero 1824.

[24] No sucedería lo mismo, con las otras aduanas de la Intendencia, localizadas en Tacna y Moquegua, cuyos ingresos resultarían bastante discretos, al punto que, no permitieron el envío de un solo peso a la Tesorería de Arequipa, en comparación al año 1820, cuando remitieron 3.285 y 20.945 pesos, respectivamente. AGN, Ministerio de Hacienda, OL 121, 4 marzo 1825.

[25] En enero de 1824, el comerciante español Lucas de la Cotera, recibió en consignación el cargamento del bergantín inglés Swallon, valorizado en 38.282 pesos, teniendo que abonar 13.015 pesos por ese real derecho. ARAR, Intendencia. Causas Administrativas 108, 27 enero 1824.

[26] ARAR, Caja Nacional de Hacienda, Libro Mayor 1824, Otras tesorerías.

[27] Según señala Witt, todos los gastos de esta excusión corrían por cuenta del comerciante Lucas de la Cotera (Witt, 1992, pp. 35-36).

[28] Archivo Municipal de Arequipa (AMA), Libro de Actas del Cabildo (LAC) 30, 2 de enero de 1825 (Paz Soldán, 1870, p. 289).

[29] Con respecto a la oficialidad que acompañaba al virrey La Serna en su último viaje desde Quilca (García Camba, 1846, pp. 276-279; Wagner de Reyna, 1985, pp. 37-59).

[30] CDIP, tomo XIV, vol. 1, 1975, p. 231.

[31] CDIP, tomo XIV, vol. 1, 1975, p. 206.

[32] CDIP, tomo XIV, vol. 1, 1975, p. 231.

[33] Se refiere a la corteza del árbol de la quina, conocida como quinina o cinchona. Un producto muy cotizado en el Viejo Mundo desde el tardío siglo XVIII, gracias a sus enormes propiedades medicinales o curativas, al ser utilizado como un remedio eficaz contra algunas enfermedades tropicales, las llamadas “fiebres intermitentes”, propias de algunas zonas cálidas como la selva amazónica, la región caribeña y el sudeste asiático.

[34] AGN, Real Aduana, Administración de Arequipa, Libro Manual de la Tenencia de Quilca, 19 febrero y 5 abril 1825.

[35] ARAR, Corte Superior de Justicia, Prefectura 1, 2 mayo 1825.

[36] AGN, Real Aduana, Administración de Arequipa, Libro Manual de la Tenencia de Quilca, 1825, 1826 y 1827.

[37] En noviembre de 1825, del monto señalado, 446 pesos. “una tercia parte de todo del estado y el resto de Don Buenaventura Berenguel y Andrés Cuadros”, los propietarios de dichos almacenes. Al mes siguiente, de los 935 pesos que produjo el almacenaje de la aduana de Quilca, 603 pesos fueron entregados a Buenaventura Berenguel, “cuyas habitaciones le pertenecen”. AGN, Real Aduana, Administración de Arequipa, Libro Manual de la Tenencia de Quilca, 28 agosto y 22 noviembre 1825. CDIP, tomo XIV, vol. 1, 1975, p. 819.

[38] AGN, Real Aduana, Administración de Arequipa, Libro Manual de la Tenencia de Quilca, 24 julio 1826.

[39] AGN, Real Aduana, Administración de Arequipa, Libro Manual de la Tesorería de Arequipa, año 1825, número 95, cuadernos 505 y 506.

[40] AGN, Real Aduana, Administración de Arequipa, Libro Manual de la Tenencia de Quilca, 11 diciembre 1826.

[41] AGN, Real Aduana, Administración de Arequipa, Libro Manual de la Tenencia de Quilca, 29 diciembre 1826.

[42] Luego de registrar la respectiva carga en la Aduana de Arequipa y obtener la respectiva guía de remisión, los arrieros debían presentar dicho documento en distintos controles ubicados entre la ciudad y el puerto, como, por ejemplo, las garitas del Puente, Uchumayo y Quilca. AGN, Real Aduana, Administración de Arequipa, Libro Manual de la Tenencia de Quilca, 20 y 25 julio 1827.

[43] Ese fue el caso del contador Toribio Fernando Pacheco, quien había ejercido el cargo durante los últimos años de gobierno colonial y lo mantuvo en los primeros años de la República, hasta su jubilación.

[44] Acerca del reemplazo de Quilca por el puerto de Islay, el viajero alemán Heinrich Witt (1992, p.271) señalaba en 1828, “No mucho antes se había ordenado abandonar Quilca…esta medida se consideró necesaria debido a que en Quilca prevalecía la fiebre palúdica, mientras que Islay estaba libre de esta enfermedad”.

[45] El jornal de un labrador en la campiña de Arequipa por aquella época era aproximadamente 1 pesos de 8 reales.

[46] CDIP, tomo XIV, vol. 2, 1975, p. 53.

[47] Durante la segunda mitad del siglo XIX, Quilca era un punto obligado para todos los barcos que navegaban por la costa peruana y el tiempo de permanencia en su rada era de varios días, los necesarios para el recojo de pasajeros y carga. Esta creciente importancia, podría explicar, por qué, cuando en medio de la revolución de 1865 el presidente Juan Antonio Pezet quiso privar a los rebeldes arequipeños de necesarios recursos, no solo decretó el cierre del puerto de Islay, “a los buques mercantes nacionales y extranjeros”, sino también, el de Quilca. La Bolsa, 1 junio 1865 y 8 enero 1867.